miércoles, 1 de febrero de 2017

LA VENGANZA DE UN HOMBRE: CAPITULO 18





Paula flexionó los pies cansados de tanto caminar por Newmarket. Pedro se puso de pie y ella sintió una sensación de pérdida al verlo salir hacia el pasillo. Ese día, habían reído juntos y se había establecido un lazo de afinidad entre ellos. Y ahora, la dejaba a solas. Toda la felicidad que sentía, desapareció.


Era peligroso sentirse tan feliz. Todo aquello era provisional.


 Tenía la mirada fija en sus pies descalzos cuando Pedro regresó con una toalla que había tomado del cuarto de baño de invitados.


—¿Te duelen los pies? —preguntó sentándose junto a ella.


—Me están matando —dijo—. ¿Qué estás haciendo?


—No puedo permitirlo, así que te haré sentir mejor.


Pedro se inclinó hacia ella y Paula sintió su cálido aroma. De pronto, volvió a sentir esperanzas, pero enseguida contuvo aquel sentimiento. No podía permitirse caer rendida a los pies de Pedro. Pronto se marcharía.


Apartó aquel pensamiento, mientras él colocaba cuidadosamente su pie sobre el regazo y lo envolvía en la cálida y húmeda toalla. Cerró los ojos y se concentró en los doloridos músculos de su pie, relajándose poco a poco. 


Después de unos minutos, Pedro apartó la toalla e hizo lo mismo con el otro pie.


Paula gimió.


—¡Qué gusto!


—Relájate y libera toda tensión —dijo comenzando a darle un masaje en la planta de los pies.


Paula suspiró.


—Como quieras.


—¿Desde cuándo haces lo que yo quiero?


—Desde siempre —respondió sonriéndole—. Sigue haciéndome eso en los pies y seré tu esclava de por vida.


Pedro rió.


—Nunca he conocido a una mujer como tú. Pareces muy dócil, pero en el fondo, tienes una voluntad de hierro.


—Oh.


Lo cierto es que en el fondo, aquel comentario le agradó. Al menos, había alguien que no la consideraba una hija caprichosa, una hermana ingenua ni una mujer florero. No, se dijo antes de dejarse llevar por la emoción. Para él sólo era una mujer a la que dejar embarazada.


—Justo ahora que creía que había empezado a conocerte, vas y me confundes —dijo soltando un pie v tomando el otro.
Siguió dedicándole una cuidadosa atención al masaje que le estaba dando y ella se dejó llevar por las oleadas de placer, inclinando la cabeza hacia atrás.


Lentamente, sus manos comenzaron a subir por su pierna, hasta la parte interior de sus rodillas.


—Mira lo que estamos haciendo. Te estoy dando un masaje en tus pies doloridos. Deberías de estar protestando de dolor, pero con esos gemidos de placer, me estás excitando.


Sus latidos comenzaron a acelerarse. Lo estaba excitando. 


La deseaba.


El último de los botones de su vestido se abrió.


—Siento tu piel cálida y suave bajo mis manos —dijo acariciando con el dedo gordo su muslo.


Paula sintió su cuerpo comenzar a arder. Un segundo botón se abrió y ella contuvo el aliento en espera de su siguiente movimiento.


—Paula...


Al abrir los ojos, vio su rostro frente al suyo, tan cerca, que lo único que pudo ver fueron sus pupilas dilatadas.


—¿Sí?


—¿Estás lista para esto?


Ella asintió, pero tenía dudas. ¿Debía dejar que Pedro le hiciera el amor sabiendo que lo único que buscaba en ella era su fertilidad? Su cadera rozó la de ella y sintió una oleada de calor en su interior. Estaba excitado. ¡Claro que podía hacerlo!


Él la miró frunciendo el ceño.


—¿Estás segura, cara?


Su pulso se aceleró al oír aquella expresión de cariño. Pero enseguida volvió a la realidad. Tan sólo estaba tratando de hacerlo más fácil para ambos y no significaba nada. Por unos segundos, se quedó pensativa. Quería aprender con Pedro lo que era dejarse llevar por la pasión. Si lo rechazaba, si le contaba todo, ¿volvería a hacerle el amor?


 ¿O se marcharía y buscaría a otra mujer? Quizá fuera tras Catalina. Cerró los ojos.


—Sí, estoy segura.


Le pasó su fuerte brazo por la espalda y con el otro, la tomó de las rodillas. Sintió que su estómago le daba un vuelco al verse entre sus brazos.


—¡Pedro! —dijo agarrándose a sus hombros—. ¿Qué estás haciendo?


—Si me estás preguntando eso, debe hacer tanto tiempo para ti como para mí —dijo arqueando una ceja y dirigiéndose a la escalera—. Voy a llevarte a un sitio más cómodo.


Paula desvió la mirada de la suya y se mordió el labio. 


Sentía latir su corazón junto al hombro y sospechó que sería debido a la excitación más que al esfuerzo de cargar con ella.


—Se me había olvidado lo agradable que es abrazar a una mujer —dijo Pedro junto a su cuello, haciéndola sentir otra oleada de escalofríos.


Ella rozó con la mejilla su pelo, respiró hondo y se preparó para lo que estaba por llegar. Pedro la dejó sobre la colcha.


Por un instante, sus miradas se encontraron. Probablemente él había descubierto algo en sus ojos que revelaba lo mucho que deseaba aquello, porque gimió y se colocó sobre ella. La rodeó con sus brazos y sus labios se fundieron en un beso.


Enseguida se sintió transportada a un lugar donde nada importaba más que el sabor de Pedroy la sensación de su cuerpo junto al suyo. Las dudas e incertidumbres que la habían invadido hasta hacía unos minutos, habían desaparecido.


Sólo sentía el calor, la adrenalina... y a Pedro.


Le abrió el vestido y sus manos recorrieron su vientre desnudo. Su piel se estremeció al sentir su contacto. Al sentir que le acariciaba la base de sus pechos, gimió. Un segundo más tarde, el último botón cedió. El vestido cayó al suelo, dejándola en ropa interior.


Paula se sintió aliviada de que siempre llevara un conjunto en blanco inmaculado, pero enseguida ese pensamiento desapareció el sentir que acariciaba uno de sus pechos. 


Cerró los ojos y se concentró en cada uno de sus movimientos y en las sensaciones que le provocaban sus caricias.


No había nada malo en ella. No era frígida. Los rumores que la tachaban de mujer fría no eran ciertos.


Aquello la hizo sentirse liberada. Deseaba acariciarlo como él la acariciaba. Tomó su camisa y se la sacó de la cintura de los vaqueros. Pedro subió los brazos impaciente y se quitó la camisa.


Al ver su pecho desnudo, Paula contuvo el aliento. Recorrió con sus manos los músculos de sus pectorales y él se estremeció. Enseguida incrementó la presión de sus dedos, disfrutando de su piel y de la tensión que invadía su cuerpo.


Él se incorporó. Oyó que se bajaba la cremallera y sintió aprensión. Se quitó los vaqueros y los dejó a un lado, quedándose con unos calzoncillos negros. Su mirada se posó en el bulto delator. Su aprensión dio paso a una nerviosa ansiedad. Había llegado a un punto sin retorno. En cuanto se quitara los calzoncillos no habría vuelta atrás.


Antes de mostrarse dubitativa, él volvió a tumbarse y sus labios volvieron a unirse. La sensación de su cuerpo casi desnudo contra el suyo la hizo sentir un escalofrío y sus dientes comenzaron a rechinar debido a los nervios y a la excitación.


Él se apartó.


—¿Tienes frío?


Ella tragó saliva y sacudió la cabeza.


—¿Miedo?


—Un poco —respondió ella con sinceridad.


—¿De mí? —preguntó preocupado, apartando la mano—. ¿Por qué?


No supo qué responder.


Paula tomó su mano y la llevó a su corazón.


—También estoy excitada —añadió y sus latidos se aceleraron al sentir el calor de su mano.


—No tienes ni idea de lo que eso me hace sentir —dijo él con ojos encendidos.


Con aquellas palabras, Paula se sintió más tranquila. Podía hacerlo, no sería tan difícil como había imaginado.


Pedro deslizó la mano hasta su pecho y unos segundos después, le abrió el sujetador. Paula se arqueó al sentir que acariciaba sus senos y dejó escapar un sonido gutural de su garganta.


—Quiero besarte ahí.


Ella asintió y, al verlo inclinar la cabeza, se quedó a la espera de sentir sus labios sobre sus pezones. Sin embargo, lamió la base del pecho, despertando sensaciones desconocidas. Ella inclinó la cabeza hacia atrás, en espera de su siguiente movimiento.


—Oh, Pedro.


Él levantó la cabeza.


—¿Te gusta?


—Me encanta.


Deseaba decirle que no se detuviera, pero la timidez la venció. Al cabo de unos segundos, sintió su lengua sobre la punta rosada de su pezón y una nueva oleada de intenso placer la invadió.


Los músculos de su vientre se contrajeron mientras trataba de contener los escalofríos que la recorrían y que la hacían temblar como un flan.


La adrenalina la invadía y su corazón latía con fuerza.


Pedro recorrió con la boca sus pechos y se detuvo a besar su ombligo antes de continuar. Luego, sintió que introducía los dedos por el borde de sus bragas. Excitada y temblorosa, se quedó a la espera del siguiente asalto.


Pero en vez de quitarle las bragas, Pedro se detuvo y levantó la cabeza. Sus manos se detuvieron junto al ombligo.


Sabía lo que había visto. Desesperada, cerró los ojos.


—Son del accidente, ¿verdad?


Ella se quedó quieta, mientras él acariciaba su piel rugosa.


—Sí.


—Lo siento —dijo él bruscamente.


—Hace mucho tiempo.


—Pero todavía duele, ¿verdad?


Paula sospechó que se estaba refiriendo a las heridas que no se veían a simple vista. Pensó en su madre y en todos los sueños que habían quedado truncados por el accidente.


—Sí —dijo después de una pausa.


Él se apartó.


De repente, Paula sintió frío. Ahí acababa todo. La miraría con lástima en los ojos y le diría que todo había acabado.


—¿Ves esto?


Aturdida, lo miró. No se había apartado y, aunque no podía ver sus ojos, no parecía un hombre a punto de huir. Seguía allí, junto a ella y volvió a sentirse esperanzada.


—Mira —dijo él señalando su costado derecho.


Ella se inclinó sobre su estómago para mirar. Una marca de apenas unos centímetros, rompía la perfección de su suave y bronceada piel.


—Tú también tienes una cicatriz.


Pero aquella pequeña marca no podía igualar los dolorosos recuerdos que le traía la suya.


—Cristal. Me lo hice el día en que murió tu madre —dijo con mirada turbia—. Me clavé un par de fragmentos de cristal. Si tu madre hubiera estado sentada en el mismo sitio que yo, tan sólo se habría hecho eso.


Pedro —dijo ella temblando—. Fue un accidente. Mi madre murió como consecuencia de un accidente provocado por un conductor borracho. Nada de lo que hubieras hecho, habría podido evitarlo.


Sus manos la tomaron por las costillas y Paula sintió un nudo en la garganta.


—Nos cambiamos de sitio. Quería sentarse en el lado del pasajero. Debería haber muerto yo. Sin embargo, a mí no me pasó nada y tu madre murió, Jim sufrió importantes heridas y las secuelas emocionales te han afectado durante años.


Hacía mucho tiempo que no oía nombrar a Jim Dembo. Jim era el conductor aquel fatídico día. Había sufrido una conmoción cerebral y nunca se había recuperado del todo de sus heridas, quedándose incapacitado para trabajar.


Suspiró. Tres vidas se habían visto afectadas por el comportamiento negligente de un solo hombre. Miró a Pedro


No sólo se habían visto afectados su madre. Jim y ella. Pedro también había quedado marcado por aquel día.


—Te sientes responsable —dijo rodeándolo por los hombros.


Él desvió la mirada y se quedó en silencio.


—Eso es ridículo —continuó ella—. No fue culpa tuya.


—Tu madre murió. Estuviste atrapada entre el amasijo de hierros durante horas —dijo con voz grave—. Durante los meses siguientes, permaneciste callada.


Recordó sus sonrisas y cómo siempre había intentado conversar con ella. Ahora sabía por qué.


Paula bajó la cabeza. Había confundido la preocupación y culpabilidad de Pedro con algo más, algo que le había provocado que cada vez que oyera su voz, su corazón latiera más deprisa.


Había imaginado que se debía a que se iba haciendo una mujer y ahora se daba cuenta de que lo que le había estado ofreciendo era su compasión, un hombro sobre el que llorar. 


No había sido amor, simplemente lástima por una muchacha que había perdido a su madre. Y todo, porque se sentía responsable de la trágica muerte de su madre.


Había sido una tonta.


Pero ahora todo era diferente. Esta vez la necesitaba. ¿Qué más daba el motivo por el que la necesitara? Era suficiente que lo hiciera. Se obligó a relajarse y le acarició el brazo.


—Estamos hablando demasiado.


—¿Prefieres que te bese?


—Por favor —dijo atrayéndolo hacia ella.


Paula suspiró y se tumbó, llevada por la sensación de sentir el cuerpo desnudo de Pedro junto al suyo.


Lentamente, Pedro recorrió con sus manos el cuerpo de Paula, haciendo que el deseo llegara a un punto insostenible.


¿Acaso no se daba cuenta? Deseaba más, deseaba que la cubriera con su cuerpo y sentir su peso sobre ella.


Paula tiró de él, haciéndolo colocarse sobre ella y gimió. 


Aquello era lo que quería. Sus cuerpos encajaban a la perfección.


Podía sentir su erección contra ella y lentamente separó las piernas. La única barrera entre ellos era la ropa interior. 


Movió las caderas y Pedro gimió en respuesta.


—Me estás haciendo sufrir —murmuró él junto a su cuello.


Paula sacudió su cuerpo contra el suyo, sin saber muy bien adonde le llevaba aquello, pero su cuerpo parecía saber lo que estaba haciendo.


Pedro separó los labios contra su cuello. Paula contuvo el aliento mientras sentía un escalofrío en la nuca. A continuación, sintió un estremecimiento mientras él empujaba la parte inferior de su cuerpo contra el suyo.


Durante unos segundos se apartó y recorrió sus piernas en sentido descendente. Cuando volvió a acercarse, su total desnudez se encontró con la humedad de su entrepierna.


Por un instante sintió pánico. ¿Y si estaba cometiendo un error? Pero una sensación de calma se apoderó de ella. 


Deseaba que ocurriera aquello, deseaba a Pedro.


Le separó las piernas y se acopló sobre ella. Luego, la acarició con los dedos. Paula se sintió avergonzada, pero enseguida, una sensación que nunca antes había sentido sobre aquella zona tan sensible la invadió.


Vacilante, dejó que continuara. Oleadas de excitación recorrieron su cuerpo, mientras en su interior se acumulaban sensaciones que nunca antes había experimentado.


—Despacio, ya llegaremos.


Ella deslizó su mano y la colocó sobre la de él, sintiendo su respiración agitada.


—¡Despacio! Hace mucho que no hago esto.


Una gran alegría la invadió. La deseaba. Le estaba proporcionando el mismo placer que él a ella.


Suavemente, Paula le mordió el cuello, saboreando su piel salada, mientras él movía sus caderas arriba y abajo y se estremecía.


El placer fue en aumento y Paula sintió que su cuerpo se entregaba, mientras él la estrechaba con fuerza.


Pedro colocó sus labios sobre los de ella y la besó desesperadamente.


Incluso mientras la besaba, se percató de su indecisión. 


Había dejado de hacer aquellos movimientos que lo estaban volviendo loco y ahora parecía haberse quedado a la espera.


¿Acaso querría que se diera prisa? Enseguida se hundió en ella, haciéndola estremecerse. Quizá estuviera más excitada de lo que parecía. Así que incrementó el movimiento de sus caderas, pero sus caderas continuaron quietas. Se sentía confundido.


—¿Te estoy haciendo daño? —preguntó levantando la cabeza.


Por su mirada, parecía aturdida. No había rastro de su habitual autoconfianza y se quedó mirándola con el ceño fruncido.


—Estoy bien. No te detengas.


Él comenzó a apartarse para intentar algo nuevo.


—¡No! —exclamó Paula rodeándolo con sus brazos—. Por favor, no pares. No podría soportar que ahora te detuvieras.


Pedro volvió a penetrarla y ella gimió mientras lo rodeaba con sus piernas.


—Oh, no. No puedo esperar más.


Pedro siguió moviéndose y, a pesar de que trató de mantener el control y de prolongar el placer, no pudo. Ya era demasiado tarde.


Hundió el rostro en el cuello de Paula, murmuró algo y besó su delicada piel con urgencia. El calor de su sangre lo invadió hasta las orejas y apretó los dientes mientras trataba de contener las oleadas de placer.


—Lo siento —dijo—. Te prometo que la próxima vez, disfrutarás más.


—¿La próxima vez?


Él alzó la cabeza. Se había quedado muy quieta bajo él, con mirada desconcertada.


—Sí, no creo que tarde demasiado. Me haces sentir como un chiquillo.


—¿Ahora?


Él se quedó mirándola fijamente.


—Puede que no ahora mismo —dijo sonriendo—. No soy un superhéroe, pero dado el efecto que me produces, no creo que tarde demasiado.


Ella le devolvió la sonrisa.


—Puedo hacer que termines, si es que prefieres no esperar.


—¿Hacer que termine?


Él frunció el ceño. ¿Hablaba en serio? ¿Acaso ningún hombre le había provocado un orgasmo?


—Pero, ¿con qué clase de hombres has estado?


—¿Qué quieres decir?


—¿Nunca te has...? Bueno, ya sabes —dijo él sintiendo que le ardía el rostro.


Ella apartó la mirada.


—No, nunca... ya sabes.


Al ver cómo su voz se entrecortaba, una sensación de satisfacción lo invadió. Se lo había imaginado. Le estaba enseñando lo que era sentirse como toda una mujer.


—Ha sido mi primera vez.


¿Su primera vez? Debía de estar refiriéndose a que era su primer orgasmo, no a que fuera la primera vez que estaba con un hombre.


Se quedó mirando su frío y pálido rostro y recordó su indecisión. Su inmovilidad, sus tímidas caricias, sus temblores... Aquélla no era la manera de comportarse de una mujer experimentada.


Así que había sido su primera vez, pensó perplejo. Paula Chaves había sido virgen hasta entonces.




martes, 31 de enero de 2017

LA VENGANZA DE UN HOMBRE: CAPITULO 17




—¿Qué es esto? —preguntó a Pedro en la mañana del sábado siguiente.


Sintió un nudo en su estómago al recordar el contenido del último sobre que le había llegado.


—Tranquila —dijo tomándola de las manos.


Con curiosidad, tomó el sobre y sacó una carpeta con el membrete de un banco. Dentro había un puñado de billetes, una chequera, una tarjeta de crédito y algunos folletos publicitarios. Se quedó mirando el contenido como si se tratara de un nido de serpientes.


Se obligó a introducir la mano y sacó la tarjeta de crédito.


—Paula Alfonso —leyó y acarició el trozo de plástico, sintiendo que el corazón se le encogía al ver su nombre junto al apellido de Pedro—. No necesito todo esto —dijo levantando la mirada.


—¿Por qué no? Eres mi esposa —dijo él arqueando las cejas.


¿Acaso era dolor lo que reflejaban sus ojos? No, eso era imposible, se dijo Paula. Nada de lo que hiciera o dijera podría nunca molestar a Pedro Alfonso.


—Soy una esposa temporal, no una esposa de veras.


—Estamos casados.


—Pero no por las razones por las que deberíamos estarlo.


Le había dejado bien claro cuáles eran sus sentimientos hacia ella. Siempre se metía en la cama cuando ya dormía y se levantaba antes de que se despertara.


Paula se quedó pensativa.


—Y aunque lo estuviéramos, no creo que aceptara todo esto —concluyó.


—No te entiendo —dijo él.


—Pues deberías.


Él echó la cabeza hacia atrás como si hubiera recibido una bofetada.


—¿Qué demonios significa eso?


—Me dijiste que no quisiste el dinero de tu esposa cuando estaba viva, que quisiste conseguirlo por tus propios medios. Tenías tu orgullo —dijo poniéndose de pie—. Bien, pues yo también tengo mi orgullo. Necesito tener mi independencia. Mi padre siempre me ha dado lo que he querido, pero siempre he tenido que pagar un alto precio por ello.


Rápidamente, guardó la tarjeta, el dinero y los folletos en la carpeta y se la entregó.


—¿Y crees que yo haría lo mismo? ¿Que usaría el dinero para retenerte?


—¿Acaso no lo harías? —dijo ella arqueando una ceja.


—¡Nunca!


—Digamos que ya me has puesto suficientes ataduras.


Él se quedó en silencio mirando la carpeta. Tras unos segundos, levantó la mirada.


—Considéralo desde mi perspectiva. Estoy viviendo en tu casa. Te ocupas de comprar la comida y has hecho que Parsons se ocupara de encargar los muebles. No pago gasto alguno. Básicamente, soy un hombre mantenido. Y esto —dijo agitando la carpeta—, me hace sentir mejor.


¿Un hombre mantenido? A su orgullo, eso no debía de gustarle nada. Una sonrisa se dibujó en su rostro.


—Comprendo tu dilema. Te propongo una cosa. Tú te quedas con la chequera y el dinero y yo me quedo con la tarjeta. Cada mes la usaré hasta un límite determinado, como si fuera una renta, ¿de acuerdo? —propuso y dio una cifra.


Al ver que estaba a punto de rebatirle, Paula subió la cantidad a fin de satisfacer su orgullo masculino.


—Eres toda una cabezota, bajo esa apariencia tan dulce —dijo con tono amable, mientras sacaba la tarjeta de crédito y se la entregaba—. Pero yo también he tomado una decisión y voy a llevarla a cabo. Voy a comprar algo para la casa.


Paula asintió. Si él podía transigir, algo que siempre había dudado que pudiera hacer, ella también podría.



****


El sábado pasó en un suspiro.


De vuelta de Newmarket, el centro de compras de Auckland, Pedro tenía que admitir que se lo había pasado bien eligiendo junto a Paula una alfombra para el salón, unos floreros con brillantes estampados y comprando una gran mesa de roble, similar a la que tenían sus padres en la cocina. En aquella mesa había aprendido recetas de su madre, había hecho los deberes junto a sus hermanas y había visto a su padre leer el periódico por las noches.


Al llegar a casa, comprobó los alrededores antes de que Paula se bajara del coche y entrara. Se dirigió al salón, donde se quitó los zapatos y se sentó en el sofá con las manos llenas de paquetes.


—Los pies me están matando —dijo riendo, al ver que Pedro hacía aspavientos, exagerando el peso de las bolsas que llevaba.


—Las mujeres no sabéis parar de comprar —dijo él haciendo una mueca—. ¿Quieres que te traiga algo para beber?


—Sí, algo frío, por favor.


—Tus deseos son mis órdenes.


Ella echó la cabeza hacia atrás y rió.


—Así me gusta.



***

Por un momento, se quedó sin habla llevado por su energía y vitalidad. Le gustaba oírla reír. Tras unos instantes, salió de su ensimismamiento y se dirigió a la cocina.


Al volver, le entregó un vaso grande lleno de un líquido color verdoso.


—Prueba esto.


Se sentó junto a ella, con su muslo rozando el de ella y una agradable y reconfortante sensación lo invadió al sentir la calidez de su cuerpo. Sin reparar en sus actos, tomó su mano y la rodeó con la suya.


—Está muy bueno —dijo ella después de dar un largo trago a la bebida—. Háblame de Lucia. ¿Cómo os conocisteis?


Estaba tan relajado, que se estremeció ante aquella inesperada pregunta.


—En una fiesta de la embajada. Yo me encargaba de la seguridad y ella estaba allí con una amiga. Era italiana y eso nos unió. Le pedí una cita y ella aceptó. Cuando descubrí quién era, ya fue demasiado tarde.


Se detuvo recordando la discusión que tuvo con Lucia cuando descubrió que era miembro de la poderosa familia de los Ravaldi. Herido en su orgullo, había intentado cortar la relación, pero ella se resistió, diciendo que estaban enamorados y que debían casarse. La preciosa y temperamental Lucia, a la que había amado con locura.


—Nos casamos a las seis semanas de conocernos. Su familia vino hasta aquí para la boda. Pero... —se detuvo y dirigió una extraña mirada a Paula—, ya sabes que soy un hombre muy orgulloso. Estaba decidido a seguir viviendo en Nueva Zelanda y continuar trabajando. Mi esposa no iba a mantenerme. A veces mi carácter sacaba de quicio a Lucia.


Al final, se comprometieron. Ella usó su dinero para comprar ropa y otros caprichos femeninos, pero vivieron en un apartamento que él alquiló y que pagaba con su sueldo.


—Así que ya estabas casado cuando empezaste a trabajar con mi padre. Debíais de ser muy jóvenes los dos.


—Tenía veintiún años cuando conocí a Lucia. Ella tenía ocho años más. Yo estaba encantado de que aquella mujer tan sofisticada me encontrara atractivo —dijo sonriendo con tristeza al recordar lo halagado que se había sentido.


La expresión del rostro de Paula era indescifrable.


—No me sorprende que llamaras su atención —dijo ella con un brillo pícaro en los ojos y de repente, sus facciones se transformaron—. Aunque tan sólo fueras un chiquillo.


—¿Un chiquillo? —dijo Pedro tratando de mostrarse molesto, aunque le fue imposible al ver su mirada—. ¿Quién es el chiquillo? Era tan sólo uno o dos años más joven de lo que tú eres ahora —añadió sonriéndola.


Al ver que le devolvía la sonrisa, se sintió el hombre más feliz del mundo. Aquella muestra de afecto lo agradaba. 


Hacía mucho tiempo que no hablaba con nadie de Lucia. Era como si una enorme barrera se hubiera venido abajo.


Con su mano libre, Paula tomó la copa. Pedro observó cómo se movía su garganta al tragar el zumo y continuó bajando la vista por el escote hasta el primer botón de su vestido. Al sentir la tensión en aumento, se obligó a no apretar con tanta fuerza la fina mano de Paula.


Aquella tela resaltaba sus pechos...


Apartó la mirada. Era atractiva, agradable, considerada y divertida.


Dejó de reparar en sus virtudes y sencillamente admitió que le gustaba, que había pasado un buen día y que se había divertido como hacía años que no lo hacía.


Y eso le preocupó.


Porque todo aquello no tenía nada que ver con pasarlo bien. 


Se había puesto una meta que nunca conseguiría si continuaba sintiéndose culpable cada vez que Paula mostrara una sonrisa. Lo que tenía que hacer era vengarse.


Su padre se estaba muriendo. Pedro era el último Alfonso. 


Le había prometido a su padre junto a la cama del hospital que temía fuera su lecho de muerte, que viviría para verlo.


Paula Chaves iba a darle un bebé, un heredero del nombre Alfonso. No podía dejar que un sentimiento de traición hacia Lucia se interpusiera en su camino. La había amado y nunca se enamoraría de Paula Chaves. No había ninguna posibilidad de traicionar a Lucia. Aquello tenía que ver con la vida, con una nueva vida y no con un nuevo amor.


Si así era, ¿en qué momento se había vuelto todo tan complicado? ¿En el altar junto a Paula en aquella falsa ceremonia? ¿Al tomar su mano entre la suya y jurarle amor, respeto y fidelidad?


Estrechó su mano entre las suyas y ella entrelazó sus dedos.


Algo se agitó en su interior y pensó que debía de ser atracción sexual. No había por qué sentirse culpable por ello.


Era la vieja respuesta primitiva de un hombre hacia una atractiva mujer con la que sabía que iba a acostarse. Aquella fuerza provenía del hecho de que hiciera mucho tiempo desde que no tenía relaciones sexuales y no tenía nada que ver con sus sentimientos.


Nadie esperaba que viviera como un monje.


Podía hacerlo, debía hacerlo. A menos que estuviera dispuesto a defraudar a su padre