jueves, 22 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 31





—¿Estás nerviosa? —Pedro acompañó aquella pregunta con una ligera caricia en su brazo desnudo que le puso la carne de gallina.


—¿Nerviosa? ¡Qué va! —Dio un paso atrás, como si en vez de con el dorso de su dedo acabara de rozarla con una cerilla encendida.


Lo que necesitaba en ese momento era un trago de algo fuerte, se dijo, así que cogió el vaso que Pedro había dejado sobre una mesa y le dio un buen trago. El inesperado y desagradable sabor del agua con gas le recordó la conversación que acababa de mantener con Lucas y, por unos instantes, se olvidó de sus temores.


—¡Tú no bebes! —afirmó, acusadora.


—No sabía que eso era pecado. —Pedro la miró con reproche. Luego puso cara de mártir y añadió —: Pero si prefieres un borrachín en tu vida no tienes más que decirlo. ¡Pedro Alfonso siempre a tu servicio!


Al ver su elegante reverencia, los ojos dorados de Paula 
relucieron llenos de rencor y lo miró con cara de pocos amigos:
—Pensé que dejarías de reírte de mí cuando nos casáramos.


—Pero, Paula, baby, ¿quién se está riendo? —preguntó, indignado.


Sin embargo, en esa ocasión ella no estaba dispuesta a caer en su juego de distracción.


—Aquella noche… al día siguiente… al día siguiente fingiste que no… que no te acordabas de nada —balbuceó y dio gracias a los dioses de que a la suave luz de las antorchas que iluminaban el jardín el rubor de sus mejillas pasara desapercibido.


—¿Te refieres al baile exótico o al beso? —quiso saber Pedro con amable interés.


—Al bai… al beso… a los dos. ¡Me refiero a las dos cosas! —Él se rascó la nariz pensativo y, al verlo, Paula elevó los ojos al cielo con desesperación y gritó—: ¡Y no empieces con tus trucos de gigantón inocente! ¡Hace tiempo que ya no cuelan!


—¡Caramba, baby, solo estaba pensando! —replicó con expresión dolida y dio un buen trago a su bebida antes de continuar—. Verás, de pronto se me ocurrió que sería divertido fingir que estaba borracho. Tú parecías más que dispuesta a creerlo, así que pensé que te complacería pensar que tenías razón…


—¡Ja! —lo interrumpió, cada vez más indignada.


Pedro alzó las palmas de las manos en un gesto conciliador.


—Calma, déjame terminar. Cuando te hiciste pasar por bailarina exótica la tentación fue irresistible. Y, luego, aquel baile tan excitante, tu provocativo contoneo de caderas, esa entonación supersexy… —La expresión de Pedro se había tornado soñadora y, al escucharlo, Paula apretó los párpados con fuerza durante unos segundos, abochornada—. En ese momento supe que tenía que besarte.


Semejante afirmación le hizo abrir los ojos en el acto.


—¿Y por qué fingiste al día siguiente que no te acordabas de nada?


Pedro dio un aparatoso respingo ante su tono de fiscal agresivo.


—Paula, solo tuve que mirarte un segundo para saber que te sentías muy incómoda con la situación, así que me dije que estarías más a gusto si pensabas que no recordaba lo ocurrido.


—Anda que no te lo has debido pasar bien a mi costa… —Los labios femeninos se contrajeron en un cómico puchero.


Pedro alzó su barbilla con un dedo y, con una sonrisa cargada de ternura, afirmó:
—No quería asustarte, baby. Sabía que si lo hacía te alejarías de mí sin dudarlo. Sin embargo, no era consciente del enorme esfuerzo de contención que tendría que hacer durante las siguientes semanas para no repetirlo. —Aquellas palabras, pronunciadas en un tono ronco y acariciador, provocaron un destello de temor en los iris dorados; sin embargo, en vez de fingir que no pasaba nada y cambiar de tema como solía hacer, Pedro, cuyos ojos mostraban un brillo inquietante, se acercó aún más a ella y, con sus labios muy cerca de la boca femenina, musitó—: Pero ahora es distinto. Eres mi mujer; acabas de pronunciar tus votos frente a un sacerdote. Estás atada a mí ante Dios y ante los hombres, y te juro, Paula, que no permitiré que te escapes.


Y por si a Paula le quedaba alguna duda sobre la seriedad de sus palabras, rodeó su cintura con un brazo y con la otra mano la sujetó con firmeza de la mandíbula. Entonces agachó la cabeza y la besó con fiereza, sin que se le escapara la manera en que la mujer que acababa de convertirse en su esposa apenas unas horas antes temblaba entre sus brazos.


Inmovilizada contra aquel cuerpo inmenso mientras los labios masculinos devoraban los suyos con ansia, miles de pensamientos sin pies ni cabeza la asaltaron al mismo tiempo. Paula, igual que un espíritu que flotara sobre aquella pareja que se besaba con pasión, ajena por completo a su presencia, procesaba aquellos pensamientos y los descartaba uno detrás de otro. Como si aquello no fuera con ella, se preguntó si era miedo o lujuria lo que aceleraba su ritmo cardiaco hasta el borde del infarto; estudió con despegado interés la manera en que su aliento brotaba, entrecortado, de su boca; notó la piel de sus mejillas ligeramente irritada por el contacto con la áspera mandíbula
masculina, sus pechos tensos de deseo, el fuego que ardía entre sus muslos… Sintió que había perdido el contacto con el mundo real. En ese nuevo universo tan solo existían los labios ávidos y las grandes manos de aquel hombre que se había convertido en su esposo; unas manos que parecían estar en todas partes, cuyo calor atravesaba la delicada tela de su vestido dejando un reguero de poros erizados a su paso.


El ruido del cristal al golpear unas copas con otras hizo que Pedro lanzara un juramento de frustración. De mala gana, apartó su boca, consciente de repente de que se encontraban en mitad del jardín, y de que los camareros que habían servido la cena iban y venían a su alrededor recogiéndolo todo.


—Paula, baby. Será mejor que subas a nuestro dormitorio. Te dejaré unos minutos a solas para que te prepares. Luego… luego seguiremos justo donde hemos tenido que dejarlo. —Aquella promesa, pronunciada con una voz áspera de deseo, la hizo estremecer de nuevo y, muy nerviosa, se preguntó si sus rodillas serían capaces de sostenerla durante el trayecto hasta la habitación.


En silencio, se volvió para marcharse, pero, como si aún no estuviera listo para dejarla ir, Pedro la agarró del brazo y la atrajo de nuevo hacia sí y, sin que la presencia de los dos hombres que hacían rodar el tablero de la mesa a pocos metros pareciera importarle lo más mínimo, volvió a inclinarse sobre su boca para depositar un beso rápido que, sin embargo, llevaba implícita la intensa pasión que lo consumía.


—No tardaré —afirmó, dejándola marchar al fin.


Aturdida, Paula entró en la casa y obligó a sus piernas temblorosas a subir la escalera. Estaba a punto de abrir la puerta de su habitación de siempre cuando recordó que ahora era Sol la que dormía allí, así que, cada vez más nerviosa, volvió sobre sus pasos y entró en el dormitorio que había pertenecido a su padre. Allí seguían la enorme cama con dosel y las tapicerías floreadas que su madre eligió en su día; incluso la cajita enmarcada que contenía la mariposa disecada cuyas alas, de intenso color azul, eran del tono exacto de los ojos de Pedro ocupaba su sitio en la pared. Pedro, su nuevo marido, el mismo que dentro de poco estaría con ella en esa habitación, se recordó a sí misma, frenética, obligándose a hacer a un lado los recuerdos y a darse prisa.


Con dedos trémulos, cogió el delicado camisón que había comprado para la ocasión y que la Tata había dejado dispuesto encima de la cama y se encerró en el cuarto de baño. Cuando salió se sentó en el borde del colchón con la espalda muy erguida. Notó que sus manos temblaban de manera bien visible, así que entrelazó los dedos con fuerza y las apoyó sobre su regazo mientras esperaba con la mirada fija en la puerta la llegada del hombre que, en pocos minutos, acudiría a reclamar sus recién adquiridos derechos sobre ella.


Después de lo que se le antojó un lapso de tiempo interminable, la hoja de madera se abrió por fin Pedro entró en la habitación. Con un dedo sujetaba el chaqué que llevaba colgado del hombro, también se había desabotonado el chaleco y la corbata desanudada colgaba a ambos lados de su cuello, lo que le daba un irresistible aire de libertino novecentista.


Muy despacio, se acercó a ella y su mirada, que a la tenue luz de la lamparilla de noche había adquirido un tono añil brillante, la recorrió de arriba abajo de una manera que hasta Paula —a la que Candela siempre acusaba de vivir en una realidad paralela— supo, sin asomo de duda, que aquella noche se consumaría su matrimonio. Tragó saliva y le devolvió la mirada en silencio, con los ojos muy abiertos; de pronto, aquel casi desconocido que ahora era su marido, y que permanecía en silencio frente a ella sin dejar de observarla, le pareció más imponente que nunca y no pudo evitar que el temor que sentía asomara a su rostro, tan expresivo.


—No tengas miedo de mí, baby —Pedro rompió, al fin, el incómodo silencio.


Paula abrió la boca para negar que sintiera el más mínimo temor, pero ningún sonido salió de su garganta. Su marido arrojó el chaqué con descuido en una butaca cercana y repitió el gesto con la corbata y el elegante chaleco. Luego se sentó a junto a ella en la cama y empezó a desabrocharse con habilidad los botones de su inmaculada camisa blanca hasta dejar al descubierto aquel pecho bronceado que Paula ya había visto en otras ocasiones, pero que, una vez más, le cortó la respiración.


Pedro alargó las manos y con delicadeza le obligó a separar las suyas que, sin darse cuenta, apretaba en su regazo con tanta fuerza se le habían puesto los nudillos blancos. 


Entonces tomó su mano derecha y la colocó, bien abierta, sobre su corazón.


—¿Ves, Paula? No debes temerme; solo soy un hombre.


Paula sintió la piel cálida y el suave vello claro bajo las yemas de sus dedos, y también notó el ritmo, algo acelerado, con el que latía su corazón. En el acto, retiró la mano y, con la vista baja y las mejillas ardiendo, tartamudeó:
—Tengo… tengo que… que decirte algo.


—Confesiones de última hora, ¿eh? —preguntó, risueño, al tiempo que retiraba con uno de sus largos dedos un mechón de sedoso cabello oscuro que había resbalado sobre el rostro femenino y lo colocaba con suavidad detrás de su oreja.


Al sentir aquel ligero contacto, la respiración de Paula se volvió aún más trabajosa; sin embargo, se obligó a mantener el control y siguió adelante:
—Cuando oigas lo que tengo que decirte no te parecerá tan divertido —afirmó, agorera.


—Ponme a prueba —murmuró él, muy concentrado ahora en trazar con ese mismo dedo intrincados arabescos que iban desde la curva de su hombro desnudo hasta su muñeca, provocando una sucesión de pequeños escalofríos a su paso.


—Dices que te has casado conmigo porque querías una familia. —Pedro abrió la boca para decir algo, pero Paula colocó las puntas de los dedos sobre sus labios y se lo impidió—. Ahora no te queda más remedio que cargar con Sol, con la Tata y conmigo. Quiero… —Un chorreón de sangre inundó su rostro y su cuello, pero Paula siguió adelante con valentía—. Me gustaría ser una esposa perfecta, para devolverte al menos parte de lo que te debo…


Pedro la interrumpió con el ceño fruncido:
—No me debes nada, Paula. No quiero volver a oírte decir eso.


—Perdona, es solo… En fin, imagino que pensarás que después de haber estado casada durante más de tres años soy una mujer experimentada y… y esas cosas.


—Sobre todo esas cosas… —El tono masculino era de lo más sugerente.


—Sí, claro… —Paula se llevó las manos a las mejillas ardientes—. Bueno, me temo que tengo que… que desengañarte.


—Quieres decir… —Su marido hizo un gesto con la cabeza, invitándola a continuar.


Ella aspiró con fuerza y lo soltó de golpe:
—No soy muy buena en la cama.


Los ojos azules chisporrotearon de diversión antes de recuperar de nuevo la seriedad.


—Y eso, ¿quién lo ha dicho?


Aunque su orgullo se resintiera, Paula estaba decidida a empezar aquel matrimonio siendo lo más sincera posible, así que hizo un esfuerzo y continuó:
—Verás, los últimos tiempos con Álvaro no fueron fáciles. En realidad, el sexo nunca me ha interesado mucho, siempre he pensado que está sobrevalorado. No sé si entiendes lo que quiero decir… —Pedro la observaba, fascinado, y tardó unos segundos de más en asentir con la cabeza. Al ver su gesto, continuó más calmada—: No quiero decir que al principio de nuestro matrimonio no lo pasáramos bien ni nada de eso, la verdad es que era agradable; pero luego la cosa fue… fue a peor…


Se mordió el labio con nerviosismo, sin saber muy bien cómo continuar. Estaba tan concentrada en expresar con precisión lo que quería decirle que el tono acerado que utilizó Pedro al formular su siguiente pregunta la sobresaltó.


—¿Me estás diciendo que tu anterior marido te maltrató de alguna manera?


Paula alzó los ojos hacia él con rapidez y descubrió en su rostro la misma expresión letal de la noche de la fiesta.


—No, no —se apresuró a negar—. Álvaro nunca me pegó. Solo que, a veces, cuando quería acostarse conmigo, él no… él no…


De nuevo se llevó las manos a su rostro encendido, profundamente turbada.


—¿Tu marido tenía problemas de impotencia?


Ella asintió, incapaz de mirarlo a los ojos, y añadió:
—Al final siempre acababa enfadado conmigo.


Paula se dijo que la palabra «enfadado» se quedaba muy corta. Aún le parecía escuchar los gritos, los insultos y el estruendo de los objetos al romperse cuando su difunto marido los estrellaba, rabioso, contra la pared.


Hacía muchos meses que Paula había empezado a temer aquellas noches en las que él se le acercaba más cariñoso que de costumbre. Apenas empleaba unos minutos en unas someras caricias preliminares y, enseguida, se ponía «a ello», como él decía. Daba igual que Paula se estuviera muy quieta, procurando no distraerlo, o que, por el contrario, fingiera un entusiasmo desmedido; lo más habitual era que, tras pasar unos minutos gruñendo y afanándose encima de ella, no lograra penetrarla. Y, por supuesto, al final la culpa siempre era suya y la acusaba de ser una frígida que le cortaba el rollo, o una viciosa que a saber con quién más se acostaba.


Sacudió la cabeza en un vano intento de espantar aquellas desdichadas imágenes del pasado, antes de continuar:
—La cosa es que creo que estoy un pelín traumatizada. —Trató de esbozar una sonrisa, pero fracasó miserablemente.


Pedro, que durante su infancia y juventud había sido testigo de demasiadas situaciones de abuso y violencia en el barrio marginal en el que había crecido a las afueras de Chicago, adivinó mucho de lo que ella no le contaba. De repente, estaba furioso y tenía ganas de pegar a alguien; sin embargo, lo que hizo fue alzar a Paula sobre su regazo y estrecharla con fuerza contra su pecho.


—Tu difunto marido era un imbécil, baby. Me dan ganas de sacarlo del ataúd y volverlo a enviar ahí dentro de un puñetazo en la mandíbula. —Paula estaba muy a gusto con la mejilla apoyada contra aquel torso imponente, escuchando los firmes latidos de su corazón, mientras una de sus grandes manos se deslizaba arriba y abajo por su espalda desnuda en una consoladora caricia. Puede que, en esa ocasión, no se hubiera casado enamorada, pensó, pero la seguridad que le proporcionaba la cercanía de aquel gigante fijo que era una buena señal—. Hmm, veo que tengo ante mí una misión peliaguda. Nada más y nada menos que conseguir que la señorita Paula Chaves del Diego y Caballero de Alcántara vuelva a disfrutar del sexo.


Al oír aquellas palabras, Paula se revolvió incómoda contra él tratando de soltarse, pero su marido no se lo permitió y siguió con su monólogo como si no hubiera notado su malestar:
Pedro Alfonso —se dijo muy serio—, vas a tener que lucirte.


Y, sin más preámbulos, colocó un dedo bajo su mentón obligándola a alzar la barbilla y la besó.


Al principio, Paula permaneció completamente rígida entre sus brazos, pero al notar la inesperada suavidad de aquellos labios que se limitaban a rozar los suyos con la delicadeza de un pincel de cola de marta, enseguida volvió a relajarse contra su cuerpo. Pedro notó en el acto cómo los músculos femeninos se relajaban y aprovechó para aumentar la intensidad de su beso. Con una habilidad que hablaba a las claras de una larga experiencia, atormentó su labio inferior con ligeros mordiscos y dibujó el superior con la punta de su lengua, hasta que ella, perdida por completo en aquellas deliciosas caricias, entreabrió los labios y le permitió acceder al interior de su boca.


Su marido exploró a conciencia aquella caverna de aterciopelada humedad. Instintivamente, la lengua de Paula salió al encuentro del invasor dispuesta a rendirse sin ni siquiera presentar batalla y, cuando la boca masculina se apartó, no pudo evitar que de su garganta surgiera un gemido de protesta.


Pedro hundió su rostro en el hueco de su garganta y musitó:
—Tranquila… esto… es solo el principio, baby…


Su beso había provocado en Paula el inconfundible despertar del deseo sexual, pero aquel murmullo, grave y entrecortado, pronunciado contra la piel sensible de su cuello, hizo que ese deseo adquiriera una intensidad que nunca antes había experimentado. De pronto, todo su cuerpo parecía estar en llamas, y pequeñas explosiones de placer estallaban al paso de aquellos labios que se movían sobre su epidermis con una maestría sin igual.


Con mucha delicadeza, él la ayudó a tenderse en la cama y la apretó aún más contra sí, hasta que sus pezones, endurecidos por la pasión, se clavaron en aquel pecho granítico. La mano que hasta ese instante Paula había mantenido apoyada contra ese mismo pecho, como si no supiera muy bien si atraerlo hacia ella o empujarlo lejos, se enredó en los cortos cabellos de su nuca mientras la otra se colaba, curiosa, por debajo de la camisa para explorar los músculos firmes de su espalda.


Paula sentía que flotaba y una lágrima se deslizó, muy despacio, por la comisura de los párpados que mantenía firmemente cerrados.


Había pasado tanto tiempo…


Pedro recorrió con su lengua el rastro, húmedo y salado, de aquella lágrima solitaria.


—Mírame, baby —rogó con voz ronca.


Paula abrió los ojos al instante y descubrió el rostro de su nuevo marido a escasos centímetros del suyo. Los duros planos de sus rasgos estaban más marcados que nunca y la imprecisa luz de la lamparilla de noche no podía ocultar el brillo de deseo salvaje que ardía en su mirada. 


Su respiración brotaba agitada por entre sus labios entreabiertos, y ella se regocijó ante la evidencia de la impetuosa pasión que lo dominaba; por primera vez en años, volvió a sentirse deseable y sexy.


—Paula, baby, no permitiré que llores en nuestra primera noche juntos. Te juro que voy a hacer que te olvides de todo lo desagradable que ha habido en tu vida. Esta noche vas a descubrir que, con la persona adecuada, hacer el amor puede ser algo maravilloso.


Aquella declaración, hecha en un tono firme y ardiente a la vez, avivó la pasión de Paula hasta extremos insospechados. Entonces, enmarcó con las manos el rostro de aquel hombre que había entrado en su vida resuelto a quedarse y acarició sus pómulos con los pulgares. Con las pupilas clavadas en las suyas y, en un tono sensual que no recordaba haber usado jamás, suplicó:
—Sé que será así, Pedro. ¡Hazme olvidar!


—¡Te lo prometo, baby!


Pedro se inclinó de nuevo sobre ella y la tela de su provocativo camisón se fue batiendo en retirada ante el acoso de aquella boca insaciable que parecía dispuesta a saborear hasta el último centímetro de su piel.


Paula no fue consciente del momento exacto en el que le quitó el camisón. Ni siquiera era capaz de recordar si habían sido sus propios dedos los que le habían quitado la camisa y habían desabrochado el botón de su pantalón; tan solo era consciente de que, de pronto, estaban los dos desnudos y las manos de ambos muy ocupadas en un minucioso recorrido por el relieve de sus cuerpos. Con los dedos enredados una vez más en los cortos cabellos castaños, Paula exhaló un gemido de gozo y se arqueó, ansiosa, contra él mientras se preguntaba si alguien habría enloquecido alguna vez de puro placer o si sería ella la primera persona a la que le ocurriese.


Las manos y la boca de su marido no le daban respiro y, cuando pensó que ya no podría resistirlo más, Pedro se colocó sobre ella y, con un poderoso impulso, se introdujo en su interior hasta que se sintió colmada por completo. 


Entonces, él empezó a moverse despacio dentro de ella con embates firmes y profundos y, definitivamente, la arrastró a la locura.


Paula jamás había soñado un placer semejante.


No supo las veces que alcanzó el clímax, una, dos, tres… 


Las explosiones se sucedían al ritmo que él marcaba hasta que, de súbito, se quedó muy quieto, lanzó un grito ahogado y se descargó con fuerza en lo más recóndito de su ser. 


Paula lo apretó entre sus brazos con todas sus fuerzas, hasta que aquel cuerpo inmenso dejó de estremecerse. En el silencio que se hizo en la habitación tan solo se oía el ulular de una lechuza en el exterior y el sonido agitado de sus respiraciones mientras, agotados y sudorosos, permanecían estrechamente abrazados.


Pedro hizo amago de apartarse de ella, pero Paula no se lo permitió.


—Peso mucho, baby —susurró en su oreja.


—No me importa. ¡Oh, Pedro…! —Se detuvo, emocionada, incapaz de continuar.


—¿Sí, baby? —Depositó un beso cargado de ternura en su frente sudorosa.


—Me imagino que debes estar riéndote de mí una vez más —prosiguió, al fin.


—Sabes que yo nunca me río de ti. —Sus ojos chispearon, llenos de malicia—. Pero ¿por qué piensas que debería hacerlo esta vez?


—Por decir que pensaba que el sexo estaba sobrevalorado. Creo que nunca he estado tan contenta después de haberme tragado mis propias palabras. —Profundamente satisfecha, se estiró con un movimiento lento, cargado de voluptuosidad.


—Entonces, ¿te ha gustado?


—¿Tú qué crees, baby? —lo imitó en ese tono, sensual y provocativo, que Pedro acababa de descubrir que le volvía loco.


—Creo que eres maravillosa.


—No, Pedro, tú eres el maravilloso y muy… —bostezó sin poder evitarlo— muy…


Se le cerraban los párpados, pero él la sacudió un poco para que no se durmiera aún.


—¿Muy qué?


—Muy sexy —murmuró adormilada, antes de acomodar la cabeza contra su pecho y sumirse en un sueño profundo.


Al oír aquello, Pedro la estrechó con más fuerza entre sus brazos y sonrió contra los fragantes cabellos oscuros que le hacían cosquillas en la nariz, sintiéndose el hombre más feliz del universo.


Unos segundos más tarde, él también dormía.







TE QUIERO: CAPITULO 30





Paula entró en la pequeña y acogedora capilla apoyada en el brazo de Lucas. Estaba tan nerviosa que, si no hubiera sido por aquel brazo vigoroso estaba segura de que hubiera tropezado y se habría caído al suelo. Como en un sueño, escuchó el Lohengrin de Wagner interpretado por violines mientras recorría los pocos metros que la separaban del altar.


Apenas había pensado en qué consistiría la ceremonia. Al principio creyó que se limitarían a cumplir las formalidades legales en la fría sala de algún ayuntamiento y después, a pesar de que al llegar a la finca Pedro había mencionado la capilla, no le había dado más vueltas. Sin embargo, lo último que esperaba era ver el oratorio de la finca como lo había imaginado mil veces en sus sueños de niña.


Siempre había fantaseado con que se casaría en ese mismo lugar; que la capilla estaría adornada exactamente así, con una casi agobiante profusión de margaritas, sus flores preferidas; que la música de los violines lo inundaría todo; que el sacerdote esperaría su llegada subido sobre el único escalón del altar y, por un instante, se preguntó si no estaría soñando realmente. Pero, entonces, cayó en la cuenta de que el brazo en el que se apoyaba no era el de su adorado padre y de que el gigantesco hombre que la aguardaba, muy serio, frente al altar, con su elegante chaqué oscuro y el chaleco color arena clara, era muy real y no el impreciso príncipe azul de sus sueños.


Y al avanzar hacia él por el estrecho pasillo, ya solo fue consciente de aquellos impresionantes ojos azules clavados en ella con una intensidad hipnótica, y de la enorme mano que salía al encuentro de la suya, helada y temblorosa, y la envolvía en un cálido apretón.


Paula casi no se enteró de nada durante el resto de la ceremonia. Contestó a las preguntas del sacerdote como si estuviera en trance, apenas consciente de lo que hacía. El recuerdo de otra ceremonia con otro protagonista se abrió paso con la intensidad de un fogonazo en su cerebro; en aquella ocasión no había dejado de sonreír, feliz de saber que se casaba con el que pensaba que era el hombre de su vida. Esta vez, en cambio, sus labios temblaban, su voz surgía apenas audible de su garganta, y era presa de una agitación evidente.


Cuando terminó la ceremonia y empezaron las primeras notas de La llegada de la Reina de Saba de Haendel, Pedro puso las manos sobre sus hombros y, en un tono cargado de emoción, susurró:
—Sé que no es una costumbre española, pero en mi país, en este preciso momento, el sacerdote dice: «Puede besar a la novia».


Sin más explicaciones, inclinó la cabeza y depositó en sus labios un beso rebosante de ternura.


Paula cerró los ojos, desfallecida, pero no respondió a la caricia. Por fin, Pedro alzó la cabeza, fijó sus ojos penetrantes en su pálido rostro y, en silencio, rodeó su cintura con un brazo y la acompañó hacia la salida.


En el jardín, en el que apenas se había fijado cuando se dirigía hacia la capilla, había una sola mesa para los invitados vestida con un elegante mantel bordado que Paula reconoció en el acto como uno de los que su padre utilizaba en las grandes ocasiones, y la vajilla y la cristalería que habían pertenecido a una de sus bisabuelas. Paula se acercó a la mesa y recorrió con el pulgar el borde de uno de los platos de delicada porcelana de Meissen antes de volverse hacia su flamante esposo y preguntar, maravillada:


—¿Cómo has podido recuperar estas cosas? Hace años que las vendí.


Pedro se encogió de hombros y se rascó la nariz con una mano, perfecto en su papel de grandullón inocente.


—Creo que le cogí el gustillo a la caza de tesoros cuando estuvimos en Nueva York.


El grito de deleite de su hija Sol que corría, excitada, hacia la pérgola de hierro que cubría la mesa la hizo desviar su atención del americano y, estupefacta, reparó en las guirnaldas fabricadas con gominolas y nubes de fresa que decoraban toda la estructura.


Muda de asombro, miró a su amiga Candela —la única a la que, a la tierna edad de diez años, le había contado que el día de su boda decoraría el jardín con golosinas de todo tipo—, que le devolvió la mirada sonriente; sin embargo, hizo un gesto con la barbilla en dirección a su marido, así que Paula se volvió una vez más hacia él.


—¡Oh, Pedro! —fue lo único que logró pronunciar con la voz tomada.


—Tranquila, baby, que aún no han acabado las sorpresas. —Muy sonriente, le tendió una sencilla carpeta de cartón decorada con un enorme lazo rojo—. Es mi regalo de boda, ábrela.


Obediente, ella soltó el lazo y retiró las gomas que la mantenían cerrada. En el interior había un grueso fajo de documentos amarilleados por los años. Paula cogió la primera hoja y tuvo que leer varias veces antes de captar el significado de aquella anticuada caligrafía.


—Es… —La voz le salió como un graznido y se vio obligada a carraspear un par de veces—. Es el título de propiedad de la finca Dehesa del Molino. No entiendo…


Paula miró la carpeta y luego lo miró a él, confundida.


—Es tuya, baby.


Los labios de Paula temblaron y, sin poder contenerse un segundo más, dio un paso hacia adelante y rodeó la cintura de su marido con los brazos, apretó la mejilla contra su pecho y empezó a llorar con violentos sollozos.


Pedro la apretó a su vez contra sí, afligido, y le dijo:
—No llores, Paula, baby. Ni siquiera he empezado con los malos tratos todavía.


Una carcajada ahogada seguida de varios hipidos le indicó que, a pesar de su llanto desconsolado, Paula no había perdido del todo el sentido del humor.


—Es inútil, Pedro, nada de lo que digas podrá detenerla hasta que libere todo el líquido que lleva dentro. Paula siempre ha sido una llorona empedernida. Y dame las gracias, porque si no hubiera sido por mí tendrías que tirar tu elegante chaleco a la basura.


—Por una vez, tengo que darle la razón a la Mantis —intervino Lucas, impasible ante la mirada furiosa que le dirigió la pelirroja—. El llanto de Paula podría reverdecer el desierto de Tabernas.


La voz de Sol se sumó al coro.


—No puedes dejarle ver películas tristes, Pedro. La última vez que vimos Buscando a Nemo gastó un paquete entero de pañuelos.


—Muy bien, Sol, tomo nota —respondió, muy serio.


Por fin, Paula alzó la cabeza, miró a Pedro con los ojos brillantes y las mejillas empapadas y comentó con voz poco firme:
—Eres el hombre más bueno del mundo, Pedro, no sé cómo podré pagarte todo lo que estás haciendo por mí…


El americano colocó el dedo índice sobre su boca para silenciarla y declaró con firmeza:
—No hay nada que pagar ni que agradecer, Paula. Tú, Sol y la Tata sois el mejor regalo que nadie pudiera desear.


Al escuchar la convicción que latía en aquella voz profunda, por primera vez en su vida, Candela sintió envidia de su amiga que, en ese instante, dirigía una sonrisa cargada de dulzura a su ya marido.


En ese momento, alguien posó las manos sobre sus hombros como si hubiera adivinado aquel repentino malestar y, sin pensar, se recostó durante unos segundos contra aquel pecho que se le ofrecía, consolador. Inspiró el ligero aroma masculino —una mezcla de aftershave, desodorante y hombre muy agradable— y, de pronto, notó que se le subía a la cabeza. Alarmada, volvió la cabeza y sus ojos chocaron con las pupilas ardientes y oscuras de Lucas a pocos centímetros de las suyas. Se apartó de él en el acto, con la respiración agitada, y observó la forma en que aquellos labios delgados se fruncían en una mueca burlona. Por una vez, no se le ocurrió una frase ingeniosa o sarcástica para sacudirse aquella extraña inquietud que se había apoderado de ella, así que, cuando al fin logró apartar la mirada de aquellos ojos abrasadores, se dio media vuelta, se acercó hacia donde estaba Marcos, que en ese momento le pedía otra copa al camarero, y se puso a coquetear con él descaradamente.


Lucas permaneció donde estaba sin dejar de observarla con aquella misma mueca, ahora teñida de una ligera amargura, en sus labios, hasta que la voz de Paula le arrancó de sus pensamientos.


—Hoy Cande está guapísima —afirmó siguiendo la dirección de su mirada.


A Paula no se le había escapado la forma en que el amigo de Pedro apretaba a la pelirroja contra su cuerpo mientras bailaban. A su lado, Pedro y Sol estaban inmersos en una enrevesada coreografía y su hija reía a carcajadas mientras él la hacía girar sobre sí misma una y otra vez. Ver a su recién estrenado marido bailando con su hija le provocó una sensación rara en el estómago. Saltaba a la vista que ambos estaban pasando un buen rato; con sus rubios cabellos revueltos y las mejillas encendidas, la niña era el vivo retrato de la felicidad y Pedro, con la corbata un poco torcida y muy
despeinado también, resultaba de lo más seductor.


Su amigo se encogió de hombros y respondió lacónico:
—Reconozco que la Mantis siempre está guapa.


Las palabras de Lucas, pronunciadas con ese tono rasposo que le era característico, hicieron que se volviera a mirarlo, sorprendida:
—Creo que es la primera vez que admites que Cande te parece guapa.


—¿Tú crees? —se limitó a preguntar, displicente.


—Hasta ahora, siempre que hablas de Cande solo te he escuchado calificativos del tipo: araña patas largas, ojos de canica, puercoespín y zanahoria putrefacta.


—Zanahoria putrefacta… —Lucas sacudió la cabeza con añoranza—. Ya no me acordaba de ese mote.


Paula se sintió mal por habérselo recordado; todavía le parecía ver las lágrimas de rabia deslizándose por las mejillas de su amiga cada vez que él la llamaba así.


—Bueno, espero que no te dé por revivir viejos tiempos. A la pobre la tenías martirizada.


—¿Tú crees? —repitió.


A pesar de su aparente indiferencia, Paula notó la curiosidad latente en aquella pregunta y decidió que ya era hora de pegarle un empujoncito a su amigo en la buena dirección.


—Sabes bien que le hiciste la vida imposible. Creo que has sido el hombre que más la ha hecho llorar. Si te soy sincera, no recuerdo que jamás haya vertido una sola lágrima por ninguno de los novios que se echa, y eso que algunos de ellos han sido auténticos idiotas. Ha gritado de rabia, ha
estrellado cosas contra el suelo… pero nunca la he visto llorar por ellos.


—Ya veo.


Exasperada, Paula supo que no conseguiría sacarle nada a aquel moreno inexpresivo que permanecía con los ojos clavados en la atractiva pareja que se dedicaba a poner en práctica complicados pasos de baile con entusiasmo; Lucas siempre había sido reservado hasta un punto casi enfermizo. 


Hizo una seña al camarero que en ese momento pasaba cerca de allí y cogió otra copa de la bandeja.


—He notado que no has parado de beber en toda la noche. ¿Estás intentando emborracharte?


Ahora fue Paula quien se encogió de hombros. Su amigo siempre había sido demasiado observador, lo cual resultaba una característica de lo más irritante.


—Solo trato de ponerme a la altura de mi querido esposo. He contado las copas que se ha bebido y, si no me equivoco, va por la quinta.


Lucas le lanzó una mirada calculadora por debajo de sus pesados párpados —siempre ligeramente entornados—, como si estuviera considerando si sería mejor hablar o permanecer callado, pero al fin comentó:
Pedro no bebe.


En el acto, Paula descartó aquel comentario con un gesto de la mano.


—¡No, ni nada! No puedes imaginarte la cogorza que llevaba la última noche que pasamos en Nueva York. A la mañana siguiente no se acordaba de nada.


—Tu marido solo bebe alguna cerveza o una copa de vino de vez en cuando.


Lucas hablaba con tanta seguridad que, de pronto, a Paula le empezaron a entrar unas dudas espantosas.


—¿Y eso? —preguntó, al tiempo que señalaba el vaso, lleno de líquido transparente, hielos y una rodaja de limón, que su marido, que ahora charlaba animadamente con Candela y Marcos, se acababa de llevar a los labios.


—No sé qué será, pero te aseguro que no es vodka ni ginebra. Durante el safari que hicimos en África, Pedro me contó que se había emborrachado una vez cuando era adolescente y que, desde entonces, no había vuelto a probar el alcohol de alta graduación.


Paula recordó una conversación que había mantenido con él sobre aquel mismo tema y, de pronto, empezó a sudar.


—Tengo que comprobar una cosa —anunció y, sin más, se alejó a toda velocidad en dirección al animado grupo.


En cuanto Pedro la vio, le pasó un brazo sobre los hombros y la estrechó contra su costado.


—Caramba, Paula, baby, acabamos de casarnos y no te he visto en toda la noche —protestó de buen humor.


Ella le dirigió su sonrisa más inocente.


—Hace calor, ¿verdad? Estoy seca, ¿te importa que beba de tu vaso?


—Está muy fuerte, Paula, no te gustará la mezcla. ¡Camarero! —detuvo al hombre que en ese momento pasaba por ahí con una bandeja—. ¿Qué quieres, baby?


—Tomaré agua —dijo con sequedad y, al notar las chispas revoltosas que centellearon en aquellos llamativos ojos azules, tuvo muy claro que el incorregible Pedro Alfonso tenía algo que ocultar.


Justo entonces la Tata hizo su aparición y dijo que ya era hora de que Sol se fuera a la cama. La niña, que en ese momento corría alrededor del cenador con varias guirnaldas de chuches colgando de su cuello, protestó indignada; sin embargo, no pudo resistirse a las fuerzas combinadas de la Tata y su madre, así que, después de despedirse de los amigos de esta y de Marcos, y de darle a Pedro un fuerte abrazo que este le devolvió con entusiasmo, se alejó en dirección a su cuarto de la mano de la mujer, sin dejar de parlotear.


El resto de los invitados no tardaron en anunciar que se marchaban también y, al oírlos, la inquietud se apoderó de Paula.


—¿Cómo que os vais? ¿A dónde?


—No queremos molestar a los tortolitos. —Su amiga le guiñó un ojo, maliciosa—. Tenemos reservadas habitaciones en una casa rural que no queda lejos del pueblo.


—Pero ¡qué tontería! —protestó Paula—. Aquí hay un montón de habitaciones libres y no molestaréis a nadie, ¿a que no, Pedro?


De pronto, la idea de que sus amigos se marcharan y la dejaran a solas con su nuevo marido le resultaba insoportable.


—Por supuesto que no —respondió él, con semblante impasible.


—No insistas, Paula. Ya está todo organizado. —Candela se abalanzó sobre ella y le dio un fuerte abrazo, al tiempo que susurraba en su oído—: Tranquila. Sé que Pedro te hará feliz.


—¿Y cómo lo sabes? ¿De pronto tienes el don de la presciencia? —replicó Paula en voz baja y atropellada.


—¿De qué? —Candela frunció la nariz, perpleja.


—Que si adivinas el futuro —aclaró, con enojo.


—Calma, Pau, no te enfades conmigo. Y no, no es que, de repente, haya recibido unos superpoderes de las hadas buenas, pero no hay más que ver cómo te mira Pedro y lo bueno que está. Esa combinación no hay quien la resista, te lo digo yo.


En ese momento, Lucas apartó a Candela a un lado sin mucha delicadeza.


—Será mejor que corte la despedida. Sabiendo lo que le gusta hablar a la Mantis, podemos estar aquí hasta el amanecer.


Sin hacer caso del bufido furibundo de la pelirroja, Lucas estrechó a su vez a Paula entre sus brazos y le dijo en un tono que solo ella pudo escuchar:
—No tengas miedo. Pedro es un buen hombre.


«¡Otro igual!», se dijo, fastidiada.


De pronto, no entendía por qué a todo el mundo —en vez de acusarla a voz en grito de ser una mercenaria sin escrúpulos— le parecía fenomenal aquel matrimonio. Sin decir nada, le devolvió el abrazo con fuerza y cuando su amigo se apartó se sintió tremendamente sola. Después de decirle adiós a un sonriente —y un poco bebido— Marcos, los tres se subieron al coche. Paula quiso gritarles que no se fueran y la dejaran sola; sin embargo, apretó los labios con fuerza hasta que los
faros traseros del vehículo se perdieron por fin en la noche.