domingo, 5 de marzo de 2017

HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 1





La puerta de atrás de la casa se cerró de golpe, despertando a Arturo Gilliam que estaba durmiendo la siesta en el salón. Parpadeó, miró al reloj y frunció el ceño, al oír que alguien atravesaba la cocina y se encaminaba hacia donde él estaba.


—Has venido un poco pronto a comer —dijo él cuando Pedro Alfonso apareció—. ¿O es que se me ha parado el reloj?


—No he venido a comer —dijo Pedro. Llevaba las manos metidas en los bolsillos y andaba cabizbajo de un lado a otro. Al llegar al final de la habitación se detuvo y se volvió—. Ella ha vuelto.


—Ella —repitió Arturo con interés. No era una pregunta. Sabía bien a quién se refería.


Para Pedro no existía ninguna otra mujer en el universo que no fuera Paula Chaves. Claro que jamás lo habría admitido explícitamente delante de Arturo ni de nadie.


Arturo suspiró y agitó la cabeza.


Pedro mal interpretó el gesto y le aclaró quién era ella.


—Paula —dijo.


—¡Ah! —respondió Arturo, tratando de fingir que era una información novedosa—. Qué bien.


Pedro se tensó y continuó dando vueltas de un lado a otro de la habitación.


—Pensé que estabas deseando que llegara —dijo el anciano.


Pedro frunció el ceño y no contestó.


Pero lo cierto era que todos los días desde la partida de Paula le había preguntado a Arturo por ella y su familia nada más llegar de trabajar de la tienda o de entrenar a caballo.


Todos los Chaves se habían ido a Hawai hacía diez días a la boda de la hermana de Paula, Patricia, con Santiago Gallagher.


—Seguro que te alegras mucho de verla —dijo Arturo.


—Me alegraría si no hiciera tonterías.


—¿A qué te refieres? ¿No habrá montado ningún escándalo en la boda? — preguntó Arturo.


Todo el mundo sabía que Paula había estado encaprichada con Santiago Gallagher, un vaquero convertido en estrella de cine, que no la había correspondido con su mismo entusiasmo y que había acabado convirtiéndose en el marido de su hermana.


—Pero, ¿se ha comportado como era debido o no?


—Supongo que sí —respondió Pedro.


—¿No habrá vuelto a perseguir a Mateo Williams? —preguntó Arturo.


Mateo Williams la había dejado hacía diez años, cuando Paula tenía veinte.


Aquel rechazo había dejado una profunda herida en Paula y le había provocado una desconfianza total en los hombres.


Después de aquello, había llenado su vida con vídeos y revistas y se había pasado diez años soñando con Santiago Gallagher.


Desde que Mateo la había abandonado, no había tenido ni una sola cita. No hasta que en febrero había decidido ir a una subasta benéfica a pujar por Santiago.


Arturo esperaba que aquel nuevo sueño fallido no la hubiera llevado a pensar en Mateo otra vez.


—No.


—Entonces, ¿cuál es el problema? No me digas que ya estáis peleando otra vez.


No era un secreto que Paula y Pedro no se llevaban bien. 


Por supuesto, era Paula la que no congeniaba con Pedro, pues siempre lo había considerado el causante de su ruptura con Mateo.


Pedro es el modelo de Mateo—había dicho ella desde el principio, dando a entender que este seguía los preceptos que aquel imponía y que no eran los mejores.


Y no andaba totalmente desencaminada, porque, en cuestión de mujeres, Pedro no había sido, precisamente, un ejemplo a seguir.


Sin embargo, en los últimos meses, Arturo había notado un cambio en los hábitos de su empleado pues siempre volvía a casa, nunca lo hacía borracho, y no se llevaba ninguna chica.


Era fiel a Paula, aunque ella no lo sabía.


Pero Pedro no era el tipo de hombre que podía dejar adivinar fácilmente sus sentimientos.


—¡Siempre estáis igual! —dijo Arturo agitando la cabeza de un lado a otro—. Solo la has visto unos minutos esta mañana, y ya habéis discutido. ¿Qué es lo que te ha hecho enfadar esta vez?


—Se va.


—¿Qué?


—Lo que has oído. ¡Se va! —dijo Pedro con una mezcla de rabia y angustia. Soltó el sombrero con ira sobre la mesa y se sonó los nudillos.


—¿Qué quieres decir? ¿A dónde se va?


—¿Te acuerdas de aquel crucero para solteros que hizo?


Claro que lo recordaba. Después de su fallido encuentro con Santiago, había decidido superarlo marchándose en un viaje.


—¿Para qué necesita irse a un crucero de esos? —preguntó Pedro sin parar de moverse de un lado a otro.


—Eso, ¿para qué, cuando tiene aquí a un tipo que la quiere? —murmuró Arturo.


Pedro se detuvo de golpe. Se volvió hacia Arturo y lo miró fijamente.


—¿De qué demonios estás hablando?


Arturo no se acobardó.


—A mí me resulta obvio y patente.


Pedro se tensó, pero no trató de negar la evidencia. Dio una patada al aire y farfulló entre dientes.


—Es lo más estúpido que se puede hacer.


—¿Te refieres al crucero o a estar enamorado de Paula? —preguntó Arturo con una sonrisa.


—¿Tú qué piensas? —respondió Pedro.


—Pues que esos cruceros deben de ser carísimos y que me parece una tontería que se vaya.


—Se lo puede permitir si la contratan.


—¿Contratarla?


—Eso es lo que ha venido a decirme esta mañana. Que se iba dentro de una semana. Ha conseguido un trabajo en un crucero —Pedro se puso a imitar a Paula—. «Ya no voy a molestarte más en una buena temporada».


Dio un puñetazo sobre la mesa para puntualizar la última parte y a Arturo no le gustó el efecto que ese sobresalto tenía sobre su corazón. Pero, sobre todo, le preocupaba ver a Pedro así, pues nunca sabía cómo iba a reaccionar o qué se propondría hacer. A pesar de sus noventa y un años, Arturo recordaba perfectamente la intensa emoción que se sentía cuando se amaba a una mujer y cómo era una fuerza
capaz de hacer que un hombre cometiera todo tipo de estupideces. Él también había hecho aquel tipo de cosas en su momento.


Aquel era uno de los motivos que lo habían empujado a contratar a Pedrodespués de haber sufrido un ataque al corazón. Quería darle una oportunidad.


Pues, aunque Paula tenía su propio negocio, una peluquería en la que, además, se daban masajes terapéuticos, y donde Sara, su sobrina, alquilaba vídeos, muchas mañanas iba a la tienda a ayudar a Arturo.


Así era Paula, una muchacha amable y generosa que siempre pensaba en los demás, capaz de ayudar a un hombre mayor que la necesitaba.


Al darse cuenta de que a Pedro le gustaba Paula, había decidido colaborar un poco, dándoles ocasión de estar juntos.


Pedro se había hecho cargo de la tienda durante el tiempo que Arturo había pasado en el hospital. A su regreso, el anciano había actuado como si estuviera más débil de lo que estaba, para instarlos a que continuaran colaborando en la tienda y así darles tiempo de que se encontraran definitivamente.


Pero eso no había ocurrido.


Eran demasiado cabezotas. Por un lado, Paula insistía en ver a Pedro como el mismo muchacho que era a los veintitrés años, y él se negaba a admitir abiertamente lo que sentía por ella.


Llevaban ya cinco meses trabajando juntos y las cosas iban de mal en peor.


Quizás, aquel nuevo trabajo haría reaccionar a Pedro de una vez por todas, y lo empujaría a decir lo que tenía que decir para evitar que ella se marchara.


—¿Y bien? —le preguntó Arturo—. ¿Qué vas a hacer al respecto?


Pedro agarró su sombrero y se lo puso bruscamente.


—Me voy a emborrachar —dijo furioso—. Y a buscarme otra chica.


Se dio media vuelta y salió dando un portazo.


Arturo suspiró y agitó la cabeza. La juventud no sabía sacarle partido a la vida


No hay comentarios.:

Publicar un comentario