sábado, 24 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 37





Y septiembre los encontró en su nuevo piso, amueblado por Paula a toda velocidad y con su habitual buen gusto. Cada vez que Pedro regresaba a su casa después de uno de sus frecuentes viajes a Nueva York, miraba a su alrededor, satisfecho, y se decía que allí estaba su hogar. Sobre todo porque, en cuanto abría la puerta, una avalancha en forma de niña rubia de seis años saltaba sobre él como un mono titi mientras su madre, cuya belleza le cortaba el aliento cada vez que volvía a verla, permanecía contemplando la escena, sonriente, hasta que él alargaba el brazo que tenía libre, la estrechaba con fuerza contra sí y le daba un apasionado beso en los labios.


Hasta la Tata dejaba empantanado cualquier guiso que tuviera en ese momento en el fuego y corría a recibirlo. La mujer permanecía de pie en el vestíbulo, secándose en el delantal aquellas manos ásperas que jamás habían estado ociosas y lo observaba todo con una expresión ufana —convencida de alguna manera de que todo aquello era obra suya— en su rostro arrugado.


Tras el parón veraniego, a Paula le encargaban un nuevo proyecto día sí día no; tenía tanto trabajo que había tenido que contratar a una ayudante. Sol, por su parte, ya había empezado de nuevo las clases, así que Pedro y ella habían decidido que no le acompañarían a Nueva York hasta que a la niña le dieran vacaciones.


A Paula le sorprendía darse cuenta de hasta qué punto extrañaba a Pedro cuando se marchaba de viaje. Sola en la inmensa cama del dormitorio, daba vueltas sin parar, echando de menos su cuerpo firme y cálido contra el que le encantaba acurrucarse, hasta que conseguía dormirse por fin.


Las interminables conversaciones por Skype no eran lo mismo que verlo todos los días, sentir el tacto de aquellas manos cálidas, sus besos, la forma en que la acariciaba todo el tiempo con la mirada, las risas que compartían… y, algo asustada, comprendió aunque apenas se atrevió a confesárselo a sí misma que, sin darse cuenta, se estaba enamorando de aquel hombre amable que ahora era su marido.


Un hombre bueno. Un hombre de fiar.


Cuando su marido estaba en Madrid acudían a todo tipo de fiestas y reuniones sociales. Paula sentía la necesidad de pagarle de alguna manera todo lo que Pedro había hecho por ella. A pesar de lo bien que le iban ahora las cosas, era consciente de que jamás podría devolverle la cuantiosa suma que él había desembolsado para pagar sus deudas, así que se esforzaba por presentarle a todo aquel que pensaba que podría resultar un contacto útil para sus negocios.


Sus relaciones eran lo único de valor que ella podía ofrecerle. Pensaba que Pedro estaba también contento con el arreglo, así que se sorprendió mucho cuando un día le dijo:
—Paula, baby, ¿de verdad tenemos que salir también esta noche?


—¿Qué pasa, estás cansado? —preguntó, preocupada; Pedro acababa de volver el día anterior de Londres.


—Un poco. ¿Te importaría mucho que nos quedáramos en casa? Podemos cenar cualquier cosa y ver una película.


—¡Sí, hoy ponen Los increíbles!


La intervención de Sol los hizo intercambiar una mirada de diversión.


—Esta noche quería presentarte a los Carvajal; al parecer están pensando en invertir la inmensa fortuna que acaban de heredar y me dije que podría interesarte, pero si prefieres quedarte en casa, por mí encantada. La verdad es que la semana ha sido bastante agitada y yo también estoy agotada.


A Paula, la idea de ponerse el pijama y quedarse en casa, sin hacer nada, le resultaba más atrayente cada segundo que pasaba.


Al oírla, Pedro se frotó sus manazas, feliz.


—¡Perfecto! Entonces el plan es pedir una pizza y ver Los increíbles.


Sol soltó un alarido de alegría y fue corriendo a decírselo a la Tata, quien no dejó de refunfuñar durante un buen rato sobre la comida basura y las dudosas condiciones higiénicas de los lugares en los que se preparaba.


—¿Seguro que ver Los increíbles y comer pizza es lo que quieres? —preguntó, Paula, incierta.


—Segurísimo, baby. —Pedro le guiñó un ojo y dio una palmada sobre el almohadón del sofá donde estaba sentado—. Ven a sentarte conmigo.


Al llegar a casa se había quitado la chaqueta, la corbata y se había desabrochado los primeros botones de la camisa. En cuanto Paula posó los ojos en el comienzo de aquel pecho moreno, empezó a salivar como el perro de Pavlov, así que, muy obediente, corrió a sentarse a su lado; de inmediato, el brazo de Pedro ocupó su puesto habitual sobre sus hombros y ella se recostó junto a él con un suspiro de felicidad.


La televisión estaba encendida y acababa de empezar el telediario. De pronto, las imágenes del reportaje que comenzaba en ese momento la hicieron quedarse completamente rígida entre sus brazos.


—Antonio de Zúñiga, marqués de Aguilar y una de las figuras más relevantes de la alta sociedad española, está siendo investigado por tráfico de drogas y blanqueo de dinero —anunció el locutor, mientras en la pantalla se veía a Antonio de Zúñiga introducirse apresuradamente en un coche con los cristales tintados, en un vano intento por eludir a los numerosos periodistas y fotógrafos apostados frente al portal de su casa—. La policía ha recibido de manera anónima una considerable cantidad de documentos que, al parecer, implicarían al marqués de Aguilar en una serie de hechos delictivos. Antonio de Zúñiga, grande de España, quien durante los últimos años ha sido consejero delegado de algunas de las empresas más importantes del país, lo ha negado en un comunicado oficial hecho a través de un conocido bufete de abogados; sin embargo, la investigación sigue su curso.


El locutor cambió de asunto y empezó a hablar de las revueltas que se sucedían en un pequeño país de la península arábiga, pero Paula ya no le escuchaba. Se había vuelto hacia su marido y tenía los ojos clavados en él.


—¿Esto lo has hecho tú?


—¿Yo?


La miró con semblante inocente, pero ella sacudió la cabeza y le devolvió la mirada muy seria.


Pedro, no lo niegues, por favor. No sé por qué, pero estoy segura de que has sido tú. ¿Es así?


El impenitente grandullón se rascó la nariz, en un intento de ganar tiempo.


—Bueno… —empezó a decir; sin embargo, ella lo interrumpió con rudeza y empezó a lamentarse en un tono urgente y asustado.


—¡Oh, Dios mío, Pedro! ¡Antonio es un hombre muy peligroso, si averigua que has tenido algo que ver en todo esto no dudará en ir a por ti!


Los iris color caramelo reflejaban a la perfección el temor que sentía y, al verlo, Pedro colocó sus grandes manos a ambos lados de su rostro, clavó sus pupilas en las suyas y afirmó con consoladora ternura:
—No te preocupes, Paula, baby, no pasará nada.


Incapaz de resistir la visión de aquellos labios sensuales y temblorosos, se inclinó sobre ella y la besó con tal ardor que, durante unos segundos, todas las preocupaciones se borraron de la mente de Paula; pero, unos segundos más tarde, consiguió reunir su debilitada fuerza de voluntad y apoyó las palmas de las manos sobre su pecho en un vano intento de apartarlo de ella. Al notar sus infructuosos esfuerzos por liberarse, su marido apartó la boca de sus labios muy despacio, con evidente reluctancia.


—De pronto se me han quitado las ganas de ver una peli y de comer pizza —declaró con una mirada tan insinuante que, a pesar de que ya llevaban casi tres meses casados, Paula notó una incómoda afluencia de sangre en las mejillas.


—No trates de distraerme, Pedro Alfonso. Tenemos que hablar. —Declaró con firmeza, aunque estaba sin aliento.


Su marido lanzó un suspiro, resignado.


—Ya me habían avisado de esa parte del matrimonio, pero no pensé que llegaría tan pronto — comentó con desaliento.


—¿Qué parte? —Después de la intensidad de aquel beso, Paula aún no había recuperado sus facultades por completo.


—La parte de «Tenemos que hablar».


Ella se mordió el labio para reprimir una sonrisa y replicó con severidad:
—Quiero que me lo cuentes todo. Sin trucos.


Al notar su tono decidido, Pedro se rindió y decidió colaborar. Agarró una de las manos femeninas y, sin dejar de acariciar la delicada piel de la cara interna de su muñeca, comenzó:
—¿Conoces a Mario Di Lucca?


Ella lo miró con estupor:
—¿El mafioso americano que sale al menos un par de veces al mes en las noticias y al que nunca han conseguido meter en la cárcel?


—El mismo.


—¡Ay, Pedro, ¿qué has hecho?! —Abrió mucho los ojos y se llevó las manos a las mejillas, horrorizada.


—No te asustes baby. Verás, Mario y yo crecimos en el mismo barrio. Fuimos grandes amigos hasta que la vida nos hizo tomar caminos separados, aunque, eso sí, los dos hemos tenido mucho éxito en nuestros respectivos negocios; cada uno a su manera, claro está. —En su boca se dibujó una atractiva sonrisa, llena de picardía—. Él se ha convertido en uno de los hombres más poderosos del hampa y yo soy dueño de una petrolera. A pesar de nuestras distintas visiones de la vida, no hemos perdido del todo el contacto y, de vez en cuando, él me pide algún favor… —La expresión de espanto que asomó a los iris dorados era de tal calibre que Pedro interrumpió su explicación en el acto para aclarar—: Por supuesto, todo perfectamente legal, te lo juro, baby. Verás, creo que soy la única persona en este mundo en la que Mario confía, así que, si yo necesito algo, a él también le gusta ayudarme.


De pronto, Paula cayó en la cuenta de que apenas conocía nada del pasado de su marido; tan solo lo que él mismo le había contado de su infancia feliz, pero llena de carencias en aquel barrio marginal de Chicago y de su juventud, bastante agitada. ¿Y si, al fin y al cabo, no era un hombre tan decente como ella pensaba? ¿Y si su fortuna procedía de turbios manejos? ¿Y si…?


Pedro pareció leer sus atribulados pensamientos porque lanzó una carcajada, la apretó aún más contra su costado y le dio un sonoro beso en la frente.


—Tienes que creerme, Paula. Jamás me he aprovechado de mi amistad con Mario para conseguir ni un solo contrato. Yo siempre he luchado por lo que quería sin recurrir a atajos ilegales; puedo ser implacable, pero no me gusta el juego sucio. Es cierto que el otro día le llamé para conseguir cierta información respecto a tu marqués, pero solo porque Mario Di Lucca tiene acceso directo a las fuentes que me interesan. Nada más.


Paula buceó en el interior de aquellos extraordinarios ojos azul brillante que la miraban con franqueza y se vio obligada a aceptar su palabra.


—Por supuesto que te creo, Pedro, pero eso no hace que me preocupe menos. Estoy segura de que Antonio también será capaz de sumar dos y dos, y me aterra que trate de hacerte daño.


Al ver la profunda preocupación reflejada en el adorable rostro de su mujer, Pedro esbozó una sonrisa tranquilizadora y respondió:
—No tienes nada que temer, mi amor, no permitiré que ese bastardo amenace de ningún modo a mi familia.


Al escuchar el matiz peligroso que vibraba en sus palabras, Paula se estremeció ligeramente, pero, una vez más, confió en su promesa; hacía tiempo que había descubierto que Pedro Alfonso era un hombre al que no se podía tomar a la ligera. En ese momento, llegó Sol recién bañada y con el pijama puesto y su presencia puso fin a aquella conversación.


—Dejadme un hueco —exigió y, sin dudarlo un segundo, se sentó entre medio de los dos y se recostó sobre el respaldo del sofá, satisfecha.


Una vez más, ella y Pedro cruzaron una mirada de diversión por encima de la rubia cabeza. A Paula le hubiera gustado detener el tiempo en ese momento y recrearse así en uno de aquellos raros instantes de absoluta felicidad que regala la existencia cuando menos te lo esperas.




TE QUIERO: CAPITULO 36





Tres días después estaban de nuevo en Madrid. Pedro había insistido en que se fueran todas con él al Palace mientras buscaban un piso que les gustase en Madrid, pero su mujer pensó que sería más sencillo quedarse en su casa hasta que hicieran la mudanza definitiva.


Pedro se adaptó al oscuro y minúsculo piso sin aspavientos. 


Paula se dijo que una de las cosas que más le agradaban de su nuevo marido era su sencillez; al contrario que mucha gente que ella conocía, no se daba aires por su éxito profesional y nada era demasiado poco para él. Además, a pesar de su tamaño, se había adaptado a su pequeña cama de maravilla y a Paula le encantaba dormirse todas las noches rodeada por esos fuertes brazos y despertar estrechamente abrazada a él.


Al ser agosto no tenía mucho trabajo, así que, acompañada por su hija, se dedicó a buscar piso con entusiasmo y no tardó mucho en encontrar uno amplio, luminoso y muy bien situado, que se adaptaba por completo a sus necesidades. 


Como de costumbre, Pedro dejó todas las decisiones respecto a la decoración en sus manos; sin embargo, procuraba volver pronto del trabajo y la acompañaba a ver muebles, telas y cuadros y, a pesar de las agobiantes temperaturas, disfrutaron tanto como durante aquellos días en Nueva York.


Los fines de semana les gustaba relajarse en alguna de las pintorescas casas rurales que había en los alrededores de la capital, donde Sol disfrutaba con la Tata en la piscina mientras ellos se dedicaban a recuperar el tiempo que permanecían separados durante el resto de la semana.


Una de las primeras tardes que pasaban en Madrid tras su luna de miel, Candela se dejó caer por su antiguo piso.


—Te veo radiante —fue su saludo nada más verla.


Y era cierto. Paula estaba morena como una india auténtica, sus ojos brillaban con destellos dorados y una sonrisa de felicidad se había hecho fuerte en sus labios.


—La verdad es que no pensé que casarme con Pedro fuera a ser… fuera a ser… —Notó que se ponía roja como un tomate—. Vamos, que no pensé que sería tan interesante.


—Así que interesante, ¿eh?


La mirada de la pelirroja estaba cargada de malicia y a Paula se le escapó una risita tonta.


—Pues sí. Interesantísimo.


Su amiga se alegró por ella de corazón. Aunque desde que lo conoció Pedro le había parecido un buen hombre, se había sentido muy preocupada. Sospechaba que las cicatrices que Paula arrastraba tras su matrimonio con Álvaro eran mucho más profundas de lo que nunca le había confesado. Sabía de sobra lo sensible y leal que era su amiga y le había aterrado la posibilidad de que su nuevo matrimonio fuera también un fracaso.


Paula cambió de tema con brusquedad.


—¿Y qué me dices de ti?


—¿De mí? —La miró extrañada.


Su amiga se puso en jarras y de un soplido retiró un mechón de pelo oscuro que había resbalado sobre su frente.


—Sí, no disimules. Sé que algo ha pasado entre Lucas y tú.


—Ese… ese… —Los ojos de Candela brillaron, indignados, mientras se tiraba de los cortos mechones rojizos como si quisiera arrancárselos—. Además de todo, el Mataperros es un chismoso.


—Él no me ha contado nada. Lo adiviné. Cuando vino a dejar a Sol se le veía tan feliz… Imagínate a Lucas en plan parlanchín.


La pelirroja la miró con estupor.


—¿Parlanchín? ¿Feliz? —Sacudió la cabeza—. Entonces sería por otra cosa. Tuvimos una de las mayores discusiones que recuerdo y mira que nuestra relación no ha sido una balsa de aceite, precisamente.


Ahora fue el turno de Paula de mirarla sorprendida.


—¿Una discusión?


—Épica —precisó su amiga para que no hubiera dudas.


—Qué raro… y, ¿por qué fue la discusión? —Entonces fue Candela la que se puso del color de esa fruta tan común y las delicadas pecas esparcidas por el puente de su nariz, ligeramente respingona, resaltaron aún más—. ¡Caramba, Cande, creo que es la primera vez desde que te conozco que te pones colorada!


Un nuevo chorro de sangre inundó las, en general, pálidas mejillas de su amiga.


—Nada… Una… una tontería.


Sin la menor delicadeza, Paula la empujó sobre el sillón y se sentó a su lado con los ojos cargados de curiosidad.


—¡Cuéntame ahora mismo!


—Bueno, el muy… el muy… ¡Que va el tío y me da un beso en los morros el muy… el muy morreador!—El enojo hacía que le temblara la voz—. Eso sí, espero que la torta que se llevó a cambio le haya dejado la mejilla escocida al menos una semana.


—¡¿Te besó?! ¡¿Nuestro Lucas?! —Paula no daba crédito.


—¡Será tu Lucas! Ese… ese… ese acosador no es nada mío. Espero no tener que volver a verlo en una buena temporada —afirmó, furiosa.


Paula entrecerró los párpados y le lanzó una mirada astuta.


—Y… ¿te gustó?


Una nueva riada de sangre, seguida por un leve tartamudeo.


—Pues… pues… ¡por supuesto que no!


—Umm —se limitó a decir la otra, antes de añadir—: ¿Puedes contarme los detalles, por favor? Me muero de curiosidad.


Candela se encogió de hombros y respondió:
—No hay mucho que contar. Yo estaba con Marcos quien, todo hay que decirlo, se estaba poniendo un poco pesadito…


Paula asintió con cara de enterada.


—Ya me percaté de que había bebido más de la cuenta.


—Pues sí, pero nada que no hubiera podido controlar yo sola. Ya me conoces. —India asintió de nuevo; en más de una ocasión, había visto a su amiga deshacerse de algún moscón más insistente de lo habitual de un doloroso rodillazo en la ingle.


—Pero entonces llega él, con ese aire de durito perdonavidas, ya sabes, ¿no? —Candela se iba calentando más y más según hablaba—. Va y, sin decir una palabra, engancha a Marcos por el brazo y lo arrastra hasta su habitación. Luego me agarra a mí con cero delicadeza, me obliga a meterme en la mía, cierra la puerta a sus espaldas, se me queda mirando como si yo fuera una caca de perro que acabara de pisar en la calle y me suelta: «¿Alguna vez serás capaz de dejar escapar a un tío sin tratar de tirártelo?».


—¿Eso te dijo? —Paula abrió la boca, asombrada—. Creo que eres la única persona con la que Lucas se muestra así de maleducado. Está claro que sacas lo peor de él.


—Vaya, cuánto me alegra saberlo. Todavía tendré yo la culpa —replicó la pelirroja, sarcástica.


Su interlocutora alzó las manos en un gesto conciliador.


—Venga, no te enfades y sigue contando.


—Pues imagínate el cabreo que me cogí. Empecé a decirle de todo menos bonito y de repente… de repente…


Paula alzó las cejas, apremiante, animándola a continuar.


—¿De repente?


—Pues eso, que de repente se abalanza sobre mí como un neandertal peludo de esos y me da un morreo que ni te imaginas.


—La verdad es que no —Paula sacudió la cabeza—. ¿Te hizo daño? Es lo último que me esperaba de Lucas; siempre ha sido un hombre supertierno.


—¡Ja! ¡Supertierno, y un jamón! Un bestia, eso es lo que es. Un pedazo de animal, un salvaje, un… —Al parecer Candela se quedó sin apelativos, pues, de pronto, se quedó callada como si reviviera en su mente aquellos besos frenéticos y algo en su expresión le hizo saber a Paula que su amiga no estaba tan indignada como aparentaba.


—Vamos, que no te gustó —afirmó con los ojos clavados en ella.


—Pues… ¡pues claro que no!


—No me parece que lo digas muy convencida. —Las pupilas de Paula, muy atentas, no se perdían ni una de las fugaces emociones que pasaban por el expresivo rostro de la pelirroja.


Candela la miró con indignación.


—¿A ti te gustaría que un tío mucho más fuerte que tú te estrujara entre sus brazos y te besara hasta dejarte sin aire?


—Hombre, depende… —respondió con sinceridad, recordando algunos de los besos que le había dado su marido.


—La verdad es que me cogió por sorpresa, pero en cuanto me repuse —a Candela le vinieron a la cabeza aquellos largos minutos que había tardado en recuperar el juicio, pero sacudió aquel recuerdo inoportuno con un decidido movimiento de cabeza y continuó—, le aticé una bofetada de esas que hacen temblar hasta las muelas del juicio y me soltó.


—¿Y?


—¿Y qué? —De pronto, Candela parecía estar pensando en otra cosa.


Su amiga alzó los ojos al cielo, exasperada.


—Pues, hija, qué va a ser. Que cómo acabó la historia.


—Pues nada, él se marchó por fin de mi habitación y yo me acosté y me quedé dormida en el acto. Creo que yo también había bebido más de la cuenta. Sí, debió ser eso —murmuró para sí.


Su amiga no dijo nada; pero, por primera vez en años, aquello con lo que solo se había atrevido a soñar —que Lucas y Candela se dieran cuenta de una vez de lo que, en realidad, sentían el uno por el otro—, parecía más cercano.


En ese momento entró Sol, muy interesada en conocer la opinión de su madrina respecto al dibujo que acababa de hacer, así que Paula decidió que sería mejor dejarlo estar.