domingo, 5 de marzo de 2017

HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 2





Paula Chaves recordaba que había estado desde niña prendada de la idea de enamorarse y casarse. De pequeña siempre jugaba a ser una esposa y una madre, mientras que sus hermanas, Patricia y Maria, jugaban a los vaqueros y a los médicos.


Tenía que admitir que, cuando a los diecinueve años se comprometió con Mateo Williams lo hizo más por ese deseo obsesivo que porque realmente lo amara, o él la amara a ella.


Se había sentido totalmente desolada cuando la había abandonado, pues todas sus esperanzas y sueños se habían desmoronado. Se había visto como una necia. Aún
peor, como una fracasada. Pues, a ojos de Paula el rechazo de Mateo había sido un público reconocimiento de que no era una mujer capaz de satisfacer a un hombre.


—Lo que tienes que hacer es conocer a otros —le había dicho su hermana Maria.


—Mejores que ese —había sido la opinión de Patricia.


—Lo que te ha ocurrido es como cuando te caes de un caballo —había dicho Arturo Gilliam—. Enseguida tienes que levantarte y volver a montar.


—Ya encontrarás al hombre adecuado algún día, no te preocupes —la había animado su madre.


Pero Paula ni siquiera quería buscar a alguien. Ya se había sentido humillada una vez. Había confiado en Mateo, le había entregado su corazón y él lo había tirado a la basura.


No obstante, y a pesar de su promesa de no volver a confiar en un hombre jamás, sus sueños de amor y matrimonio no habían muerto. Y, aunque había desistido de intentarlo con hombres reales, había sucumbido a los hombres de sus
fantasías.


Ese era el caso de Santiago Gallagher.


Santiago era exactamente el caballero de sus sueños: guapo, fuerte, valiente, decidido, listo y sexy.


Y, sobre todo, no suponía un peligro.


Lo había visto siempre en el cine o en la televisión, había leído sobre él en revistas, y se había permitido imaginar lo que sería estar casada con él. Carecía de peligro alguno, pues era inalcanzable.


Hasta que Santiago decidió asistir en Elmer a la gran subasta benéfica de los vaqueros de Great Montana para salvar el rancho de Maddie Fletcher.


En ese momento, el mundo de los sueños colisionó con el mundo real, pues lo que hasta entonces solo había sido una fantasía, podía convertirse en realidad.


Durante semanas antes de la subasta se había sentido atormentada por la posibilidad y el reto que suponía. Y, mientras peleaba con aquellas sensaciones, llegó a darse
cuenta de lo vacía que estaba su vida.


Podría haber obviado aquel sentimiento, de no ser por Pedro Alfonso. Porque podía ignorarse a sí misma, pero le resultaba imposible ignorarlo a él.


¡Nadie podía ignorar a Pedro Alfonso!


Era demasiado vital, demasiado intenso, demasiado… demasiado todo.


Recordaba con toda claridad como, desde niña, nunca había dejado de estar presente en su vida, llamando su atención. Y tenía que reconocer que era fascinante, más grande, más fuerte, más rudo que todos los demás.


Pero a diferencia de sus hermanas, Paula jamás se había sentido cómoda en compañía de los vaqueros. Por eso, le había gustado Mateo, porque no era tan brusco, era mucho más suave, más gentil.


Pero Mateo la había rechazado.


¡Y había sido por culpa de Pedro Alfonso!


Aquel verano, al regresar del rodeo Wilsall, Mateo le había dicho que, hablando con Pedro, había decidido viajar un poco con su amigo antes de atarse a ella.


Al principio, Paula no se había preocupado. Le había parecido una buena experiencia.


—No te dejes llevar demasiado por Pedro —le había advertido.


Y Mateo le había respondido con una carcajada.


—No te preocupes.


Pero sí tuvo de qué preocuparse cuando dos meses después y quince minutos antes de la ceremonia de su boda, Mateo no apareció.


—Dice que todavía no está preparado —le había dicho Pedro.


—¿Qué quiere decir con eso de que «no está preparado»?


—La verdad… la verdad es que dice que no puede hacerlo. Que tiene aún muchos sitios a los que ir, cosas que experimentar, que ver…


Paula se había quedado sin palabras. Incrédula, se había quedado con la mirada fija en el teléfono, mientras cien personas esperaban a la puerta de la iglesia.


Su madre llevaba varios minutos llamándola, diciéndole que colgara de una vez y bajara. Su padre miraba sonriente a su hija.


Pero ella no le había devuelto la sonrisa, se había limitado a mirar al teléfono, escuchando a Pedro Alfonso.


—¡Por favor, Paula, di algo!


—Es una mentira —había contestado ella, convencida de que Pedro Alfonso podía tomarse un matrimonio a sorna. Así era Pedro.


—No, Paula —le había dicho él en un tono definitivo—. No es una mentira. Mateo no va a ir, no quiere casarse. Cancela la boda.


Mortificada, había colgado y había hecho exactamente lo que Pedro le había indicado, cancelar la boda.


Pero una rabia indomable se había despertado dentro de ella contra él, por su impaciencia, por no haber dicho ni tan siquiera «lo siento».


¿Por qué habría de haberlo hecho? Estaba segura de que Pedro Alfonso pensaba que era una perdedora, alguien que no valía la pena, y había acabado por convencer a Mateo.


¡Él había influido en su prometido!


Paula todavía le guardaba rencor y, no solo por aquello, sino porque cada vez que lo miraba se acordaba de su fracaso.


Ella no era la persona que había querido ser. Se había convertido en una buena mujer de negocios, pues tenía el único salón de belleza de Elmer, y una tienda de alquiler de vídeos. Trabajaba como voluntaria en la biblioteca, era la tía de seis sobrinas y un sobrino, y la persona a la que Sid, el gato, quería con pasión.


Pero no tenía novio, ni marido, ni hijos.


No era ni una esposa, ni una madre.


La habían rechazado, y cada vez que veía a Pedro Alfonso se acordaba de eso.


Durante los últimos diez años no habían tenido mucho contacto, pues los vaqueros como él no se acercaban a los salones de belleza.


A veces pasaba todo un año sin que lo hubiera visto.


Por supuesto que sabía de él, de cómo iba en los rodeos. No era un campeón nato, como Noah Tanner, pero había logrado llegar a varias finales nacionales y aquella temporada iba a ir a Las Vegas.


Pedro dice que este es su año —le dijo la hermana de él, Julia, un día en la peluquería—. Si gana en Las Vegas, quizás se retire y vuelva a la ciudad.


La idea de encontrarse con Pedro Alfonso todos los días de por vida le provocaba a Paula una desagradable taquicardia.


—Puede que ya esté preparado para asentarse, encontrar una buena mujer y tener un montón de hijos.


Un inesperado sonido gutural se le había escapado a Paula de la boca. Julia la había mirado y había sonreído malévolamente.


—Quizás lo mande para acá.


—No, gracias —había sido la respuesta de Paula.


—Pero en el pasado solía gustarte —le recordó Julia. Aquel era el problema de vivir en un lugar pequeño toda la vida. La gente se acordaba de todas las estupideces que alguien hacía o decía. Y, mucho tiempo atrás, cuando estaba en sexto curso, Paula había dicho que el hermano de Julia era atractivo.


—Tengo mejor gusto que entonces —había contestado Paula bruscamente.


Julia se había lanzado, de inmediato, a la defensa de su hermano.


—¡Pero no está tan mal!


—No estoy interesada en tu hermano.


Por si acaso, Paula rezó para que no se convirtiera en el campeón federal en Las Vegas. Al enterarse de que había sufrido un accidente en ese mismo campeonato, se había sentido culpable. No había querido que ganara, pero tampoco que acabara en el hospital.


Pero parecía que su destino estaba dispuesto a castigarla por su osadía, pues, Arturo Gilliam lo había metido a trabajar en su tienda. Aunque, más bien, había sido una coincidencia milagrosa que Pedro se encontrara en la tienda cuando Arturo sufrió su ataque al corazón.


Después de aquello, y aunque ella había insistido en que podía llevar la tienda sola, Arturo insistió en que Pedro se quedara.


Desde entonces, había tenido que ver a Pedro Alfonso todos los días. El contacto con él había sido lo suficientemente enloquecedor como para que acabara decidiendo ir por Santiago.


Paula no había hecho sino soportar las risas, bromas e indirectas de Pedro, y no había pasado ni un solo día sin que hubiera hecho algún comentario sobre Santiago Gallagher y ella.


Se había sentido primero incómoda, luego enfadada y luego desesperada.


Pero, según iba acercándose el día de la subasta benéfica, en sus sueños empezaba a aparecer Pedro tanto o más que Santiago. Sin duda, era una confusión inconsciente. Pedro era guapo, aunque nunca habría sido capaz de admitirlo en alto, era moreno y con los ojos azules, igual que Santiago. Pero mientras este era cálido y dulce, al menos en las películas, aquel era irónico, rudo y demasiado burlón.


Paula sentía siempre el irrefrenable impulso de lanzarle cosas a la cabeza.


Trataba de mantenerse alejada de él, pero eso no significaba que le pasara desapercibido.


Cuando no estaba burlándose de ella, estaba flirteando con las mujeres que entraban en la tienda. Y no solo con las locales, sino también con todas las que habían llegado a Elmer con motivo de la subasta.


—No vienen por ti —le había dicho ella en una ocasión.


—Yo no estoy en venta —había respondido él.


—Menos mal, porque nadie te compraría.


Pedro se había reído, pero Paula no lo había dicho para provocarle ninguna carcajada.


Lo peor era que sabía que no era verdad. De haber subastado a Pedro Alfonso estaba segura de que muchas mujeres habrían pujado por él. Tenía cientos de muchachas detrás que querían quedarse en alguna habitación extra en casa de Arturo solo para estar junto a Pedro mientras esperaban al día de la subasta.


Paula había llegado a decir algo sobre su harén.


—¿Estás celosa? ¿Quieres formar parte de él?


—Jamás compartiré a mi hombre —le había dicho ella.


—Si es que alguna vez consigues otro —había sido la hiriente respuesta de él.


Al ver el gesto de ella, había tratado de poner remedio—. Lo siento.


Pero el impacto de lo que había dicho había sido demasiado fuerte.


Aquel había sido el momento en que Paula había empezado a considerar la posibilidad de pujar por Santiago. Al principio, la idea le había parecido descabellada, pero luego había decidido que necesitaba vivir de verdad.


La fantasía ya no era suficiente para ella.


El día de la subasta se armó de valor y se dirigió hacia allí dispuesta a pujar por él. Invirtió en Santiago hasta el último céntimo y ganó.


A pesar del ataque de pánico que había sufrido, finalmente todo había valido la pena solo por ver la cara de incredulidad de Pedro Alfonso.


El recuerdo de aquellos momentos aún la hacía sonreír. 


Había sido tan inesperadamente satisfactorio que la había convertido en una adicta a sorprender a Pedro. Quería volver a hacerlo.


Por supuesto, si Santiago se hubiera enamorado de ella, Pedro sí que se habría quedado totalmente boquiabierto. Pero eso no ocurrió.


No fue en absoluto un problema, porque ella descubrió que tampoco estaba enamorada de él. Al menos, no como su hermana Patricia a la que Santiago correspondía con igual intensidad.


Pero, al verlos, había decidido que ella también quería ese tipo de amor, así es que había decidido seguir buscando.


En abril, había contratado un viaje en un crucero para solteros, y la experiencia había sido plenamente satisfactoria, y con la ventaja añadida de que había dejado a
Pedro Alfonso sorprendido una vez más.


En el crucero había conocido a mucha gente, a muchos hombres, fundamentalmente, y había aprendido a no ponerse tan nerviosa con ellos. Claro que Pedro Alfonso seguía siendo la excepción. Había albergado la esperanza de que el crucero la hubiera curado de eso también, pero no lo había hecho.


Al regresar, se había encontrado también con que, lejos de desaparecer de su vida, parecía más decidido que nunca a establecerse en Elmer.


—Arturo me ha pedido que me quede en su casa —le dijo él—. Como el rancho de Ray y Julia es un poco pequeño, he decidido hacerlo mientras me construyo la mía.


¡Su casa! Eso significaba que estaba dispuesto a asentarse, tal y como Julia había dicho. El mismo se lo había confirmado e, incluso, le había dejado caer que tenía a una determinada mujer en mente. Pero no estaba dispuesto a decirle quién.


Paula no podía adivinar de quién se trataba, pues cada vez lo veía con una mujer diferente, especialmente, durante la subasta.


La perspectiva de una continua presencia de Pedro había sido lo que la había decidido a solicitar un trabajo en un crucero.


Tenía treinta años y quería una vida, marido e hijos. Aceptar un empleo así era un modo como cualquier otro de hacer que eso sucediera.


Al regresar de la boda de Patricia y Santiago, se había encontrado con una carta en la que le informaban de que había sido admitida. La sola idea de irse la aterró. 


Pero también le dio un enorme placer cuando le dijo a Pedro Alfonso que se marchaba de Elmer.





HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 1





La puerta de atrás de la casa se cerró de golpe, despertando a Arturo Gilliam que estaba durmiendo la siesta en el salón. Parpadeó, miró al reloj y frunció el ceño, al oír que alguien atravesaba la cocina y se encaminaba hacia donde él estaba.


—Has venido un poco pronto a comer —dijo él cuando Pedro Alfonso apareció—. ¿O es que se me ha parado el reloj?


—No he venido a comer —dijo Pedro. Llevaba las manos metidas en los bolsillos y andaba cabizbajo de un lado a otro. Al llegar al final de la habitación se detuvo y se volvió—. Ella ha vuelto.


—Ella —repitió Arturo con interés. No era una pregunta. Sabía bien a quién se refería.


Para Pedro no existía ninguna otra mujer en el universo que no fuera Paula Chaves. Claro que jamás lo habría admitido explícitamente delante de Arturo ni de nadie.


Arturo suspiró y agitó la cabeza.


Pedro mal interpretó el gesto y le aclaró quién era ella.


—Paula —dijo.


—¡Ah! —respondió Arturo, tratando de fingir que era una información novedosa—. Qué bien.


Pedro se tensó y continuó dando vueltas de un lado a otro de la habitación.


—Pensé que estabas deseando que llegara —dijo el anciano.


Pedro frunció el ceño y no contestó.


Pero lo cierto era que todos los días desde la partida de Paula le había preguntado a Arturo por ella y su familia nada más llegar de trabajar de la tienda o de entrenar a caballo.


Todos los Chaves se habían ido a Hawai hacía diez días a la boda de la hermana de Paula, Patricia, con Santiago Gallagher.


—Seguro que te alegras mucho de verla —dijo Arturo.


—Me alegraría si no hiciera tonterías.


—¿A qué te refieres? ¿No habrá montado ningún escándalo en la boda? — preguntó Arturo.


Todo el mundo sabía que Paula había estado encaprichada con Santiago Gallagher, un vaquero convertido en estrella de cine, que no la había correspondido con su mismo entusiasmo y que había acabado convirtiéndose en el marido de su hermana.


—Pero, ¿se ha comportado como era debido o no?


—Supongo que sí —respondió Pedro.


—¿No habrá vuelto a perseguir a Mateo Williams? —preguntó Arturo.


Mateo Williams la había dejado hacía diez años, cuando Paula tenía veinte.


Aquel rechazo había dejado una profunda herida en Paula y le había provocado una desconfianza total en los hombres.


Después de aquello, había llenado su vida con vídeos y revistas y se había pasado diez años soñando con Santiago Gallagher.


Desde que Mateo la había abandonado, no había tenido ni una sola cita. No hasta que en febrero había decidido ir a una subasta benéfica a pujar por Santiago.


Arturo esperaba que aquel nuevo sueño fallido no la hubiera llevado a pensar en Mateo otra vez.


—No.


—Entonces, ¿cuál es el problema? No me digas que ya estáis peleando otra vez.


No era un secreto que Paula y Pedro no se llevaban bien. 


Por supuesto, era Paula la que no congeniaba con Pedro, pues siempre lo había considerado el causante de su ruptura con Mateo.


Pedro es el modelo de Mateo—había dicho ella desde el principio, dando a entender que este seguía los preceptos que aquel imponía y que no eran los mejores.


Y no andaba totalmente desencaminada, porque, en cuestión de mujeres, Pedro no había sido, precisamente, un ejemplo a seguir.


Sin embargo, en los últimos meses, Arturo había notado un cambio en los hábitos de su empleado pues siempre volvía a casa, nunca lo hacía borracho, y no se llevaba ninguna chica.


Era fiel a Paula, aunque ella no lo sabía.


Pero Pedro no era el tipo de hombre que podía dejar adivinar fácilmente sus sentimientos.


—¡Siempre estáis igual! —dijo Arturo agitando la cabeza de un lado a otro—. Solo la has visto unos minutos esta mañana, y ya habéis discutido. ¿Qué es lo que te ha hecho enfadar esta vez?


—Se va.


—¿Qué?


—Lo que has oído. ¡Se va! —dijo Pedro con una mezcla de rabia y angustia. Soltó el sombrero con ira sobre la mesa y se sonó los nudillos.


—¿Qué quieres decir? ¿A dónde se va?


—¿Te acuerdas de aquel crucero para solteros que hizo?


Claro que lo recordaba. Después de su fallido encuentro con Santiago, había decidido superarlo marchándose en un viaje.


—¿Para qué necesita irse a un crucero de esos? —preguntó Pedro sin parar de moverse de un lado a otro.


—Eso, ¿para qué, cuando tiene aquí a un tipo que la quiere? —murmuró Arturo.


Pedro se detuvo de golpe. Se volvió hacia Arturo y lo miró fijamente.


—¿De qué demonios estás hablando?


Arturo no se acobardó.


—A mí me resulta obvio y patente.


Pedro se tensó, pero no trató de negar la evidencia. Dio una patada al aire y farfulló entre dientes.


—Es lo más estúpido que se puede hacer.


—¿Te refieres al crucero o a estar enamorado de Paula? —preguntó Arturo con una sonrisa.


—¿Tú qué piensas? —respondió Pedro.


—Pues que esos cruceros deben de ser carísimos y que me parece una tontería que se vaya.


—Se lo puede permitir si la contratan.


—¿Contratarla?


—Eso es lo que ha venido a decirme esta mañana. Que se iba dentro de una semana. Ha conseguido un trabajo en un crucero —Pedro se puso a imitar a Paula—. «Ya no voy a molestarte más en una buena temporada».


Dio un puñetazo sobre la mesa para puntualizar la última parte y a Arturo no le gustó el efecto que ese sobresalto tenía sobre su corazón. Pero, sobre todo, le preocupaba ver a Pedro así, pues nunca sabía cómo iba a reaccionar o qué se propondría hacer. A pesar de sus noventa y un años, Arturo recordaba perfectamente la intensa emoción que se sentía cuando se amaba a una mujer y cómo era una fuerza
capaz de hacer que un hombre cometiera todo tipo de estupideces. Él también había hecho aquel tipo de cosas en su momento.


Aquel era uno de los motivos que lo habían empujado a contratar a Pedrodespués de haber sufrido un ataque al corazón. Quería darle una oportunidad.


Pues, aunque Paula tenía su propio negocio, una peluquería en la que, además, se daban masajes terapéuticos, y donde Sara, su sobrina, alquilaba vídeos, muchas mañanas iba a la tienda a ayudar a Arturo.


Así era Paula, una muchacha amable y generosa que siempre pensaba en los demás, capaz de ayudar a un hombre mayor que la necesitaba.


Al darse cuenta de que a Pedro le gustaba Paula, había decidido colaborar un poco, dándoles ocasión de estar juntos.


Pedro se había hecho cargo de la tienda durante el tiempo que Arturo había pasado en el hospital. A su regreso, el anciano había actuado como si estuviera más débil de lo que estaba, para instarlos a que continuaran colaborando en la tienda y así darles tiempo de que se encontraran definitivamente.


Pero eso no había ocurrido.


Eran demasiado cabezotas. Por un lado, Paula insistía en ver a Pedro como el mismo muchacho que era a los veintitrés años, y él se negaba a admitir abiertamente lo que sentía por ella.


Llevaban ya cinco meses trabajando juntos y las cosas iban de mal en peor.


Quizás, aquel nuevo trabajo haría reaccionar a Pedro de una vez por todas, y lo empujaría a decir lo que tenía que decir para evitar que ella se marchara.


—¿Y bien? —le preguntó Arturo—. ¿Qué vas a hacer al respecto?


Pedro agarró su sombrero y se lo puso bruscamente.


—Me voy a emborrachar —dijo furioso—. Y a buscarme otra chica.


Se dio media vuelta y salió dando un portazo.


Arturo suspiró y agitó la cabeza. La juventud no sabía sacarle partido a la vida