sábado, 21 de enero de 2017

UN SECRETO: CAPITULO 18





Hubo un momento incómodo cuando Pedro entró en el salón de exposiciones el lunes por la mañana. Miró a Paula a los ojos y ésta supo que no le había perdonado el que no hubiera vuelto a su cama. Se puso tensa y miró a la mujer que lo acompañaba, que vestía de forma desenfada y con alegres colores.


—Paula, conoces a mi prima, Danielle, ¿verdad? —preguntó él.


—No nos conocimos en el funeral, pero hemos hablado por teléfono —contestó Paula, saliendo del mostrador donde le había estado dando a Candy, una de las vendedoras, una serie de instrucciones. La dio la mano a la prima de Pedro—. Siento la pérdida que ha sufrido tu familia.


—Mi madre y yo lo echamos muchísimo de menos —contestó Dani con la tristeza reflejada en los ojos.


—Perdonadme, tengo que realizar un par de llamadas telefónicas —terció Pedro—. Utilizaré tu despacho, Paula.


—Desde luego —contestó ella, que desde lo que le había dicho él el viernes era consciente de que era el despacho de ambos. Entonces se centró en la prima de Pedro—. Siempre te he llamado Dani porque ése es el nombre que utilizas para tu negocio. ¿Prefieres que te llame Danielle?


—Para mi familia siempre seré Danielle, pero en Port Douglas todos me conocen como Dani. También saben que me visto así —contestó la chica, señalando su colorido vestido—. Después de salir de aquí voy a regresar directamente a Port Douglas, así que no le digas a mi madre que no he venido vestida con traje. Se sentiría avergonzada. Y me puedes llamar como quieras.


Paula rió ante la franqueza de Dani.


—A mi madre también hay cosas que le gustaría que yo hiciera. Como encontrar un buen hombre y casarme con él.


—A la mía también —concedió Danielle, sonriendo con complicidad. Entonces vio los folletos para la exposición—. Oh… ¿hay algún diseño mío?


—Mira tú misma —la invitó Paula—. Las imágenes de los diseños que mandaste han salido estupendamente.


Dani Hammond era como una ráfaga de aire fresco y Paula no pudo evitar sonreír al ver el entusiasmo de la chica al observar los folletos.


—¡Caramba! Esta piedra es impresionante. Imagínate pulirla —comentó Danielle con gran respeto—. Yo estaría muerta de miedo si tuviera que realizar la primera alteración.


—Increíble, ¿verdad? —dijo Paula—. Es la Estrella del desierto, la primera de las grandes piedras que llegaron de Janderra tras la apertura de la mina. Se expondrá como parte de la historia de Alfonso Diamonds, pero no está a la venta.


—Mi tío me la enseñó una vez cuando yo era pequeña. Me dijo que era perfecta.


—Está en la cámara acorazada. ¿Querrías volver a verla?


—¡Por favor! —exclamó Dani, levantando el maletín que su primo había llevado con él—. He traído conmigo algunas de mis joyas para la exposición. También las tendremos que guardar en la cámara acorazada.


Entonces ambas mujeres se dirigieron allí, pasando el salón de exposiciones. Paula abrió un cajón y sacó una caja. La abrió para mostrar la solitaria piedra preciosa que reposaba en terciopelo negro.


—Déjame ver… —dijo Dani, maravillada.


—Quizá no sea un diamante con color como lo son la mayor parte de las piedras que se obtienen en Janderra, pero la transparencia y la claridad que tiene son increíbles —afirmó Paula, acercándole la caja.


Dani la tomó delicadamente y tocó la piedra con veneración.


—Howard tenía razón: es impresionante. Y Aaron Lazar hizo un trabajo estupendo puliéndola. También pulió El corazón del interior, la piedra que mi abuelo les dio a la tía Úrsula y al tío Enrique tras el nacimiento de Dario. Enrique y él eran socios de negocios… así fue cómo mi tía Úrsula conoció y se casó con Enrique.


Pedro no habla de su madre —no pudo evitar decir Paula—. He oído que ella se suicidó cuando él era pequeño.


—Él tenía sólo tres años cuando ella murió —la informó Dani—. Mi madre dice que cuando Pedro era muy pequeño solía ponerse de pie al lado de la puerta del jardín y agarraba los barrotes; allí esperaba a que su madre regresara a casa. Una vez que comprendió que ella había muerto y que había ido al cielo, solía preguntarle al cartero si había alguna carta para él. Le dijo a mi madre que estaba seguro de que, aunque fuera desde el cielo, Úrsula se acordaría de mandarle una postal.


Paula sintió cómo le daba un vuelco el corazón al imaginarse lo solo que debía de haberse sentido Pedro de pequeño.


Entonces Dani miró a su alrededor de manera teatral y susurró:
—Todo es parte del escándalo familiar, el tipo de cosa del que nunca hablamos.


Paula captó la indirecta y retomó el asunto de los diamantes


—He oído hablar de El corazón del interior; pesaba más de cien quilates antes de que Enrique le mandara a Lazar cortarlo en cinco piedras para crear una gargantilla llamada…


—Alfonso Rose. Esas cinco piedras pulidas debían de haber sido impresionantes —comentó Dani—. No me extraña que mi tío Oliver, el hermano de mi madre, estuviera loco por la joya.


Paula no quiso interrumpir a Dani, aunque ella era una persona ajena a la familia. Enrique Alfonso se lo había dejado más que claro la última vez que lo había visto.


—Aquella joya no trajo más que mala suerte para nuestra familia —continuó Dani—. Robaron la gargantilla la noche que la madre de Pedro cumplía treinta años. Y las acusaciones no han parado desde entonces.


Paula había leído en los periódicos sobre aquel incidente ocurrido hacía tanto tiempo. Conociendo a Enrique, compartía la opinión de algunos de que él mismo había robado la joya para cobrar el seguro. Seguramente la compañía aseguradora también había pesando lo mismo, ya que nunca le pagaron una indemnización.


—La prensa expuso toda clase de teorías sobre quién robó la joya —comentó.


—Hicieron mucho daño a nuestra familia. Después de aquello, mi tío Oliver nunca quiso volver a ver a mi madre ni a mi tía Úrsula. Pero el tío Enrique siempre se portó muy bien con mi madre y conmigo. Fue como un padrino para mí.


Paula le dirigió a Dani una mirada de incredulidad.


—¿Es tan difícil de creer que Enrique tenía un lado amable? —preguntó la chica.


—Sinceramente, sí.


—Fue duro con Pedro y Karen. Quizá fuera distinto conmigo ya que no tenía las mismas expectativas, o tal vez cuando yo crecí él se había dulcificado un poco. Hizo mucho por mí. Incluso me prestó dinero, sin intereses, para que yo pudiera montar mi negocio. Si no hubiera sido por Enrique, todavía estaría de excursionismo por Asia y jamás habría tenido la oportunidad de perseguir mi sueño de crear mis propios diseños.


—Diseños que serán todo un éxito en la exposición —comentó Paula, decidiendo cambiar de asunto ya que jamás podría ser imparcial con respecto a Enrique.


—Espero que tengas razón, Paula —dijo Dani, nerviosa.


—La tengo, créeme. Dani Hammond va a ser el nombre que más se comentará en la ciudad.


—Hay cierta ironía en eso. Un evento de los Alfonso haciendo famosa a una Hammond —bromeó la muchacha. Pero entonces todo rastro de humor se borró de sus ojos—. Odio este estúpido enfrentamiento. En el funeral quise ir a saludar a Mateo Hammond. Después de todo, es mi primo. Pero parecía tan duro y enfadado que me resultó desleal a la memoria de Enrique y no fui capaz de hacerlo.


—Yo también lo odio —concedió Paula, sintiéndose invadida por la tristeza—. Tanta tensión… ¿por qué no puede simplemente terminar?


—Mi madre dice que el tío Oliver luchó contra su padre porque pensaba que El corazón del interior debía haber sido suyo. El abuelo se lo dio al tío Enrique y a la tía Úrsula cuando nació Dario. Para celebrarlo. Tras el secuestro del pequeño, el tío Oliver dijo que Enrique y Úrsula se merecían que se hubieran llevado a su niño. Ellos le habían robado lo que era suyo por derecho, así que el diamante había creado una maldición sobre ellos.


—Oí que Enrique acusó a Oliver de haber secuestrado a su hijo —dijo Paula.


—Pero no era verdad…


—Oliver Hammond robó Alfonso Rose del cuello de su hermana, mi madre —interrumpió Pedro, sobresaltando a Paula—. De tal palo tal astilla. Ahora Mateo Hammond está intentando robar las acciones Alfonso. ¿Qué otra cosa se podría esperar de un Hammond?


La vergüenza que sintió Paula por haber sido descubierta cotilleando se disipó cuando vio el dolor reflejado en los ojos de Dani.


—Pensaba que tenías que realizar algunas llamadas telefónicas, ¿no es así? —dijo, tratando de evitar que él continuara hablando.


—Soy el propietario de esta tienda, ¿recuerdas? —sentenció Pedro con una fría expresión.


—Yo debería marcharme ya. Tengo que tomar un avión —terció entonces Dani.


—No te marches por mí, prima.


—No me voy a quedar por aquí si estás de mal humor —dijo Dani.


—¡Lo siento! Siempre pienso en ti como uno de nosotros. La verdad es que me olvido de que tienes la desgracia de tener que soportar llamarte Hammond.


—Tú mismo llevas sangre Hammond en tus venas —contestó ella.


—Sigues siendo tan sincera como siempre. Siento pena por el hombre que trate de amansarte, calabaza.


Paula envidió la familiaridad que compartían ambos primos. 


Una vez Dani se hubo marchado, se dirigió a Pedro.


—Eso ha sido muy grosero.


—¿El qué? —quiso saber él—. ¿Llamar a Dani «calabaza»?


—Acusar a los Hammond de no ser más que un puñado de ladrones.


—Me refería a Oliver Hammond y a su hijo. Dani sabe que no me refiero a ella.


—¿Tú crees? —dijo Paula, frunciendo el ceño—. Tal vez piense que también la desprecias.


—Es mi prima, por el amor de Dios. Como ha dicho ella misma, mi madre era una Hammond, así que yo también soy mitad Hammond. Pero eso no cambia la certeza de que Oliver es un ladrón y un estafador.


—Él es tu tío y también tío de Dani. Pero Dani no es una Alfonso, aunque creciera entre vosotros. En su situación, yo me sentiría dividida en dos.


—¿Sí?


—¡Sí! Dani está entre dos fuegos. ¿Sabes que quiso saludar a Mateo en el funeral, pero que le preocupó ser infiel a la memoria de Enrique?


—Eso es digno de elogio. Dani siempre ha sido muy leal.


—¡Pero Enrique está muerto! —espetó Paula—. Mateo y ella están vivos. Él es su primo… y tuyo también. ¿No crees que es el momento de enterrar el hacha de guerra?


—¿En la cabeza de Mateo Hammond?


—¡Me rindo! No puedo hablar contigo. Eres la persona más testaruda que… —entonces Paula dejó de hablar. No tenía por qué ponerse de aquella manera.


Se dio la vuelta y volvió a colocar la Estrella del desierto en su caja.


—Gracias a Dios esto no tiene que ver conmigo, yo sólo trabajo aquí.


Pero ni eso iba a ser permanente. Una vez naciera el bebé…


—Mateo quiere destruir a los Alfonso —dijo Pedro detrás de ella—. Todo por lo que mi padre y yo… incluso Raul… trabajamos tan duro por conseguir está en peligro.


—¿Realmente crees que Mateo puede hacerle daño a Alfonso Diamonds? —preguntó Paula, dándose la vuelta hacia él.


—Sí, puede. Mateo quiere venganza… a cualquier precio.


—¿Crees que es porque…? —Paula no terminó de hacer la pregunta.


—¿Por qué mi padre le robó la esposa? —Pedro se encogió de hombros—. No lo sé. Y en realidad no me importa quién fuera la amante de mi padre. Pero no voy a permitir que Mateo destruya Alfonso Diamonds.






UN SECRETO: CAPITULO 17




Paula introdujo la tarjeta que controlaba el ascensor en el bloque de pisos donde vivía Pedro. Le resultó extraño entrar al ascensor que le llevó al ático en el que había vivido durante un año. Pero aquel día sería el último que regresaría a aquel lugar.


Cuando las puertas se abrieron salió al descansillo y se detuvo en seco.


En vez de la soledad que había esperado encontrar allí, vio que Pedro estaba sentado en el salón, vestido con unos pantalones vaqueros negros y un polo blanco. Estaba irresistible.


—Se suponía que ibas a estar jugando al golf —dijo ella de forma acusatoria, tratando de recuperarse de la impresión.


No comprendía cómo Pedro se había perdido su partido de golf, que era sagrado para él.


—Pensé que quizá fueras a venir esta mañana —contestó él—. No he ido al golf para poder ayudarte.


—Pero… —comenzó a decir Paula. No necesitaba su ayuda—. No tenías por qué haber hecho eso.


—Oh, pero lo he hecho —señaló él, levantándose—. Has vivido aquí durante un año, ¿Cómo iba a dejar que te marcharas como un ladrón en la noche?


A pesar de sus educadas palabras, los ojos de Pedro parecían turbulentos.


—Estaré bien, de verdad —afirmó ella, mirando su reloj—. Si te marchas ahora…


—Ya es muy tarde para que vaya a jugar.


—Pero podrías llegar a…


Agitando la mano, Pedro descartó el golf y a sus compañeros de juego.


—He enviado un sustituto; no me necesitan —afirmó.


—Ni yo tampoco —murmuró ella con rebeldía.


—No, creo que no —contestó él con cierto cinismo.


—¿Qué se supone que significa eso? —quiso saber Paula.


—Ahora tienes a Xander Safin para satisfacer tus… necesidades.


—Lo que has dicho es repugnante. Xander es un compañero de trabajo. Entre nosotros hay una relación laboral.


—¿Besas a todos tus compañeros?


Paula parpadeó y trató de comprender a lo que se refería él. 


¿Un beso?


Entonces recordó que se había despedido de Xander con un beso la noche en la que habían salido a cenar juntos.


—Deberías haberte acercado a saludar en vez de esconderte donde quiera que estuvieras. Fue un beso de despedida para Xander, que se ha convertido en amigo mío.


—¿Esperas que crea que no te marchaste con él? —dijo Pedro, examinando a Paula con la mirada.


—No me importa lo que creas; lo que te estoy diciendo es que me fui sola a casa —contestó ella—. Cielo santo, tienes muy mala opinión de mí. Primero me acusas de ser la amante de tu padre y ahora de ser la querida de Xander. ¡Decídete!


—Expuesto así, sí que suena un poco exagerado. Te creo cuando dices que Xander tan sólo es un compañero de trabajo.


—¡Vaya, gracias!


—No tienes que marcharte, Pau. Puedes regresar.


Paula lo miró fijamente, incapaz de creer lo que estaba oyendo. Antes siquiera de poder responder, él la abrazó. 


Pudo ver reflejada en sus ojos una primaria intensidad que reconoció.


—No digas nada, sólo piensa en esto —le ordenó él.


«Esto» fue un beso tan intenso y apasionado que provocó que ella gritara. Pedro aprovechó e introdujo la lengua en su boca; la saboreó como si fuera la cosa más dulce del mundo. 


Entonces gimió y la abrazó más estrechamente.


Paula fue consciente de su feminidad y de la fuerza de la erección de él presionando sobre su vientre.


—¡No! —espetó.


—¿No? —dijo Pedro, levantando la cabeza.


—No quiero esto. Quiero marcharme a mi casa.


—Ésta es tu casa, Paula.


Ella logró apartarse de él.


—¿Este lugar? ¿Mi casa? ¡Nunca! ¿Crees que un lujoso nidito de amor con sofás de cuero es lo que yo llamaría «mi casa»? —preguntó, pensando que aquél no era lugar para que un niño creciera—. Es como un museo… ni siquiera aceptaste que mi gato viviera aquí.


—Pues trae el maldito gato contigo, si eso es lo que necesitas para ser feliz.


—No es sobre Picasso.


—¿Entonces cuál es el problema? Dices que Xander no es la razón por la que te has marchado, ni tu gato tampoco. ¿Por qué te fuiste?


—¿Cómo puedes preguntarme eso cuando creías que yo era la amante de tu padre mientras vivía contigo? —quiso saber ella, respirando profundamente.


—Espera —ordenó él—. He estado pensando sobre eso —durante un instante, una leve vulnerabilidad se reflejó en sus ojos—. Me equivoqué y me disculpo por ello.


—¡Gracias! ¿Y se supone que eso debe hacerme feliz? —preguntó Paula, frustrada—. Me destrozaste la vida y una disculpa no va a arreglar las cosas. Tú y yo… no va a funcionar, Pedro.


—Espera —dijo él, desconcertado—. Juntos éramos felices.


Pedro había sido feliz. Ella habría hecho cualquier cosa para que fuera feliz.


—Nos regíamos por tus reglas.


—Te dije desde el principio que no quería casarme…


—No te estoy pidiendo que te cases conmigo —lo interrumpió ella antes de que Pedro pudiera decir algo más doloroso—. Creo que ni el matrimonio arreglaría ahora las cosas. Desde que me mudé a Sidney me he percatado de cuánto te pareces a tu padre.


—Tú sabías cuánto deseaba convertirme en presidente de Alfonso Diamonds, eras consciente de que quería tener más participación en la empresa —contestó él, frunciendo el ceño.


—¿Cuánto más necesitas? Está claro que ya tienes suficiente poder y riqueza como para mantenerte feliz durante el resto de tu vida… No importa, Pedro. Esto… nosotros… nunca iba a haber durado. Es mejor que termine ahora. ¿Vas a ayudarme a hacer las maletas o no?


—Estás cometiendo un error —le aseguró Pedro, esbozando una mueca.


Pero ella pensó que mayor error sería quedarse ya que él no quería un bebé ni una familia. No tenía otra opción que marcharse de su vida y más tarde, cuando se le comenzara a notar el embarazo, le diría la verdad acerca del bebé que él nunca quiso.


En ese momento ya sería demasiado tarde para que le exigiera que abortara.





UN SECRETO: CAPITULO 16




Paula se percató de que los días habían pasado muy rápido. 


Estaba muy ocupada y en la tienda no paraban de entrar clientes. Y a ello había que sumarle que estaba prestando su ayuda para la organización de la exposición de joyería. Cada noche regresaba a su apartamento completamente destrozada.


Cuando el viernes por la mañana entró en la tienda en espera de otro largo día laboral antes del fin de semana, le sorprendió encontrarse a Pedro en su despacho con una taza de café entre las manos. Parecía muy cómodo y relajado en sus dominios. Pero Paula se sintió acosada y levemente enferma al oler el café.


Al verla entrar, Pedro se levantó.


—No te molestes en levantarte —dijo ella, sentándose en la silla que había detrás del escritorio.


Paula acababa de tener una cita con su médico. Le había mencionado lo cansada que estaba y éste le había aumentado la dosis de hierro que debía tomar. Cuando el doctor Waite le había dicho que los mareos comenzarían a desaparecer ya que se encontraba en el segundo trimestre del embarazo, ella había sentido ganas de besar al hombre en gratitud. Pero también le había dicho que quizá pudiera estar un poco distraída durante el trimestre en el que entraba. Ella había querido gritar al recordar todo el trabajo que tenía por delante. No podía permitirse estar en tal estado.


Cuando Pedro se hubo sentado de nuevo, ella se centró en su ordenador.


—No recuerdo que tuviéramos una cita —dijo educadamente.


—No la teníamos —contestó él, dando un sorbo a su café y examinándola con sus ojos verdes—. Pero quería decirte antes de que te lo dijera otra persona que voy a trasladar aquí mi despacho durante las próximas semanas para preparar la exposición de joyas.


—¿Aquí? ¿Vas a trabajar aquí? —preguntó Paula, sintiendo cómo se le agarrotaba el corazón.


Pedro asintió con la cabeza.


—Piénsalo. Tiene mucho sentido.


—Pero Karen también está involucrada en el proyecto y trabaja desde las oficinas centrales —contestó Pau, preguntándose por qué demonios tenía que trasladar él su despacho.


—Karen sólo se encarga de la publicidad. Holly McLeod y un par de personas más que trabajan con ella tienen sus despachos en Pitt Street, así que no sería buena idea que mi hermana se trasladara aquí abajo —explicó él, dando otro
sorbo a su café—. Pero yo quiero estar donde se mueve todo, en el lugar donde se celebrará la exposición, donde se exponen nuestras joyas y donde estarán los clientes.


—¿Pero dónde te vas a sentar? —preguntó ella, que trató de mostrarse calmada aunque por dentro estaba horrorizada—. Querrás algún lugar tranquilo donde puedas trabajar. Aquí la mayor parte del espacio está tomado por el salón de exposiciones, un par de salas de citas, que están siendo muy utilizadas, los sótanos y los almacenes. No puedes utilizar la cantina de los empleados —añadió sin importarle si no parecía muy amable.


No quería tener a Pedro todo el día a su alrededor… como un recordatorio permanente de todo lo que había perdido. 


Sería demasiado doloroso.


Y aumentaba las posibilidades de que descubriera que estaba embarazada.


—Encontraré algún lugar —contestó él, encogiéndose de hombros—. Hay una pequeña sala de juntas aquí al lado que podría utilizar.


—Pero los enchufes están demasiado alejados de la mesa como para que puedas utilizar tu ordenador portátil —dijo ella, que sabía que Pedro nunca se acordaba de cargar la batería de su ordenador—. Y tampoco hay conexión telefónica.


—Puedo utilizar mi teléfono móvil —aseguró él, mirando de reojo—. Tú tienes suficientes enchufes aquí como para crear una central de energía. Siempre puedo compartir tu despacho si necesito utilizar mi portátil.


¡Oh, no!


—Estaré fuera de la ciudad durante un tiempo y tú pasas mucho tiempo en los almacenes. Hay mucho espacio para ambos.


Horrorizada, Paula se quedó mirándolo. Había estado comiendo en su despacho con la puerta cerrada y los pies en alto para que no se le hincharan los tobillos debido al calor. Y había estado haciendo pequeñas pausas durante el día cuando el cansancio se apoderaba de ella. Con Pedro tan cerca, éste no tardaría mucho tiempo en comenzar a hacer preguntas.


—Haz lo que quieras. Tú eres el jefe —dijo, apartando la vista de él y centrándose en su ordenador.


—Voy a necesitar tu ayuda, Pau.


—¿Con qué? —preguntó ella, sintiendo el corazón dolido al oír el diminutivo de su nombre.


—Con la exposición de joyas —contestó Pedro. Entonces vaciló y habló solemnemente a continuación—. Hay personas que están murmurando que debíamos haber cancelado la exposición debido al fallecimiento de mi padre. Creo que son rumores creados por la competición y la prensa ha estado encantada de difundirlos. Yo quiero que la exposición sea un tributo para mi padre, que sea la mejor que jamás se haya hecho.


—Desde luego que te ayudaré —contestó ella, que no podía negarse. Entonces recordó algo por lo que había querido telefonearlo—. Me gustaría ir a buscar el resto de mis cosas durante el fin de semana. ¿Mañana sería conveniente? —preguntó pensando que, como todavía tenía llaves del ático, podría ir en un momento en el que él estuviera jugando al golf como hacía todos los sábados.


Se creó un tenso silencio que sólo rompió ella.


—¿O quizá sería mejor la semana que viene?


—La semana que viene no, porque estaré en Janderra durante unos días y no te podré ayudar a hacer las maletas.


—Pero ¿qué pasa con la competición? —quiso saber ella, sorprendida.


La competición anual de diamantes de San Valentín se iba a celebrar la semana siguiente en Melbourne. La tensión se apoderó de ella. El año anterior había pasado el día fingiendo no conocer a Pedro y la noche volviéndose loca en sus brazos.


—Sería una pena perdérselo —dijo, mirándolo.


—Estoy demasiado ocupado para ir a Melbourne. Si quieres, puedes pasar mañana a buscar tus cosas —contestó él, levantándose.


Entonces se marchó, llevándose consigo su taza vacía. 


Paula se sintió como despojada de algo. Se puso la mano sobre la tripa. En la consulta del médico había oído el latido del corazón del bebé. Había sido muy ruidoso, pero el doctor le había explicado que parte del ruido era su propio corazón sonando al mismo tiempo. Pero había hecho que todo fuera tan real, tan emocionante…


Lo que había faltado había sido que Pedro hubiera estado a su lado para compartir la alegría