sábado, 11 de febrero de 2017

SEDUCCIÓN: CAPITULO 17





Las dos salieron del piso en la segunda planta de la casa victoriana con sus tacones repiqueteando por las escaleras.


Nada más abrir la puerta de la calle, Candy dio un paso atrás y piso a Paula sin querer. El jadeo de sorpresa de Candy y el grito de dolor de Paula se mezclaron antes de que una profunda voz de hombre dijera:
—Perdona si te he asustado. Iba a llamar al timbre.


Los labios de Paula pronunciaron su nombre, pero ningún sonido salió de su garganta. Candy la miró rápidamente y luego volvió a clavar los ojos en el alto y moreno hombre que tenía delante. Entonces, en tono seco, dijo fríamente:
—Debes ser Pedro Alfonso. ¿Me equivoco?


Pedro no disimuló su sorpresa.


—Sí. ¿Cómo lo sabes?


—¿Qué? Debes estar bromeando.


Pedro arrugó el ceño, pero volvió a mirar a Paula y dijo con voz queda:
—¿Cómo estás?


—Está bien —respondió Candy, a quien sólo le faltaba ladrar—. ¿Qué más quieres preguntar?


Paula sabía que tenía que decir algo con el fin de evitar un posible desastre dado el genio de Candy, pero seguía sin poder hablar. De hecho, de no ser por la pared en la que se había apoyado, se habría caído al suelo.


Pero le asustaba que Candy pudiera decir algo que no debía; sobre todo, después de la enorme copa de vino que se había tomado.


Pedro miraba a Candy de nuevo; esta vez, con hielo en sus ojos grises.


—Perdona, pero no recuerdo que nos hayamos visto.


Sin embargo, Candy no se dejó intimidar.


Por fin, Paula recuperó la capacidad de hablar.


—Por favor, Candy, déjalo —entonces, se volvió a Pedro—. ¿Qué estás haciendo aquí?


Los ojos de él se empequeñecieron.


—Pasaba por aquí y se me ha ocurrido venir a ver cómo estabas.


Candy bufó al preguntar:
—¿Ese «ver cómo estabas» significa un polvo rápido o significa un «lo siento, perdona por haberlo estropeado todo»?


Paula cerró los ojos. El silencio fue intenso. Entonces, Pedro estalló.


—¡Qué! No sé quién eres, pero sí sé que no sabes lo que dices.


Candy se plantó las manos en las caderas, pero antes de poder intervenir, Paula se le adelantó:
—Eso es, no sabe lo que dice —dijo Paula a Pedro desesperadamente—. Pero tenemos que marcharnos. Ya vamos con retraso…


—No, de ninguna manera —dijo Pedro, para horror de Paula—. No estoy dispuesto a marcharme de aquí hasta no enterarme de qué demonios pasa. Y tú… — la fría mirada de Pedro se clavó en el indignado semblante de Candy—. No sé qué demonios estás pensando, pero Paula y yo somos amigos.


Candy se volvió a Paula. Al ver la expresión del rostro de ésta, se desinfló de repente.


—Lo siento, no era mi intención… Pero deberías decir algo, lo sabes. No puedes continuar así.


—Candy, por favor —le rogó Paula con angustia.


—Perdonad, pero no entiendo nada —replicó Pedro fríamente, mirando a una y luego a la otra—. Y como no entiendo nada, pero como tampoco quiero que lleguéis tarde por mi culpa a dondequiera que vais, estoy dispuesto a acompañaros en un taxi, andando por la calle o como sea, pero no voy a dejaros hasta que no se me dé una explicación. Y una disculpa.


—¿Una disculpa? —Candy volvió a la carga—. Ni loca.


—Pensándolo bien, es posible que lo estés —comentó Pedro en tono ligero.


—Escucha, sinvergüenza…


—Eh, parad —dijo Paula con súbita decisión, y tanto Pedro como Candy se callaron—. Pedro, vamos a subir a hablar. Tú vete, Candy. Diles a las otras que lo siento.


—No estoy dispuesta a dejarte a solas con él.


—¡Por el amor de Dios! —Pedro parecía a punto de estallar—. ¿Pero qué demonios crees que voy a hacerle?


—No me voy —ignorando a Pedro, Candy miró a Paula con los labios apretados—. No me voy a marchar hasta no estar completamente segura de que estás bien.


—Estoy bien, no me va a pasar nada.


—Repito que no me voy.


Por fin, también irritada, Paula suspiró y dijo en tono seco:
—En ese caso, será mejor que subamos, los tres —y se dio media vuelta antes de que los otros dos pudieran reaccionar.


Mientras subía delante de ellos, Paula deseó no llevar esos tacones que le hacían balancear las caderas provocativamente. Había notado la forma como la había mirado Pedro nada más verla. Su expresión había mostrado perplejidad. ¿Acaso pensaba que se había vestido así para llamar la atención de los hombres? ¿Qué esos dos meses en la ciudad la habían convertido en una buscona?


«Que piense lo que quiera», se dijo a sí misma. Pero no era verdad, le importaba y mucho lo que Pedro pensara de ella.


Paula abrió la puerta del piso con dedos temblorosos y se dirigió al cuarto de estar. Allí, se volvió hacia Pedro. Candy pasó por su lado y se sentó en el sofá, pero Pedro seguía de pie junto a la puerta.


—¿Te apetece beber algo? —le preguntó ella haciendo gala de un extraordinario autocontrol; sobre todo, consciente de que al cabo de unos minutos iba a humillarse a sí misma.


Porque Candy había tenido razón al decirle abajo, en la puerta, que tenía que confesarle a Pedro lo que sentía por él con el fin de que, por fin, la dejara en paz. Y eso era lo que Pedro iba a hacer, salir corriendo de allí a toda prisa una vez que se enterara de lo que ella sentía por él.


¿Era por eso por lo que no le había dicho nada, por lo que no se había atrevido a hacerlo?


—No quiero beber nada, Paula —contestó Pedro fríamente—. Lo único que quiero es una explicación. Quiero saber por qué mi nombre, de repente, es sinónimo de Marqués de Sade.


Paula respiró profundamente. El momento de la verdad.


—Candy no tiene la culpa —declaró Paula con voz temblorosa—. El comportamiento de Candy responde a lo que yo le he contado.


La mandíbula de él se tensó.


—¿Y qué es lo que le has contado?


Paula titubeó. «Cobarde», se gritó a sí misma en silencio. «Díselo. Díselo».


Pedro entró en la estancia y luego se detuvo. La ira había hecho palidecer sus labios.


—¿Qué demonios quieres de mí, Paula? Cuando me apartaste de ti, me aparté. No creo que sea un crimen haber venido esta noche a ver cómo estás.


—No, no es un crimen.


—Entonces, ¿qué he hecho yo que sea tan terrible como para que tu amiga por poco no me estrangule al verme? Por supuesto, si yo hubiera sido ese cretino que te ha hecho sufrir…


Pedro se interrumpió. Sin saber si se debía a que Candy se movió en ese momento o a su propia expresión de perplejidad, Paula vio incredulidad en el hermoso rostro de Pedro. Deseando que se la tragara la tierra, hizo un esfuerzo por mantener la espalda derecha. Ya habría momentos más que de sobra para derrumbarse. Ahora, lo importante era enfrentarse a la situación con la cabeza bien alta. Porque Pedro acababa de darse cuenta.


—No quería que lo supieras —dijo Paula con voz sobria—. Era mejor que no lo supieras.


Paula se dio cuenta de que él luchaba por asimilar lo que acababa de descubrir.


—No puedo creerlo —dijo él sacudiendo la cabeza—. ¿Por qué… por qué no me lo dijiste?¿Estás diciéndome que yo…?


Pedro se interrumpió, aún incapaz de creer lo que sabía que pasaba.


Paula sintió que tenía ganas de morir al contestar:
—Sí, Pedro, tú eres el hombre al que amo. No hay nadie más que tú, eres tú. Supongo que soy una mujer conservadora. Para mí, o todo o nada.


Pedro se la quedó mirando durante unos momentos interminables. Entonces, con incredulidad, vio en el rostro de Pedro la más hermosa de las sonrisas. Al instante, él recorrió la distancia que los separaba y ninguno de los dos oyó la exclamación de Candy.


—¡Vaya!


—¿Por qué no me lo dijiste? —Pedro la estrechó en sus brazos con tanta fuerza como para hacerla tambalearse—. ¿Por qué has hecho que hayamos tenido que pasar por este tormento?


Durante unos segundos, Paula creyó que no había oído bien. 


Echándose hacia atrás, le miró fijamente a los ojos.


Pedro, tú no quieres que nadie se enamore de ti.


—Nadie es una cosa, tú eres otra muy distinta.


—No. Dijiste que no querías comprometerte con nadie, que no querías involucrarte emocionalmente. Y yo… conmigo es para siempre, Pedro. Y tú dijiste que…


—He dicho demasiadas tonterías, eso es todo.


Estaba en los brazos de Pedro y él la miraba como en sus sueños, pero aún no se atrevía a creerlo.


—No —insistió Paula—. Has tenido muchas novias y no me veías… de esa manera hasta que no te dije que me marchaba. No puedo cambiar, Pedro.


—No quiero que cambies, Paula. Quiero que seas como eres —un suave suspiro le hizo temblar y ella, en sus brazos, lo sintió—. No soportaba estar sin ti, Paula. Me estaba volviendo loco. El día que te marchaste me prometí a mí mismo no presionarte más, pero fue horrible. No podía dormir, no podía comer… Te amo, Paula. Y si quieres que te sea sincero, lo que siento por ti me asusta un poco. Sin embargo, me asusta mucho más la idea de pasar otro segundo sin ti.


Ninguno de los dos se había dado cuenta de que Candy se había marchado y había cerrado la puerta del piso suavemente.


—Candy se ha ido —dijo Paula mirándole a los ojos—. Supongo que ya no voy a salir esta noche.


—No vas a ir a ningún sitio a no ser que salgas conmigo.


—Pero tú no me dijiste que me querías —dijo ella en tono de lamentación—. Dejaste que me fuera.


—Paula, creía que estabas locamente enamorada de otro, ¿cómo iba a decirte que estaba enamorado de ti? Lógicamente, pensaba que si te lo decía, sería razón de más para que te marcharas… amor mío.


—Amor mío —repitió Paula, casi sin creer esos momentos que estaba viviendo.


Pedro ocultó el rostro en la nuca de ella durante unos segundos.


—Por siempre jamás —dijo él con voz espesa—, hasta que la muerte nos separe. Me di cuenta de ello cuando te fuiste. Y si me rechazas, viviré eternamente solo, a excepción de la compañía que me proporcionan cuatro cachorros que están creciendo a pasos agigantados y que están pasando el fin de semana con mis padres.


Paula, rodeándole el cuello, se apretó contra él. ¿Si le rechazaba? ¿Acaso no sabía que era tan importante para ella como el aire que respiraba?


—¿Cómo están las perritas? —preguntó Paula casi mareada.


—Te echan de menos —Pedro bajó la cabeza y la besó con pasión.


Fue un beso prolongado y profundo. Y cuando Pedro, por fin, alzó la cabeza, dijo con urgencia:
—Cásate conmigo pronto. Es decir, cuanto antes.


Paula intentó ignorar la sensación que las caricias de Pedro en su espalda le estaban produciendo.


Pedro, ¿estás seguro?


—¿De que sea pronto? Completamente.


—No, de que quieres casarte conmigo. Después de lo que te pasó con Ana.


Pedro ni siquiera pestañeó.


—Si hay algo de lo que he estado seguro en la vida es de que quiero casarme contigo —Pedro le cubrió la boca con otro beso que la dejó mareada de verdad—. Quiero que seas mi esposa. Quiero que seas la madre de mis hijos. Pero, sobre todo, quiero hacerte el amor todos los días durante el resto de la vida. Todos los días y todas las noches.


Paula sonrió consumida por un profundo deseo.


—No me parece mala idea.


De repente, con miedo de que aquello sólo fuera un sueño, Paula se apretó contra él y le besó con una intensidad que a Pedro le llegó hasta lo más profundo de su ser.


Paula deslizó las manos por debajo de la camisa de Pedro y, con frenesí, le acarició la espalda y el pecho, deleitándose en la calidez y fuerza de su viril cuerpo.


—Creía que no iba a volver a verte —dijo ella, medio sollozando junto a la boca de Pedro—. Creía que sólo querías tener una aventura pasajera conmigo, como con las otras.


—Ellas no significaban nada para mí, Paula —Pedro alzó la cabeza y la miró a los ojos—. Nada. ¿Te parece repugnante?


Nada que Pedro hubiera hecho o pudiera hacer le resultaba repugnante. Y negó con la cabeza.


—Al mirar atrás, reconozco que no me enorgullezco de los últimos diez años de mi vida, pero no puedo cambiar nada. Lo único que puedo hacer es demostrarte que, de ahora en adelante, tú eres la única mujer en mi vida. Aunque, en el fondo, lo sé desde hace un año. Lo que pasa es que no quería reconocerlo.


Paula pensó en todas las noches que se había dormido llorando, en la soledad y la desesperación que había sentido. 


Pero ya no importaba.


—Te amo, Paula. Te amo con todo mi corazón —susurró Pedro acariciándole la espalda—. Y vamos a hacer las cosas bien. Quiero que nuestra noche de bodas sea especial. ¿Entiendes lo que quiero decir?


Paula asintió.


—Pero como no soy de piedra… Paula, te deseo con locura, no aguanto más. ¿Cuándo crees que podríamos casarnos?


—Cuando queramos —Paula apartó las manos del pecho de Pedro y le acarició el rostro—. Mis dos hermanas celebraron sus bodas por todo lo alto, pero yo no soporto ese tipo de bodas. Me conformo con que vengan sólo nuestros padres.


Paula sonrió y añadió:
—Un vestido blanco para mí y un traje claro para ti con un clavel en la solapa. Y solos los dos y nuestros testigos.


Pedro la miró con amor.


—Eres una mujer increíble.


—Te ha costado reconocerlo, ¿eh?


Los dos se echaron a reír antes de que Pedro la tomara en sus brazos y la llevara al pequeño sofá. Allí se la sentó encima y la besó una vez más. Ella le besó con todo su corazón y de nuevo fue Pedro quien echó el freno, sus labios abandonando su boca para depositar pequeños besos en su mejilla.


Paula le acarició el negro cabello.


—¿Cómo te enteraste de dónde vivía? —le preguntó ella.


—Hablé con tu madre y le mentí.


—¿Qué?


—La llamé por teléfono y le dije que tenía que enviarte unos papeles de la empresa que necesitabas entregar en tu nuevo trabajo. Por suerte, tu madre no me preguntó qué papeles eran esos —Pedro hizo una pausa—. Es evidente que no le hablaste de mí a tu madre porque estuvo muy simpática conmigo. Supongo que de haber sabido que su hija se había marchado por mí habría estado… digamos que menos educada.


—No le dije a nadie nada de ti, a excepción de Candy —admitió Paula tímidamente—. Candy es encantadora, de verdad.


Pedro alzó las cejas, pero no hizo ningún comentario al respecto. Lo que dijo fue:
—¿Estás libre mañana para ir a comprar el anillo de compromiso? Compraremos también las alianzas.


Paula quería estar completamente segura, por lo que preguntó:
—¿No prefieres esperar un mes o dos… por si cambias de opinión?


—Dentro de un mes o dos espero que estés embarazada —respondió él con voz queda, acariciándole el vientre.


Sorprendida, Paula lo miró a los ojos y sus dudas se disiparon al instante.


—Te quiero, Paula. Te querré siempre. Quiero tener hijos y nietos. Lo quiero todo. Y perros y gatos y rosas junto a la puerta y… a ti en mis brazos todas las noches durante el resto de nuestras vidas.


Paula tragó saliva, ordenándose a sí misma no llorar. Sin embargo, no pudo evitar que se le escapara una lágrima.


—No sabes lo mal que lo he pasado sin ti.


—Y yo sin ti.


—Lo sé —Paula le acarició la mejilla.


—¿Podríamos pasar la noche juntos así? —preguntó Pedro con voz queda—. No puedo soportar la idea de no tenerte en mis brazos.


Paula asintió.


—¿Podría cambiarme de ropa? —Paula quería quitarse el maquillaje, peinarse como siempre y quitarse ese vestido. 


Quería volver a sentirse ella misma.


Pedro sonrió.


—Pero date prisa.


Paula se dio prisa. Se puso un pijama de seda y una bata antes de volver con él.


Charlaron, se besaron y pasaron la noche abrazados. 


Cuando Candy regresó de madrugada, los encontró en el sofá, abrazados. Se quedó a la entrada del cuarto de estar, sonriendo traviesamente mientras contemplaba el sonriente rostro de Paula.


—Supongo que debo felicitarte, ¿no?


Paula asintió.


—Hoy vamos a ir a comprar el anillo de compromiso.


—Vaya, qué rapidez.


Pedro sonrió.


—Y tú será mejor que empieces a buscarte otra compañera de piso porque el sábado que viene Paula será la señora Alfonso.


—No hay problema.


—Por supuesto, te pagaré el alquiler y todos los gastos hasta que encuentres a alguien.


—No es necesario.


—Claro que lo es —insistió Pedro—. Además, sin ti, creo que podríamos haber seguido en el limbo durante meses.


—¿Sólo meses? —preguntó Candy ladeando la cabeza.


Pedro se encogió de hombros.


—Yo jamás me doy por vencido.


Candy se lo quedó mirando unos segundos.


—No, ya lo veo. A pesar de que hemos tenido un mal comienzo, creo que vas a acabar cayéndome bien, Pedro.


—Lo mismo digo.





SEDUCCIÓN: CAPITULO 16





—Paula, no me gusta insistir, pero es viernes por la noche y estás en la capital. Dime, ¿qué tengo que hacer para convencerte de que vengas a la fiesta?


Paula sonrió a la alta y delgada chica sentada con las piernas cruzadas en la cama. Candy era una atractiva morena cuya leve y elegante apariencia física enmascaraba el hecho de ser una joven sumamente inteligente que ocupaba un puesto de responsabilidad en un banco. Además era encantadora, como ella había podido comprobar al cabo de las primeras veinticuatro horas que había pasado en Londres, cuando se había derrumbado completamente debido a encontrarse embargada por una profunda tristeza.


Aunque en Yorkshire había logrado ocultar el amor que sentía por Pedro a todo el mundo, el primer domingo en Londres le contó todo a Candy. Y Candy no podía haberse portado mejor con ella, ofreciéndole todo su apoyo y llamando a Pedro de todo. Desde entonces, Candy se había propuesto animarla y divertirla, a pesar de que ella se había resistido hasta el momento.


—Escucha —Candy se inclinó hacia delante, mirándola fijamente con sus ojos castaños—, llevas en Londres más de dos meses, es una maravillosa tarde de junio y me niego a que te quedes encerrada en casa. Y no me digas que vas a salir a darte uno de tus interminables paseos porque no es a esa clase de salida a la que me refiero.


Paula sonrió.


—Ya. Quieres que salga a uno de esos clubs llenos de gente, ¿verdad?


Candy alzó los ojos al techo.


—A un club nocturno lleno de hombres guapos que estás esperando a que tú aparezcas.


—Sí, claro —Paula no pudo evitar echarse a reír—. Lo siento, pero no, Candy.


—Tienes que probar. Además van a venir también Kath, Linda, Nikki, Lucy y Samantha. Aunque alguna de nosotras consiga ligar, siempre quedará alguna para volver a casa en el taxi. No sirve de nada pasarse el tiempo en casa lloriqueando.


—Yo no lloriqueo y lo sabes muy bien —dijo Paula con firmeza—. Lo siento, Candy, pero a mí no me gusta el ambiente de los clubs.


—¿Cómo lo sabes si no has ido nunca a ninguno? —protestó Candy.


—Además, no quiero conocer a nadie por el momento.


—En ese caso, dedica el tiempo a pasártelo bien con las chicas —insistió Candy—. Primero vamos a ir a cenar y luego vamos a ir a Blades o a Edition. Las conoces a todas, te caen bien y tú a ellas también. Suéltate el pelo aunque sólo sea por una vez. Baila y libérate. Coquetea. En fin, ya sabes.


No, no lo sabía, pero la sonrisa de Candy era contagiosa.


—No te vas a dar por satisfecha hasta que no acabe levantándome ojerosa y con resaca el sábado por la mañana, ¿verdad? —dijo Paula con resignación.


—¿Significa eso que sí? —gritó Candy encantada—. Estupendo. Enseguida podemos empezar a ver qué nos vamos a poner, echo de menos hacer eso desde que Jennie decidió abandonar la buena vida y casarse.


Jennie, la antigua compañera de piso de Candy, se había casado, para disgusto de ésta. Después de que su madre la criara sola debido a que su padre las había abandonado cuando ella tenía cinco años, Candy había decidido no casarse jamás.


Paula no se había dado cuenta de la cantidad de peso que había perdido hasta que no empezó a probarse ropa para salir aquella noche. Y no se debía a que estuviera haciendo dieta, sino a las muchas horas de trabajo y a las tardes que pasaba dándose paseos por el barrio hasta acabar agotada de cansancio.


Siempre había querido estar más delgada; pero ahora que lo había conseguido, no estaba segura de gustarse más que antes. Quizá lo que no le gustaba era su expresión sombría y las permanentes ojeras bajo sus ojos. Fuera lo que fuese, descubrió que ya no le gustaba cómo le sentaban sus dos vestidos preferidos.


Delante del espejo de su habitación, Paula sorprendió a Candy mirándola. El vestido de tul sin mangas era perfectamente apropiado para salir de noche, pero le colgaba sin gracia.


—Espera un momento —le dijo Candy, y desapareció al instante.


Unos segundos más tarde, su compañera de piso volvió con un precioso cinturón de cuerpo negro que se había comprado el fin de semana anterior.


—Toma —le dijo Candy dándole el cinturón—. Creo que te va a quedar precioso con ese vestido. Debía estar pensando en ti cuando lo compré.


—Todavía no lo has estrenado…


—Vamos, no digas tonterías y póntelo. Lo que yo daría por tener un busto como el tuyo —comentó Candy, suspirando de envidia sana—. No creo a los hombres que dicen que lo que a ellos les gustan son las piernas, les encantan las mujeres con pecho.


—A algunos no les gustan lo suficiente —comentó Paula con pesar.


Sus miradas se encontraron en el espejo e, inmediatamente, Candy hizo una mueca.


—Te prohíbo terminantemente que pienses en él esta noche, Paula. ¿De acuerdo?


—De acuerdo.


Paula se preguntó, no por primera vez, cómo habría podido sobrevivir las últimas nueve semanas sin su compañera de piso. La desolación que sentía por la ausencia de Pedro y la considerable tensión del nuevo trabajo en un ambiente al que no estaba acostumbrada había sido difícil, pero Candy la había apoyado en todo momento.


Su compañera de piso era una de esas personas maravillosas y generosas que tan difíciles eran de encontrar.


Paula sonrió a su amiga y dijo:
—Te gustaría Pedro si le conocieras, Candy. Tiene una virtud que tú valoras sobremanera: es absolutamente sincero con las mujeres.


Candy lanzó un bufido.


—En ese caso, debe ser uno entre un millón.


—Sí, así es. Pero hablando en serio, Candy, no todos los hombres son como tu padre.


—Lo sé. Siempre hay alguna excepción a la regla, Paula, pero todos piensan con lo que llevan dentro de los pantalones, no con la cabeza. Y no me mires así porque es verdad. Los hombres son otra especie. Y hay que jugar a lo que ellos juegan y ganarles en su propio terreno: toma lo que quieras cuando quieras y no te impliques emocionalmente. 
Es la única forma de no perder la integridad.


—Te pareces más a Pedro que el mismo Pedro.


—En ese caso, quizá nos lleváramos bien —Candy sonrió traviesamente—. Pero tú eres demasiado buena para un hombre así. Y ahora dime, ¿qué zapatos te vas a poner con ese vestido? Por supuesto, de tacón alto. A ver qué tenemos por aquí…


Paula se agachó y, tras rebuscar en la parte de abajo del armario, sacó un par de zapatos.


—¿Te parecen bien?


—Perfectos —Candy examinó los zapatos escotados de alto tacón con un lazo del mismo color que el vestido.


—No están mal para ser de una chica de pueblo, ¿eh?


—No, nada mal —dijo Candy mirándola de arriba abajo—. Te aseguro que cuando entres por la puerta del club esta noche más de uno se va a desmayar.


Paula sonrió, pero no pudo evitar que su sonrisa fuera triste. 


No podía evitar pensar en Pedro.


Como si le hubiera adivinado el pensamiento, Candy adoptó una expresión de reproche.


—Para en este momento. Ya te lo he advertido, esta noche nada de Pedro. Voy a servir un par de copas de vino para tomárnoslas mientras nos peinamos a lo loco, tengo un spray color rosa maravilloso que se quita con un simple lavado.


Paula se la quedó mirando con horror.


—¿Rosa? ¿Con mi color de pelo? No, Candy, no.


—Está bien, quizá no sea para ti. Pero tengo unas plumas que te quedarían muy bien.


Paula asintió con resignación.


—Está bien, si insistes…


A pesar de sus dudas, cuando estaban listas para salir, Paula tuvo que admitir que tenía muy buen aspecto, gracias a Candy. No parecía ella misma, ni se sentía ella misma, pero ahí estaba la gracia, según Candy. Por supuesto, con su vestido azul y los mechones color rosa en el pelo, Candy proyectaba una imagen completamente distinta a la que presentaba cuando iba a trabajar al banco.


—Me encanta disfrazarme —dijo Candy contenta mientras apuraba su copa de vino—. Si quieres que te sea sincera, creo que jamás me haré mayor. Es por eso por lo que soy la última persona en el mundo que tendría hijos.


—No necesariamente —dijo Paula racionalmente—. Ser infantil en ciertos aspectos puede significar que te entenderías mejor con los niños.


Esa vez, el bufido estaba cargado de ironía.


—No me gustan los niños —declaró Candy firmemente—. Son demasiado exigentes, hay que dedicarles demasiado tiempo y son sucios. Una no puede hacer lo que se le antoje cuando tiene un hijo, y con un marido además… Y eso de estar embarazada durante nueve meses debe ser horrible. Mi madre está muy guapa en las fotos de antes de tener hijos, pero ahora parece diez años mayor de lo que es.


—No tiene por qué ser así.


Candy la miró mientras agarraba su chaqueta de algodón.


—¿En serio te gustaría perder tu libertad durante los veinte años que cuesta que se independice el hijo que tengas con cualquier hombre?


—No con cualquier hombre.


—Ah, ya, otra vez Pedro, ¿verdad?


Paula se sonrojó.


—Me lo has preguntado y yo te he contestado. No se me ocurre nada mejor en el mundo que estar con él y tener hijos con él. Lo siento, pero yo soy así.


—En ese caso, ¿por qué no aceptaste lo que te ofreció y, digamos que de forma accidental, te quedaste embarazada? Así habrías conseguido estar con él.


—Yo no puedo hacer eso, Candy —contestó Paula escandalizada.


Candy se la quedó mirando un momento.


—No, ya sé que no —dijo Candy con voz suave—. Pero sabes una cosa, ese Pedro tuyo es un imbécil.


Paula forzó una sonrisa.


—En eso estoy de acuerdo contigo —respondió Paula en tono ligero al tiempo que dejaba su copa de vino en la mesa—. Venga, vamos. Estoy muerta de hambre.