domingo, 20 de noviembre de 2016
UNA NOCHE...NUEVE MESES DESPUES: CAPITULO 7
Un error, un error, un error.
Paula iba rígida en el asiento de la limusina, mirando hacia delante mientras atravesaban la isla de Corfú, bajando por una carretera estrecha rodeada de olivos. Frente a ella, el maravilloso mar azul turquesa y la arena de color dorado, pero Paula estaba demasiado estresada como para disfrutar
del paisaje.
Cuatro años antes se había enamorado de aquel sitio. De sus olores, de sus sonidos, de los brillantes colores de Grecia. Y luego se había enamorado de Pedro.
Si hubiera llegado allí en circunstancias diferentes habría sido emocionante, maravilloso. En lugar de eso, apenas podía respirar. Lo único que sentía era miedo y ansiedad ante la idea de ver a Pedro otra vez.
No se habían visto desde aquel día en la cocina. Ni siquiera sabía por qué había ido a Corfú.
¿Por qué le había pedido que llevara el anillo en persona?
¿Qué tenía en mente?
Paula se debatía entre el optimismo y la más profunda desesperación.
Según Pedro, le había hecho un favor no casándose con ella. Le había dado vueltas y vueltas en su cabeza durante esas semanas…
¿Qué había querido decir con eso, que entonces era demasiado joven o algo así? Paula se mordió los labios mientras miraba por la ventanilla. Con diecinueve años, una persona era demasiado joven para casarse. Tal vez había pensado que era demasiado ingenua o que no sabía bien lo que quería.
Lo único que sabía con toda seguridad era que no tenía ni idea de lo que pasaba por la mente de Pedro y necesitaba saberlo. Necesitaba saber qué futuro había para ella y para su hijo.
Poniendo una mano sobre su abdomen, Paula se hizo a sí misma una promesa.
Pasara lo que pasara, no haría lo que su madre había hecho. No iba a aferrarse a una relación que no funcionaba.
Ella sabía lo que era tener unos padres que nunca deberían haberse casado.
Cuando el coche atravesó la impresionante verja de hierro forjado sintió que se le encogía el estómago. Ni siquiera la novedad de tener un jet privado para ella sola había logrado contener su aprensión. No sabía lo que esperaba Pedro de esa reunión, pero con toda seguridad no esperaría saber que iba a ser padre.
Tal vez se alegraría, pensó. Al fin y al cabo era griego y los griegos querían mucho a los niños.
Al contrario que los ingleses, que solían tratar la llegada de un niño con mucho menos entusiasmo, en los restaurantes griegos se mostraban encantados cuando llegaba una familia y sonreían con indulgencia cuando los niños correteaban de un lado a otro. En Grecia, la familia era algo
fundamental.
Y ése era su sueño, ¿no? Tener una familia. Eso era lo que siempre había querido.
A pesar de que intentaba controlarse, en su mente se formó una imagen navideña con muchas versiones diminutas de Pedro abriendo regalos bajo un árbol enorme. Sería ruidoso, caótico, casi como un día de trabajo en el colegio… una de las razones por las que le encantaba ser profesora.
Le gustaba el ruido, el ambiente que se creaba en una clase llena de niños.
Tal vez Pedro sentiría lo mismo.
Paula arrugó el ceño. Pedro había hablado con sus alumnos como si estuviera en un consejo de administración, pero seguramente necesitaría un poco de práctica. Debía entender que a los niños no se les podía hablar como si fueran adultos.
Y tal vez, sólo tal vez, podría hacer que aquello saliera bien.
Al menos, tenía que intentarlo.
¿Cómo iba a mirar a su hijo a los ojos y decirle que ni siquiera lo había intentado?
La limusina se detuvo en un enorme patio con una fuente en el centro y Paula tragó saliva. La primera vez que vio la casa de Pedro en Corfú se había quedado atónita. Ella había crecido en una casa pequeña y el lujo de aquella mansión mediterránea le daba un poco de miedo.
Aún seguía siendo así.
Diciéndose a sí misma que debía intentar ser un poco ordenada y no tirarlo todo por cualquier parte en la inmaculada villa, Paula bajó del coche.
—El señor Alfonso está terminando una conferencia y se encontrará con usted en la terraza en cinco minutos —Jannis le hizo un gesto para que entrase en la villa y Paula miró alrededor, tan intimidada como la primera vez.
Los suelos eran de mármol pulido y lamentó haberse puesto los zapatos de Christian Louboutin.
«Muerte por tacón de aguja», pensó, deseando que Pedro hubiera instalado barandillas o algo parecido.
Tal vez los aristócratas griegos recibían clases de patinaje sobre tacones desde niños.
Al ver las preciosas antigüedades decidió mantener los brazos a los lados para no romper nada.
Todo estaba en su sitio, sin revistas, sin libros por todas partes, sin cartas sobre las mesas, cajas de pizza o tazas de té.
Sintiendo como si estuviera en un museo, Paula suspiró, aliviada, cuando Jannis la llevó a una terraza. Pero por muchas veces que viese aquel paisaje, siempre se quedaría sin aliento.
El precioso jardín, con adelfas de color rosa y buganvillas, descendía por una pendiente verde hasta la playa.
Paula parpadeó para evitar el sol mientras un yate se deslizaba por la superficie cristalina del mar a unos metros de ella.
Se sentía extrañamente desconectada, incapaz de creer que unas horas antes estaba en su casa de Little Molting y ahora estaba en Corfú.
Había dejado sus sueños allí, pensó, con un nudo en la garganta, en esa playa dorada.
—¿Qué tal el viaje?
Paula tragó saliva al escuchar la voz de Pedro. Iba a verlo por primera vez desde su tórrido encuentro en la cocina pero, como siempre, el aire estaba cargado de electricidad y si uno de los dos hubiese tocado al otro habría vuelto a ocurrir. El brillo de sus ojos lo decía todo.
De repente, deseó que hubiera más gente en la casa.
Necesitaba a alguien para diluir la concentrada tensión sexual que amenazaba con ahogarlos a los dos.
Y ella no quería ahogarse, quería pensar con la cabeza.
Paula se recordó a sí misma que aquélla no era como la primera vez. Al fin y al cabo, ya no tenía diecinueve años.
Además, su particular cuento de hadas no había tenido un final feliz.
—Bien —respondió por fin—. Nunca había viajado en un jet privado —Paula hizo una mueca, pensando: «por favor, di algo más inteligente». Pero su lengua no respondía y su corazón latía como loco—. La verdad es que me sentía un poco rara, si quieres que te sea sincera.
Pedro levantó una ceja.
—¿Rara?
—Un poco solitaria. La persona que me ha acompañado no es precisamente muy charlatana.
Él sonrió, con esa boca sensual que sabía cómo volver loca a una mujer.
—No se le paga para eso. Se le paga para que tengas todo lo que necesites.
—Pues necesitaba charlar.
—Muy bien, le diré que sea un poco más… charlatana.
—No, no hagas eso. No quiero que tenga problemas. Sólo digo que el viaje no ha sido muy divertido. No tiene sentido viajar en un jet privado si no puedes reírte de ello con nadie.
Pedro la miró como si no entendiera.
—La cuestión es tener el espacio y la intimidad que necesitas. Para eso están los aviones privados.
—Sí, claro. Está muy bien no tener que esperar cola en el aeropuerto y poder tumbarte en un sofá mientras estás en el aire…
—¿Te has tumbado en el sofá?
—Para no arrugarme el vestido. Es de lino y se arruga fácilmente. Los vestidos son preciosos, por cierto. ¿Cómo sabías que no tenía nada que ponerme?
—No lo sabía, pero me lo he imaginado.
—Sí, bueno… mi armario está lleno de cosas que ya no me valen, pero me niego a tirarlas porque algún día volveré a tener la talla 34
—Espero que no —dijo él, mirando sus pechos.
Paula sintió un cosquilleo en los pezones y notó que se marcaban bajo la tela del vestido, desafiando su intención de controlarse. Nerviosa, abrió el bolso y sacó el anillo.
—Toma, tu anillo. Éste debe haber sido el servicio de mensajera más caro del mundo —Paula le ofreció el diamante y frunció el ceño cuando él no se movió—. Es tuyo.
—Te lo regalé a ti.
—No exactamente.
—¿Cómo que no?
—Me lo regalaste, pero se supone que era un anillo de compromiso y no nos casamos. Además, lo has comprado por cuatro millones de dólares. Y si estás esperando que diga que prefiero el anillo al dinero, olvídate. Ya he utilizado una parte para arreglar el patio del colegio. No puedo devolverte el dinero si eso es lo que quieres. Otra persona, alguien mejor que yo, te habría devuelto el dinero y el anillo pero, por lo visto, yo no soy tan buena. El roce con la riqueza me ha convertido en un monstruo.
Pedro la estudió, en silencio, intentando disimular una sonrisa.
—¿Te encuentras con cuatro millones de dólares en el banco y te los gastas en el patio del colegio? Me parece que no sabes nada sobre las motivaciones de una buscavidas, agapi mu. Tú nunca podrías serlo.
Aunque odiase admitirlo, el termino cariñoso hizo que su corazón se acelerase. O tal vez era su voz, profunda y suave como el chocolate. Todo aquello sería más fácil si no se sintiera tan atraída por él, pensó. Era muy difícil apartarse de algo que uno deseaba más que nada.
—No me he gastado todo el dinero. ¿Para qué iba a poner suelos de oro en el patio? Pero la ampliación va a quedar muy bonita, con columpios. Y tendrá un suelo especial para que no se hagan daño cuando se caigan… pero no digas nada, se supone que ha sido un donativo anónimo.
—¿No saben de dónde ha salido el dinero?
—No, nadie lo sabe —Paula sonrió—. Sienta bien dar dinero para algo importante, ¿verdad? Imagino que tú sentirás lo mismo cada vez que hagas un donativo.
—Yo no hago donativos personales. La empresa Alfonso tiene su propia fundación.
—¿Tienes una fundación?
—Donamos una parte de los beneficios, como hacen muchas grandes empresas. Y hay un consejo que analiza las solicitudes y toma decisiones.
—Pero tú no conoces a las personas que hacen las solicitudes.
—A veces, pero no siempre.
—Entonces no te sientes feliz cuando ayudas a alguien.
Pedro la estudió, en silencio.
—Sentirme «feliz por ayudar a alguien» no está entre mis expectativas profesionales.
—Pues deberías porque ayudas a mucha gente.
Le resultaba raro pensar en esa nueva faceta de Pedro. O tal vez era el propio Pedro quien la desconcertaba. La experiencia le decía que tuviese cuidado, pero el instinto la empujaba a echarse en sus brazos. Seguramente porque estaban demasiado cerca el uno del otro.
—¿Vas a aceptar el anillo o no? Me resulta raro tener en la mano algo que vale tanto. Menos mal que no lo he sabido durante estos cuatro años, me habría sentido incómoda teniéndolo en casa.
—Póntelo, Paula.
Ella lo miró, perpleja. ¿Había dicho…? ¿Quería decir…? No, no podía ser. No podía estar pidiéndole que se casara con él.
—¿Qué has dicho?
—Quiero que te lo pongas
Pedro le quitó el anillo de la mano y lo puso en el dedo anular de su mano derecha.
En la mano derecha, no en la izquierda como habría hecho si quisiera casarse con ella. Paula sintió una punzada de desilusión y luego, inmediatamente, se enfadó consigo misma. Aunque le hubiera pedido que se casara con él, le habría dicho que no. Después de lo que pasó la última vez no iba a echarse en sus brazos como una tonta.
Ahí está mejor dijo él.
Y Paula contuvo el impulso de decir que quedaría mejor en la mano izquierda.
El diamante brillaba bajo la luz del sol, mareándola como la había mareado cuatro años antes.
Pero, recordando que un anillo de diamantes no hacía un matrimonio, se lo quitó del dedo para no hacerse ilusiones.
—Ya te he dicho que me he gastado parte del dinero. No quiero el anillo y no entiendo lo que está pasando. En realidad, no sé por qué estoy aquí.
—Quería hablar contigo. Tenemos cosas que decirnos.
Paula pensó en el niño que llevaba dentro.
—Sí, es verdad. Yo también tengo algo que decirte… de repente, se sintió insegura. Es algo importante, pero puede esperar. ¿Qué tenías que decirme tú?
—Vuelve a ponerte el anillo, aunque sea un momento. ¿Te apetece una limonada?
—Sí, por favor asintió Paula, volviendo a ponerse el anillo.
Ya hablarían del asunto más tarde, cuando estuviese un poco más tranquila.
—He leído en los periódicos que has cortado con tu novia. Lo siento.
—No, no lo sientes
Pedro sonrió mientras servía la limonada en dos vasos.
—Muy bien, estoy intentando sentirlo porque no quiero ser una mala persona. Y lo siento por ella, la verdad. Yo sé lo que es que te dejen plantada. Es como olvidar que hay un último escalón y encontrarte de bruces en el suelo de repente.
Pedro hizo una mueca mientras le ofrecía el vaso.
—¿Tan horrible?
—Es como si te robasen algo vital… ¿te importa que quite estas cositas? preguntó Paula entonces, señalando el vaso.
—¿Qué cositas?
—Los trozos de limón murmuró ella, apartándolos con una pajita. No me gusta ver cosas que flotan en las bebidas.
Pedro respiró profundamente.
—Informaré a mi equipo de tus preferencias.
¿A su equipo? ¿Cuánta gente hacía falta para pelar un limón?
—La verdad es que está riquísima. Bueno, todo esto está muy bien: el jet privado, la casa, los vestidos, pero no creas que te he perdonado. Sigo pensando que eres un…
—¿Un qué?
—Prefiero no decirlo. En la tele ponen un pitido para tapar las palabrotas… pues eso.
—Puedes decirlo si quieres.
—No tengo costumbre. Debo ser precavida delante de los niños, así que intento no decir nunca palabrotas
—Si no recuerdo mal, hace poco me llamaste canalla.
—Eso no es una palabrota. Además, tú reconociste que lo eras —Paula se llevó el vaso helado a la cara—. ¿Por qué me has hecho venir en persona? ¿Por qué no se llevó Jannis el anillo… o algún otro empleado? No pueden estar todos pelando limones.
—Yo no quería el anillo, te quería a ti.
Paula dejó el vaso sobre una mesa porque le temblaban las manos.
—Hace cuatro años no me querías.
—Sí te quería.
—Pues tuviste una manera muy curiosa de demostrarlo.
—Eras la primera mujer a la que le pedía que se casara conmigo.
—Pero no la última.
—No le pedí a Mariana que se casara conmigo.
—Pero ibas a hacerlo.
—No quiero volver a hablar de ella. Mariana no tiene nada que ver con nuestra relación — replicó Pedro—. Dime por qué tienes ojeras.
«Ah, claro, cambia de tema», pensó ella. Evidentemente, no quería hablar de la rubia.
—Tengo ojeras por tu culpa. Luchar contra ti es agotador.
—Entonces no luches contra mí.
Paula se preguntó cómo era posible que su corazón se hubiera vuelto loco cuando su cerebro no dejaba de enviar señales de alarma. Sí, Pedro era guapísimo, todo en él parecía hecho para atraer al sexo opuesto, desde sus anchos hombros al pelo oscuro o la piel morena. Selección natural, pensó, buscando alguna excusa. Ayudaba un poco creer que estaba genéticamente programada para sentirse
atraída por el más fuerte, el más poderoso macho de la especie. Y Pedro Alfonso era todo eso.
Pero que estuviera hundiéndose no significaba que estuviera dispuesta a hacerlo sin luchar.
No iba a hacer el tonto por segunda vez. No, para nada. Ni siquiera sabiendo que iba a tener un hijo suyo.
—Si esperas que me rinda, vas a llevarte una desilusión. Yo no soy sumisa.
—No quiero una mujer sumisa, quiero una mujer sincera.
—Ah, vaya, viniendo de ti eso tiene mucha gracia. ¿Cuándo me has dicho tú la verdad sobre tus sentimientos?
Paula vio que apretaba los labios.
—No me resulta fácil hablar de mis sentimientos, no soy como tú. Tú siempre dices lo que sientes sin ningún problema.
—Yo soy así.
—Y yo soy de otra manera. Nunca he sentido la necesidad de confiarle mis sentimientos a nadie.
Paula volvió a tomar el vaso de limonada.
—Bueno, entonces lo mejor será que vuelva a casa.
—No, hay cosas que tengo que decirte. Cosas que debería haberte contado hace cuatro años.
Y, a juzgar por su tono, iban a ser cosas que ella no querría escuchar, pensó Paula, preguntándose si debía contarle que estaba embarazada antes de que él dijese algo que la obligase a darle un puñetazo. Ser una persona no violenta se estaba convirtiendo en un reto cuando estaba con aquel
hombre.
—¿Voy a odiarte por lo que vas a decir?
—Pensé que ya me odiabas.
—Y así es. Puedes decir lo que quieras, nada va a pillarme por sorpresa —ridículamente aprensiva, se encogió de hombros, como si nada de lo que dijera pudiese afectarla.
Pero evidentemente iba a ser algo importante. Tal vez la razón por la que la había dejado plantada el día de su boda.
—Dilo de una vez, Pedro. No me gusta el suspense. Odio esos concursos de televisión en lo que dicen: «y el ganador es…» y luego esperan siglos o te ponen anuncios antes de decir el nombre. Por favor, me dan ganas de decir: «venga ya, acabad con eso de una vez» —al darse cuenta de que él la miraba como si fuera una demente, Paula se encogió de hombros—. ¿Qué? ¿Qué pasa?
Pedro sacudió la cabeza.
—Nunca dices lo que espero que digas.
Ella dejó el vaso de limonada sobre la mesa.
—Sólo quiero que digas de una vez lo que tengas que decir. ¿Te avergonzaba? ¿Hablaba demasiado? ¿No te gustaba que fuese tan desordenada? ¿Comía demasiado?
—Me encanta tu cuerpo, tu costumbre de tirar las cosas donde te parece me resulta sorprendentemente enternecedora, siempre me ha fascinado tu habilidad para decir lo que piensas sin filtro alguno y jamás me has avergonzado.
A unos metros de ellos, una naranja cayó del árbol y rodó por el jardín, pero ella no se dio cuenta porque estaba demasiado ocupada intentando no hacerse ilusiones.
—¿Nunca te he avergonzado?
—Nunca, pero creo recordar que tú si te avergonzabas en muchas ocasiones.
Paula se puso colorada.
—Sólo cuando lo hacíamos de día. Pero, por favor, di lo que tengas que decir de una vez, el suspense me está matando —murmuró, llevándose una mano al estómago. Era como esperar el resultado de un examen. Pero lo único que tenía que hacer era asegurarle que había madurado, que sabía lo que quería. Pedro le pediría perdón, ella lo perdonaría…
¿Qué estaba haciendo? Sin querer, empezaba a inventar finales felices.
Pedro respiró profundamente.
—La mañana de nuestra boda leí una entrevista que habías dado y en la que dejabas claro lo que querías.
Aún disfrutando de la absurda fantasía de un futuro feliz, Paula intentó recordar qué había dicho en esa entrevista.
—No lo recuerdo. Los periodistas no me dejaban en paz… aparentemente, tú nunca habías mostrado interés por el matrimonio y eso me convertía en una persona interesante.
Y estaría encantado con el niño, pensó.
Vivirían felices para siempre. Le pediría que comprase una casa en Little Molting, así podría seguir dando clases hasta el mes de junio, y cuando naciese el niño volverían a Corfú y lo criarían allí, entre los olivos.
Paula sonrió, pero Pedro no le devolvió la sonrisa.
Al contrario, sus facciones se endurecieron hasta parecer las de una estatua griega.
—En esa entrevista decías que querías formar una familia, que querías tener cuatro hijos.
—Ah, sí, es verdad —Paula se preguntó si aquél sería un buen momento para darle la noticia—. Al menos cuatro, sí.
Murmurando algo en griego, Pedro se pasó una mano por el pelo.
—Cuando leí la entrevista me di cuenta de que nos habíamos comprometido sin conocernos. Y sólo entonces me di cuenta de que no queríamos las mismas cosas.
—¿Ah, no? Pero tú eres griego y los griegos son muy familiares. Cuatro hijos no deben ser nada para ti. Podemos tener más, no me importa. ¡En casa tengo veintitantos alumnos! ¿Cuántos hijos tenías en mente?
—Paula…
—A mí no me preocupa la cantidad, me encantan los niños.
—Paula… —Pedro puso una mano sobre su hombro para obligarla a escucharlo—. Yo no quiero formar una familia —después de decirlo hizo una pausa, como para darle tiempo a que entendiera esas palabras—. No quiero tener una familia en absoluto.
—Pero…
—Estoy intentando decirte que no quiero tener hijos.
UNA NOCHE...NUEVE MESES DESPUES: CAPITULO 6
—Muy bien, respira, respira… siempre estoy diciéndote que respires. ¿Por qué hay tantos dramas en tu vida? Mi único drama es que no funcione mi tarjeta cuando voy al cajero —con un helado de chocolate y una bolsa de pañuelos de papel en la mano, Viviana se sentó en el sofá, al lado de Paula —. ¿Cómo vas a estar embarazada? No te has acostado con nadie en cuatro años. Ni siquiera las elefantas tienen embarazos tan largos.
Paula intentó contener una oleada de pánico.
—Me acosté con alguien hace tres semanas.
El helado de chocolate cayó sobre la alfombra.
—¿Te acostaste con alguien hace tres semanas? Pero si tú no… pero si no sales con nadie. Y no eres de las que se acuestan con el primero que conocen. Además, hace tres semanas fue cuando Pedro… —Viviana la miró entonces, perpleja.
—Sí —admitirlo hacía que se encogiera. ¿Cómo se le había ocurrido?
—¿Pedro?
—¿Te importaría dejar de repetir su nombre? Y me parece recordar que estabas muy contenta cuando me besó.
—!Pero sólo fue un beso! Que yo sepa, nadie se queda embarazada por un beso. Además, tú odias a Pedro, ese hombre arruinó tu vida —Viviana tomó un puñado de pañuelos e intentó limpiar el chocolate de la alfombra—. Qué desastre.
—Ya lo sé.
—Me refiero a la alfombra, no a tu vida. Aunque tu vida tampoco es que sea una maravilla ahora mismo. ¿Es por eso por lo que se marchó sin llevarse el anillo?
—No lo sé, supongo que sí. Pero no me dijo nada, sencillamente desapareció —agitada, Paula se levantó para pasear por el salón de su amiga.
—Pau, no es que no te quiera o que no me preocupe tu situación, ¿pero te importaría dejar de pisar el helado? Mi casera me estrangulará si ve huellas de chocolate por todas partes.
—Ah, perdona —Paula se quedó parada, pasándose las manos por los brazos para entrar en calor. Se sentía enferma. ¿Era el embarazo o el pánico?, se preguntó—. Lo siento, te ayudaré a limpiarlo.
—No, déjalo, ya lo limpiaré más tarde —Viviana se sentó en el sofá y volvió a tomar el helado—. Vamos a ver, llevas cuatro años sin saber nada de él y de repente aparece y os acostáis juntos. La verdad es que nunca te había imaginado como…
—¿Una obsesa sexual? A lo mejor eso es lo que pasa cuando mantienes a los hombres a distancia durante cuatro años. Dios mío, ¿en qué estaba pensando? Pedro me dejó plantada… ¿y qué hago yo? Le recompenso acostándome con él. ¿Estaré enferma?
Viviana la miró, arrugando el ceño.
—Espero que no te pongas a vomitar, eso es lo que me faltaba. ¿Cuántos años?
—¿Qué?
—Has dicho que eso es lo que pasa cuando mantienes a distancia a los hombres durante cuatro años. ¿Llevabas cuatro años sin acostarte con nadie?
—Sí, era parte de mi programa de rehabilitación antiPedros.
—Y veo que no ha funcionado.
Paula respiró profundamente, intentando calmarse.
—¿Has tenido alguna relación en la que no pudieras… controlarte? Tú sabes que no es bueno para ti, pero no lo puedes evitar. Es tan poderoso que te supera.
—A mí no me ha pasado, pero mi cuñada es alcohólica y creo que eso es lo que ella siente por una botella de vodka.
—La analogía no me parece muy consoladora. ¿Si tu cuñada hubiera estado cuatro años sin beber vodka seguiría sintiendo lo mismo al ver una botella?
—Oh, sí. Dice que la sensación no desaparece nunca. La cuestión es no acercarse al vodka.
—El vodka me llevó a casa y entró sin que yo lo invitase.
—Esta conversación se está volviendo muy complicada para mí. Pero lo del vodka suena bien. Tengo una botella guardada, para las emergencias.
—Estoy embarazada, Vivi, no puedo beber alcohol.
—Pero yo sí. Beberé por las dos mientras tú decides qué vas a hacer.
Unos segundos después, Viviana volvía al salón pálida como un cadáver.
—Olvídate, no tienes que decidir lo que vas a hacer.
—¿Qué?
—Hay una limusina enorme en la puerta y yo no conozco a nadie que tenga una limusina. Es Pedro, tiene que ser él.
—¡No! —asustada, Paula se acercó a la ventana—. No puede ser él. ¿Por qué iba a venir precisamente hoy? No puede saber que estoy embarazada.
—Bueno, él estaba presente en el momento de la concepción. Y, evidentemente, es un chico listo, así que es posible que haya tenido en cuenta esa posibilidad.
—No, no…
—Por otro lado, a veces los hombres son increíblemente tontos, así que es posible que haya vuelto por el anillo —Viviana le dio una palmadita en el hombro—. Y, en ese caso, se marchará con algo que va a costarle mucho más: los pañales, el colegio, el iPod, la Play Station y todas esas cosas que necesitan los niños ahora. Y luego está la universidad y…
—¡Cállate ya, Vivi! No puedes dejarle entrar. Aún no he decidido lo que voy a hacer. Necesito tiempo.
—No digas tonterías, el tiempo no va a cambiar nada. Pero prometo no decir: «hola, papá» o «¿has traído pañales?».
Paula se dejó caer en el sofá, con la cara entre las manos. ¿Qué iba a decirle? Tenía que contárselo, pensó. No podía ocultarle que estaba embarazada.
Tal vez podrían ser una de esas parejas que se llevaban bien pero no vivían juntos, pensó. Pero entonces el niño iría de casa en casa, como un paquete.
¿Cómo podía haber ocurrido algo así? Si no hubiera vendido el anillo, Pedro no habría ido a buscarlo, no se habrían acostado juntos y ella no estaría embarazada.
Sólo con pensar en esa palabra se mareaba.
Necesitaba tiempo para pensar y no estaba lista para hacerlo en ese momento…
Entonces sonó el timbre.
—Iré yo —dijo Viviana. Unos minutos después volvía al salón con una maleta en la mano y un sobre en la otra—. Tranquila, no es él, es una de sus esclavas. Puedes darme una propina si te parece, un millón o así.
—¿De dónde has sacado la maleta? ¿Y qué hay en ese sobre?
—Una nota, imagino.
Paula abrió el sobre y, de inmediato, reconoció la letra de Pedro. Y, después de leer la nota, tragó saliva.
—¿Qué dice? —exclamó Viviana, quitándosela de la mano.
—Mi jet privado está esperando en el aeropuerto. Jannis te acompañará. Nos vemos en Corfú.
—Qué horror —murmuró Paula.
—¿Qué horror? Estoy a punto de clavarte algo en un ojo. Anillos de cuatro millones de dólares, Ferraris, limusinas, aviones privados… dame una razón para que no me muera de envidia.
—Ese hombre me dejó plantada el día de la boda.
—Sí, es verdad. Pero un jet privado… —murmuró Viviana—. Seguro que hay mucho espacio. Y el asiento de delante no se te clavará en las rodillas, ni habrá comida de plástico. ¿Crees que debería hacerme un implante de pechos? Podría ir yo en tu lugar.
—Puedes ir en mi lugar porque yo no tengo intención de hacerlo —Paula miró la maleta—. ¿Qué es eso?
—Jannis ha dicho que era para ti.
—¿Jannis? ¿La llamas por su nombre de pila? Veo que os habéis hechos amigas.
—No digas tonterías —Viviana abrió la maleta—. Dios mío… vestidos envueltos en papel de seda. Y zapatos. ¿Te ha comprado un vestuario nuevo?
—Probablemente no quiere que aparezca con mi triste falda negra —Paula acarició uno de los vestidos con expresión soñadora antes de cerrar la maleta de golpe—. Devuélvesela a Jannis.
—¿Qué? Te ha invitado a Corfú, tienes que ir.
—¿Como que tengo que ir? No tengo que hacer nada.
Pedro sólo quiere recuperar el anillo.
—Pero esos zapatos eran de Christian Louboutin… ¿tú sabes lo que valen?
—¿Y tú has visto el tacón que tienen? No sé lo que valen, pero sé lo que costaría la operación para arreglarme los tobillos rotos.
Viviana se cruzó de brazos, mirándola con expresión decidida.
—Si esto es por la mujer con la que lo viste en la revista, ya te he dicho que no está con ella. Salió en todas partes que habían roto y yo sé por qué: después de acostarse contigo se dio cuenta de que tú eras la única para él.
—Si quieres que suene romántico vas a tener que hacerlo mejor —replicó Paula.
Pero no podía negar que desde que supo que Pedro había roto con Mariana se había animado un poco. Había sido como caminar en la oscuridad y descubrir de repente que llevaba una linterna en el bolsillo.
—Estás embarazada, vas a tener un hijo de Pedro. Y él tiene derecho a saberlo.
—Se lo contaré, no te preocupes.
—¿Y por qué no se lo cuentas en Corfú? Puedes contarle lo del niño y pasar unas vacaciones maravillosas en una isla griega.
Paula tragó saliva, mirando la maleta.
—No quiero volver a Corfú.
Todo había ocurrido allí. Allí se había enamorado. Allí le había roto el corazón.
—La vida es dura —dijo Viviana, siempre tan práctica—. Pero es mucho más sencilla con cuatro millones de dólares y, al menos, te enfrentarás con el mundo llevando unos zapatos de Christian Louboutin.
—No creo que pudiera ponérmelos con la escayola.
—Apóyate en su brazo mientras los llevas puestos. Para eso están los hombres.
—Yo no quiero un hombre.
Viviana suspiró.
—Sí lo quieres, lo que pasa es que te da miedo. Pero míralo de este modo, Pau: las vacaciones empiezan mañana y la alternativa es quedarte aquí, sola y triste. Mejor ser rica y feliz en Grecia,¿no? Ponte esos zapatos de tacón y písale el cuello.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)