jueves, 9 de febrero de 2017

SEDUCCIÓN: CAPITULO 10




Una vez en el piso bajo, se detuvo en el vestíbulo. Los rayos del sol se filtraban por la ventana, iluminando aquel antiguo suelo de madera, confiriéndole un encanto especial. La casa entera era preciosa.


Un ligero movimiento al final del vestíbulo llamó su atención y, al volver el rostro, vio a Pedro contemplándola.


—¿Te parece bien que comamos en el desayunador? Es menos formal que el comedor, pero algo más cómodo que comer en la encimera de la cocina.


Paula asintió y sonrió rápidamente.


—¿Te puedo ayudar en algo?


—¿Quieres llevar la ensalada? Yo llevaré el resto.


El desayunador estaba junto a la cocina; no era grande, pero sí encantador, con contraventanas de madera y una mesa con sillas en el centro de la estancia. La otra pieza de mobiliario era un aparador, también antiguo. Un jarrón con jacintos adornaba el dintel de la ventana.


Después de ir a ver a los cachorros, que estaban dormidos, Paula volvió y se sentó mientras Pedro le preguntaba:
—¿Tinto o blanco? Aunque, si lo prefieres, hay agua mineral, o zumo de naranja y de mango.


—Agua mineral, gracias.


Pedro sirvió agua para ambos; después, le puso en el plato un trozo de pastel de beicon y ella se sirvió una patata asada y ensalada.


Aquella estancia era acogedora, demasiado acogedora. 


Estaban demasiado cerca.


Aclarándose la garganta, Paula clavó los ojos en su plato y dijo:
—Esto está… está muy bueno, Pedro.


—Gracias.


—¿Has preparado tú el pastel de beicon?


Él asintió y bebió un sorbo de agua antes de decir:
—Sí, ya te lo había dicho, me gusta cocinar. Hay algunas personas que aseguran que no sabían lo que era comer bien hasta probar mi borsch.


Paula le miró, pensando que Pedro estaba bromeando, pero parecía estar completamente serio.


—Lo siento, pero no sé lo que es eso.


—¿No?


Pedro sonrió traviesamente, sus ojos llenos de calor, derritiéndola.


—No —repitió ella, luchando contra el hormigueo que sentía en el estómago.


—Bueno, el mío tiene beicon, pimientos rojos y apio, lo que le da un sabor agridulce. Se pone repollo, patatas, beicon, tomates, zanahorias, cebollas y algunas cosas más en una cacerola y se hierve a fuego lento durante cuarenta minutos antes de añadir remolacha, azúcar y vinagre; entonces, se deja hervir un poco más. Luego, se sirve con unas cuantas hierbas frescas y se añade nata.


Mientras hablaba, Pedro tenía los ojos fijos en la boca de ella, lo que hizo que se le encendieran las mejillas.


Paula jamás había pensado que una conversación sobre cocina pudiera ser tan erótica.


—Es un plato muy bueno para el invierno. Es para que se tome delante de una chimenea. Deberías probarlo.


Paula tragó saliva. Sentada en una alfombra con Pedro delante de una chimenea era suficiente alimento.


—No creo que mi vida en Londres incluya chimeneas.


—Es una pena.


«Síguele el juego», se dijo Paula a sí mismo en silencio.


—Bueno, tendré que conformarme con caviar y clubs nocturnos —dijo ella en tono ligero—. Como hacen las chicas de las grandes ciudades.


Pedro se la quedó mirando desde el otro lado de la mesa.


—No, no te veo en ese papel. Lo siento.


—¿No crees que los hombres se pongan a hacer cola para invitarme a champán? —preguntó ella fingiendo incredulidad.


—Yo no he dicho eso.


De repente, la atmósfera cambió. Ya no había humor en los ojos grises de Pedro, sino una intensidad que la sorprendió.


Pedro se inclinó hacia delante.


—Sí, Paula, claro que habrá hombres. De sobra, supongo. Pero no creo que sean la clase de hombres que tú necesitas.


Paula no podía apartar los ojos de los de él. En el ambiente había preguntas que no se hicieron, preguntas que podían abrir posibilidades que ella no quería contemplar. Pedro era Pedro. Quizá le apeteciera un cambio de dieta, una mujer distinta a las altas, delgadas y rubias a las que estaba acostumbrado. Pero a Pedro nunca le interesaría una relación permanente, él mismo se lo había dicho la noche anterior.


Paula bajó la mirada. Clavando los ojos en el plato, agarró el tenedor y dijo:
—En fin, ya veremos qué tal me va.


Después de un tenso silencio, Pedro la sorprendió diciendo:
—Necesito que me ayudes.


—Ah —ella asintió—. ¿A llevar los cachorros al refugio? Ya te he dicho que lo haría.


—No exactamente. He decidido quedármelos.


—¿Qué? —Paula pensó que no le había entendido.


—Que he decidido quedarme los cachorros —Pedro se llevó a la boca un trozo de pastel de beicon y pareció saborearlo con gusto—. Esta mañana he llamado a la señora Rothman para decirle que no viniera hoy porque yo iba a estar en casa, y le he pedido si podría venir a trabajar de lunes a viernes, cuatro horas al día, con el fin de cuidar de los cachorros mientras yo estoy en la oficina.


—¿Y te ha dicho que sí?


—Con la condición de poder traer sus propios perros cuando su marido no esté en casa.


—Pero…


—¿Qué?


—Bueno, sólo si… si lo has pensado bien. Los perros requieren cuidados, hay que responsabilizarse de ellos… —Paula le miró con perplejidad, aquél no era el Pedro que conocía—. Tienes que ser consciente de que no puedes tenerlos una temporada y, cuando te canses, dejarlos. Eso no sería justo.


—No tienes muy buena opinión de mí, ¿verdad?


«Si tú supieras la opinión que tengo de ti…», pensó Paula.


—No tengo intención de abandonarlos. Nunca. He decidido quedármelos y estarán conmigo durante el resto de su vida. ¿Entendido?


Pedro, irse a vivir a otro país es una cosa, trasladarse al extranjero con cuatro perros es muy distinto.


—Lo sé.


—Me parece que no.


—He decidido quedarme aquí, Paula.


—¿Qué? —Paula parpadeó.


—No me conoces tan bien como crees, ¿eh? —dijo él con inmensa satisfacción—. He pensado que me costaría mucho encontrar otra casa como ésta, me gusta. Inglaterra me gusta.


—Pero tú habías dicho que…


—Ya, pero he cambiado de idea. Y aquí hay mucho espacio para los perros. Voy a subirle el sueldo a la señora Rothman y se acabó.


Paula se mordió los labios. Aquello era ridículo.


Paula no estaba dispuesta a darse por vencida todavía.


—Los perros no deberían estar solos en una casa.


—¿Es que no has oído lo que te he dicho? La señora Rothman va a venir de lunes a viernes y yo estaré en casa los fines de semana. Es más, puede que incluso lo arregle para trabajar desde casa algunas mañanas —Pedro pareció complacido de haberla sorprendido hasta ese punto—. Me sorprende que no me felicites por haber decidido asumir algunas responsabilidades; sobre todo, después de lo que me dijiste ayer al respecto.


No debería haber aceptado pasar la noche allí, pensó Paula sintiendo una gran tensión.


Pedro, haz lo que quieras. Al fin y al cabo, esto no tiene nada que ver conmigo.


—Supongo que tienes razón —contestó Pedro—. Es sólo que a primeras horas de la tarde tengo cita con el veterinario. Quiero que examine a las perritas y vea si ya se las puede vacunar y esas cosas. Iba a pedirte que me acompañaras. Además, quería pedirte que me ayudaras a comprar collares, correas, comida y demás cosas que necesiten.


Paula se lo quedó mirando, casi al borde de la histeria. Ese día tenía pensado limpiar el piso con el fin de dejarlo listo para los nuevos inquilinos, que iban a tomar posesión del piso el sábado. Había dejado el trabajo un miércoles con el fin de disponer de dos días para hacer todas esas cosas. Ya iba con retraso y Pedro le estaba pidiendo que se quedara más tiempo allí, cosa completamente ilógica.


—Come y no te preocupes, te llevaré a tu casa después del almuerzo. No debería haberte pedido el favor —dijo él.


No, no debería haberlo hecho. Y ella no debería considerar hacerle el favor ni un segundo.


—¿Estás completamente seguro de que quieres quedarte con las cuatro perritas? ¿Lo has pensado bien? Estamos hablando de doce o trece años de responsabilizarte de ellas por lo menos. ¿Tanto han cambiado las cosas desde ayer, Pedro? Tengo que… saberlo.


Pedro la miró y ella notó que los duros ángulos de su rostro y cuerpo le hacían parecer algo mayor de lo que era, treinta y tres años. Por otra parte, Pedro tenía la clase de estructura ósea que le confería una edad indefinida; quizá, a los cincuenta o sesenta, aparentaría cuarenta.


Pedro alargó el brazo y le tomó la mano como si tuviera todo el derecho del mundo a hacerlo, y ella tuvo que recordarse a sí misma que el gesto no era más que una expresión de amistad, a pesar de la corriente eléctrica que sintió.


—Entiendo que te muestres escéptica —dijo él con voz queda—. Pero esto va en serio, Paula. Quizá, en parte, se deba a que en el fondo me gustaría llevar una existencia más tranquila, más hogareña. No sé si se debe en parte a que he reflexionado después de la conversación que tuvimos ayer. En cualquier caso, creo que los perros me harán compañía.


Paula se preguntó cómo podría retirar la mano sin mostrarse brusca y decidió que no podía. El problema era que, queriendo a Pedro como le quería, cualquier contacto físico tenía una significación extraordinaria para ella y un efecto casi doloroso.


Enderezando la espalda, Paula lo miró a los ojos.


—Entonces, ¿estás diciendo que vas a quedarte aquí… más o menos permanentemente? ¿Has decidido también hacerte cargo de la empresa cuando llegare el momento? A tu padre le gustaría.


—Eh, un momento —Pedro sonrió, inclinándose hacia atrás y, por fin, soltándole la mano—. Yo no he dicho eso. La verdad es que no me veo en el papel de mi padre. Somos muy diferentes. Yo me inclino más hacia el trabajo de organización y reestructuración de empresas, algo que me permitirá decidir dónde y cuándo quiero trabajar. De esa forma, si quiero tomarme unas semanas de vacaciones, no tendría problemas. Podría elegir.


Paula se le quedó mirando con expresión dubitativa.


—¿Podrías hacerlo? ¿Conseguirías suficiente trabajo?


Los ojos de él se llenaron de humor.


—Eres el antídoto contra el egocentrismo. Pero la respuesta a tu pregunta es sí, tengo los suficientes contactos como para trabajar todo lo que quiera.


Independiente hasta el fin. Nada había cambiado. Quizá hubiera decidido tener una base, pero seguía siendo un espíritu libre, incapaz de atarse a nadie ni a nada.


Paula asintió.


—Qué suerte. Supongo que es ideal para ti.


—A mí también me lo parece —Pedro se llevó otro trozo de comida a la boca—. Bueno, aún no me has dicho si te gusta mi pastel de beicon.


—Del cero al diez, un ocho.


—Ya veo que es muy difícil complacerte.


—Por supuesto. Pero has ganado en lo que a los perros se refiere, te acompañaré al veterinario esta tarde. Lo hago por los cachorros, naturalmente, no por ti.


Paula esperaba que él le diera las gracias de buen humor. 


Sin embargo, con los ojos de Pedro acariciándole el rostro, le oyó decir:
—Gracias, Paula. Eres una mujer muy especial.


«No, por favor, no te pongas tierno conmigo».


El nudo que se le puso en la garganta le impidió hablar, por lo que Paula se limitó a regalarle una sonrisa.









miércoles, 8 de febrero de 2017

SEDUCCIÓN: CAPITULO 9




Cuando Paula se despertó de un satisfactorio sueño en el que estaban Pedro, ella y un helado de chocolate, el sol brillaba resplandeciente. Se estiró y fue entonces cuando se dio cuenta de que unos golpes en la puerta era lo que la habían despertado. El despertador llamado Pedro.


—Gracias, ya me he despertado —dijo ella en voz alta para que Pedro pudiera oírla desde el pasillo.


Y lanzó un grito de sorpresa cuando la puerta se abrió y Pedro entró en el cuarto con una bandeja en las manos.


Pedro no pareció notar que ella, apresuradamente, se subía el edredón hasta la barbilla, debido a que mientras dormía el albornoz se le había abierto.


—Como no sé si tomas café o té por las mañanas, te he traído las dos cosas.


—Me da igual, gracias. Pero no deberías haberte molestado.


—No ha sido ninguna molestia.


Pedro dejó la bandeja encima de la mesilla de noche y se la quedó mirando. Pedro era muy alto, más de un metro ochenta, y el magnetismo que ejercía sobre ella le impidió observar durante unos momentos que no iba vestido con su acostumbrado traje y corbata.


Cuando recuperó la respiración, Paula dijo cautelosamente:
—¿Vas a volver a tu casa después de dejar a los cachorros en el refugio? —preguntó ella mirándole los pantalones vaqueros y la camisa azul.


Pedro le sonrió y respondió indirectamente:
—Bébete lo que quieras y luego, cuando estés lista, baja. No hay prisa.


—¿Qué hora es?


Pedro se miró el reloj de pulsera.


—Las once —respondió él con calma.


—¿Las once? No es posible. ¿Y el trabajo?


—Que yo sepa, no tienes que ir a trabajar hasta el lunes.


—Me refiero al tuyo.


—He decidido tomarme el día libre.


—Desde que te conozco, es la primera vez que haces eso —comentó ella con perplejidad.


—En ese caso, supongo que ya me tocaba.


—¿Y tu padre? ¿Y Susana? Ella aún no está acostumbrada…


—Le irá bien. Es de esa clase de mujeres —respondió Pedro con voz queda.


Sí, eso era verdad. Aún incapaz de creer haber perdido ya la mitad del día, Paula le miró fijamente. Los ojos de Pedro estaban oscurecidos y sus labios esbozaban una irónica sonrisa. Ella esperaba no tener los ojos enrojecidos por el llanto de la noche anterior.


—¿Están bien los cachorros? Todavía no los has llevado al refugio, ¿verdad?


—Los cachorros están bien y no los he llevado al refugio. Hace un rato los saqué al césped y los he tenido allí una hora. Y corrían como demonios.


¡Ojala no le amara tanto!, pensó Paula.


—Deberías haberme despertado antes, te habría ayudado.


—Necesitabas dormir.


¿Estaba tratando de decirle, de forma indirecta, que tenía ojeras? Pensando que era mejor no saberlo, Paula se preguntó cuánto tiempo más iba a quedarse Pedro ahí de pie mirándola.


—¿Has llamado al refugio?


—No —respondió él con calma.


Paula esperó a que se explicara, pero Pedro no lo hizo. La descarada virilidad de Pedro era aún más potente ese día, y más intimidante. Ella sintió la boca seca y el pulso acelerado.


—Bien, nos vemos abajo dentro de un momento, ¿te parece? —dijo Paula significativamente.


—Azul violeta.


—¿Qué?


—Que tus ojos son del color de las violetas silvestres que crecen en mi jardín al lado de la valla de piedra —explicó Pedro con voz suave—. Una flores preciosas, pequeñas y exquisitas.


—Ah —Paula sintió que el pecho le oprimía—. Gracias.


—De nada.


Pedro seguía sin moverse.


—Bajaré dentro de un momento y, si quieres, podemos llevar las perritas al refugio. Sé que debes tener muchas cosas que hacer y yo tengo que ir a mi casa a arreglarlo todo.


Suponía que por fin Pedro había captado la indirecta.


—Estoy preparando un pastel de beicon y patatas asadas para comer.


—¿Sí?


—Claro. No pensarías que iba a enviarte a tu casa muerta de hambre, ¿no?


—Lo que pensaba era que querrías deshacerte de los cachorros lo antes posible —contestó Paula.


Pedro frunció el ceño.


—Ah, ya. Entonces, no tienes mucha prisa por marcharte, ¿eh?


—Teniendo en cuenta que son las once de la mañana, no creo que pueda decirlo, ¿no te parece? —observó Paula irónicamente.


Pedro sonrió.


—Espero que no hubieras quedado con nadie.


Paula pensó en Janice, la vecina de abajo. Hasta ese momento había olvidado que le había prometido a Janice invitarla a desayunar antes de que se marchara al hospital donde trabajaba como enfermera, iba a haber sido un desayuno de despedida. El problema era que se le olvidaba todo cuando estaba con Pedro.


—Puedo quedar más tarde.


Él arqueó las cejas.


—Lo siento.


No parecía sentirlo mucho.


—Da igual, no importa.


«Pero vete, por favor. Vete».


Sin embargo, Pedro no se marchó. Su sonrisa había desaparecido.


—No es bueno dejarse llevar por otra persona.


Paula se lo quedó mirando.


—No, supongo que no —contestó ella sin comprender.


—Y una ruptura debe ser eso, una ruptura.


¿Se le había pasado algo por alto?


—Perdona, Pedro, pero no te sigo.


—Habías quedado con ese tipo, ¿verdad? Por Dios, Paula, ¿es que no te das cuenta de cómo es? Sabe perfectamente lo que sientes por él y por qué te vas de aquí; y, a pesar de ello, había quedado contigo… Dime, ¿para qué había quedado contigo?


Paula trató de no quedarse boquiabierta. Por fin, forzó una expresión indignada.


—Había quedado para desayunar con una vecina que vive en el piso justo debajo del mío. ¿Satisfecho? No sé lo que estabas pensando, pero te has equivocado de medio a medio.


A Paula se le derritió el corazón al ver la expresión de Pedro.


—Perdona. Creo que me he pasado.


—Y mucho. Eso ha quedado bien claro.


—Está bien, te dejaré para que puedas vestirte —dijo Pedro con suavidad—. La comida estará lista dentro de media hora.


Cuando la puerta se cerró tras él, Paula continuó sin moverse en la cama durante unos segundos. Luego, apartó el edredón, se levantó de la cama y se dirigió al cuarto de baño. Allí, se miró al espejo y gruñó. Tenía ojeras y sus ojos mostraban que había llorado la noche anterior. ¡Y su pelo! 


¿Por qué siempre tenía el pelo así por las mañanas?


Un cuarto de hora más tarde, el espejo le dijo que ya no asustaba a los niños pequeños.


Se había duchado, se había lavado el pelo y se lo había recogido en una cola de caballo. Como siempre llevaba maquillaje en el bolso, también se había maquillado y volvía a parecer un ser humano.


Había tenido la buena idea de lavarse las bragas antes de acostarse y de colocarlas encima del radiador de la habitación para que se secaran, esperaba que Pedro no hubiera visto la breve pieza de encaje negro.


Por fin, consciente de que estaba limpia y arreglada, respiró profundamente y abrió la puerta del dormitorio.


Almuerzo con Pedro. La última comida que iba a hacer con él, pensó trágicamente.