viernes, 11 de noviembre de 2016

AVENTURA: CAPITULO 1





Cenar temprano había sido una tontería. Ahora tenía el resto de la noche por delante, sin nada que hacer más que ver la televisión en su habitación del hotel. Y era culpa suya. Uno de sus ayudantes debería haber hecho aquel viaje, pero a veces no podía resistir el deseo de escapar de su despacho... Aunque ir a una ciudad pequeña en viaje de negocios tampoco era precisamente soltarse el pelo.


Pedro sacó un bolígrafo y empezó a hacer el crucigrama del periódico. Mejor quedarse en el bar un rato, al menos allí tenía compañía... más o menos.


Pero antes de que rellenase la primera casilla, todo el mundo había salido del bar para cenar en el restaurante del hotel o en los pubs cercanos. Nada de compañía entonces.


Cinco minutos después, se percató de que había entrado una mujer. Pau muy alta y esbelta, pero con curvas en los sitios adecuados bajo un traje de chaqueta de corte masculino, con el pelo oscuro apartado de la cara. Sus ojos, también oscuros, brillaban mientras se apartaba un mechón que se había soltado de su moño. En el dedo, llevaba un anillo de diamantes.


Sin percatarse del escrutinio, Paula Chaves se dirigió a la barra. El bar se había quedado vacío justo antes de que entrase y sólo había un hombre leyendo el periódico. De modo que no había forma de pasar desapercibida...


Un poco nerviosa, pidió una botella de agua mineral y se la tomó a pequeños sorbos, esperando que volviese la gente.


Si no aparecía nadie, no podría pasar desapercibida. A menos que...


Paula miró al hombre que leía el periódico. Era atractivo, con el pelo castaño claro. Metro ochenta, pensó, a juzgar por el tamaño de sus piernas estiradas bajo la mesa, y seguramente ojos azules, aunque no podía verlos.


Cuando miró el reloj, comprobó que se estaba quedando sin tiempo y, arriesgándose a que su objetivo no estuviera esperando a nadie, se acercó a la mesa.


—¿Le importaría que me sentara con usted un momento? —preguntó—. No quiero ligar ni nada parecido, sólo necesito pasar desapercibida. Pensé que el bar estaría lleno de gente, pero no he tenido suerte.


—Encantado —dijo él, indicando una silla.


—Gracias —Paula se sentó, pero volvió a levantarse de un salto—. No se llamará Felipe, ¿verdad?


—Me temo que no. Me llamo Pedro Alfonso —sonrió él, mirándola con unos ojos tan oscuros como los suyos.


—Menos mal —suspiró la joven—. Yo soy Paula Chaves.


—¿Por qué necesita compañía mientras espera al tal Felipe?


—No voy a encontrarme con él. Estoy aquí como una especie de... red de seguridad para una amiga.


—¿Red de seguridad? —repitió él—. Cuénteme eso.


Paula vaciló.


—En realidad, es la historia de mi amiga, no la mía, pero en estas circunstancias, supongo que no le importará que se la cuente. Verá, mi amiga llegará dentro de un momento para conocer a un hombre...


—¿Y por qué la necesita a usted?


—Angela está divorciada y, a veces, se siente sola. Un día, sin pensarlo mucho, puso un anuncio en el periódico... ya sabe: mujer de cuarenta años, rubia, delgada, con sentido del humor, le gustaría conocer a un hombre con aspiraciones serias... Felipe es uno de los hombres que contestó al anuncio, pero después de quedar con él le entró miedo y a mí se me ocurrió un plan.


—A ver si lo adivino: si a su amiga no le gusta ese tal Felipe, usted aparecerá al rescate.


—Eso es —asintió ella—. Perdone, seguramente estaba usted haciendo algo. Si me presta el periódico, intentaré taparme la cara...


—No, sólo estaba matando el tiempo antes de subir a mi habitación —contestó Pedro, mirando hacia la puerta—. Espere, creo que ha entrado el tal Felipe.


El hombre que acababa de entrar en el bar tenía el pelo oscuro, con las sienes plateadas, y llevaba una chaqueta de tweed de muy buen corte, advirtió Paula, con su ojo profesional.


—Espero que sea él —murmuró—. Tiene buena pinta. Y la edad adecuada.


—La edad adecuada para su amiga, supongo.


—Sí, claro. Le advertí a Angela sobre eso... un hombre de cuarenta años seguramente buscaría una chica de veinte con una talla de sujetador más grande que su cociente intelectual. El 3 B es crisálida, por cierto.


—Ah, es verdad —sonrió Pedro—. ¿Esa es su amiga?


Paula levantó la mirada y vio a Angela White vacilando en la puerta. Por su expresión, parecía a punto de salir corriendo. 


Pero el hombre de las sienes plateadas se acercó, sonriendo. Paula escondió la cara bajo el periódico.


—No me atrevo a mirar. ¿Qué está pasando?


—Se han sentado en una mesa.


—¿Ella parece contenta?


—Los dos están sonriendo.


Paula sonrió también, aliviada.


—Entonces, mis servicios ya no serán necesarios. Me iré enseguida.


—¡No puede irse! —exclamó Pedro—. ¿Su amiga va a hacerle alguna señal?


—Dentro de cinco minutos irá al guardarropa y yo iré tras ella para que me cuente. Si Felipe no le ha gustado, la llamaré al móvil inventando una emergencia. Pero si le gusta, sólo tengo que irme a casa.


Pedro Alfonso sacudió la cabeza.


—Yo tengo una idea mejor. La invito a una copa y terminamos el crucigrama juntos mientras observamos a su amiga. A menos que haya alguien esperándola en casa, claro.


—Nadie.


—Estupendo. A mí tampoco. Y el 16 C es parapeto. 


Seguramente no había nadie esperándolo en el hotel, pero en su casa... ésa era otra historia, pensó ella.


—Atención, su amiga se ha levantado.


Paula esperó un minuto antes de hacer lo propio, pero lo hizo tan rápido que tiró el bolso al suelo. Cuando Pedro se levantó para ayudarla, descubrió que era mucho más alto de lo que había imaginado. Y sonrió, sorprendida.


—¿De qué se ríe?


—Se lo contaré cuando vuelva.


Angela estaba esperándola en el guardarropa.


—¿Quién es ese hombre tan guapo? —le preguntó.


—Eso da igual... cuéntame. ¿Es interesante Felipe? ¿Te gusta? ¿Vas a quedarte...?


—Sí, voy a cenar con él.


—¿Dónde?


—Aquí, en el hotel —sonrió Angela—. Muchas gracias, jefa. Sin ti, me habría echado atrás y habría sido una pena porque Felipe parece un hombre encantador. Y creo que le gusto.


—Claro que le gustas. Pásalo bien y mañana me das el informe completo.


—¿Te vas a casa? 


Paula pestañeó.


—Voy a tomar una copa con ese hombre tan guapo, así que adiós. Nos vemos mañana.


Antes de volver al bar pasó por el lavabo para retocarse el carmín de los labios. Pensó en soltarse el pelo, pero decidió no hacerlo. Demasiado obvio. De modo que se colocó el mechón rebelde y volvió con Pedro.


El tenía su móvil en la mano.


—Se le ha caído del bolso.


—Ah, gracias —murmuró ella, mirando alrededor.


—Se han ido.


—Van a cenar en el hotel.


—Estupendo. ¿Qué tal si tomamos una copa?


Paula pidió una copa de vino, mirando a Pedro Alfonso con franca curiosidad mientras iba a la barra. Muy alto, más bien delgado, con pinta de estar en forma, era atractivo y muy masculino. Y, en contraste con sus marcadas facciones, tenía un aire de serenidad que le gustaba. Aunque normalmente le gustaban los hombres morenos y sombríos. 


¿Los hombres?, se preguntó, sin poder evitar una sonrisa amarga. ¿Qué hombres?


—¿Sigue riéndose? —preguntó él, cuando volvió con las copas.


—Ah, sí, es que antes, cuando entré en el bar, pensé al verlo: metro ochenta, ojos azules... y me había equivocado en ambas cosas.


—Sólo por unos centímetros. ¿Y usted? ¿Cuánto mide, uno setenta y ocho?


—Descalza, sí. Con tacones, bastante más.


—¿Le importa?


—No, ya no.


—¿Pero solía importarle?


Paula levantó una ceja mientras tomaba un sorbo de vino.


—¿Ahora jugamos a las veinte preguntas, en lugar de hacer el crucigrama?


—Lo terminé mientras estaba fuera —sonrió él, mostrándole el periódico.


—En ese caso, no hay ninguna razón para que me quede.


—Claro que hay una buena razón: me gustaría que se quedase.


—Muy bien, pero sólo un ratito —después de haberle forzado a soportar su compañía, Paula se sentía halagada por su interés—. ¿Si lo hago, seguirá haciéndome preguntas?


Pedro Alfonso se encogió de hombros.


—Es lo que hace la gente que acaba de conocerse. Venga, hábleme de usted.


Ella le contó que era soltera, que tenía su propio negocio y una casa en una de las zonas más agradables de la ciudad.


—Ahora le toca a usted.


—Lo mismo, más o menos. Soy soltero, tengo una casa y ayudo a dirigir el negocio familiar. He venido para hacer un viaje de reconocimiento... Vives en una ciudad preciosa, Paula —sonrió Pedro, tuteándola por primera vez.


Ella le contó anécdotas de la ciudad y le dijo que buscase las placas azules que señalaban los edificios históricos, pero su estómago empezó a protestar, recordándole que no había comido desde el desayuno.


—Gracias por la copa y por tu ayuda. Pero antes de irme, confiesa: ¿qué pensaste cuando me acerqué?


—Que era mi día de suerte —contestó él—. ¿Tienes que irte? No es muy tarde.


—Tengo que irme a casa.


—Bueno, te acompaño hasta el coche.


Cuando estaban en la calle, Paula le ofreció su mano.


—Buenas noches, Pedro. Y gracias otra vez.


—De nada —sonrió él, estrechando su mano con fuerza.


Alguien la llamó entonces y Paula se volvió para saludar. 


Luego entró en el coche a toda velocidad.


Unos segundos después, cuando miró por el espejo retrovisor y lo vio en los escalones del hotel, tuvo que sonreír, recordando el masculino apretón de manos que, tontamente, la había afectado más de la cuenta. Hacía tanto tiempo desde la última vez...


La sonrisa desapareció cuando llegó a casa y vio a un hombre esperando entre las sombras del porche.


—Hola —dijo su visitante—. Hace siglos que no nos vemos.


Paula salió del coche y cerró la puerta de golpe, mirándolo con hostilidad.


—¿Qué estás haciendo aquí, Patricio?


—Por favor... —sonrió él—. Seamos civilizados. Vamos a tomar una copa... o un café, si has tomado demasiadas en el hotel Ángel. Aunque el alcohol nunca ha sido una de tus debilidades.


Paula lo miró, disgustada, al comprobar que, como tantas otras veces, era él quien había bebido demasiado.


—¿Cómo sabes que he estado en el hotel Ángel?


—Vi tu coche en el aparcamiento cuando salía del bar que hay frente al hotel. Siempre voy allí después de una de las cenas obligatorias con mis padres. ¿Quién era ese hombre?


—¿Por qué te interesa tanto?


—¿Tienes que ser tan beligerante? He venido a hacerte un favor. Vamos, déjame pasar.


—Márchate, Patricio —murmuró ella, sacando las llaves del bolso—. No te quiero en mi casa...


Pero antes de que pudiera detenerlo, él le quitó las llaves de la mano y la apartó mientras abría la puerta. 


Afortunadamente, enseguida saltó la alarma.


—¡Desconecta eso, Paula!


—Será mejor que te vayas, Patricio. Si no lo haces, te denunciaré a la policía —le espetó ella, al oír una sirena a lo lejos—. Y no creo que a tus papás les hiciera gracia.


Fulminándola con la mirada, él vaciló un momento, pero luego bajó los escalones del porche, tropezando en su prisa por marcharse de allí. Paula pulsó el código que desconectaba la alarma, sonriendo con desprecio cuando la sirena se perdió a lo lejos. Patricio estaba demasiado borracho como para distinguir una sirena de policía de la de una ambulancia.


La sonrisa desapareció cuando sonó su móvil.


—¿Cómo has conseguido mi número? —dijo a modo de saludo.


—Por un método muy taimado —contestó una voz profunda y perezosa, muy diferente de la de Patricio Morrell, pero reconocible de inmediato.


—Ah, pensé que eras otra persona...


—Soy Pedro Alfonso. Nos hemos conocido hace un rato.


—Lo sé, lo sé. Siento haber contestado así.


—¿Ocurre algo?


—Nada, estoy bien. Pero, ¿cómo has conseguido mi número?


—Cuando se te cayó el móvil del bolso hice una pequeña investigación. ¿Te importa?


—No, supongo que no —contestó ella, sorprendida de sí misma.


—Me alegro. Nos interrumpieron antes de que pudiera preguntarte si volveríamos a vernos. ¿Por qué no cenamos juntos mañana?


Paula se quedó muy quieta, mirándose al espejo del pasillo. 


Había pasado mucho tiempo desde la última vez que aceptó una invitación de ese estilo. Pero quizá había llegado el momento.


—Prometo no tocar el crucigrama hasta que nos veamos.


—¡Qué oferta tan generosa!


—¿Eso es un sí?


De repente, la idea de cenar con Pedro Alfonso le parecía el antídoto perfecto para su encuentro con Patricio Morrell.


—¿Por qué no? Pero no en el hotel Ángel, por favor.


—Es tu ciudad, tú eliges. Dime dónde y a qué hora e iré a buscarte.


Pero Paula no pensaba darle su dirección a un completo extraño, aunque fuese tan interesante como Pedro Alfonso.


—Si estás en la puerta trasera del Ángel a las ocho, te llevaré al Fleece. No está lejos.


—Allí estaré. Que duermas bien, Paula Chaves.


Más tarde, mientras se hacía unos huevos revueltos, Paula no podía dejar de sonreír. Y cuando finalmente se fue a la cama, estaba segura de que, después de hablar con Pedro Alfonso, no tendría ningún problema para dormir. Lo cual era muy interesante. Su encuentro con el hombre del que una vez estuvo enamorada la había exasperado tanto que pensó que iba a estar toda la noche en vela. Sin embargo, después de una breve conversación con aquel extraño, se sentía tranquila de nuevo.





AVENTURA: SINOPSIS





Él no preveía las consecuencias de que los secretos de ella salieran a la luz...


La bella e independiente Paula Chaves quería mantener en secreto el explosivo romance que tenía con Pedro Alfonso. 


Ya había sobrevivido a un escándalo y no quería tener que enfrentarse a otro.


Sin embargo, el guapísimo millonario tenía otros planes. 


Pedro no sólo quería hacer pública su relación, también quería convertir a Paula en su esposa. Lo que no quería era ningún escándalo.





jueves, 10 de noviembre de 2016

SOMBRAS DEL PASADO: CAPITULO FINAL




Estaba doblando una camisa cuando oyó jaleo en la calle. 


No podía ser el taxi tan pronto. A punto de asomarse a la ventana, alguien llamó a su puerta.


–Paula, abre la puerta.


¿Qué estaba haciendo Pedro allí?


–Deja de aporrear la puerta. Los materiales de estos apartamentos son pésimos –dijo abriendo con cautela–. ¿Ocurre algo? –preguntó preocupada al ver su expresión–. No tienes buena cara.


–¿Estás enferma? Vassilis me ha dicho que te llevó al hospital


–Belen está en el hospital. Se cayó y me ha pedido que le lleve unas cosas. El taxi llegará en cualquier momento.


–¿Por qué te fuiste? –preguntó sujetándola de la muñeca para impedir que se diera la vuelta–. Habíamos acordado pasar la noche juntos.


Consciente de que los vecinos debían estar disfrutando con el espectáculo, pasó junto a él y cerró la puerta.


–Es lo que ocurre con el sexo sin ataduras. No debería haber accedido. No estaba cumpliendo las reglas. Además, Belen me necesitaba y, cuando sonó tu teléfono, me pareció el momento adecuado para marcharme –dijo Paula y se fue al dormitorio para acabar de recoger las cosas de Belen–. Así que te marchas a Nueva York, ¿eh?


–He de ocuparme de un asunto de trabajo, pero antes debo resolver aquí unas cuantas cosas.


Paula se preguntó si ella sería una de esas cosas. 


Quizá Pedro estuviera intentando encontrar la manera de recordarle que su relación no había sido nada serio.


–Tengo que volver al hospital. Belen se ha roto una muñeca. Tengo que llevarle ropa y comprarle un billete de avión para volver a Maine. Me ha invitado a pasar el mes de agosto allí con ella. Voy a decirle que sí.


–¿Es eso lo que quieres?


«Por supuesto que no es lo que quiero».


–Será fantástico. ¿Querías algo, Pedro? Porque tengo que llevarle la ropa al hospital y luego pelearme con la wifi para comprar el dichoso billete. Antes de que Internet dejara de funcionar, vi que iba a ser un viaje de más de diecinueve horas, así que voy a irme con ella porque no puede hacerlo sola. Claro que como no me da el presupuesto para un billete a Estados Unidos, voy a tener que hacer un juego de malabares para financiarlo.


–¿Y si quiero cambiar las reglas?


–¿Cómo?


–Has dicho que no estabas cumpliendo las reglas –dijo observándola con atención–. ¿Y si quiero cambiar las reglas?


–Tal y como me siento ahora, diría que no.


–¿Cómo te sientes?


Estaba completamente segura de que no quería que contestara a aquella pregunta.


–El taxi llegará en cualquier momento y tengo que reservar los vuelos…


–Te llevaré al hospital y luego pediré que preparen el Gulfstream. Podemos volar directamente a Boston, así que asunto arreglado. Ahora, cuéntame cómo te sientes.


–Espera un momento. ¿Estás ofreciendo llevar a Belen en tu avión privado? Cuando te he dicho que no podía permitírmelo, no estaba pidiendo un donativo.


–Lo sé. Pero parece que Belen está en apuros y siempre estoy dispuesto a ayudar a los amigos en apuros.


Aquello confirmaba todo lo que sabía de él, pero, en lugar de animarse, se sintió peor.


–Es amiga mía, no tuya.


–Espero que tus amigos sean pronto mis amigos. ¿Podemos concentrarnos un momento en nosotros?


–¿Nosotros?


–Si no quieres hablar de tus sentimientos, entonces lo haré yo. Antes de que nos marcháramos de la isla esta mañana, tuve una larga conversación con mi padre.


–Me alegro.


–Siempre creí que sus tres matrimonios eran errores, algo de lo que se arrepentía, pero hoy me he dado cuenta de que no se arrepiente de nada. Sí, sufrió, pero eso no afectó a su convicción de que el amor existía. Confieso que ha sido toda una sorpresa para mí. Pensaba que, si hubiera podido dar marcha atrás al reloj para hacer las cosas de otra manera, lo habría hecho. Cuando mi madre se fue, fui testigo de lo mucho que sufrió, y eso me asustó.


Su sinceridad la conmovió, pero contuvo el deseo de rodearlo con sus brazos y abrazarlo.


–No tienes por qué contarme esto. Sé que odias hablar de estas cosas.


–Quiero hacerlo. Es importante que lo entiendas.


–Lo entiendo. Tu madre te abandonó. Es normal que no creyeras en el amor. ¿Por qué ibas a hacerlo? Nadie te lo demostró.


–A ti tampoco y nunca has dejado de creer en él.


–Quizá soy tonta –dijo Paula esbozando una medio sonrisa.


–No, eres la mujer más inteligente, divertida y sexy que he conocido en toda mi vida y de ninguna manera voy a dejar que salgas de mi vida. He venido para renegociar las condiciones de nuestra relación.


Al oír aquello, Paula contuvo la risa. Solo Pedro podía hacer que pareciera un asunto de negocios.


–¿Es porque sabes que siento algo por ti y te doy lástima? Porque, sinceramente, estaré bien. Lo superaré.


Confiaba en que aquello sonara más convincente de lo que se sentía.


–No quiero que me olvides ni que nadie se aproveche de ti.


–Sabré cuidarme yo sola. He aprendido mucho de ti.


–Eres muy ingenua y necesitas que alguien con un punto de vista menos optimista cuide de ti. No quiero que esto sea una relación sin ataduras, Paula. Quiero más.


–¿De qué estamos hablando? ¿Cuánto más?


–Todo –respondió acariciándole el pelo–. Me has hecho creer en algo que pensé que no existía.


–¿En cuentos de hadas?


–En amor, me has hecho creer en el amor –dijo y respiró hondo–. A menos que esté muy equivocado, creo que tú también me amas. Probablemente es más de lo que me merezco.


Paula sintió que el corazón se le encogía. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se llevó la mano a la boca.


–Voy a llorar y lo odias. Lo siento, será mejor que salgas corriendo.


–Es cierto que odio que llores, pero no voy a salir corriendo. ¿Por qué iba a marcharme cuando lo mejor de mi vida está aquí? –dijo y se llevó la mano al bolsillo y sacó un pequeño estuche–. Paula, eres esa persona especial para mí. Sabes que me gusta cumplir objetivos y, ahora mismo, el más importante es convencerte de que te cases conmigo. Skylar no hace anillos de compromiso, pero espero que te guste esto.


–¿Me estás pidiendo que me case contigo? ¿Me quieres, estás seguro? –dijo, y abrió el estuche y sacó un anillo de diamantes–. Estoy empezando a creer en los cuentos de hadas después de todo. Yo también te quiero. No pensaba decírtelo, no me parecía que fuera justo para ti. Desde el principio dejaste las reglas claras y yo las rompí. Fue culpa mía.


–Sabía cómo te sentías. Iba a obligarte a que me lo contaras, pero entonces sonó el teléfono y desapareciste. Para ti no es la primera vez que estás enamorada –comentó él con expresión seria.


–Eso es lo curioso –dijo alzando la mano para mirar de nuevo el anillo–. Pensé que lo había estado, pero después de estar contigo y de contarte tantas cosas, me di cuenta de que contigo era diferente. Creo que estaba enamorada del amor. Pensé que sabía qué cualidades quería en una persona. Tengo que cambiar y aprender a protegerme.


–No quiero que cambies, quiero que sigas siendo como eres. Yo puedo ser ese escudo protector.


–¿Quieres ser mi armadura?


–Si eso significa pasar el resto de mi vida pegado a ti, me parece bien.


Sus bocas se unieron y Paula pensó que aquella era la felicidad con la que tanto había soñado.


–Iba a pasar el verano en Puffin Island con Belen.


–Pásalo conmigo. Tengo que estar la semana que viene en Nueva York, pero antes podemos dejar a Belen en Maine. Luego podemos ir a San Francisco y empezar a planear nuestra vida juntos.


–¿Quieres que vaya contigo a San Francisco? ¿Qué clase de trabajo encontraría allí?


–Hay muchos museos, pero ¿qué te parece dedicar más tiempo a la cerámica?


–No puedo permitírmelo.


–Ahora sí porque lo mío es tuyo.


–No podría hacer eso. No quiero que nuestra relación se base en el dinero –dijo ella sonrojándose–. Quiero mantener la propiedad de mi vieja bicicleta, así que necesito que firmes uno de esos acuerdos prenupciales para protegerme en caso de que quieras hacerte con todo lo que tengo.


Pedro sonrió.


–Los acuerdos prenupciales son para gente que cree que sus relaciones no van a durar, theé mou.


Aquellas palabras y la sinceridad de su voz finalmente la convencieron de que lo decía de verdad, pero no era suficiente para convencerla de que aquello estaba pasando realmente.


–Ahora en serio, ¿qué aporto yo a esta relación?


–Tu optimismo. Eres una inspiración, Paula. Estás deseando brindar tu confianza, a pesar de haber sufrido. Nunca has tenido una familia estable y eso no te ha impedido creer que puede haber una para ti. Vives la vida conforme a lo que crees y quiero compartir esa vida contigo.


–¿Así que aporto una sonrisa y tú un avión privado? No sé si es un acuerdo justo.


–Lo es, aunque tengo que reconocer que el que sale ganando soy yo –dijo y la besó de nuevo–. Ser artista es perfectamente compatible con tener bebés. Viviremos entre Estados Unidos y Grecia.


–Espera. Vas muy rápido para mí. He pasado de ser dueña de una bicicleta a compartir un avión.


–Y cinco casas.


–Un momento –dijo ella, recapacitando en lo que acababa de decir–. ¿Has dicho bebés?


–¿Me equivoco? ¿Sueno muy tradicional? Lo que intento decir es que estoy dispuesto a cualquier cosa por ti.


–¿Quieres tener hijos? –preguntó y lo abrazó–. No, no te equivocas, tener hijos es mi sueño.


Pedro rozó sus labios con los suyos.


–¿Qué te parece si empezamos ya? Lo único en lo que pienso ahora es en lo guapa que vas a estar embarazada, así que tengo la sensación de que he retrocedido a la época del hombre neandertal. ¿Te molesta?


–Soy una experta en el homo neanderthalensis.


–No sabes cuánto me alegra oír eso –dijo tomándola en sus brazos.


–Hemos tenido sexo por diversión, sexo atlético y sexo con furia. ¿Qué clase de sexo es este?


–Sexo por amor –contestó Pedro junto a su boca–. Y va a ser el mejor.







SOMBRAS DEL PASADO: CAPITULO 23







Le picaban los ojos y buscó las gafas de sol en su bolso. Un coche se acercaba por el camino y reconoció que era el que los había llevado a la inauguración del museo. El coche se detuvo a su lado y Vassilis bajó la ventanilla y la miró.


–Hace mucho calor para ir andando, kyria. Entre en el coche. La llevaré a casa.


Estaba a punto de darle la dirección cuando su teléfono emitió un pitido. Era un mensaje de texto de Belen: Me he caído en el yacimiento y me he roto la muñeca. Estoy en el hospital. ¿Puedes traerme ropa?


–Vassilis, ¿puede llevarme directamente al hospital? Es urgente.


El hombre giró en dirección al hospital y la miró por el retrovisor.


–¿Hay algo que pueda hacer?


–Ya lo está haciendo, gracias.


Al menos, atender a Belen le daría otra cosa en la que pensar.


–¿Dónde quiere que la deje? –preguntó Vassilis al llegar al hospital.


–En urgencias.


–¿Sabe el jefe que está aquí?


–No, y no tiene por qué saberlo –dijo, y se echó hacia delante impulsivamente y le dio un beso en la mejilla–. Gracias por traerme. Es usted un encanto.


Paula encontró a Belen en urgencias, sola en una habitación. Estaba sentada, pálida y desconsolada, con la cara llena de moratones y la muñeca escayolada.


–¿Puedo darte un abrazo?


–No, porque soy peligrosa. Estoy de mal humor. ¡Es mi mano derecha! La mano con la que excavo, con la que escribo, con la que como… Estoy tan enfadada con Spy.


–¿Por qué, qué ha hecho?


–Me hizo reír. Me estaba riendo tanto que no miré dónde ponía el pie y me caí al agujero. Puse la mano para sujetarme y me di con la cabeza en una vasija que habíamos encontrado un rato antes. Ahora quieren hacerme más pruebas para asegurarse de que no tengo daños cerebrales.


–A mí me parece que tu cabeza está perfectamente, pero me alegro de que quieran asegurarse.


–¡Quiero irme a casa!


–¿A ese diminuto apartamento?


–No, me refiero a Puffin Island. No tiene sentido quedarme aquí si no puedo excavar. ¿Puedes conseguirme un vuelo a Boston? El médico me ha dicho que, si está todo bien, mañana mismo puedo volar. Mi tarjeta de crédito está en el apartamento –dijo y se tumbó cerrando los ojos.


–¿Te han dado algo para el dolor?


–Sí, pero no me ha hecho efecto. Me vendría mejor un tequila. Vaya, ¡qué egocéntrica soy! –exclamó y abrió los ojos–. No te he preguntado por ti. Tienes mal aspecto. ¿Qué ha pasado? ¿Qué tal la boda?


–Estupenda –contestó, esforzándose en mostrarse animada–. Me lo pasé muy bien.


–¿Cuánto de bien? Quiero que me cuentes detalles –dijo su amiga y entonces reparó en el collar de Paula–. Vaya. Eso es…


–Sí, de Skylar, de su colección Cielo mediterráneo.


–Me muero de envidia. ¿Te lo ha regalado él?


–Sí –contestó acariciándolo–. Tenía uno de sus jarrones. ¿Te acuerdas de aquel grande azul? Lo reconocí y, cuando se enteró de que conocía a Skylar, pensó que esto me gustaría.


–¿Te lo regaló sin más? Ese collar cuesta…


–No me lo digas o me sentiré obligada a devolvérselo.


–Ni se te ocurra. Te ha hecho un regalo muy bueno, Paula. ¿Cuándo vas a volver a verlo?


–Nunca. Esto era sexo por despecho, ¿recuerdas?


La sonrisa de Belen desapareció y frunció el ceño.


–Te ha hecho daño, ¿verdad? Voy a matarlo justo después de abollarle el Ferrari.


–Es culpa mía –dijo Paula y dejó de fingir que todo estaba bien–. He sido yo la que se ha enamorado. Todavía no entiendo cómo ha pasado porque somos muy diferentes –añadió sentándose al borde de la cama–. Pensé que no cumplía ninguno de los requisitos de mi lista, pero luego me di cuenta de que sí. Eso es lo peor de todo. No sé seguir reglas.


–¿Estás enamorada de él? ¡Paula! Un hombre como él no sabe amar.


–Estás equivocada. Quiere mucho a su padre. No le gusta demostrarlo, pero el vínculo entre ellos es muy fuerte. En lo que no cree es en el amor romántico. No cree en ese sentimiento.


Y sabía muy bien por qué. Había sufrido mucho y ese dolor había marcado su vida. Había dejado de sentirse seguro a una edad muy temprana y había decidido proveerse de otro tipo de seguridad, una que pudiera controlar. Así se había asegurado de que nadie volviera a hacerle daño nunca más.


–Olvídalo –dijo Belen tomándola de la mano–. Es un canalla.


–No, no lo es. Es sincero con lo que quiere. Nunca engañaría a nadie como hizo David.


–No es lo suficientemente bueno. Debería haberse dado cuenta del tipo de persona que eres y haberte llevado a casa aquella primera noche.


–Lo intentó. Me dijo exactamente a lo que estaba dispuesto y fui yo la que tomó la decisión.


–¿Te arrepientes, Paula?


–¡No! Han sido los mejores días de mi vida. Me gustaría que el final hubiera sido diferente, pero… –dijo y respiró hondo antes de continuar–. Voy a dejar de soñar con cuentos de hadas y a ser un poco más realista. Intentaré parecerme a Pedro y trataré de cuidarme yo sola. Así, cuando alguien como David aparezca en mi vida, será menos probable que cometa un error.


–¿Y tu lista de requisitos?


–Voy a tirarla. Al final, no ha servido para nada –aseveró y se puso de pie, haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad–. Me voy al apartamento a traerte ropa y a hacerte reserva en el primer vuelo.


–Ven conmigo. Te encantaría Puffin Island. Es un lugar precioso. Nada te retiene aquí, Paula. Tu proyecto ha terminado y no puedes permitirte pasar el mes de agosto recorriendo Grecia. Es un lugar espectacular, tienes que venir. Mi abuela pensaba que tenía efectos reparadores, ¿recuerdas? Creo que ahora mismo es lo que necesitas.


–Gracias, lo pensaré –dijo y le dio un abrazo a su amiga.


Tomó un taxi a casa e intentó no pensar en Pedro. Era ridículo sentirse tan hundida. Desde el principio, sabía que solo había un final para aquello. Estaría bien siempre y cuando estuviera ocupada. Pero ¿y él? La siguiente mujer con la que saliera no sabría nada de su pasado porque no se lo contaría. No le entendería. No encontraría la manera de atravesar las capas de protección entre el mundo y él, y lo dejaría. No se merecía estar solo, se merecía ser amado.


Se contuvo para no tumbarse en la cama y ponerse a llorar.


Belen la necesitaba. No tenía tiempo para lamerse las heridas. Belen la necesitaba.