miércoles, 15 de febrero de 2017

FUTURO: CAPITULO 10





Debería haberse negado a lo de la cena. Aunque fuera capaz de esconder sus sentimientos, cenar con Pedro, incluso en compañía de un bebé saltarín, era justamente lo que no necesitaba.


A lo mejor podía fingir que le dolía la cabeza, recoger a Hernan y salir corriendo; huir a la casa de la abuela y comerse lo que tuviera en la nevera. Sí. Eso podía funcionar. 


No quería someterse a esa situación tan incómoda, esa tortura… Respiró hondo una vez más para sacar fuerzas y bajó del coche. Atravesó la puerta exterior y se dirigió hacia la puerta trasera de la casa. Llamó con energía y entonces trató de aparentar que sí tenía un dolor de cabeza cuando Pedro abrió.


No. No era Pedro el que acababa de abrir… Era otro hombre guapísimo, un poco más alto que Pedro, un poco más joven. 


Debía de tener unos veinticinco años, como ella… Tenía el pelo negro, húmedo… Su sonrisa era despampanante. 


Estaba sin camisa y llevaba unos pantalones cortos con la cintura demasiado baja… Aquellos ojos de color verde-gris la observaban con curiosidad.


—Tú debes de ser Pau —dijo el joven, abriendo más la puerta e invitándola a entrar—. Soy Milos. Alfonso —añadió.


Pau no había tenido la más mínima duda ni por un instante. 


El parecido era extraordinario.


—El primo de Pedro —añadió el muchacho, estrechándole la mano de forma efusiva.


No la soltaba. La estaba llevando hacia la cocina.


Pedro está cambiando al bebé. ¿Tú eres la tía de Hernan?


—Eh, sí. Supongo que sí. Su madre es mi prima… Por así decir.


Milos sonrió y asintió.


—Sí. Las familias son así. ¿Te apetece una cerveza? O… —abrió la nevera y echó un vistazo dentro—. ¿Un té helado? Estoy seguro de que debe de tener vino en algún sitio.


—Un té helado está bien —dijo Pau y, en cuanto lo dijo, se dio cuenta de que había desaprovechado la oportunidad de decir que tenía un dolor de cabeza.


Milos le sirvió el té helado en un vaso, se lo dio en la mano y entonces abrió una botella de cerveza para él.


—¿Quieres una cerveza, Pepe? —gritó.


No hubo respuesta inmediata, pero unos segundos más tarde, Pedro entró en la habitación con Hernan colgado de un brazo. Era evidente que había estado en la playa. 


Todavía llevaba unos pantalones cortos y una camiseta con el cuello roto. Tenía el pelo húmedo y de punta. El corazón traicionero de Pau se aceleró.


—Has conocido a Milos —dijo Pedro en un tono de pocos amigos.


—Sí —dijo Pau—. Lo siento. Habría recogido antes de Hernan, pero no sabía que tenías visita.


—Yo tampoco.


—Oye —dijo Milos—. Neely te llamó para decirte que venía.


—Pero no por eso estabas invitado.


Milos se encogió de hombros.


—Puedes venir a mi casa cuando quieras —le dijo, abriendo otra cerveza y ofreciéndosela a Pedro.


—Sí, claro. Puedo quedarme en algún arrecife de coral contigo. No, gracias.


Pau escuchaba aquella conversación malhumorada con interés y envidia. Pedro, no obstante, cambió de tema bruscamente.


—¿Cómo está Maggie?


—Eh… está bien —dijo Pau, redirigiendo sus pensamientos—. Por lo menos eso me dicen —añadió—. Está muy pálida. Muy… pequeña… Nunca creí que fuera tan pequeña.


—Pues yo sí —dijo Pedro—. Pero sé lo que quieres decir —siguió adelante—. Parece más grande de lo que es en realidad. Es una fuerza de la naturaleza.


—Sí.


—Qué pena que no la conozca. Y probablemente no la conoceré esta vez, pues solo voy a estar unos días.


—Demasiados —dijo Pedro, bebiendo un sorbo de cerveza.


—Está enfadado porque no recibió el mensaje del buzón de voz en el que le decían que yo venía. No se le da muy bien lo de la hospitalidad —Milos sonrió.


—Porque no soy nada hospitalario.


—Su madre sí que lo es. Le dijo a Seb y a Neely, mis cuñados, que Pepe estaría encantado de acogerme en su casa. Voy hacia el sur —le explicó a Pau—. Llevo dos años trabajando en una clínica en una de las islas.


—Es un charlatán —dijo Pedro.


—Soy médico. Acabo de terminar mi residencia en otorrinolaringología.


Pau abrió los ojos. ¿Médico? Parecía tan joven…


—No hay nada de que impresionarse —dijo Pedro—. Se va a la playa, a cocerse al sol, a hacer surf y a ligar con chicas.


—Eso también —dijo Milos, sin darse por ofendido en absoluto—. Solo está celoso porque a él no se le ocurrió.


—Es que lo de diseccionar ranas no me gustó nada —Pedro habló con contundencia—. Eso puso fin a todas mis aspiraciones médicas. Toma, sujeta a Hernan mientras pongo los filetes.


Antes de que Pau pudiera decir nada, se encontró con Hernan en los brazos. Pedro abrió la nevera. Hernan se puso nervioso de inmediato. Pero cuando Pau logró sonreír y empezó a hablarle, su expresión se volvió risueña de nuevo. 


Y ella también se sintió mejor. Se hubiera asustado mucho si el niño se hubiera echado a llorar, pero no lo hizo. De hecho, parecía que le había caído bien. Se retorció en sus brazos, le tocó la mejilla y balbuceó algo en el lenguaje de los bebés.


—¿Qué ha sido eso? —le preguntó Pau al niño.


—Quiere salir y ver cómo se hacen los filetes —dijo Pedro—. Vamos.


Pau salió detrás de él.


—Gracias. Debería irme a casa —le dijo—. Tú tienes compañía y Hernan y yo estaremos bien.


—Te he comprado un filete —dijo Pedro sin más.


Estaba poniendo tres piezas sobre la parrilla, así que Pau no tuvo más remedio que abandonar el plan de marcharse. Iban a comer en una mesa del patio situado entre la casa de Pedro y el garaje. El pequeño jardín estaba lleno de las flores de la abuela. Pau recordó todos esos años que había pasado allí, jugando, bajo la atenta mirada de Maggie. En ese momento era ella la que miraba mientras Hernan jugaba y se metía cosas en la boca.


—¡Oh, Hernan, no! —exclamó y le sacó la primera ramita de la boca. Después le sacó una piedra y algunas astillas de madera que sin duda provenían de algún proyecto de Pedro. Tomó al niño en brazos y lo distrajo un poco, jugando con él y tratando de no mirar al hombre que estaba asando filetes al otro lado del patio. Milos puso la mesa y conversó un rato con ella. Le preguntó por su trabajo en San Francisco y la hizo hablar de esas marionetas de tela que hacía y también de las obras de arte que vendía. Pedro no dijo ni una palabra, pero Pau sospechaba que estaba escuchando atentamente, así que trató de dejar bien claro que estaba muy contenta en San Francisco.


Cuando la carne y las mazorcas de maíz estuvieron listas, Pedro volvió a entrar en la casa y sacó una tarrina de ensalada de col y otra de ensalada de patatas. Después subió a la casa de la abuela y bajó la sillita plegable de Hernan.


—Lo siento. Yo podría haberlo hecho —le dijo Pau.


Él se encogió de hombros.


—Estabas ocupada —fijó la silla a la mesa, recogió a Hernan del suelo y lo sentó en ella—. Vamos a comer.


Comieron en silencio. Milos era el único que hablaba. Hernan se untaba el pelo con mantequilla… Pau estaba sentada enfrente de Pedro, recordando la última vez que había comido allí. Habían cenado con su abuela. Pedro había asado salmón esa noche. Y al terminar de comer, se había sentado enfrente de ella y le había rozado la pantorrilla con un pie, descalzo, por debajo de la mesa.


Pau había dado un pequeño salto y entonces se había sonrojado violentamente.


—¿Te ha mordido algo? —le había preguntado la abuela.


—No… No. Quiero decir, sí.


Pedro había sonreído y se había puesto a hablar con la abuela como si nada, como si aquello no hubiera tenido nada que ver con él. Después la abuela había subido a su apartamento, pero Pau se había quedado un rato más.


—Para ayudar a Pedro con los platos —le había dicho a Maggie—. A lo mejor voy a dar un paseo después.


Su abuela no era tonta. Había visto esas miradas que se habían lanzado durante toda la cena, pero no había querido estropearles la diversión. No obstante, Pau casi deseaba que lo hubiera hecho, pero no podía echarle la culpa de su propio error. Un error que no volvería a cometer…


Miró a Pedro con disimulo y se lo encontró mirándola. Apartó la vista rápidamente y echó atrás las piernas, por debajo de la silla. Después se volvió hacia Milos y le preguntó por la escuela de medicina. Este estaba encantado de hablar. Se relajó en su silla, bebiendo cerveza, y contestó a todas sus preguntas. Era evidente que estaba muy contento de acaparar toda su atención. No le quitaba la vista de encima. 


Ambos ignoraban a Pedro por completo. Y él, por su parte, bien podría no haber estado allí. Comía tranquilamente sin decir ni una palabra.


El sol empezó a ponerse. El jardín ya estaba en sombras y era difícil ver la expresión de Pedro. Pero aunque no pudiera ver adónde miraban sus ojos, Pau podía sentirlos sobre la piel.


Se frotó el anillo que llevaba puesto.


—Vaya pedrusco —exclamó Milos. ¿Significa algo? —preguntó, sonriente.


Pau le habló de Adrian. Trató de no dar demasiadas explicaciones, pero sentía que tenía que dejarle bien claro a Pedro que estaba enamorada de otro hombre. Milos escuchaba con atención, sonreía…


—No está aquí, ¿no?


—Está aquí —Pau parpadeó y entonces se tocó el corazón.


—Pues tráetelo —Milos asintió y estiró los brazos por encima de la cabeza.


—¿Qué?


—Había pensado que podíamos salir un rato. Tiene que haber vida nocturna por aquí —miró a Pedro.


Este se encogió de hombros con indiferencia. Milos le miró durante unos segundos y entonces se escurrió hasta el final de la silla.


—Claro que la hay —añadió con seguridad y se puso en pie. Miró a Pau—. Vente conmigo —le dijo, invitándola—. Sálvame de las tigresas de Balboa. Pepe puede quedarse con el niño.


—Gracias —dijo Pau—. Pero tengo que cuidar de Hernan.


Pedro es un canguro genial —dijo Milos, insistiendo—. Cuidó de mí cuando era niño.


—Y todavía lo hago.


—¿Estás segura…? —Milos se rio, pero no dejó de mirar a Pau ni un segundo.


—Muy segura. Pero, gracias —Pau asintió, sin mirar a Pedro.


—Qué pena —dijo Milos, recogiendo platos y condimentos.


—Gracias por la cena. Tengo que llevarme a Hernan a la cama, pero primero os ayudo con los platos —Pau también se puso en pie y empezó a ayudarle a recoger.


Eran las primeras palabras que le había dirigido a Pedro desde antes de la cena. Él levantó la vista hacia ella y entonces se puso en pie lentamente. Pau sintió que se le cortaba el aliento. Sus miradas se encontraron.


—Déjalo. Hernan tiene que acostarse —mientras hablaba, quitó a Hernan de la silla, lo tomó en brazos y lo llevó a la casa.


Una vez allí, le lavó la cara, las manos y el pelo. Pau fue detrás en silencio, llevando los últimos platos.


—Ponlos en la mesa. Yo me ocupo —dijo Pedro, mientras secaba a Hernan. Después le hizo cosquillas y muecas—. Te veo mañana, chiquitín —hizo una pausa y entonces, de repente, puso al niño en los brazos de Pau—. Buenas noches.


No podría haberle dejado más claro que la estaba echando de allí. Un momento después le abrió la puerta y esperó a que saliera. Pau agarró a Hernan con tanta fuerza que el niño empezó a retorcerse y soltó un gritito de protesta. Pau aflojó los brazos de inmediato.


—Buenas noches, entonces —dijo en un tono de pocos amigos y pasó por delante de él sin siquiera mirarle a la cara. No necesitaba mirarle. Él estaba tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo al pasar—. Gracias por la cena —añadió.


Nadie podría decir que había olvidado sus modales. Iba por la mitad del patio cuando la puerta se cerró. Un segundo después oyó que Pedro le decía algo a Milos.


—Podemos ir a Tino’s si quieres conocer mujeres —le dijo, gritando.






martes, 14 de febrero de 2017

FUTURO: CAPITULO 9



HABÍA perdido el juicio. ¿Paula Chaves? ¿Otra vez? Pedro apretó con fuerza el volante y sacudió la cabeza, sin poder comprender tanta estupidez. ¿En qué estaba pensando? En realidad no había pensado en absoluto. O por lo menos no con la cabeza. Otras partes de su anatomía siempre hablaban mucho más alto cuando estaba cerca de Pau. Desde el momento en que la había visto delante de la casa de su abuela, con las manos llenas de bolsas de comida, la había deseado con locura. Y después de conocerla mejor, de pasar tiempo a su lado, en la cama y fuera de ella, nada había cambiado. Pero ella seguía buscando lo mismo que unos años antes. Amor, familia, romance… Y lo había conseguido, al parecer, pero… 


¿Dónde estaba su príncipe azul cuando más lo necesitaba? 


Ocupado… Aquello no tenía sentido. ¿Cómo podía estar tan ocupado como para no estar con ella mientras operaban a su abuela? ¿Acaso no sabía lo mucho que Pau quería a Maggie? Él sí que lo sabía muy bien.


Al ver que ella no llamaba se había impacientado mucho y, en cuanto Pedro se había levantado de la siesta, lo había metido en el coche y había vuelto al hospital.


Decisión correcta. Nada más verla por la ventana se había dado cuenta de que no podía con ello sola. Necesitaba a alguien que estuviera a su lado… Necesitaba que le dieran un beso… Y él estaba allí. Ese prometido fantasma hubiera podido hacerlo de haberla acompañado. Pero, sobre todo, lo había hecho, tal y como le había dicho a ella, porque quería. 


Probablemente debería haberse resistido. No solía encapricharse de mujeres comprometidas, pero… Era Pau.


¿Alguna vez había podido resistirse a ella?


Nunca.



***


Pau no quería pensar en Pedro, besándola. Se había limpiado la cara con el dorso de la mano en cuanto él se había marchado. ¿Qué estaba tratando de hacer? Sus besos no tenían sentido. Eran molestos, incómodos, irritantes… Y el efecto que tenían en ella la sacudía de pies a cabeza.


Después de marcharse Pedro, había ido a ver a la abuela.


Al ver a la mujer que yacía en la cama después de la operación, se le cayó el alma a los pies. Su abuela nunca había sido muy corpulenta, pero parecía diminuta en aquella cama tan grande. Tenía los ojos cerrados, los labios pálidos, y sus mejillas eran casi del mismo color que la sábana. Pau se detuvo abruptamente junto a la puerta. Entrelazó las manos y respiró hondo. Tenía que estar tranquila para poder mostrarle su mejor cara. Pero la única cosa que la tranquilizaba en ese momento era la línea verde que se veía en la pantalla del monitor, la que probaba que su abuela seguía viva.


—Está muy bien —la enfermera pasó por su lado y anotó lo que veía en las máquinas.


—¿Quién está bien? —preguntó una vocecita ronca desde la cama.


—¡Abuela! —Pau corrió hacia la cama justo a tiempo para verla abrir los ojos.


Una sonrisa asomó a los labios de la anciana.


—Todavía sigo aquí —dijo, fingiendo estar molesta.


—Claro que sí —dijo Pau, tomando su mano y llevándosela a los labios. Estaba fría, pero la abuela le dio un buen apretón—. Y gracias a Dios por eso.


—A lo mejor no lo agradeces tanto cuando me vaya a casa —dijo Maggie. Su voz sonaba más grave que nunca.


—Oh, claro que sí —juró Pau. Se inclinó y besó a su abuela en la mejilla, contenta de descubrir que no la tenía tan fría como la mano. Maggie cerró los ojos.


La enfermera comprobó sus constantes vitales y entonces se volvió hacia Pau.


—Puede quedarse si quiere, pero dormirá durante un buen rato.


—No, no puede quedarse. Tiene que irse a casa. Tienes que ayudar a Pedro con Hernan.


Pedro se las está apañando muy bien solo —admitió Pau—. Hernan y él vinieron cuando estabas en el quirófano.


—Es buen chico —dijo la abuela, sonriente.


¿Hernan o Pedro? Pau no lo sabía con seguridad.


—Vete a casa —le dijo su abuela, insistiendo.


—Todavía no.


—¿Estás preocupada por mí?


—Yo… un poquito —admitió Pau. No tenía sentido mentirle—. Pero intento mantenerme positiva —añadió, ofreciéndole una sonrisa.


—Llegará un día en que ya no podrás —la abuela soltó una carcajada.


—No.


—Te estoy complicando mucho la vida.


—Eres parte de mi vida —dijo Pau con firmeza—. Una de las mejores partes, en realidad.


—Me alegro de que pienses eso —dijo la abuela y entonces sacudió la cabeza—. Probablemente cambiarás de idea cuando yo salga de aquí. ¿Cuándo salgo de aquí?


—No lo sé todavía —dijo Pau con sinceridad—. Te quedan un par de días más en el hospital. Y después tendrás que hacer un poco de rehabilitación. El doctor Singh dijo que vendría a hablar contigo por la mañana.


No mencionó el ofrecimiento de Pedro. No era el momento. 


Y con un poco de suerte no tendría que decírselo nunca. A lo mejor la abuela se daba cuenta por sí sola de que era una mala idea regresar a su apartamento encima del garaje y sugería la posibilidad de marcharse a San Francisco con ella. Como si sus pensamientos lo hubieran provocado, el teléfono móvil le empezó a sonar.


—Es Adrian —le dijo Pau a su abuela y después habló por el auricular—. Hola. El momento perfecto. La abuela ha salido de cirugía. Está muy bien.


—Estupendo. Y yo ya he resuelto lo del vestido.


—¿Tú…? ¿Qué?


—Hoy comí con Margarita en Lolo’s. ¿La recuerdas?


Sí que la recordaba. Margarita era una joven ejecutiva agresiva que trabajaba con Adrian.


—Te dije que necesitabas un traje para la fiesta —dijo Adrian—. Y ella me dijo que conocía un sitio perfecto donde comprarlo. A la moda, sofisticado, elegante…


Ahí estaba de nuevo. La palabra de siempre…


—Puedo comprarme mis propios vestidos, Adrian. Aquí hay muchos sitios donde puedo mirar.


—Claro. Pero pensaba que ibas a estar todo el tiempo en el hospital. No quería ponerte presión. Margarita se ofreció a escoger un modelo para ti.


Pau sabía que solo trataba de ayudar. Respiró hondo, consciente de que la abuela escuchaba en todo momento, aunque tuviera los ojos cerrados.


—Seguro que puedo arreglármelas sola, pero, por favor, dale las gracias a Margarita de mi parte.


—¿Estás segura? —le dijo Adrian.


—Si tengo algún problema, te lo haré saber.


—Por favor —dijo Adrian—. Si no lo has encontrado para el fin de semana, y todavía no puedes venir a casa, yo iré para ayudarte a escoger uno.


—¿Harías eso? —le preguntó Pau, esperanzada.


—Veré qué puedo hacer. Te llamaré mañana. Dile a tu abuela que le deseo lo mejor, que se recupere pronto. Te quiero.


—Yo también —dijo Pau y terminó la llamada. Trató de concentrarse en el lado positivo de la conversación. Recordó a su prometido, su pelo rubio, su cara de rasgos finos y aniñados.


—Es todo un detalle que se ocupe de Hernan —dijo de repente la abuela, empeñada en hablar de Pedro.


—Sí.


—Ha sido una gran ayuda para mí desde que se mudó. Venderle la casa ha sido lo mejor que he hecho en muchos años.


Pau discrepaba un poco, pero no quería entrar en una discusión con la abuela en ese momento.


—Esperaba que Pedro y tú… terminarais juntos.


Era la primera vez que le decía algo así.


—No —dijo Pau con firmeza.


—Bueno, evidentemente solo era una esperanza. ¿Él no te gusta?


—Ha sido muy bueno contigo —Pau sonrió cortésmente.


—Sí, pero me refería a…


—A Pedro no le gustan los compromisos a largo plazo.


—A lo mejor solo necesita una buena razón para lanzarse a la piscina —sugirió su abuela, sonriente.


—La vida no es un cuento de hadas —dijo Pau al final—. Ni un musical de Broadway.


—Por desgracia, tienes razón. Pero tienes que admitir que todas esas canciones vienen bien.


—Sí.


Pero todo tenía un límite. Pau se puso en pie y le dio un beso.


—Tengo que irme. Pedro lleva todo el día con Hernan. Ya es hora de tomar el relevo.


—Eres una buena chica —la abuela sonrió.


—Claro que sí —Pau sonrió.


Adrian debería darse cuenta.


—Adrian se da cuenta —dijo Pau.


—Eso espero, de verdad.