domingo, 27 de noviembre de 2016

CONQUISTAR TU CORAZON: CAPITULO 10




Paula recogió el bolso que tenía sobre el escritorio y se disponía a salir de su despacho cuando la secretaria asomó la cabeza por la puerta.


—La persona que esperaba a la una ya está aquí, señorita Chaves.


Paula miró el reloj y frunció el ceño.


—Ha llegado muy temprano.


—He intentado decírselo, pero parece impaciente.


Paula trató de disimular la decepción que sentía por no poder irse a casa un momento para ver a su hija. Además, ir a casa significaba ver a Pedro. A Pedro sentado en el sofá con Juliana dormida entre los brazos. Pedro en su cocina preparando un plato delicioso.


—De acuerdo, hazlo pasar, Laura —metió el bolso en el cajón y se colocó detrás del escritorio.


Su sonrisa de bienvenida se desvaneció cuando Pedro entró en el despacho con Juliana en brazos.


—¿Qué estás haciendo aquí? —se acercó a él y le quitó a la niña de los brazos—. Hola, bonita —murmuró, y la niña le dio un abrazo.


—Hay que reconocer que a las mujeres os queda bien el traje —comentó Pedro mirándola de arriba abajo. Ella lo miró a los ojos y, de pronto, se sintió preciosa—. Tienes las piernas más sexys de este hemisferio.


Ella sonrió.


—¿Y quién las tiene en el hemisferio sur?


—No lo sé, ni me importa. ¿Qué te parece si te tomas un descanso conmigo?


—Tengo un cliente que debe de estar esperándome en el recibidor.


—El de la cita soy yo —Paula parpadeó asombrada—. Le pedí a Laura que me hiciera una cita, confiando en que vendrías a comer con nosotros.


Pedro, no puedes robar mi tiempo a los clientes que me necesitan.


—He abierto una cuenta para Juliana. Así que ahora también soy cliente.


—¿Por qué has hecho eso?


—Para crear un fondo para cuando vaya a la universidad.


—Soy bancaria, Pedro. Ya he creado uno. Es más, antes de que naciera.


—Ahh, pero para entonces, la universidad será mucho más cara —dijo en voz baja—. Ayudé a crearla, Paula. Estoy aquí para compartir la responsabilidad —Paula no podía protestar. Era por su hija y quería lo mejor para ella—. ¿Qué has decidido? —Paula besó a su hija en la cabeza, y miró a Pedro. La idea de sentarse con él en un restaurante no le parecía muy atractiva—. Vamos —dijo él con una sonrisa conmovedora.


Paula se preguntaba si podría permanecer firme en su decisión, porque cuando estaba cerca de Pedro sentía una mezcla de rechazo ante lo que le apetecía y el peligro de que se le volviera a romper el corazón. Al ver que ella no contestaba, Pedro preguntó:
—¿Tienes miedo de estar a solas conmigo, Paula?


—Guía el camino, marinero —lo hacía porque así podía pasar más tiempo con Juliana, y si Pedro no hubiera estado allí, no habría tenido la oportunidad.


—Hmm, no lo dices muy convencida. Noto cierto temor en tu voz.


—Déjalo, Pedro.


«Ni loco», pensó él, y salió tras ella fijándose en su bonito trasero. Tuvo que contenerse para no meterla de nuevo en el despacho y averiguar de qué color era su ropa interior. 


Descartó la idea en cuanto todo el personal se acercó para ver al bebé.


Algunos miraban a Pedro con curiosidad, pero él permaneció en silencio mientras Paula mostraba a su hija. Pedro no tenía ni idea de qué era lo que ella había contado a esa gente, y no estaba dispuesto a dejarla en ridículo. Paula se acercó a Pedro, y no pareció importarle que él pusiera la mano en su espalda. Después de decirle a la secretaria que estaría fuera un par de horas, los tres se dirigieron a la puerta.


Una mujer les interceptó el paso y dijo:
—Tengo que decirle que tiene una familia maravillosa.


—Gracias —dijo Paula, y miró a su hija.


—Tiene los mismos ojos que su padre. Su marido y usted deben de sentirse muy orgullosos.


Paula estuvo a punto de decirle a esa mujer que Pedro no era su marido, pero lo pensó mejor.


—Lo estamos —intervino Pedro—. Muchas gracias.


Salieron del edificio y se dirigieron al coche. Durante el trayecto, Paula permaneció callada.


—¿Te molesta? —preguntó Pedro—. ¿Te ha molestado lo que dijo esa mujer?


—No, es un comentario lógico. Juliana se parece a ti.


—Puede que en los ojos y en el pelo, pero a mí me recuerda a ti.


—¿Yo también lloro para que me den de cenar?


Pedro se rió.


—Es cabezota, se contenta con lo que tiene y no quiere darse cuenta de lo que pasa ante sus ojos.


—Entonces, será que tengo seis meses y debo continuar explorando otras posibilidades.


—Mentirosa. Ni siquiera las tienes en cuenta. Pedro, ya hemos hablado de esto.


—Nunca pensé que terminaría suplicándole a una mujer que se casara conmigo, pero solo dame una buena razón por la que no quieres hacerlo.


—Te daré más de una. No tienes que casarte conmigo para ser padre… Eso está más que demostrado. No es necesario casarse solo para darle a la niña el nombre de su padre.


—Sí, lo es, sobre todo por la niña.


Ella lo miró y después se volvió para mirar a su hija, que estaba feliz comiéndose una galleta y llenando de migas el coche de Pedro.


—Necesito más razones que esa.


Pedro, esto no es un concurso de «¿hasta dónde puedes soportar?».


—Tú haces que sea así —dijo él, y aparcó junto a un parque. 


Salió del coche y se dirigió al maletero. Paula tomó a su hija en brazos y permaneció sentada hasta que él regresó. En menos de dos minutos había preparado un picnic bajo un árbol.


Paula se sentó en el suelo y puso a Juliana en la manta. Pedro sacó algunos juguetes, y después unas bebidas de la neverita. Le dio una a Paula, abrió una para él y bebió un trago largo.


—Estás enfadado.


—Sí, maldita sea. ¿Sabes?, nunca le había propuesto matrimonio a nadie. No es algo que haga a ciegas.


Parecía que estaba más dolido que enfadado, y Paula sintió que se le agrietaba una pizca el corazón. Merecía saberlo todo, así que le dijo:
—Ya he aceptado una propuesta de matrimonio con anterioridad, así que ahora tengo los ojos bien abiertos.


—¿Has estado comprometida? ¿Cuándo?


—Antes de conocerte. Una vez, fue unos meses antes.


Pedro trató de permanecer tranquilo, pero la imagen de Paula casándose con otro hombre hizo que se sintiera celoso y traicionado.


—¿Qué ocurrió?


Paula aceptó el sándwich que él le ofrecía.


—Amaba a Craig, pero él decidió que su secretaria era una elección mejor.


—¿Cuánto tiempo estuvisteis comprometidos?


—Lo suficiente como para que yo ya hubiera elegido la vajilla.


—Ese hombre era un imbécil.


—Sí, bueno, me alegró saber que su matrimonio con ella no duró mucho más que nuestro compromiso, pero dos años después cometí la misma estupidez.


—Enamorarse no es una estupidez.


—No, no lo es. Casarse con la persona equivocada por motivos equivocados sí lo es.


—¿Qué te hizo el segundo?


—¿No crees que podía haber sido mi culpa?


—No, no lo creo, Tú eres una mujer atractiva e inteligente, Paula.


Ella lo miró a los ojos y se preguntó si él habría regresado de no haber sido por la criatura que habían creado juntos. 


Siempre se había preguntado lo mismo, y era una buena razón para no casarse con él.


—Lo encontré en la cama con una rubia explosiva.


—Cretino.


—Dijo que yo siempre estaba tensa y que no cumplía con el programa. No sé qué quería decir. Era jugador de fútbol profesional.


A pesar de que Paula trataba de ocultar el dolor que sentía, Pedro pudo percibirlo en su tono de voz.


—Ya sabes. Animadoras, viajes, un ambiente perfecto para hacer de las suyas —dijo él.


—¿Y ese es un buen motivo para que me propusiera matrimonio y luego me traicionara?


—No, no lo es. Pero no era culpa tuya. El fallo estaba en él.


—Ninguno de los dos me amó lo suficiente como para serme fiel, Pedro. Ese es un error que no volveré a cometer.


Paula desenvolvió el sándwich con cuidado. Pedro la observó y tuvo que contenerse para no tomarla entre sus brazos y tratar de calmarle el dolor que sentía.


Al cabo de un instante, Paula suspiró y dio un mordisco al sándwich.


—Mmm, está buenísimo. ¿De qué es?


—Una receta que presentó Emeril en televisión.


—Te estás convirtiendo en algo que no reconozco —dijo Paula con una sonrisa.


—No he cambiado —dijo Pedro, y miró a la pequeña—. Bueno, quizá un poco.


—¿Cómo ha sido todo para ti? —le preguntó ella.


—He sentido miedo, alegría, orgullo y miedo.


—Has dicho miedo dos veces.


—Asusta el doble saber que soy el responsable de la felicidad de otra persona. Al menos hasta que cumpla los dieciocho años, y para entonces la tendré encerrada en una torre.


—¿En la que solo podrán entrar caballeros con armadura?


—Sí —dijo él—. A veces pienso en cómo será todo dentro de unos años, en qué pensará de mí.


—Sí, yo también —dijo Paula, y ambos acariciaron al bebé al mismo tiempo. Pedro agarró la mano de Paula en cuanto sus dedos se rozaron.


Ella lo miró a los ojos.


—Esos chicos eran idiotas. Y estoy seguro de que están arrepentidos.


—Lo dudo.


—Yo no soy como ellos, Paula.


—Oh, Pedro, lo sé —dijo ella, y retiró la mano—. Pero si tú y yo nos casamos, tendremos varias cosas en contra nuestra.


—Me estás ofendiendo. Yo nunca te haré daño.


—No me quieres. Esa es la clave, Pedro. Yo amaba a esos hombres y pasaba por alto sus fallos solo por estar con ellos. No me digas que el matrimonio hará que todo salga bien, como si fuera mágico. Sé por experiencia que no es así.


—Esos hombres no eran lo suficientemente buenos para ti, eran una mala elección.


—Y no voy a cometer el mismo error casándome solo por un nombre.


—Es más que un nombre —dijo Pedro.


Deseaba decirle que él era hijo ilegítimo y que necesitaba darle su nombre a su hija, pero sabía que así no haría cambiar de opinión a Paula. Era consciente de que ella trataba de proteger su corazón. De pronto, recordó la noche en que engendraron a su hija.


«No prometas nada que no puedas cumplir», le había dicho ella. «No puedo poner mis esperanzas en un hombre…».


La habían traicionado dos veces y ni siquiera confiaba en sus sentimientos. Para Pedro era muy duro saber que ella no se fiaba de que él no fuera a abandonarla, pero lo más difícil era tratar con una mujer que consideraba que no tenía cualidades como para merecer la fidelidad de un hombre.


Pedro deseaba vengarse de aquellos dos hombres por lo que le habían hecho a Paula. Pero ella estaba en lo cierto en un par de cosas. Él no la amaba. Era lo bastante sincero consigo mismo como para admitirlo. Pero lo que sentía por Paula era más que solo deseo, alimentado por el recuerdo de la noche en que hicieron el amor. Aunque Juliana no hubiera existido, él habría ido a buscarla. Lo habría hecho para comprobar que ella no lo había olvidado y que los sueños que lo habían atormentado no eran más que eso… sueños. Al ritmo que sucedían las cosas, ella no le iba a dejar oportunidad de comprobarlo.


Pero el bebé lo cambiaba todo, y Pedro no sabía qué hacer.


—¿Paula? —ella lo miró con los ojos llenos de lágrimas y él sintió que se le encogía el corazón—. Cariño, háblame.


—No puedo estropearte la vida por un simple nombre. Por favor, no me pidas que lo haga. Sé que sería lo mejor para Juliana, pero tú y yo tendríamos que vivir con ello.


Pedro se acercó a Paula un poco más.


—Siento que te hayan ido mal las cosas con esos chicos, pero no olvides que yo no soy como ellos —cuando Paula se disponía a hablar, él le cubrió los labios con el dedo—. Sss, no digas nada. Comprendo cómo te sientes. No significa que me guste, pero lo acepto. Por el momento.


Paula se sintió un poco aliviada al ver que él no abandonaba del todo. Pensó que era idiota por no desear al hombre perfecto cuando lo tenía delante. Pero no era cierto. El año anterior lo había echado muchísimo de menos y, sin embargo, una vez que lo tenía delante quería que desapareciera de su vida.


—Primero, podemos ser amigos. Sin ataduras.


Paula arqueó las cejas y miró a su hija.


—Bueno, solo con una pequeña.


—Piensa que soy una niñera a jornada completa durante las próximas semanas, ¿vale? Aunque uno no sea el que cuide de sus hijos, es quien los educa.


—De acuerdo, somos amigos.


Una hora y media más tarde, Pedro detuvo el coche frente a la puerta del banco. Paula miró el reloj y suspiró.


—Parece que estás más relajada —dijo él.


—Lo estoy. Gracias, Pedro. La comida ha sido estupenda.


Él sonrió y se contuvo para no tocarla. Paula miró hacia el asiento de atrás y dijo con una sonrisa:
—Se ha quedado dormida.


Pedro se volvió para mirar a la pequeña. Juliana tenía el vestido arrugado y las rodillas sucias de gatear por el parque.


—Es encantadora.


Ambos estaban muy cerca y, si Pedro movía la cabeza una pizca, sus labios se rozarían. Era algo muy tentador.


—Paula, muchas gracias por traerla al mundo.


—Tú también has contribuido.


—Sí, pero yo no la llevé nueve meses en mi vientre, a solas. No sufrí para traerla al mundo y poder amarla —acarició un mechón de la melena de Paula—. ¿Algún día me lo contarás todo? Odio haberme perdido tantas cosas.


«No haber sido el primero en enterarme de que iba a tener una hija. No haber visto cómo te crecía el vientre y no haber estado allí para ayudarte», pensó Pedro.


—Sí, algún día —«algún día te daré el vídeo que mi padre grabó durante mi embarazo y el parto», pensó Paula. No era algo que en esos momentos pudiera compartir. Abrió la puerta del coche y él se bajó para ayudarla a salir—. ¿Te veré en casa?


—Sí. Allí estaremos.


Se había prometido que no lo haría, pero no pudo resistir la tentación y se agachó para besarla suavemente en los labios.


Pedro —susurró ella. Se dejó llevar por el placer y pensó que podría llegar a convertirse en una adicción.


El se retiró, la miró a los ojos y esbozó una sonrisa, como si hubiera descubierto algo que ya sabía. Le acarició el labio inferior y le dijo:
—Nos vemos más tarde —retrocedió y se metió en el coche.


Paula se quedó quieta, mirándolo. Tenía el corazón acelerado. Finalmente, se volvió y se dirigió al banco. «Oh, cielos», pensó. Ignorando las miradas de los empleados, se metió en su despacho, cerró la puerta y se dejó caer sobre la silla.


«Oh, cielos. Oh, cielos», apoyó la frente en la mesa y suspiró profundamente.







CONQUISTAR TU CORAZON: CAPITULO 9





Pedro era fiel a su palabra. No volvió a mencionar el matrimonio. Pero era como una pesadilla. Paula no podía hacer nada sin encontrarse con él. Y estaba llegando demasiado lejos. Cuando llegó a la consulta del doctor, Pedro estaba allí, esperándola. Quería ver quién cuidaba de su hija y presenciar la exploración para hacer miles de preguntas. Era lo correcto. Era el padre de Juliana.


Pero a Juliana tenían que ponerle una vacuna, y cuando la pequeña lloró, Paula lloró también. La enfermera los dejó a solas y Pedro abrazó a ambas a la vez.


—Es tan pequeña, y estoy permitiendo que le hagan daño —dijo Paula.


—No cariño —dijo él—. Tienen que ponérselas, ya lo sabes.


—Lo sé, lo sé. Solo que no quiero que le hagan daño.


La niña seguía llorando y Pedro la retiró de los brazos de su madre, la abrazó y la acarició con cariño. Le susurró palabras tranquilizadoras al oído y, cuando se calló, se la devolvió a Paula.


—Me siento idiota —dijo Paula.


—Eh, a mí también me han entrado ganas de llorar —dijo él, y se acercó con Paula a la recepción—. Los marinos no lloran… Si lo hicieran, arruinarían su imagen.


—Ahh, mi héroe —dijo ella.


Él se quedó quieto y, de pronto, una ola de calor recorrió su cuerpo. Ella le había dicho lo mismo el día que hicieron el amor, y al ver el brillo de sus ojos verdes, Pedro supo que ella también lo recordaba.


La enfermera que estaba en la recepción se aclaró la garganta.


—Soy el padre de Juliana —le dijo a la enfermera—. Y sus gastos médicos los cubre Tri Care —le tendió un carné provisional y su carné de identidad.


Paula frunció el ceño.


—¿Qué haces? —preguntó.


—Legalmente depende de mí, así que tiene derecho a que el seguro cubra sus gastos médicos. Aunque no sea mucho.


—Puedo ocuparme de ellos yo sola.


—Ya lo sé —dijo él—, pero es su derecho. Cuando cumpla diez años tendrá su propio carné y podrá utilizar los servicios de la base.


Aunque hablaban en voz baja, la gente los miraba. Paula colocó a la niña en su cintura y dijo:
—Podemos hablar de esto más tarde.


—Claro —dijo él.


Recogió los carnés y los guardó en la cartera. Abrió el carrito y se lo acercó a Paula. Juliana extendió los brazos hacia él. Pedro la sentó en el carrito y le abrochó el cinturón.


—Has sido muy valiente —le dijo—. Estoy orgulloso de ti, princesa —le secó las lágrimas y le dio un beso en la frente. 


Después, salieron de la clínica los tres juntos.


Como si fueran una familia de verdad.






sábado, 26 de noviembre de 2016

CONQUISTAR TU CORAZON: CAPITULO 8





Paula abrió la puerta de su casa, contenta por haber llegado. 


Le dolían los pies y sentía un pequeño dolor de cabeza. No había podido dejar de pensar en Pedro, y en lo que había sucedido la noche anterior, durante todo el día.


Se había quedado dormida encima de él. Y durante una conversación en la que se suponía que debía estar atenta. 


Por la mañana, se había despertado en su cama, sola. La puerta de la casa bien cerrada y los platos de la cena recogidos. Y Pedro no estaba por ningún sitio.


Todavía no había dejado el maletín en el suelo cuando un aroma delicioso llegó desde la cocina. ¿Habría cocinado Diana, la niñera? No sería nada extraño, ya que aquella mujer hacía mucho más que cuidar de su hija.


—Diana, no deberías haberte molestado.


—No he sido yo, cariño —dijo la mujer antes de que Paula entrara en la cocina—. Es obra suya.


Pedro—dijo Paula enfadada.


—Sí —contestó él mientras removía algo en la sartén.


—¿Qué estás haciendo aquí?


—Y yo que esperaba que nuestra hija heredara tus modales —dijo él, y se volvió un instante con una amplia sonrisa.


Paula sintió que una sensación muy agradable se apoderaba de ella. Se agachó para besar a Juliana y miró a Diana.


Pedro ha venido temprano para estar con Juliana —dijo como disculpándose.


—No importa, Diana. Estoy segura de que Pedro te convenció para que lo dejaras entrar.


—Al contrario, no quería entrar hasta que llegaras tú. Incluso llamamos al banco, pero no estabas allí.


—He tenido reuniones casi todo el día.


—Y es el padre de la niña.


Pedro miró a Paula como si esperara que fuera a negarlo.


—Sí, lo es. Pero esta es mi casa, Pedro.


—Y la de mi hija.


—Yo no te he invitado.


—Pero ella sí. ¿Verdad, princesa? —dijo él.


Se apartó de la cocina y se acercó a Juliana. La pequeña le agarró la cara y frotó su nariz contra la de él.


Paula sintió que se le derretía el corazón. Pedro sonrió a ambas y regresó junto a los fogones. «Esto sería una buena noticia», pensó Paula. Un agente secreto de la Marina estaba junto al fuego con un delantal y manejando una espátula con mas soltura que una ametralladora. Se percató de que la mesa estaba servida para dos. Diana estaba tomándose un café y Juliana estaba sentada en su sillita, balbuceando y mordiendo una cuchara de madera.


Diana se puso en pie y dejó la taza en el fregadero.


—Os veré por la mañana —dijo, y se acercó a la puerta trasera.


—Diana, no te marches tan temprano —dijo, casi en tono de súplica.


Pedro se rió.


—Oh, sí, cariño, me voy —dijo Diana.


Paula se despidió de ella, resignada. La sonrisa de Diana era muy expresiva.


—¿Intentas seducirme con una buena cena? —le preguntó a Pedro cuando Diana ya no estaba.


—No, pero si eso es lo que necesitas para poder relajarte cuando estás conmigo…


—Estoy relajada.


—¿Entonces por qué tienes los puños cerrados?


—Porque me gustaría darte una paliza por entrar en mi casa sin preguntarme.


—Lo intenté. Deberías llevar el busca encendido.


—Se ha quedado sin batería esta mañana —se quitó los zapatos y sacó a Juliana de la sillita.


—Estoy de permiso, Paula. No tengo nada que hacer en todo el día mientras mi hija está aquí con una niñera. Solo quería conocer bien a Juliana.


Eso no podía discutírselo. Paula lo miró y se quedó asombrada al ver cómo se manejaba en la cocina.


—No sabía que podías cocinar.


—Hay muchas cosas que no sabes sobre mí —vertió la pasta humeante en un colador—. He tenido mucho tiempo libre, así que me dediqué a leer.


—¿Libros de cocina?


—Cualquiera que estuviera a mano. No tengo muchas oportunidades de cocinar para más de uno, así que me pareció una buena idea aprovechar esta.


Paula se acercó a la encimera con el bebé en brazos. Pedro estaba cortando verdura para después hacer un sofrito.


Paula cortó un trocito del pollo que había en una bandeja y se lo llevó a la boca.


—Mmm.


—¿Está bueno?


—Increíble.


—¿Por qué no te cambias y te pones cómoda? Ya le he dado la cena a Juliana —dijo, y le enseñó un tarro vacío de comida para niños.


Paula se retiró de su lado y lo miró de nuevo. Se movía por la cocina como si hubiera estado allí antes, Pero el hecho de que estuviera allí, en su casa, indicaba que no iba a resultarle fácil apartarlo de su vida. Si lo hacía por Juliana, no podía negárselo, pero Paula sospechaba que él tenía un plan diferente y que iba a tener que librar una batalla difícil.


En aquellos momentos tenía tanta hambre que no pensaba discutir.


—Vamos, Paula, pasa un rato con Juliana —dijo él sin mirarla.


Ella se dirigió a su dormitorio con Juliana en brazos y se fijó en que la pequeña se quejaba al separarse de Pedro.


Pedro sabía que no jugaba del todo limpio, pero después de cómo había reaccionado Paula la noche anterior, sabía que ella intentaría mantenerlo alejado de su vida. Se engañaba diciéndose que quería estar con su hija porque ya se había perdido muchos meses de su vida, pero lo cierto era que había algo más. Y que tenía que ver con la madre de Juliana. Añadió una cucharada de agua a la salsa y recordó el aspecto de Paula cuando llegó a la casa. Vestía un traje de negocios azul, sexy y elegante. Pero él deseaba quitárselo y ver qué llevaba debajo.


Trató de concentrarse en la cena. Creía que su talento culinario no impresionaría a Paula, pero el hecho de que la nevera estuviera vacía hizo que pensara que, probablemente, ella solo comía platos preparados.


Media hora más tarde, cuando se disponía a abrir una botella de vino, oyó pasos en el pasillo. Paula entró en la cocina con Juliana en brazos.


—No tenía ninguna botella de vino.


—No tenías mucho de nada. July y yo fuimos de compras.


—¿La has sacado de casa?


—Sí, en mi coche, con la sillita, y con Diana. Por favor, Paula —parecía molesto.


—Lo siento, es que hace mucho que no dejo a nadie más que a Diana con Juliana.


—Lo sé —esbozó una sonrisa y le ofreció un vaso de vino.


Ella le dio las gracias y bebió un poco. Después se acercó a mirar por la ventana. Vestía unas mallas de algodón y una blusa color lavanda. El cabello le caía sobre los hombros y brillaba al recibir los rayos de sol del atardecer. Estaba muy atractiva. Juliana se estaba quedando dormida y apoyó la cabeza sobre el hombro de Paula.


Pedro las observó un instante y se sintió orgulloso. Paula susurró algo a la pequeña y la meció con delicadeza. Ya la había bañado y puesto el pijama. Pedro no quería que su hija tuviera sueño. Después de todo, se había perdido seis meses de su vida y quería recuperarlos.


Paula dejó el vaso de vino y acarició la espalda de Juliana.


—¿Tienes hambre? —preguntó él.


—Sí.


Cuando se disponía a llevarse a la niña para acostarla, Pedro se acercó a ella.


—Todavía no, por favor.


—¿Has intentado cenar alguna vez con un bebé en brazos?


—Supongo que voy a descubrir cómo es —le quitó a la niña.


Paula sintió que se le encogía el corazón al ver que Juliana se acurrucaba contra él. Se sentaron a la mesa y Pedro le dijo a Paula que empezara a cenar antes de que se enfriara la comida. Paula obedeció. La comida estaba deliciosa.


—¡Guau! De acuerdo, estás contratado.


Él se rió y Juliana levantó la cabeza para mirarlo con los ojos bien abiertos, como si tratara de descubrir quién era aquel hombre y por qué estaba allí. El sonrió, la besó, y la pequeña volvió a apoyar la cabeza en su pecho.


—¿No vas a comer nada? —preguntó Paula.


—Mi madre dice que si el cocinero tiene hambre, entonces es que pasa algo malo con la comida. Ahora empiezo. Es solo que no quiero soltar a Juliana —Paula sonrió. La niña estaba apoyada en su pecho y él le cubría la espalda con la mano. Pedro miró a Paula y dijo—: La quiero, Pau.


—Ya lo sé —dijo ella, y sintió un nudo en la garganta—. Se nota.


«Eso es bueno», pensó ella. Podía haber ignorado a su hija por completo y no haber regresado. A Paula le habría costado mucho explicárselo a su hija. Y además, odiaría a Pedro.


Pedro colocó a la pequeña sobre su brazo y agarró el tenedor. Juliana abrió los ojos y los cerró de nuevo. «Este hombre ha cautivado a mi hija», pensó Paula al ver que Juliana se quedaba dormida plácidamente en sus brazos.


¿Cuántas veces se había imaginado a Pedro con Juliana? 


¿Cuántas veces había deseado que estuviera allí para ver cómo aprendía a hacer pequeñas cosas?


Paula sintió que las lágrimas inundaban sus ojos y trató de concentrarse en el plato de comida que tenía delante. No quería sentirse confusa y necesitada, sino independiente y autosuficiente.


Pedro empezó a comer, pero notó que a Paula le pasaba algo.


—Bueno, puesto que yo no puedo hablar sobre mi trabajo, ¿por qué no me cuentas tú algo sobre el tuyo?


Ella levantó la vista y, al ver el brillo de las lágrimas, Pedro frunció el ceño.


—Soy directora de un banco —dijo ella—. Y mediadora de otros dos. Así me mantengo ocupada.


—¿Quieres salir con alguien?


—No, Pedro. No quiero salir con nadie.


—¿Vas a encerrarte en ti misma solo porque tienes una hija?


—No, esa no es mi idea, pero es pequeña y me necesita —Paula sonrió al mirar a la niña—. Prefiero estar con ella que salir con cualquier otro.


Pedro suspiró. Podía comprender lo que sentía. «Estar con Juliana es más placentero que cualquier otra cosa», pensó, y trató de cortar el pollo con una sola mano.


—¿Quieres que te lo corte? ¿O quieres acostarla ya? —preguntó Paula.


Él le dio el cuchillo.


Paula se puso en pie, riéndose.


—Me imaginaba haciendo esto por ella, pero no por ti.


—Seguro que no te imaginabas haciendo nada por mí.


—Eso no es cierto —dijo ella.


—¿De veras?


—Deja que te haga una pregunta. ¿Qué habrías hecho si te hubieras enterado de que estaba embarazada?


—Volver a casa para casarme contigo.


—Lo suponía. Pero no habrías podido regresar a casa, así que estaríamos en la misma situación.


—Te habría convencido para que te casaras conmigo.


—No, no lo habrías hecho. No tiene nada que ver contigo. Soy yo —empujó el plato de comida hacia él.


—Cuéntame.


—No puedo casarme con un hombre por el bien de mi hija.


—Lo sé, pocas esperanzas… y esas cosas, pero tú y yo estamos bien juntos.


—En la cama, sí.


—Fue algo más que eso.


Ella no contestó. No podía permitirse creer aquello. Ya tenía bastante con enfrentarse al deseo que sentía por él.


—No sé —dijo al fin. Había cometido ese error con anterioridad y no quería repetirlo. Tenía que pensar en su hija, y en que lo que hiciera también la afectaba a ella.


—¿Así que intentas dejarme fuera de todo esto?


Ella suspiró.


—No prometas nada que no puedas cumplir, Pedro.


—¿Y cómo sabes que no puedo? Es por el trabajo, ¿verdad?


—No, no es eso —él se marchaba durante largos periodos de tiempo y ni siquiera su familia sabía dónde estaba.


—Mi hija necesita mi nombre.


—Pero su madre no.


—Maldita seas.


Juliana se movió y Pedro se puso en pie.


—Yo la acostaré —dijo él al ver que Paula se levantaba.


Ella asintió. Pedro se marchó y ella dio un sorbo de vino. 


Sintió ganas de ir a ver si había tapado bien a Juliana, pero se contuvo porque sabía que Pedro lo habría hecho. Pedro no era un hombre que dejara las cosas a medias.


Cuando regresó, ella estaba tal y como la había dejado, moviendo la comida en el plato. Estaba presionándola y no podía evitarlo. Cuanto más tiempo pasara sin que su hija llevara su nombre, más enfadado se pondría. No quería que su hija sufriera por ser ilegítima ni que se burlaran de ella por algo que no era su culpa. Pedro recordaba que cuando tenía siete años tuvo un partido de béisbol al que asistieron los padres de todos sus amigos y, sin embargo, él no tuvo a nadie que lo animara porque su madre tenía que trabajar mucho para poder proporcionarle comida y un lugar para vivir.


A menudo, los niños se metían con él por ser ilegítimo.


No quería que su hija pasara por eso.


Pedro puso un CD en la cadena de música y regresó a la mesa.


—Mantendré las distancias, si eso es lo que quieres —dijo él, y Paula levantó la vista—. Dejaré de darte la lata para que te cases conmigo, pero quiero formar parte de la vida de Juliana, y no voy a cambiar de opinión.


Paula lo miró a los ojos y asintió.


—De acuerdo.


—Bien.


—¿Por qué no vienes a verla durante el día?


—¿Me estás poniendo limitaciones?


—No, es solo que…


—¿No puedes tenerme cerca, Paula? —la interrumpió—. ¿Tienes miedo de que te guste?


—Por supuesto que puedo —dijo ella.


—Perfecto. Porque tengo dos meses de permiso y este es el único lugar donde pienso quedarme.


«Dos meses», pensó, «Oh, no».


Pedro comió un poco y sonrió. Paula estaba nerviosa. «Esto se está poniendo interesante», pensó él, y le sirvió más vino.