domingo, 13 de noviembre de 2016

AVENTURA: CAPITULO 10




Paula partió el sábado por la mañana, muy animada, sintiéndose casi como una adolescente.


Una vez que dejó atrás la autopista, tomó una carretera secundaria, con el hermoso espectáculo de la verde campiña de Hertfordshire brillando bajo el sol. Iba cantando con la radio, contenta por poder ir despacio, disfrutando del paisaje. 


Estaba deseando ver a Pedro, pero no tenía intención de llegar antes de tiempo. Quería que él llegase primero, que la esperase impaciente, que la chimenea estuviese encendida cuando ella llegara...


Pedro no le había contado cómo era, pero imaginaba una casa antigua, rústica, con vigas de madera y quizá una cama con dosel.


Eardismont era muy pintoresco, con una antigua iglesia, casitas de tejado puntiagudo y un par de pubs en la calle principal. En otro momento, se habría dedicado a explorar, pero Paula pisó el acelerador una vez pasado el pueblo.


Su casa, le había dicho Pedro, estaba en una propiedad privada cerca del lago, pero cuando se acercaba, Paula levantó una ceja. La casa no era una típica edificación de madera... era o había sido un establo y debía pertenecerle a Pedro porque la estaba esperando en la puerta, con el pelo movido por la brisa y una sonrisa de bienvenida.


En cuanto bajó del coche, él la tomó en brazos antes de que pudiera decir una palabra.


—Llegas tarde.


—Quería que tú llegaras antes y me esperases impaciente.


—Impaciente estoy.


—Venga, vamos a explorar un poco.


—No hay mucho que explorar —sonrió Pedro, llevándola al interior de la casa. El salón, que ocupaba todo el piso de abajo, estaba amueblado sin tener en cuenta el origen del edificio. De las ventanas colgaban cortinas de lino, y de lino estaban tapizados también los dos enormes sofás. Sobre una mesa de mármol y cristal, un mítico león alado.


—Es griego —explicó Pedro—. Y eso también —añadió, señalando una mesa sobre la que había un casco de bronce que podría haber llevado Agamenón.


En lugar de una chimenea de piedra, había una abertura cuadrada en una de las paredes... decorada con algo así como unas llamas de bronce bailando sobre unas piedras.


Un altorrelieve de piedra colgaba sobre la pared; era un grabado griego, pero no había más cuadros ni objetos decorativos.


—¿La has decorado tú o lo ha hecho un decorador profesional? —preguntó Paula, perpleja.


—Lo he hecho yo —contestó él, llevándola por una escalera de caracol hasta el dormitorio. Pero en lugar de una antigua cama con dosel, había una cama grande y muy moderna frente a un enorme aparato de televisión.


—Esas puertas llevan al saloncito y al cuarto de baño, pero sólo hay una cama. Si no quieres compartirla, puedo dormir en uno de los sofás.


—¿Roncas?


—No lo sé. ¿Y tú?


—Yo tampoco lo sé.


Se miraron a los ojos, en silencio, y luego se echaron uno en brazos del otro, con un ansia que parecía desbocarse en aquel momento, arrancándose la ropa a manotazos. Pedro cayó sobre la cama con Paula entre sus brazos, besándola con desesperación, los dos abrumados de deseo.


—Te mentí —dijo Pedro después.


—¿Sobre qué?


—Te dije que no te llevaría a la cama en cuanto llegaras a mi casa.


—¿Me he quejado yo? —sonrió ella, apartándose el pelo de la cara—. Pedro, se me acaba de ocurrir una cosa.


—¿Qué?


—¿Dónde está la cocina?


—Abajo.


—Me he quedado tan estupefacta por la decoración que no la he visto.


—Mis antigüedades necesitan espacio, como yo. En una de las casitas del pueblo iría dándome golpes con todo.


—Necesitamos comida —rió Paula, cuando su estómago empezó a protestar.


La cocina era más que funcional, diminuta, con espacio apenas para una mesa al lado de una puerta de cristal que daba al jardín.


—El almuerzo es bastante básico —le advirtió Pedro—. Siéntate, eres mi invitada.


Paula estuvo encantada de obedecer. Se sentía feliz viendo a Pedro colocando una cesta de pan y una bandeja de quesos sobre la mesa.


—Voy a calentar la sopa.


—Estoy muerta de hambre. Esperaba que me invitases a un café nada más llegar...


—Pensaba hacerlo, pero me quedé sin sangre en el cerebro nada más verte. Me gusta, mucho, pero mucho tenerte en mi casa, Paula Chaves.


—A mí también —sonrió ella.


—Come, tienes que recuperar las fuerzas —le ordenó él—. Te lo advierto: no pienso parar en todo el fin de semana. 
Después de comer, sugiero que demos un paseo por el campo y, luego, un té delante de la televisión. No en la cama —añadió, como si hubiera leído sus pensamientos—. Hay una televisión al lado de la chimenea.








AVENTURA: CAPITULO 9





Cuando Pedro la llamó por la noche y Paula le contó su entrevista con el pequeño de los Morrell, él comentó que denunciar a Daniel a la policía no sería buena publicidad para Alcom.


—Pero si quieres hacerlo...


—En realidad, fueron cuatro chicos. Además, no voy a denunciarlo —sonrió Paula—. Pero no pienso dejar que se vaya de rositas. He decidido que va a arreglarme el jardín.


—¡Buena idea!


—¿Qué castigo te pusieron a ti por intentar entrar en el dormitorio de esa chica?


—Brutal. Me quedé sin salir durante todo un mes.


—Qué triste. ¿Y el objeto de tu pasión te esperó todo un mes?


—De eso nada. Se lió con mi mejor amigo.


—Ah, qué pena. ¿Te rompió el corazón?


—Del todo. Yo estaba loco por Charlie.


Paula soltó una carcajada.


—Eres tonto.


Charlaron durante un rato, pero al fin Pedro le dijo que tenía una llamada por la otra línea.


—Mañana tengo una aburridísima cena de trabajo, pero te llamaré cuando llegue a casa.


—No tienes por qué.


—Yo creo que sí. Hasta mañana, cariño.


—Buenas noches —dijo ella, suspirando mientras colgaba el teléfono.


La habían llamado «cariño» muchas veces en su vida, pero nunca con la voz de Pedro Alfonso, una voz que hacía que le temblasen las rodillas.


Estaba en la cama la noche siguiente, leyendo, cuando él la llamó.


—¿Te he despertado?


—No, estaba contando los minutos hasta que llamases —bromeó ella, aunque era verdad.


—Me gustaría creerte... Bueno, cuéntame qué ha sido del pirómano. ¿Cómo ha reaccionado al oír que lo sentenciabas a trabajos forzados?


Paula le describió la expresión de Daniel cuando le dijo que no iba a denunciarlo, pero que exigía una compensación por el daño que le había causado a su negocio...


—El pobre se puso amarillo cuando pensó que iba a tener que pedirle dinero a su padre.


Pedro soltó una risita.


—Me habría gustado ver su cara.


—Cuando le dije que tendría que arreglarme el jardín, el pobre estuvo a punto de besarme. Así que voy a tener jardinero...


—¡No le dejes entrar en tu casa!


—¿Por qué no?


—Las hormonas de un adolescente son muy peligrosas.


—Soy un poquito mayor para Daniel, ¿no crees?


—El atractivo de una mujer mayor es irresistible, te lo aseguro.


—¿Hablas por experiencia?


—Absolutamente. De pequeño me enamoré de la mujer del director de mi colegio.


—¿Antes o después de intentar entrar en el dormitorio de la chica?


—Al mismo tiempo. Entonces, tenía hormonas para dar y tomar —contestó Pedro—. Así que hazte un moño y no te pintes los labios.


—¿Alguna cosa más? —rió Paula.


—No, te llamaré mañana. Buenas noches, cariño.


Pedro la llamaba casi todos los días, pero nunca sabía cuándo y una noche tuvo que acudir a uno de los eventos del ajetreado calendario social de la ciudad. Cuando volvió a casa, había un mensaje de Pedro en el contestador... pero un mensaje no era como charlar con él. El sexo tenía la culpa, se dijo. Después de tres años de abstinencia, le estaba afectando al cerebro.


Después de un sábado solitario frente a la televisión, sabiendo que Pedro no iba a llamarla aquel día, Paula se levantó temprano para hacer las tareas. Divertida, vio que Daniel ya estaba en el jardín, en chándal.


—Buenos días, señorita Chaves —la saludó el chico—. Mi madre no quiere que mi padre sepa que estoy aquí, así que no he podido traer herramientas de jardinería.


—No te preocupes, las mías están en la leñera. ¿Necesitas instrucciones o sueles arreglar el jardín de tu casa?


—Ayudo a mi padre algunas veces, así que sé lo que hay que hacer —contestó Daniel—. A menos que quiera que le construya una fuente o algo así...


—No hace falta —rió Paula—. Sólo quiero que podes un poco el aligustre, pero poco. Si tienes tiempo, luego podrías recortar el seto. A las once haremos un descanso para tomar café, pero llegarás a tu casa a la hora de comer. ¿Te parece bien?


—Puedo trabajar hasta más tarde. Los domingos comemos a las tres.


—Da igual, tocaré el silbato a la una. No hace falta que hagas horas extra.


Paula se llevó un encargo al dormitorio, desde cuya ventana podía observar a su joven jardinero. Aparentemente, sabía lo que hacía.


Ignorando las advertencias de Pedro, decidió ofrecerle un café dos horas después. Daniel se quitó las botas llenas de barro, se lavó las manos y se sentó con ella en la cocina para tomar café con galletas, un poquito más cómodo. En cuanto terminó de comer, le dio las gracias, se puso las botas y volvió al jardín para seguir con su tarea.


Cuando Paula dio por terminado el trabajo, Daniel se ofreció a volver el domingo siguiente.


—Aún queda mucho por hacer —insistió.


—No hace falta, pero te lo agradezco —sonrió Paula—. Además, no estaré aquí el domingo que viene.


Porque estaría con Pedro.







sábado, 12 de noviembre de 2016

AVENTURA: CAPITULO 8





Hay algo muy erótico en escapar de tu casa de madrugada —murmuró Pedro cuando por fin se despedían—. Te llamaré esta noche.


Paula saltó de la cama después de un par de horas de sueño, se metió bajo la ducha hasta que consiguió espabilarse y luego, con desgana, se puso a trabajar. La cocina debía estar inmaculada y toda señal de su turbulenta noche borrada del dormitorio y del cuarto de baño antes de vestirse y ponerse la pintura de guerra.


—Pareces un poco cansada esta mañana, jefa —observó Angela, la primera en llegar—. ¿Qué tal la cena? ¿Le gustó a nuestro nuevo casero?


—Desde luego que sí —contestó Paula.


—¿Piensas volver a verlo?


—Vuelve a Londres esta mañana...


—No te he preguntado eso.


Paula levantó las manos en señal de rendición.


—Muy bien, muy bien. Hemos quedado en vernos dentro de dos semanas... pero sólo si tú te ocupas de la tienda el sábado.


—Claro que sí —dijo Angela, impaciente—. ¿Va a volver por aquí?


—No. He quedado con él en su casa de campo.


—¿Ah, sí? ¿Dónde está?


—No estoy segura... en Hertfordshire.


La llegada de las otras puso fin a la charla y Paula estuvo trabajando sin descanso toda la mañana.


Cuando fue a una empresa de reformas que había contratado en el pasado, y que también estaba en la lista de Pedro, se sorprendió al saber que Frank Crowley ya había recibido instrucciones de Alcom para darle un presupuesto.


Y sonrió, triunfante, mientras le enseñaba a Angela, Luisa y Helena los planos de la ampliación del local.


—Tendremos un probador estupendo y espacio para todo.


—¿Cuándo estará listo, jefa? —preguntó Helena impresionada.


—Según Frank Crowley, muy pronto. El nombre de Alcom es como una varita mágica.


—Me encanta que vayan a construir salas de cine en la ciudad —dijo Luisa—. Ya no tendré que conducir durante horas para que mis niños vean una película de Disney.


—Hablando de niños... es hora de irte —sonrió Paula, mirando el reloj.


—Supongo que es Pedro el que mueve la varita mágica —dijo Angela cuando las otras se marcharon.


—Sí, pero prefiero que nadie sepa que estoy saliendo con él

.
—No diré una palabra —sonrió su amiga, llevándose una mano al corazón—. Ni siquiera a Felipe.


—Gracias. Como le dije a Pedro, los murmuradores podrían decir que he conseguido el local porque me acuesto con él. Según muchos, sólo conseguí el primero por acostarme con Patricio Morrell.


—Mira el lado bueno del asunto —rió Angela—. Podrían haber dicho que lo conseguiste acostándote con su padre.


Paula soltó una carcajada. Más tarde, con una taza de café en la mano, entró en el estudio para revisar unos papeles. 


Pero antes de empezar, se sentó en el sofá. No podría empezar a trabajar antes de que Pedro la llamase.


Eso la preocupaba un poco. Hacer el amor con él había sido tan sublime que aún temblaba al recordarlo. Pero enamorarse de él... o de cualquier otro hombre, no entraba en sus planes. Ya había pasado por ahí y no tenía intención de arriesgarse a que le rompieran el corazón de nuevo.


Pero cuando sonó el teléfono, su corazón dio un vuelco al oír la voz de Pedro.


—¿Qué tal va todo, Paula?


—Muy bien. ¿Tú qué tal?


—Cansado. La autopista estaba colapsada y luego he tenido montones de reuniones —suspiró él—. Y por culpa de mi evidente fatiga, además, alguien ha sugerido que para próximos viajes delegue en otros ejecutivos de la firma.


—¿Y cómo has respondido tú?


—Me estiré todo lo que pude e informé a todo el mundo de que si quería revisar un proyecto personalmente, fuera el que fuera y en cualquier momento, iba a hacerlo.


—Muy bien. ¿Se pusieron a temblar?


—Por supuesto. A partir de mañana, la gente tendrá mucho cuidadito antes de abrir la boca.


—¡Déspota!


—Hay que usar el látigo de vez en cuando. Mi padre se ha quedo impresionado, por cierto. Y ahora, cuéntame tú. ¿Has ido a ver a Frank Crowley?


—Claro que sí. El nombre de Alcom hizo que se pusiera en acción de inmediato. Naturalmente, quiere quedar bien contigo para futuras obras.


—Si lo hace bien, ningún problema. Dije que me mande el presupuesto lo antes posible.


—Lo ha hecho esta misma noche. Y su cuñado, el electricista, también.


—Así todo queda en familia. ¿Qué estás haciendo ahora mismo?


—Estaba a punto de irme a la cama. Y tú deberías hacer lo mismo. Si no, mañana acabarás gritándole a todos tus empleados.


—Ahora mismo no estoy pensando en mis empleados, Paula—dijo él con voz ronca—. Lo de anoche fue tan emocionante que me va a parecer una eternidad hasta que vuelva a verte. Aunque no pienso llevarte a la cama en cuanto entres en mi casa, claro.


—¿Quieres que antes te haga la cena? —rió ella—. Además, no puedo ir a tu casa porque no sé dónde está.


—Ah, es verdad. ¿Tienes un papel?


Paula anotó la dirección y las indicaciones para llegar hasta su casa, sorprendida al descubrir que sólo sería una hora de viaje.


—¿Por qué elegiste Hertfordshire?


—Porque tengo amigos que viven por allí. Me enamoré de la casa nada más verla y ahora es mía. Te gustará, estoy seguro.


Probablemente le gustaría, pensó Paula después, mientras encendía el ordenador. Pero si tuviera un poco de sentido común se alejaría de Pedro Alfonso y su casa de campo antes de que se enamorase de los dos.


Pero ella era una mujer adulta, se recordó. De modo que podía mantener una aventura con un hombre, aunque fuese un hombre como Pedro, sin dejar que sus emociones se descontrolasen. Durante los últimos tres años no había habido ningún hombre en su vida por decisión propia. Pero ahora que Pedro Alfonso había aparecido en escena, sería una tontería decirle que no. Además, le gustaba la idea de tener un amante secreto. Era un arreglo perfecto: verse de vez en cuando en su casa de campo era mucho más excitante que vivir con él o salir con él a diario.


A la mañana siguiente, Paula estaba trabajando cuando Angela fue a decirle que la esperaban abajo.


—¿Quién es?


—La señora Morrell.


Paula levantó los ojos al cielo.


—¿Y qué demonios quiere?


—No me lo ha dicho. La he dejado esperando en el salón. Hace mucho frío, pero pensé que no la querrías en tu estudio —contestó Angela.


—Has hecho bien. Dile que bajo enseguida —suspiró Paula. 


Buscó un carmín de labios a juego con su jersey rosa y reemplazó los mocasines por unas botas negras de tacón antes de enfrentarse con una mujer que le disgustaba por más razones de las que Angela conocía.


Cuando abrió la puerta del salón, su visitante, bajita, gordita y con un traje carísimo, la miró con gesto aprensivo.


—Buenos días —la saludó Paula—. ¿Qué desea, señora Morrell?


—Buenos días. Sé que debería haber llamado antes de venir, pero pensé que si avisaba de mi llegada se negaría a verme.


—¿Y por qué iba a hacer eso? —preguntó Paula, señalando un sillón de brocado—. Siéntese, por favor.


—No, gracias. He venido para hablar de... Daniel.


—¿Su hijo? ¿Y qué tengo yo que ver con Daniel?


—Lo sabe perfectamente —contestó la señora Morrell—. Estos últimos días estaba muy nervioso y, al final, me ha contado que usted lo vio corriendo por la calle Stow la noche del incendio.


Paula no dijo nada.


—Había otros chicos con Daniel. No es justo que él se lleve todas las culpas —siguió la señora Morrell, angustiada—. Quiero saber si piensa denunciarlo.


—¿Y si lo hago?


—Dígame cuánto costaría que cambiase de opinión.


Esas palabras quedaron colgadas como bloques de hielo en la helada habitación.


—¿Ha venido a sobornarme? —exclamó Paula, incrédula.


—Yo no diría eso...


—¿Y qué diría que es esto entonces?


Daphne Morrell sacó un talonario del bolso.


—Dígame su precio.


—O sea, que ha venido a comprarme. ¿Su marido sabe algo de esto? Sí, claro, seguramente ha sido idea suya. Pensó que usted tendría más suerte...


—¡Desde luego que no! El no debe saber que he venido —la interrumpió Daphne Morrell, poniéndose colorada—. Por favor, señorita Chaves, se lo suplico. Daniel es un crío y yo no podría soportar verlo en un juicio... Si usted fuese madre, lo entendería.


Apretando los labios, Paula miró a su visitante un momento y después se dio la vuelta.


—Guarde el talonario, señora Morrell. Estoy muy ocupada y debo pedirle que se marche.


—¿Va a denunciar a mi hijo a la policía? ¿Por qué? ¿Porque yo no aprobaba su relación con Patricio?


—No —contestó Paula—. Pero eche la mirada atrás... hace unos años, cuando yo tenía la edad de Daniel. En esos días, no sacaba usted el talonario tan deprisa cuando le llevaba la ropa que mi madre copiaba del Vogue y otras revistas de moda, ¿recuerda? Nos hacía esperar semanas antes de pagar las facturas.


La mujer hizo una mueca, pálida.


—¿Y ésta es su venganza?


—Desde luego que no. No creo que un hijo deba sufrir por los pecados de sus padres.


—¡Gracias a Dios! Se lo agradezco muchísimo...


—No tan deprisa, señora Morrell —la interrumpió Paula—. Antes quiero tener una charla con Daniel. Dígale que venga a verme.


—No entiendo para qué —replicó la otra mujer. Pero al ver su gesto decidido, tuvo que capitular—. Muy bien, de acuerdo.


—Dígale que venga esta tarde a las seis... solo, por favor.


Daphne Morrell la miró, sorprendida.


—Su madre era una mujer tan pequeña, tan frágil. No se parece en absoluto a ella.


—Me parezco a mi padre, que era policía —replicó Paula, con orgullo—. Mi parecido con él era un consuelo para mi madre. Buenos días, señora Morrell.


Daniel Morrell era un chico moreno, guapo, tan parecido a su hermano que Paula sintió cierta aprensión al verlo.


—Hola, soy Dan Morrell. Mi madre me ha dicho que quería verme, señorita Chaves—murmuró, cortado.


Estaba nervioso. Estupendo.


—Buenas tardes. Entra, por favor.


Había pensado llevar al chico al salón, pero parecía tan asustado que decidió ir al estudio.


—Siéntate.


Dan se sentó al borde del sofá, pero ella se quedó de pie frente a la chimenea, usando su estatura para intimidarlo.


—¿Fuiste tú quien tiró los petardos en la calle Stow?


—Fue un accidente, señorita Chaves. Compramos un montón de petardos para hacer una fiesta en casa de un amigo, pero su padre no nos dejó tirarlos en el jardín y no se nos ocurrió otro sitio...


—Y los tirasteis detrás de las tiendas.


—Pero estábamos muy lejos, en serio, señorita Chaves. Yo no sé cómo pasó... no lo hicimos a propósito, de verdad. Tomamos precauciones —explicó el chico, pasándose una mano por el pelo— pero uno de los petardos debía estar defectuoso.


—Y salisteis corriendo.


—No estoy orgulloso de eso... además, fui yo quien llamó a los bomberos en cuanto vimos el fuego.


—Eso dice algo en tu favor, supongo —suspiró Paula—. Le he dicho a tu madre que no iba a denunciarte a la policía, Daniel, porque no creo en las cabezas de turco. Si había otros chicos contigo, lo justo es que todos carguéis con la culpa.


—Éramos varios, pero sólo yo tropecé en la farola. Usted me vio sólo a mí y lo justo es que yo cargue con esto. No voy a dar nombres.


—¿Cuántos erais?


—Otros tres más.


—Ya veo —Paula lo miró, en silencio—. Muy bien, 
D’Artagnan, veo que estás dispuesto a defender a los tres mosqueteros. ¿Has leído a Dumas?


—No, pero he visto la película —contestó Daniel, con una sonrisa tímida—. Bueno, ¿y qué va a pasar ahora?


—Vuelve mañana a las seis y te diré cuál es mi decisión.