lunes, 13 de febrero de 2017

FUTURO: CAPITULO 4








Pasó por su lado y abrió el baúl que estaba debajo de la ventana, junto al sofá. Él debería haber vuelto al dormitorio directamente, pero no lo hizo. Hizo lo que siempre hacía cuando ella estaba cerca. La observó… Siempre le había resultado de lo más tentadora, pero en ese momento era absolutamente irresistible. Sus largas piernas, su trasero relleno… Pedro empezó a ponerse nervioso.


«No mires…», le dijo la voz de la sensatez. Pero era como decirse a sí mismo que debía apartarse de dos trenes que estaban a punto de chocar.


No logró apartar la vista hasta que ella se incorporó de nuevo y arrojó la sábana sobre el sofá.


—¿Qué? —le preguntó Pau, en un tono de pocos amigos.


Él se dio la vuelta abruptamente y se aclaró la garganta.


—Nada.


—Bueno, entonces… ¿qué?


En ese momento se oyó un gemido proveniente del otro lado de la puerta.


Pau abrió los ojos.


—Quiere que vayas.


—Probablemente eche de menos a su madre.


—Entonces peor para él —dijo Pau—. ¿Qué le pasará? ¿Tendrá hambre? —le preguntó. Parecía nerviosa.


—A lo mejor. Le di su biberón a eso de las ocho.


Afortunadamente había encontrado muchos potitos para bebé al registrar los armarios de la cocina. Debía de ser Maggie quien había guardado provisiones para el pequeño. Menos mal… No obstante, había preferido llamar a su hermana Teresa, que tenía cuatro hijos, para preguntarle qué debía darle al bebé, y con cuánta frecuencia. Teresa se había echado a reír.


—¿Tienes un bebé?


—Lo estoy cuidando. Por un tiempo.


—Un momento… Ya… —le había dicho su hermana con escepticismo.


Le había hecho una docena de preguntas, la mayoría de las cuales no sabía cómo responder. Qué tiempo tenía Hernan, qué estaba acostumbrado a comer… Teniendo en cuenta lo poco que había podido decirle, sin duda ella le había dado el mejor consejo posible.


Hernan no había llorado durante esas tres horas porque tuviera hambre. Había llorado y pataleado porque la vida no se estaba portando bien con él.


De pronto se oyó un quejido proveniente del dormitorio. 


Pedro sabía exactamente cómo se sentía.


Llorar no era una opción. Pero Pau hubiera deseado que sí lo fuera.


La abuela se había roto la cadera, la tenían que operar al día siguiente… Era el peor escenario posible. Sin embargo, las cosas siempre podían empeorar.


No solo tenía que preocuparse de su abuela, sino también del bebé de Mariana, tan irresponsable como siempre. Y para colmo de males, Pedro Alfonso estaba en la otra habitación, tan guapo y atractivo como siempre. Todavía era capaz de acelerarle el pulso, de hacerla temblar, de arrebatarle la cordura.


«Maldito seas…», pensó para sí.


Una parte muy grande de ella quería meter a los gatos en el coche y regresar a San Francisco esa misma noche. Pero no podía hacerlo. Era la única familia que le quedaba a la abuela, y no podía dejarla en la estacada. Su abuela Maggie había sido su refugio, su fuente de fuerza en el peor momento de su vida. Sabía que nunca podría recompensarla por todo lo que había hecho por ella, pero por lo menos lo intentaría. No podía marcharse. Pero tampoco podía dormir. 


Debería haberse quedado dormida nada más caer sobre la almohada, pero en vez de eso, allí estaba, con los ojos abiertos, consciente en todo momento del hombre que estaba en la habitación contigua, dando vueltas sin parar… 


Y ya llevaba varias horas así…


«Duerme, duerme…», se decía a sí misma, en vano, tratando de encontrar una postura cómoda en el destartalado sofá de la abuela.


Solo podía pensar en él, en Pedro


Un pasatiempo inútil…


Trató de pensar en otras cosas… en el futuro de su abuela… en Hernan. Tenía que hacer algo por el pobre niño, y pronto. 


No era que no le gustaran los bebés, pero tenía muy poca experiencia con ellos, mientras que Pedro… Sí que parecía saber cómo ocuparse de ellos. Tendría que aprender a tener paciencia. Podía hacerlo. Llevaba muchos años teniéndola con Mariana, desde que se había ido a vivir con la abuela. Mariana en cambio, nunca había llevado muy bien eso de compartir el protagonismo… Normalmente hacía lo que le daba la gana y Pau, cinco años mayor e infinitamente más responsable, se veía obligada a reparar sus destrozos… No había conocido a Hernan hasta esa misma noche, cuando le había visto dormido, sobre el pecho de Pedro.


Pau suspiró…


Jamás hubiera esperado encontrárselo así, en la cama, con un bebé en brazos. Cerró los ojos y apretó los párpados, tratando de borrar el recuerdo… Años atrás, una escena así se había dado una y otra vez en sus fantasías. Viejas esperanzas y sueños la asediaron de golpe, resucitadas por esa visión tan inesperada. El dolor también volvió…


—¡Basta! —se dijo a sí misma en voz alta y apretó los párpados.


Pedro Alfonso parecía estar grabado con fuego sobre ellos. 


Abrió los ojos de nuevo y se encontró cara a cara con Baz.


—¡Oh! —lo recogió y lo puso sobre el suelo suavemente.


Se incorporó y se frotó los ojos. No sirvió de mucho. Nada servía de nada. Siempre había sido así con él. Lo recordaba todo como si hubiera ocurrido el día anterior, aquella tarde en que le había visto por la calle, caminando hacia ella. 


Venía de la tienda de ultramarinos, con las manos llenas de bolsas, deseosa de llegar a la casa de la abuela. Pero al ver a aquel hombre increíble, había aflojado el paso, como si las bolsas no le pesaran nada. Quería verle bien…


Y él había aminorado el paso también, como si también hubiera sido víctima de ese flechazo. Si una orquesta hubiera salido del suelo y se hubiera puesto a tocar Some Enchanted Evening, Pau no se hubiera sorprendido en absoluto. Ni siquiera era por la tarde, pero entonces pensaba que el destino se merecía ciertas licencias poéticas. Y tampoco le faltaba imaginación. Antes de que llegara hasta ella, se lo había imaginado deteniéndose, sonriendo… 
Hablarían y, nada más descubrir que eran almas gemelas, él la invitaría a salir. Y entonces se iban a enamorar… Se casarían, tendrían tres hijos, un golden retriever, y vivirían felices por siempre jamás en la isla de Balboa. El problema era que había ocurrido; la primera parte, por lo menos. Él había sonreído, se había presentado… Iba a ver a su abuela, estaba interesado en comprarle la casa. La había invitado a salir. Una vez, dos veces, media docena de veces… Habían congeniado al instante. Todo había sucedido exactamente como debía ser. Había comprado la casa de la abuela. Todo era perfecto. Incluso el sexo era maravilloso. Pau sabía que había conocido al hombre con el que iba a pasar el resto de su vida… Y entonces… Todo se había roto en mil pedazos.


Al final resultó que la vida no era una serie de momentos musicales. La vida era descubrir que Pedro era un egoísta empedernido, alérgico al compromiso verdadero, que la dejaba sola cada vez que viajaba a Singapur, o a Finlandia, o a Dar es Salaam. La vida era recibir un correo electrónico en el que le decía que había decidido pasar una semana en la playa en Goa y seguir hacia Nueva Zelanda. Y después, por supuesto, estaba Mariana. Esa chica jamás había conocido a un hombre mínimamente apuesto al que no deseara. Y esa atracción se veía incrementada si el hombre en particular tenía algo que ver con ella. Lo que jamás hubiera podido imaginar era que Pedro fuera a seguirle el juego. Pero no había lugar a dudas. La había visto en sus brazos en la playa, sentada frente a él en una mesa íntima en Swaney’s Bar, o saliendo de su casa a las siete de la mañana. Una vez le había preguntado qué significaba Mariana para él, y qué significaba ella…


«¿Qué significas para mí?…», había repetido él, como si nunca se le hubiera ocurrido pensar en ello antes.


«¿Qué es lo que quieres significar?», le había preguntado a continuación.


Y en ese momento Pau se había dado cuenta de que no podía echarse atrás. Era demasiado importante.


«Quiero amor. Quiero casarme. Quiero una familia», le había dicho y él se había quedado blanco como la leche.


Esa era toda la respuesta que necesitaba. Mariana podía quedárselo todo para ella.


—No me acosté con Mariana —le había dicho él—. Vino a recoger sus gafas. Las dejó aquí ayer y quería tenerlas antes de irse al trabajo.


Pau había albergado una pizca de esperanza, pero…


—Y no me quiero casar con Mariana —Pedro hizo una mueca al pensar en ello—. No me quiero casar con nadie. No quiero casarme —sacudió la cabeza—. No en esta vida.


La forma en que sacudió la cabeza y la mirada sincera de sus ojos hablaban por sí solas. Pau no necesitaba que se lo dijeran más claro. Sintió un peso muerto en el estómago, pero consiguió decir:
—Gracias —dio media vuelta y se marchó.


—No estás enfadada, ¿no? —le dijo Pedro.


Pero ella no se dio la vuelta.


—Claro que no —mortificada, humillada, siguió adelante.


—Bien. ¿Quieres que pidamos una pizza luego?


No… Le había dicho que no. Todavía podía recordar la furia y la humillación que la había recorrido una y otra vez, como las olas en un mar embravecido. Le había hablado de hijos, de una familia, y él le había preguntado si quería que pidieran una pizza.


Adiós a los castillos en el aire, al amor eterno, a los sueños más disparatados. Adiós a Pedro Alfonso. Poco más de tres meses más tarde, Pau aceptó un trabajo en una biblioteca de San Francisco. A la abuela no le hizo mucha gracia, pero Pau se mantuvo firme. Poner cientos de kilómetros de distancia era lo mejor, la única opción sensata para no pensar en ese hombre que no tenía interés verdadero en ella. Su estupidez seguiría siendo un secreto, solo suyo, y de nadie más. Y había tenido mucho cuidado desde entonces. 


Él no había dejado de ser guapo, ni irresistible. Y aunque estuviera comprometida, con un hombre que deseaba las mismas cosas que ella, cada vez que veía a Pedro Alfonso la estúpida letra de aquella canción empezaba a sonar en su cabeza como un disco rayado. Con solo verlo esa noche, dormido en la cama de la abuela, con Hernan sobre el pecho, el corazón le había dado un vuelco. Aquellas viejas fantasías de cuento de hada no habían desaparecido, después de todo.


Furiosa, Pau se dio la vuelta con tanto ímpetu sobre el sofá, que terminó aterrizando en el suelo.


—¡Oh, Dios! —haciendo una mueca, trató de ponerse en pie haciendo el menor ruido posible y se quedó quieta, conteniendo la respiración.


Hernan podía echarse a llorar en cualquier momento, o algo peor… Pedro podía aparecer en la puerta y preguntarle qué demonios estaba haciendo. Pasó un minuto, dos… Siguió quieta. Al otro lado de la pared, se oyó un gemido, pero no se oyeron pasos. Respiró de nuevo. Rodó sobre sí misma con cuidado y cambió de lado. Los gemidos se hacían cada vez más fuertes, no obstante. Hernan estaba empezando a llorar. La puerta del dormitorio se abrió. Pedro salió rápidamente y cerró la puerta detrás de él. El llanto continuó. 


¿Acaso iba a irse así sin más y dejarla sola con un bebé que lloraba? No encendió la luz. Atravesó el salón con sigilo, sin siquiera mirarla. Conteniendo la respiración, Pau esperó. 


Casi esperaba que abriera la puerta de la calle y se marchara. Pero en vez de hacer tal cosa, Pedro abrió la nevera. Con la luz de la misma, Pau pudo ver su perfil, el pelo alborotado que le caía sobre la frente, su torso musculoso, sus piernas bien formadas y fuertes… Sacó un biberón, cerró la puerta del frigorífico y abrió el grifo de la cocina. Pau levantó la cabeza lo justo para ver por encima del reposabrazos del sofá. Sabía que debía cerrar los ojos. 


Estaba prometida. Tenía un futuro, y no incluía a Pedro Alfonso.


Pero verle con ese biberón en la mano era una imagen demasiado impactante como para cerrarlos.


—¿Quieres dárselo tú? —preguntó él de repente.


Pau dio un salto. Trató de fingir que su pregunta la había despertado, en vano.


—¿Qué…?


Se levantó sobre un codo y miró hacia él.


—Me has despertado —le dijo, intentando sonar adormilada.


—Ya.


Claramente él no la creía, y con Hernan llorando cada vez más fuerte, era inútil seguir fingiendo.Pedro cerró el grifo y se echó un poquito de líquido del biberón en el brazo.


—Pareces todo un profesional —Pau no pudo evitar decirlo.


—He tenido que darle de comer a unos cuantos.


Pedro llevó la botella de vuelta al salón, pero al ver que ella no tenía intención de ofrecerse voluntaria para alimentar al niño, se encogió de hombros.


—Disfrutando de un sueño reparador —le dijo con sarcasmo y siguió de largo.


La puerta del dormitorio se abrió. El llanto de Hernan ya era ensordecedor. Se volvió a cerrar y el sonido se aplacó. Unos minutos después el llanto desconsolado cesó de golpe. Se oía algún hipo que otro, y suspiros… De repente oyó a Pedro, murmurando algo… Era aquella voz profunda y cálida que recordaba, la voz con la que le hablaba cuando estaban en la cama. Susurros, sugerencias, palabras bonitas… Pau sintió que todas las células de su cuerpo despertaban ante aquel sonido. Se quedó quieta y escuchó, los murmullos, el silencio, el ruido de las olas al romper en la orilla. Todo su cuerpo vibraba. Podía imaginarse a Hernan, acurrucado en los brazos de Pedro. Ahuyentó la imagen de su cabeza. Cerró los ojos. Pensó en la abuela, en lo que pasaría después de la operación. Pensó en Adrian. Trató de imaginarse a Adrian con un bebé en brazos, el bebé de los dos… Pero ese bebé hipotético no podía competir con el que tenía en la habitación contigua. Oía gemidos, gorjeos… Y después una suave voz masculina contestaba… Era como si estuvieran conversando. Pedro y un bebé. Pau sintió que algo le apretaba la garganta. Tragó en seco, trató de poner la mente en blanco. No quería esas fantasías… Pero entonces oyó otro sonido. No. Era imposible. Su mente rechazó la idea de inmediato. Y sin embargo… Se esforzó por escuchar más. Sí. Podía oírlo muy bien. Suave, rítmico, melódico. 


Pedro Alfonso le estaba cantando una canción de cuna…









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