lunes, 13 de febrero de 2017

FUTURO: CAPITULO 4








Pasó por su lado y abrió el baúl que estaba debajo de la ventana, junto al sofá. Él debería haber vuelto al dormitorio directamente, pero no lo hizo. Hizo lo que siempre hacía cuando ella estaba cerca. La observó… Siempre le había resultado de lo más tentadora, pero en ese momento era absolutamente irresistible. Sus largas piernas, su trasero relleno… Pedro empezó a ponerse nervioso.


«No mires…», le dijo la voz de la sensatez. Pero era como decirse a sí mismo que debía apartarse de dos trenes que estaban a punto de chocar.


No logró apartar la vista hasta que ella se incorporó de nuevo y arrojó la sábana sobre el sofá.


—¿Qué? —le preguntó Pau, en un tono de pocos amigos.


Él se dio la vuelta abruptamente y se aclaró la garganta.


—Nada.


—Bueno, entonces… ¿qué?


En ese momento se oyó un gemido proveniente del otro lado de la puerta.


Pau abrió los ojos.


—Quiere que vayas.


—Probablemente eche de menos a su madre.


—Entonces peor para él —dijo Pau—. ¿Qué le pasará? ¿Tendrá hambre? —le preguntó. Parecía nerviosa.


—A lo mejor. Le di su biberón a eso de las ocho.


Afortunadamente había encontrado muchos potitos para bebé al registrar los armarios de la cocina. Debía de ser Maggie quien había guardado provisiones para el pequeño. Menos mal… No obstante, había preferido llamar a su hermana Teresa, que tenía cuatro hijos, para preguntarle qué debía darle al bebé, y con cuánta frecuencia. Teresa se había echado a reír.


—¿Tienes un bebé?


—Lo estoy cuidando. Por un tiempo.


—Un momento… Ya… —le había dicho su hermana con escepticismo.


Le había hecho una docena de preguntas, la mayoría de las cuales no sabía cómo responder. Qué tiempo tenía Hernan, qué estaba acostumbrado a comer… Teniendo en cuenta lo poco que había podido decirle, sin duda ella le había dado el mejor consejo posible.


Hernan no había llorado durante esas tres horas porque tuviera hambre. Había llorado y pataleado porque la vida no se estaba portando bien con él.


De pronto se oyó un quejido proveniente del dormitorio. 


Pedro sabía exactamente cómo se sentía.


Llorar no era una opción. Pero Pau hubiera deseado que sí lo fuera.


La abuela se había roto la cadera, la tenían que operar al día siguiente… Era el peor escenario posible. Sin embargo, las cosas siempre podían empeorar.


No solo tenía que preocuparse de su abuela, sino también del bebé de Mariana, tan irresponsable como siempre. Y para colmo de males, Pedro Alfonso estaba en la otra habitación, tan guapo y atractivo como siempre. Todavía era capaz de acelerarle el pulso, de hacerla temblar, de arrebatarle la cordura.


«Maldito seas…», pensó para sí.


Una parte muy grande de ella quería meter a los gatos en el coche y regresar a San Francisco esa misma noche. Pero no podía hacerlo. Era la única familia que le quedaba a la abuela, y no podía dejarla en la estacada. Su abuela Maggie había sido su refugio, su fuente de fuerza en el peor momento de su vida. Sabía que nunca podría recompensarla por todo lo que había hecho por ella, pero por lo menos lo intentaría. No podía marcharse. Pero tampoco podía dormir. 


Debería haberse quedado dormida nada más caer sobre la almohada, pero en vez de eso, allí estaba, con los ojos abiertos, consciente en todo momento del hombre que estaba en la habitación contigua, dando vueltas sin parar… 


Y ya llevaba varias horas así…


«Duerme, duerme…», se decía a sí misma, en vano, tratando de encontrar una postura cómoda en el destartalado sofá de la abuela.


Solo podía pensar en él, en Pedro


Un pasatiempo inútil…


Trató de pensar en otras cosas… en el futuro de su abuela… en Hernan. Tenía que hacer algo por el pobre niño, y pronto. 


No era que no le gustaran los bebés, pero tenía muy poca experiencia con ellos, mientras que Pedro… Sí que parecía saber cómo ocuparse de ellos. Tendría que aprender a tener paciencia. Podía hacerlo. Llevaba muchos años teniéndola con Mariana, desde que se había ido a vivir con la abuela. Mariana en cambio, nunca había llevado muy bien eso de compartir el protagonismo… Normalmente hacía lo que le daba la gana y Pau, cinco años mayor e infinitamente más responsable, se veía obligada a reparar sus destrozos… No había conocido a Hernan hasta esa misma noche, cuando le había visto dormido, sobre el pecho de Pedro.


Pau suspiró…


Jamás hubiera esperado encontrárselo así, en la cama, con un bebé en brazos. Cerró los ojos y apretó los párpados, tratando de borrar el recuerdo… Años atrás, una escena así se había dado una y otra vez en sus fantasías. Viejas esperanzas y sueños la asediaron de golpe, resucitadas por esa visión tan inesperada. El dolor también volvió…


—¡Basta! —se dijo a sí misma en voz alta y apretó los párpados.


Pedro Alfonso parecía estar grabado con fuego sobre ellos. 


Abrió los ojos de nuevo y se encontró cara a cara con Baz.


—¡Oh! —lo recogió y lo puso sobre el suelo suavemente.


Se incorporó y se frotó los ojos. No sirvió de mucho. Nada servía de nada. Siempre había sido así con él. Lo recordaba todo como si hubiera ocurrido el día anterior, aquella tarde en que le había visto por la calle, caminando hacia ella. 


Venía de la tienda de ultramarinos, con las manos llenas de bolsas, deseosa de llegar a la casa de la abuela. Pero al ver a aquel hombre increíble, había aflojado el paso, como si las bolsas no le pesaran nada. Quería verle bien…


Y él había aminorado el paso también, como si también hubiera sido víctima de ese flechazo. Si una orquesta hubiera salido del suelo y se hubiera puesto a tocar Some Enchanted Evening, Pau no se hubiera sorprendido en absoluto. Ni siquiera era por la tarde, pero entonces pensaba que el destino se merecía ciertas licencias poéticas. Y tampoco le faltaba imaginación. Antes de que llegara hasta ella, se lo había imaginado deteniéndose, sonriendo… 
Hablarían y, nada más descubrir que eran almas gemelas, él la invitaría a salir. Y entonces se iban a enamorar… Se casarían, tendrían tres hijos, un golden retriever, y vivirían felices por siempre jamás en la isla de Balboa. El problema era que había ocurrido; la primera parte, por lo menos. Él había sonreído, se había presentado… Iba a ver a su abuela, estaba interesado en comprarle la casa. La había invitado a salir. Una vez, dos veces, media docena de veces… Habían congeniado al instante. Todo había sucedido exactamente como debía ser. Había comprado la casa de la abuela. Todo era perfecto. Incluso el sexo era maravilloso. Pau sabía que había conocido al hombre con el que iba a pasar el resto de su vida… Y entonces… Todo se había roto en mil pedazos.


Al final resultó que la vida no era una serie de momentos musicales. La vida era descubrir que Pedro era un egoísta empedernido, alérgico al compromiso verdadero, que la dejaba sola cada vez que viajaba a Singapur, o a Finlandia, o a Dar es Salaam. La vida era recibir un correo electrónico en el que le decía que había decidido pasar una semana en la playa en Goa y seguir hacia Nueva Zelanda. Y después, por supuesto, estaba Mariana. Esa chica jamás había conocido a un hombre mínimamente apuesto al que no deseara. Y esa atracción se veía incrementada si el hombre en particular tenía algo que ver con ella. Lo que jamás hubiera podido imaginar era que Pedro fuera a seguirle el juego. Pero no había lugar a dudas. La había visto en sus brazos en la playa, sentada frente a él en una mesa íntima en Swaney’s Bar, o saliendo de su casa a las siete de la mañana. Una vez le había preguntado qué significaba Mariana para él, y qué significaba ella…


«¿Qué significas para mí?…», había repetido él, como si nunca se le hubiera ocurrido pensar en ello antes.


«¿Qué es lo que quieres significar?», le había preguntado a continuación.


Y en ese momento Pau se había dado cuenta de que no podía echarse atrás. Era demasiado importante.


«Quiero amor. Quiero casarme. Quiero una familia», le había dicho y él se había quedado blanco como la leche.


Esa era toda la respuesta que necesitaba. Mariana podía quedárselo todo para ella.


—No me acosté con Mariana —le había dicho él—. Vino a recoger sus gafas. Las dejó aquí ayer y quería tenerlas antes de irse al trabajo.


Pau había albergado una pizca de esperanza, pero…


—Y no me quiero casar con Mariana —Pedro hizo una mueca al pensar en ello—. No me quiero casar con nadie. No quiero casarme —sacudió la cabeza—. No en esta vida.


La forma en que sacudió la cabeza y la mirada sincera de sus ojos hablaban por sí solas. Pau no necesitaba que se lo dijeran más claro. Sintió un peso muerto en el estómago, pero consiguió decir:
—Gracias —dio media vuelta y se marchó.


—No estás enfadada, ¿no? —le dijo Pedro.


Pero ella no se dio la vuelta.


—Claro que no —mortificada, humillada, siguió adelante.


—Bien. ¿Quieres que pidamos una pizza luego?


No… Le había dicho que no. Todavía podía recordar la furia y la humillación que la había recorrido una y otra vez, como las olas en un mar embravecido. Le había hablado de hijos, de una familia, y él le había preguntado si quería que pidieran una pizza.


Adiós a los castillos en el aire, al amor eterno, a los sueños más disparatados. Adiós a Pedro Alfonso. Poco más de tres meses más tarde, Pau aceptó un trabajo en una biblioteca de San Francisco. A la abuela no le hizo mucha gracia, pero Pau se mantuvo firme. Poner cientos de kilómetros de distancia era lo mejor, la única opción sensata para no pensar en ese hombre que no tenía interés verdadero en ella. Su estupidez seguiría siendo un secreto, solo suyo, y de nadie más. Y había tenido mucho cuidado desde entonces. 


Él no había dejado de ser guapo, ni irresistible. Y aunque estuviera comprometida, con un hombre que deseaba las mismas cosas que ella, cada vez que veía a Pedro Alfonso la estúpida letra de aquella canción empezaba a sonar en su cabeza como un disco rayado. Con solo verlo esa noche, dormido en la cama de la abuela, con Hernan sobre el pecho, el corazón le había dado un vuelco. Aquellas viejas fantasías de cuento de hada no habían desaparecido, después de todo.


Furiosa, Pau se dio la vuelta con tanto ímpetu sobre el sofá, que terminó aterrizando en el suelo.


—¡Oh, Dios! —haciendo una mueca, trató de ponerse en pie haciendo el menor ruido posible y se quedó quieta, conteniendo la respiración.


Hernan podía echarse a llorar en cualquier momento, o algo peor… Pedro podía aparecer en la puerta y preguntarle qué demonios estaba haciendo. Pasó un minuto, dos… Siguió quieta. Al otro lado de la pared, se oyó un gemido, pero no se oyeron pasos. Respiró de nuevo. Rodó sobre sí misma con cuidado y cambió de lado. Los gemidos se hacían cada vez más fuertes, no obstante. Hernan estaba empezando a llorar. La puerta del dormitorio se abrió. Pedro salió rápidamente y cerró la puerta detrás de él. El llanto continuó. 


¿Acaso iba a irse así sin más y dejarla sola con un bebé que lloraba? No encendió la luz. Atravesó el salón con sigilo, sin siquiera mirarla. Conteniendo la respiración, Pau esperó. 


Casi esperaba que abriera la puerta de la calle y se marchara. Pero en vez de hacer tal cosa, Pedro abrió la nevera. Con la luz de la misma, Pau pudo ver su perfil, el pelo alborotado que le caía sobre la frente, su torso musculoso, sus piernas bien formadas y fuertes… Sacó un biberón, cerró la puerta del frigorífico y abrió el grifo de la cocina. Pau levantó la cabeza lo justo para ver por encima del reposabrazos del sofá. Sabía que debía cerrar los ojos. 


Estaba prometida. Tenía un futuro, y no incluía a Pedro Alfonso.


Pero verle con ese biberón en la mano era una imagen demasiado impactante como para cerrarlos.


—¿Quieres dárselo tú? —preguntó él de repente.


Pau dio un salto. Trató de fingir que su pregunta la había despertado, en vano.


—¿Qué…?


Se levantó sobre un codo y miró hacia él.


—Me has despertado —le dijo, intentando sonar adormilada.


—Ya.


Claramente él no la creía, y con Hernan llorando cada vez más fuerte, era inútil seguir fingiendo.Pedro cerró el grifo y se echó un poquito de líquido del biberón en el brazo.


—Pareces todo un profesional —Pau no pudo evitar decirlo.


—He tenido que darle de comer a unos cuantos.


Pedro llevó la botella de vuelta al salón, pero al ver que ella no tenía intención de ofrecerse voluntaria para alimentar al niño, se encogió de hombros.


—Disfrutando de un sueño reparador —le dijo con sarcasmo y siguió de largo.


La puerta del dormitorio se abrió. El llanto de Hernan ya era ensordecedor. Se volvió a cerrar y el sonido se aplacó. Unos minutos después el llanto desconsolado cesó de golpe. Se oía algún hipo que otro, y suspiros… De repente oyó a Pedro, murmurando algo… Era aquella voz profunda y cálida que recordaba, la voz con la que le hablaba cuando estaban en la cama. Susurros, sugerencias, palabras bonitas… Pau sintió que todas las células de su cuerpo despertaban ante aquel sonido. Se quedó quieta y escuchó, los murmullos, el silencio, el ruido de las olas al romper en la orilla. Todo su cuerpo vibraba. Podía imaginarse a Hernan, acurrucado en los brazos de Pedro. Ahuyentó la imagen de su cabeza. Cerró los ojos. Pensó en la abuela, en lo que pasaría después de la operación. Pensó en Adrian. Trató de imaginarse a Adrian con un bebé en brazos, el bebé de los dos… Pero ese bebé hipotético no podía competir con el que tenía en la habitación contigua. Oía gemidos, gorjeos… Y después una suave voz masculina contestaba… Era como si estuvieran conversando. Pedro y un bebé. Pau sintió que algo le apretaba la garganta. Tragó en seco, trató de poner la mente en blanco. No quería esas fantasías… Pero entonces oyó otro sonido. No. Era imposible. Su mente rechazó la idea de inmediato. Y sin embargo… Se esforzó por escuchar más. Sí. Podía oírlo muy bien. Suave, rítmico, melódico. 


Pedro Alfonso le estaba cantando una canción de cuna…









domingo, 12 de febrero de 2017

FUTURO: CAPITULO 3




TÚ! Al oír aquel grito de indignación, Pedro sintió una luz cegadora y se cubrió los ojos con la mano. Arrugando los párpados, trató de recordar dónde estaba. Levantó la cabeza y vio dos cosas; un bebé dormido y Paula Chaves, en ropa interior, mirándole boquiabierta desde la puerta. Él también se le quedó mirando, sorprendido y cegado. Por suerte, fue capaz de mantener la otra mano sobre la espalda del pequeño, que ya empezaba a moverse.


—Apaga la maldita luz —le dijo en un tono enérgico.


—¿Qué? —Pau no se movió.


Hernan gimió.


—Apaga la maldita luz.


Pedro se hubiera levantado y lo hubiera hecho él mismo, pero no quería despertar del todo al bebé.


—A menos que… —añadió—. A menos que quieras que empiece a llorar. De nuevo.


Después de tres horas de continuo llanto, el niño se había callado por fin un rato antes, y lo último que quería era que empezara de nuevo. Tenía los músculos agarrotados, en tensión. Solo había conseguido que se callara sacándole una hoja del libro de su hermano Theo y acurrucándole sobre su pecho. Eso, por lo menos, sí que había funcionado. 


Por fin, Pau hizo lo que le pedía. La luz se apagó. Pero todavía podía ver la silueta de esas gloriosas curvas en el umbral.


—¿Qué estás haciendo en el dormitorio de la abuela? —le preguntó ella.


—Adivina —le dijo él, cada vez más molesto—. Y cierra la puerta. Me iré en cuanto me aseguré de que está dormido.


—Oh.


Aquel sonido, a medio camino entre un suspiro de exasperación y otro de desprecio, llevaba consigo muchas dudas. Pero por lo menos cerró la puerta y se quedó al otro lado de ella.


Pedro apretó los dientes. De haber tenido oportunidad, hubiera cerrado los ojos y se hubiera vuelto a dormir, pero sabía que ya no podría pegar ojo. Paula volvería, más molesta de lo que estaba ya, y despertaría a Hernan. Y aunque una parte de él deseaba verla sufrir a manos de un bebé enfadado, tampoco quería despertar al niño de nuevo. 


Suspirando, Pedro agarró al bebé de la cintura y rodó sobre sí mismo hasta colocarle sobre el colchón. Hernan balbuceó algo. Pedro se quedó quieto. La puerta se abrió una fracción.


—¿Y bien? —susurró una voz.


Pedro apretó los dientes.


—¡Fuera! —contuvo la respiración y esperó hasta asegurarse de que Hernan seguía durmiendo. Después le acarició la cabecita, empezó a deslizarse hacia el borde de la cama… Y entonces, de repente, sintió que algo rebotaba contra la cama.


—¿Qué demonios…?


Una cabeza peluda chocó contra su hombro. Pedro estiró la mano y se encontró con un gato. ¿Un gato? Hizo una mueca, recordando de repente. Teniendo cuidado de no hacer vibrar el colchón, se levantó despacio, tomó al gato en brazos y se dirigió hacia la puerta casi de puntillas. Paula Chaves se estaba poniendo unos pantalones cortos a toda prisa. Cuando Pedro consiguió mirarla a la cara, se encontró con unos ojos que lo taladraban. Cerró la puerta lentamente, cruzó la habitación y le puso el gato en los brazos.


—¿Es tuyo? —le preguntó en un tono ácido.


Ella abrazó al gato y escondió el rostro en aquella bola peluda durante unos segundos.


—Sí —dijo ella—. ¿Qué estás haciendo aquí? Tú y… ¿tu bebé? —casi empezó a tartamudear.


—No es mío.


Durante una fracción de segundo ella puso una cara que no podía descifrar.


—¿Entonces qué haces aquí con él?


—Su cama está aquí.


—¿Su cama? —Pau parpadeó.


—Su cuna —añadió Pedro—. ¿No la viste?


—No me he fijado. Te vi a ti… y… —gesticuló y señaló el dormitorio.


—Hernan.


Ella se quedó mirando unos segundos. Abrió la boca y la cerró.


—¿He… Hernan?




—Hernan —Pedro asintió.


—No…


Sacudió la cabeza y su voz se perdió momentáneamente. Su mirada se desvió un momento hacia la puerta cerrada, y después hacia él. Abrazó al gato con más fuerza, como si fuera una especie de escudo protector. Pero el minino se retorció y se le escurrió de entre los brazos. Los gatos eran así. Por eso a Pedro le gustaban más los perros.


—¿El Hernan de Mariana? —le preguntó en un tono de absoluta incredulidad.


—El mismo.


Pedro le dio unos segundos para digerir la noticia. La duda y la incredulidad no tardaron en desvanecerse y fueron reemplazados por una mirada, no de sorpresa, sino de resignación. Su rostro se tensó; se puso seria. Parecía que tenía la misma opinión que él de Mariana. Por fin, algo en lo que podían estar de acuerdo…


—¿Dónde está Mariana? —miró a su alrededor como si no hubiera visto a la madre de Hernan.


—En Alemania.


—¿Qué? Estás de broma.


—¿Te parece que estoy bromeando?


Sus miradas se encontraron, batallaron.


Finalmente Paula aceptó la noticia y sacudió la cabeza.


—Oh, por Dios.


Parecía cansada y disgustada. Tenía el rostro pálido, y las pecas se le veían más que nunca. La indomable Paula Chaves parecía agotada. Era la primera vez que la veía así, sin la máscara fiera que siempre llevaba ante el mundo, o por lo menos ante él. De repente recordó aquel día, cuando ella le había revelado sus esperanzas. Y él había huido de ellas. No quería pensar en eso. Ni ella tampoco. Eso era evidente. Debía de haberse dado cuenta de que estaba revelando demasiado, así que se puso erguida y cruzó los brazos sobre el pecho.


—¿Qué está haciendo aquí? —le preguntó con frialdad—. Contigo.


—Estaba con tu abuela.


—¿Y Mariana se ha ido a Alemania? —le preguntó, llena de dudas.


—Por lo visto, es allí donde está el padre de Hernan.


Paula frunció los labios. Necesitaba unos segundos para asimilar la información. De repente tuvo el mismo pensamiento que él había tenido.


—¿Y por qué no se llevó al niño?


—Maggie me dijo que el padre de Hernan no sabe que tiene un hijo.


—Así que ha ido a decírselo —Pau puso los ojos en blanco.
No era una pregunta. Suspiró y sacudió la cabeza.


—No creo que eso vaya a traer nada bueno —dijo y volvió a pensar en ello un momento—. Bueno, supongo que a ella sí que le viene bien. Así se puede librar de sus responsabilidades durante un par de días.


—Un par de semanas —le dijo Pedro—. Dos semanas.


—¿Qué?


—No grites. Lo vas a despertar. Eso sería lo último que querrías. Créeme.


Para sorpresa de Pedro, ella apretó los labios y no dijo ni una palabra más. Se le quedó mirando en silencio. Y él le devolvió la mirada, preguntándose por qué lo hacía, por qué lo había hecho siempre. Paula no era hermosa. Y tampoco era su tipo. Normalmente él se decantaba por las rubias de pelo largo y liso; chicas pequeñas con curvas a las que podía abrazar y mimar. Pau era casi tan alta como él, angulosa, pelirroja, de pelo rizado, rebelde, y tenía unos ojos verdes que escupían fuego en vez de seducir. No era su tipo en absoluto. Y sin embargo, la había deseado locamente desde el primer momento que la había visto. Y la seguía deseando… Eso era lo que más le molestaba. No quería verse asediado. No quería dejarse dominar por atracciones fatales que no llevaban a ninguna parte. Se había pasado media vida intentando mantener a raya esa clase de sentimientos. Prácticamente todas las mujeres con las que había estado le habían dicho lo mismo, y tenían razón. Tenía fobia al compromiso… Todas se preguntaban qué le había pasado para no poder implicarse por nada ni por nadie…
«No tiene fobia al compromiso. Es que es un egoísta…», le había dicho su hermana Teresa a una de ellas.


Y sus palabras eran, en esencia, verdad. Las relaciones requerían esfuerzo, conllevaban exigencias, llevaban tiempo… No estaba interesado en ninguna de esas cosas. 


Le gustaba disfrutar de su libertad, quería estar libre de ataduras… Y era precisamente por eso que Pau le despreciaba. Era por eso que prácticamente le aborrecía. 


Habían pasado tres meses juntos; una buena época… según recordaba. Nunca había congeniado tanto con una mujer como lo había hecho con Paula, en la cama y fuera de ella. 


Pero al final, como siempre, ella había terminado pidiéndole más de lo que podía darle… Según le había contado Maggie, por fin había encontrado a alguien… Y, al verla, no había podido evitar fijarse en su mano, para ver si llevaba un anillo.


Lo llevaba. La joya resplandecía a medida que se movía.


Pedro apretó la mandíbula.


—Impresionante.


—¿Qué? —Pau parpadeó.


—No importa.


Ella había conseguido lo que quería. Mejor para ella. 


Sonriente, Pedro se encogió de hombros.


—Bueno —le dijo—. Me voy entonces.


—¿Irte? ¡No!


La desesperación con la que le habló le hizo pararse en seco. Pau se tapó la boca con la mano, arrepentida de haber gritado tanto… Esperó un par de segundos, pero no se oyó sonido alguno en el dormitorio.


—Quiero decir que… no. No puedes irte.


—¿No puedo irme?


—Bueno, quiero decir que… no me conoce. ¡Te conoce a ti! —Pau se encogió de hombros.


—Hace quince horas tampoco me conocía a mí.


—Pero ahora sí.


—¿Y?


Las mejillas de Pau ardían por dentro y por fuera.


—No querrás que le dé un ataque cuando se despierte y se encuentre con una completa extraña, ¿no? —gesticuló con las manos.


El anillo brilló de nuevo. Pedro arrugó los párpados.


—Quieres decir que no quieres.


Ella no lo admitió. Le lanzó una mirada vacía, frunció los labios y levantó la barbilla.


—Los niños necesitan continuidad —dijo. Escuchándose a sí misma, parecía un anuncio contra el maltrato infantil.


—¿Y quién lo dice?


—Yo trato con niños todos los días. Soy bibliotecaria.


—Entonces dile que se calle.


—No soy la bibliotecaria típica. Yo cuento cuentos con marionetas… —los ojos de Pau centellearon.


—Seguro que a Hernan le encantarán.


—Te estás riendo de mí.


—No —juró él.


Aunque sí que le gustaba ver cómo le relampagueaban los ojos…


Siempre le había gustado.


—Sí lo haces —le dijo ella, lanzándole una de sus miradas reprobadoras—. Pero cuando se despierte y no sepa quién soy, no será muy bueno para él.


—Creo que la vida no ha sido muy buena para Hernan hasta este momento.


Pau abrió la boca. Y la cerró de nuevo. Finalmente, suspiró.


—Pobre Hernan. La abuela no debería haberse hecho cargo de él.


—Y eso hubiera sido mejor porque… —Pedro frunció el ceño.


Ella gesticuló, lanzando los brazos al aire.


—Porque a lo mejor así Mariana se hubiera comportado de forma responsable, por una vez…


—Yo no estaría tan seguro.


—No. Probablemente no. Pero no sé qué hacer. ¡No puedo hacerme cargo del niño durante dos semanas! Y la abuela no va a poder tampoco.


—El número de Mariana está en el cuenco con forma de gallo. A lo mejor tú tienes mejor suerte y consigues contactar con ella.


—Lo dudo. ¿Alemania? —Pau sacudió la cabeza—. No sé por qué la abuela le dijo que sí. Ni siquiera me lo dijo cuando me llamó.


—Tampoco me lo dijo a mí, hasta que tuve que traerla al hospital.


Al ver la mirada de sorpresa de Paula, Pedro se encogió de hombros.


—Bueno, ¿qué iba a hacer? ¿Llamar a los servicios sociales y decirles que vinieran a buscar a un niño del que no podía ocuparse más?


—Claro que no, pero… —Pau hizo una pausa y pensó—. Supongo que no quería darte la oportunidad de echarte atrás.


—O no quería dártela a ti, evidentemente.


—Bueno, ¿qué vamos a hacer entonces?


—¿Qué vamos a hacer? ¿Nosotros? —Pedro parpadeó.


—Ah, se me olvidaba. A ti no te va lo de responsabilidad, ¿verdad?


—Estoy aquí —señaló Pedro, cada vez más molesto. Sus dardos ponzoñosos estaban haciendo efecto.



—Y te vas.


—¿Quieres que pase la noche contigo? —le preguntó, levantando las cejas.


—No. Dios me libre. Solo trato de averiguar qué es mejor para Hernan.


—Bueno, yo ya he cumplido con mi parte. Maggie me dijo que te ocuparías de todo.


—¡Eso no es lo que me dijo a mí! Me dijo que debía ayudarte.


—Pero tú eres su nieta.


—¡Y tú eres su casero!


—Tú eres la tía de Hernan. O la prima. O algo parecido.


—No… Técnicamente, Mariana es la nieta de Walter, así que no es de mi sangre.


—Ni de la mía.


Se hizo un silencio. Pedro podía oír cómo rompían las olas contra la orilla a medio kilómetro de distancia. Casi podía ver cómo se formaban los pensamientos en la mente de Paula, aunque no supiera cuáles eran esos pensamientos exactamente. Finalmente, ella se rindió.


—Muy bien —le dijo abruptamente—. Vete. Toma tu libertad y vete a otra parte. No esperaba otra cosa —Pau echó a andar hacia el dormitorio.


De forma instintiva, Pedro le bloqueó el paso.


—Si necesitas que me quede, me quedo —dijo, sin saber muy bien lo que acababa de decir.


Pau se detuvo a unos centímetros de él, lo bastante cerca como para poder contarle las pecas.


—¡Yo no te necesito en absoluto! —exclamó ella, levantando las cejas de forma altiva.


—Pero tienes miedo de que Hernan sí me necesite.


Ella se mesó los cabellos. El diamante que tenía en el dedo resplandeció más que nunca.


—Puede que te necesite —le dijo con reticencia—. Si estaba tan exaltado antes, ¿qué hará cuando se despierte y se encuentre con otro extraño más? Pero da igual… Tienes razón. Hernan es mi responsabilidad. De entre nosotros dos, soy yo quien debería ocuparse de él. Bueno… —miró por encima del hombro de él, hacia la puerta de entrada, como si quisiera que se marchara de una vez y por todas—. Es tarde. He conducido desde San Francisco durante toda la noche. Me gustaría acostarme. Estoy cansada.


Pedro también tenía ganas de acostarse, con ella… Pero pensar en ello no iba a hacer que pasara. Se pasó una mano por el cabello. 


—Entonces será mejor que reces para que Hernan no se despierte —le dijo.


—Eso espero —dijo ella—. Buenas noches —pasó por delante de él y puso una mano sobre la puerta del dormitorio—. Apaga la luz cuando te vayas.


Le acababa de echar de la casa, pero no podía moverse.


—¿Sabes algo de bebés?


Pau le miró por encima del hombro y se encogió de hombros.


—Supongo que tendré que aprender.


—A costa del pobre Hernan.


—Estaremos bien. Tuve que hacer de niñera un par de veces cuando estaba en el instituto. Y tengo que tratar con niños pequeños todos los días.


—Pero Hernan es algo más que un niño pequeño. Es un bebé.


—Y yo ya no soy una adolescente. Nos las apañaremos.


—Entonces será mejor que reces para que Hernan no se despierte —le dijo. lo dudaba mucho. Acababa de pasar tres horas en primera línea de batalla con Hernan. Por lo menos, él sí sabía lo que tenía que hacer. Y había hecho mucho más que hacer de niñera en la vida… Hernan no era un angelito. Se retorcía y se resistía cuando había que cambiarle, y podía gatear muy rápido.


—Muy bien —masculló finalmente—. Me quedo.


—¿Qué? ¡No!


—Oh, por favor. ¡Hace dos minutos no querías que me fuera!


—Exageré un poco.


—A lo mejor —le dijo él en un tono sombrío—. Pero no has visto a Hernan en su salsa.


—No tienes que hacerme ningún favor.


—No te estoy haciendo ningún favor. Se lo estoy haciendo a Hernan.


Pau abrió la boca para protestar, pero entonces se lo pensó mejor. Se encogió de hombros…


—Si eso es lo que quieres…


En realidad, Pedro pensaba que necesitaba ir a visitar al psiquiatra. Quería acostarse con ella, no pasar la noche con un bebé de ocho meses. Pero no podía dejar al pobre Hernan en manos de Paula Chaves. Además, fuera como fuera, ella no iba a acostarse con él. Solo había que fijarse en ese enorme anillo que no dejaba de exhibir una y otra vez. No. Lo hacía por Hernan, porque ella no tenía ni idea de lo que estaba haciendo.


—Eso es lo que quiero.


—Como quieras —le dijo ella, como si el asunto le fuera totalmente indiferente—. Me prepararé el sofá entonces.