—¿Qué es esto? —preguntó a Pedro en la mañana del sábado siguiente.
Sintió un nudo en su estómago al recordar el contenido del último sobre que le había llegado.
—Tranquila —dijo tomándola de las manos.
Con curiosidad, tomó el sobre y sacó una carpeta con el membrete de un banco. Dentro había un puñado de billetes, una chequera, una tarjeta de crédito y algunos folletos publicitarios. Se quedó mirando el contenido como si se tratara de un nido de serpientes.
Se obligó a introducir la mano y sacó la tarjeta de crédito.
—Paula Alfonso —leyó y acarició el trozo de plástico, sintiendo que el corazón se le encogía al ver su nombre junto al apellido de Pedro—. No necesito todo esto —dijo levantando la mirada.
—¿Por qué no? Eres mi esposa —dijo él arqueando las cejas.
¿Acaso era dolor lo que reflejaban sus ojos? No, eso era imposible, se dijo Paula. Nada de lo que hiciera o dijera podría nunca molestar a Pedro Alfonso.
—Soy una esposa temporal, no una esposa de veras.
—Estamos casados.
—Pero no por las razones por las que deberíamos estarlo.
Le había dejado bien claro cuáles eran sus sentimientos hacia ella. Siempre se metía en la cama cuando ya dormía y se levantaba antes de que se despertara.
Paula se quedó pensativa.
—Y aunque lo estuviéramos, no creo que aceptara todo esto —concluyó.
—No te entiendo —dijo él.
—Pues deberías.
Él echó la cabeza hacia atrás como si hubiera recibido una bofetada.
—¿Qué demonios significa eso?
—Me dijiste que no quisiste el dinero de tu esposa cuando estaba viva, que quisiste conseguirlo por tus propios medios. Tenías tu orgullo —dijo poniéndose de pie—. Bien, pues yo también tengo mi orgullo. Necesito tener mi independencia. Mi padre siempre me ha dado lo que he querido, pero siempre he tenido que pagar un alto precio por ello.
Rápidamente, guardó la tarjeta, el dinero y los folletos en la carpeta y se la entregó.
—¿Y crees que yo haría lo mismo? ¿Que usaría el dinero para retenerte?
—¿Acaso no lo harías? —dijo ella arqueando una ceja.
—¡Nunca!
—Digamos que ya me has puesto suficientes ataduras.
Él se quedó en silencio mirando la carpeta. Tras unos segundos, levantó la mirada.
—Considéralo desde mi perspectiva. Estoy viviendo en tu casa. Te ocupas de comprar la comida y has hecho que Parsons se ocupara de encargar los muebles. No pago gasto alguno. Básicamente, soy un hombre mantenido. Y esto —dijo agitando la carpeta—, me hace sentir mejor.
¿Un hombre mantenido? A su orgullo, eso no debía de gustarle nada. Una sonrisa se dibujó en su rostro.
—Comprendo tu dilema. Te propongo una cosa. Tú te quedas con la chequera y el dinero y yo me quedo con la tarjeta. Cada mes la usaré hasta un límite determinado, como si fuera una renta, ¿de acuerdo? —propuso y dio una cifra.
Al ver que estaba a punto de rebatirle, Paula subió la cantidad a fin de satisfacer su orgullo masculino.
—Eres toda una cabezota, bajo esa apariencia tan dulce —dijo con tono amable, mientras sacaba la tarjeta de crédito y se la entregaba—. Pero yo también he tomado una decisión y voy a llevarla a cabo. Voy a comprar algo para la casa.
Paula asintió. Si él podía transigir, algo que siempre había dudado que pudiera hacer, ella también podría.
****
El sábado pasó en un suspiro.
De vuelta de Newmarket, el centro de compras de Auckland, Pedro tenía que admitir que se lo había pasado bien eligiendo junto a Paula una alfombra para el salón, unos floreros con brillantes estampados y comprando una gran mesa de roble, similar a la que tenían sus padres en la cocina. En aquella mesa había aprendido recetas de su madre, había hecho los deberes junto a sus hermanas y había visto a su padre leer el periódico por las noches.
Al llegar a casa, comprobó los alrededores antes de que Paula se bajara del coche y entrara. Se dirigió al salón, donde se quitó los zapatos y se sentó en el sofá con las manos llenas de paquetes.
—Los pies me están matando —dijo riendo, al ver que Pedro hacía aspavientos, exagerando el peso de las bolsas que llevaba.
—Las mujeres no sabéis parar de comprar —dijo él haciendo una mueca—. ¿Quieres que te traiga algo para beber?
—Sí, algo frío, por favor.
—Tus deseos son mis órdenes.
Ella echó la cabeza hacia atrás y rió.
—Así me gusta.
***
Por un momento, se quedó sin habla llevado por su energía y vitalidad. Le gustaba oírla reír. Tras unos instantes, salió de su ensimismamiento y se dirigió a la cocina.
Al volver, le entregó un vaso grande lleno de un líquido color verdoso.
—Prueba esto.
Se sentó junto a ella, con su muslo rozando el de ella y una agradable y reconfortante sensación lo invadió al sentir la calidez de su cuerpo. Sin reparar en sus actos, tomó su mano y la rodeó con la suya.
—Está muy bueno —dijo ella después de dar un largo trago a la bebida—. Háblame de Lucia. ¿Cómo os conocisteis?
Estaba tan relajado, que se estremeció ante aquella inesperada pregunta.
—En una fiesta de la embajada. Yo me encargaba de la seguridad y ella estaba allí con una amiga. Era italiana y eso nos unió. Le pedí una cita y ella aceptó. Cuando descubrí quién era, ya fue demasiado tarde.
Se detuvo recordando la discusión que tuvo con Lucia cuando descubrió que era miembro de la poderosa familia de los Ravaldi. Herido en su orgullo, había intentado cortar la relación, pero ella se resistió, diciendo que estaban enamorados y que debían casarse. La preciosa y temperamental Lucia, a la que había amado con locura.
—Nos casamos a las seis semanas de conocernos. Su familia vino hasta aquí para la boda. Pero... —se detuvo y dirigió una extraña mirada a Paula—, ya sabes que soy un hombre muy orgulloso. Estaba decidido a seguir viviendo en Nueva Zelanda y continuar trabajando. Mi esposa no iba a mantenerme. A veces mi carácter sacaba de quicio a Lucia.
Al final, se comprometieron. Ella usó su dinero para comprar ropa y otros caprichos femeninos, pero vivieron en un apartamento que él alquiló y que pagaba con su sueldo.
—Así que ya estabas casado cuando empezaste a trabajar con mi padre. Debíais de ser muy jóvenes los dos.
—Tenía veintiún años cuando conocí a Lucia. Ella tenía ocho años más. Yo estaba encantado de que aquella mujer tan sofisticada me encontrara atractivo —dijo sonriendo con tristeza al recordar lo halagado que se había sentido.
La expresión del rostro de Paula era indescifrable.
—No me sorprende que llamaras su atención —dijo ella con un brillo pícaro en los ojos y de repente, sus facciones se transformaron—. Aunque tan sólo fueras un chiquillo.
—¿Un chiquillo? —dijo Pedro tratando de mostrarse molesto, aunque le fue imposible al ver su mirada—. ¿Quién es el chiquillo? Era tan sólo uno o dos años más joven de lo que tú eres ahora —añadió sonriéndola.
Al ver que le devolvía la sonrisa, se sintió el hombre más feliz del mundo. Aquella muestra de afecto lo agradaba.
Hacía mucho tiempo que no hablaba con nadie de Lucia. Era como si una enorme barrera se hubiera venido abajo.
Con su mano libre, Paula tomó la copa. Pedro observó cómo se movía su garganta al tragar el zumo y continuó bajando la vista por el escote hasta el primer botón de su vestido. Al sentir la tensión en aumento, se obligó a no apretar con tanta fuerza la fina mano de Paula.
Aquella tela resaltaba sus pechos...
Apartó la mirada. Era atractiva, agradable, considerada y divertida.
Dejó de reparar en sus virtudes y sencillamente admitió que le gustaba, que había pasado un buen día y que se había divertido como hacía años que no lo hacía.
Y eso le preocupó.
Porque todo aquello no tenía nada que ver con pasarlo bien.
Se había puesto una meta que nunca conseguiría si continuaba sintiéndose culpable cada vez que Paula mostrara una sonrisa. Lo que tenía que hacer era vengarse.
Su padre se estaba muriendo. Pedro era el último Alfonso.
Le había prometido a su padre junto a la cama del hospital que temía fuera su lecho de muerte, que viviría para verlo.
Paula Chaves iba a darle un bebé, un heredero del nombre Alfonso. No podía dejar que un sentimiento de traición hacia Lucia se interpusiera en su camino. La había amado y nunca se enamoraría de Paula Chaves. No había ninguna posibilidad de traicionar a Lucia. Aquello tenía que ver con la vida, con una nueva vida y no con un nuevo amor.
Si así era, ¿en qué momento se había vuelto todo tan complicado? ¿En el altar junto a Paula en aquella falsa ceremonia? ¿Al tomar su mano entre la suya y jurarle amor, respeto y fidelidad?
Estrechó su mano entre las suyas y ella entrelazó sus dedos.
Algo se agitó en su interior y pensó que debía de ser atracción sexual. No había por qué sentirse culpable por ello.
Era la vieja respuesta primitiva de un hombre hacia una atractiva mujer con la que sabía que iba a acostarse. Aquella fuerza provenía del hecho de que hiciera mucho tiempo desde que no tenía relaciones sexuales y no tenía nada que ver con sus sentimientos.
Nadie esperaba que viviera como un monje.
Podía hacerlo, debía hacerlo. A menos que estuviera dispuesto a defraudar a su padre
Excelentes los 3 caps. Para mi que le va a costar vengarse a Pedro jajaja.
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