jueves, 9 de marzo de 2017

HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 14





Si Simone la pillaba allí, Paula sabía que su carrera como estilista en el barco habría terminado.


Allison le había dicho que no se metiera en los asuntos ajenos. Stevie y Troy le decían que no había nada de malo en que los pasajeros se lo pasaran bien. Eran todos adultos y sabían lo que les convenía.


Y, seguramente, tuvieran razón, pero a Paula le daba igual. 


No sabía por qué le importaba tanto lo que hiciera, pero le importaba. Quizás era por que todo el mundo sabía que Pedro era de Elmer y él estaba enturbiando el buen nombre de su ciudad.


—¿Cómo? —Stevie la miró incrédulo al oírle decir aquello.


—¡Es verdad! —exclamó ella. Pedro Alfonso estaba destrozando la reputación de Elmer y ella tenía que hacer algo al respecto.


Y eso era, precisamente, lo que se disponía a hacer. Solo esperaba que la feroz supervisora no la sorprendiera llamando a la puerta del camarote de uno de los pasajeros.


Golpeó enérgicamente con los nudillos y esperó. Pasaron un par de segundos.


«No está», pensó Paula. De pronto, la puerta se abrió.


Y allí apareció Pedro, a pecho descubierto.


—Estoy demasiado cansado y… ¡Paula! —abrió los ojos con genuina sorpresa.


—Todas esas mujeres pueden acabar destrozando a un hombre.


Él se quedó boquiabierto.


—Mujeres. Las rubias, las pelirrojas, las castañas. Por cierto, a una acabo de teñirla de platino, te lo digo por si no la reconoces por la mañana.


—¿De qué demonios estás hablando?


—Ya sé para qué has venido —le dijo ella en un tono helador.


Pedro parpadeó y pareció repentinamente nervioso. Se movió inquieto y eso llamó la atención de Paula, que no pudo evitar mirar su torso. Involuntariamente, se imaginó ese cuerpo en el jacuzzi. Furiosa con la dirección que estaban tomando sus pensamientos, cerró los ojos.


—Quiero que pares.


Él se puso rígido y tragó saliva.


—¿Que pare el qué?


—Sabes muy bien qué. Quiero que dejes de perseguir mujeres, de seducirlas, de engañarlas.


Pedro la miró fijamente.


—Ya… —él sonrió ligeramente.


—Lo digo en serio —dijo Paula, negándose a dejarse embriagar por aquella sonrisa letal—. Quiero que dejes de hacerlo.


—De acuerdo.


—¿Qué quieres decir con ese «de acuerdo»?


Él se encogió de hombros.


—Que no lo haré más.


—Bueno, pues bien. Me encargaré… —pero antes de que pudiera terminar su frase, oyó que alguien se aproximaba. Eran un hombre y una mujer y ella tenía un reconocible acento francés.


Paula se metió rápidamente en el camarote de Pedro.


—Cierra la puerta.


—¿Qué?


—¡Cierra la puerta!


Pedro así lo hizo. Luego se volvió, se apoyó en la puerta y se cruzó de brazos.


—¡Qué buena idea! —dijo él.


—No, no lo es. Pero era Simone, mi jefa, la que venía por el pasillo —le explicó.


Él levanto una ceja.


—¿La mujer francesa?


Paula hizo una mueca y asintió.


—Es un poco «especial».


—Ya —Pedro la miraba fijamente con una expresión indescifrable.


Nerviosamente, Paula se encaminó al otro extremo del camarote. Pronto se dio cuenta de que había sido un gran error, pues los dos estaban allí, de pie, mirándose el uno al otro.


—¡Déjalo ya!


—¿Dejar qué?


—De mirarme de ese modo.


—¿Qué modo?


—Como si… como si… —pero no pudo decir «me desearas». Era ridículo pensar algo así. Era el modo en que Pedro miraba a todas las mujeres, menos a ella—. ¿Qué te pasa? ¿Es que te has quedado sin mujeres?


—Algo así.


Ella protestó.


—Lo que me había imaginado. Pues no pienses que aquí vas a obtener lo que necesitas.


—¿No?


—No —respondió Paula con dureza—. ¡No eres adecuado para un lugar como este!


—¿Y tú? —preguntó él en un tono de reto.


—¿Qué quieres decir?


—Que este no es nuestro lugar adecuado.


—Yo trabajo aquí.


—Has venido huyendo.


—¡No!


—Sí. Tenías un trabajo en Elmer y una vida estupenda.


—Sí, claro —dijo Paula—. ¿Viviendo con mi madre y su nuevo marido o con Patricia y su nuevo esposo?


—¡Podrías haberte buscado un marido! —dijo Pedro.


Herida, Paula le respondió.


—¿Y qué crees que trato de hacer aquí?


Pedro comenzó a moverse de un lado a otro del camarote.


—¡No hacía falta que te vinieras hasta aquí para eso!


—¿No? ¿Qué podía encontrar en Elmer? —preguntó ella irónica—. ¿Debería haber puesto un cartel en la puerta pidiendo marido, o mejor un anuncio en el periódico?


—Podrías haber mirado a tu alrededor, haber encontrado a alguien de la zona —le dijo él sin apartar la mirada de ella.


—¿Quién? ¿Logan Rees o Spence Adkins, un ex convicto y un policía corrupto? Menuda tentación. No son mi tipo, lo siento.


—Gracias a Dios —dijo Pedro.


—¿Quién más había?


—Piensa —le dijo, y sus ojos se encendieron de deseo.


Antes de que ella pudiera responder, la tomó en sus brazos y la besó apasionadamente.


Por supuesto que a Paula la habían besado más de una vez en su vida. Había experimentado el fervor de la pasión adolescente de Mateo y sabía lo que era el deseo masculino.


Pero jamás había sentido la intensidad que la revolvía en aquel instante.


Tampoco había sido objeto de una mirada tan sinceramente hambrienta. Estaba notando el poder de aquel deseo de hombre dirigido exclusivamente hacia ella. ¿Y procedía de Pedro Alfonso?


Justo antes de derretirse en sus brazos, Paula recobró el sentido, apretó las manos contra su pecho y lo empujó.


—¿Qué demonios…?


Paula no pudo terminar la frase.


—Para esto estoy aquí, Paula —dijo él con la voz aún llena de deseo.


Paula gimió desconcertada.


Luego, en un gesto desesperado, se encaminó hacia la puerta. La abrió con tal fuerza que casi golpea a la pareja que estaba en el pasillo.


—!Mademoiselle Chaves! —gritó Simone.


Pero Paula no se detuvo.





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