domingo, 6 de noviembre de 2016

SOMBRAS DEL PASADO: CAPITULO 10





–No hace falta que te pregunte si has pasado una buena noche porque se te nota en la cara –dijo Belen poniéndose las botas y tomando su bolso–. Bonita camisa, ¿es de seda? Reconozco que ese hombre tiene estilo.


–Gracias por mandarme el mensaje y preocuparte por mí. ¿Qué tal tu noche?


–No tan apasionante como al parecer fue la tuya. Mientras jugabas a Cenicienta, yo estaba catalogando trozos de cerámica y fragmentos de huesos. Así de emocionante es mi vida.


–Te encanta, no mientas –dijo Paula recogiéndose el pelo en una coleta–. ¿Encontraste algo después de que me marchara ayer?


–Trozos de yeso, vasos cónicos… También encontramos una pierna de bronce que seguramente pertenezca a la figura que apareció la semana pasada. ¿Me estás escuchando?


Paula estaba recordando el momento en el que Pedro le había quitado la venda de los ojos.


–¡Qué emocionante! Más tarde iré al yacimiento.


–Vamos a quitar la parte rocosa del montículo y a excavar en la parte noreste de la muralla –dijo Belen mirándola–. Será mejor que te quites esa camisa de seda blanca. ¿Vas a contarme los detalles?


–¿De qué?


–Venga, por favor…


–Fue divertido. Está bien, fue increíble –admitió Paula sonrojándose.


–¿Así de bien? Me das envidia. No he tenido buen sexo desde… Bueno, digamos que desde hace tiempo. ¿Vas a volver a verlo?


–Claro que no. El sexo por diversión es sexo de una noche, sin compromisos. ¿Tenemos algo en la nevera? Estoy muerta de hambre.


Lo cierto era que, en tan solo una noche, Pedro la había hecho sentirse especial.


–¿Te hace gastar calorías extra y no te invita a tomar algo antes de marcharse?


–No me ha visto irme. Tuvo que contestar una llamada.
Por su expresión cuando le había pasado el teléfono, si por él hubiera sido, no habría contestado. ¿Por qué un hombre no querría hablar con su padre?


Recordó cómo Carlos Alfonso le había contado que hacía mucho que su hijo no iba a casa. Se había sentido incómoda escuchándolo, pero a la vez le había parecido que aquel hombre estaba tan triste que no había tenido la sangre fría para cortarlo. Paula sabía que la familia no era un tema del que le gustara hablar a Pedro.


La conversación le había dejado un mal sabor de boca, una sensación ridícula teniendo en cuenta que no conocía a Carlos y muy poco a su hijo. ¿Por qué debía importarle que tuvieran problemas entre ellos?


Su primera reacción había sido intervenir, pero al instante se había dado cuenta del peligro que ello entrañaba. A Pedro no le gustaban las intromisiones, especialmente en su vida personal.


Había aprovechado que estaba concentrado en la llamada telefónica para marcharse apresuradamente, no sin antes escuchar lo suficiente como para presentir un final feliz.


–¿Cómo dices? –preguntó Paula, al darse cuenta de que Belen le estaba hablando.


–¿No sabe que te has ido?


–A estas horas ya debe saberlo.


–No creo que le haya gustado que no te hayas despedido.


–Estará encantado. Se sentirá aliviado por no tener que mantener una conversación incómoda. Como nos movemos en círculos diferentes, no creo que vuelva a verlo más.


Eso no debería importarle. Aunque para ella era una novedad tener una aventura de una noche, era una experta en relaciones temporales. Nadie había permanecido en su vida lo suficiente. Se sentía como una estación de trenes abandonada por la que pasaban los trenes sin parar.


Belen miró por la ventana y arqueó las cejas.


–Creo que vas a volver a verlo más pronto de lo que piensas.


–¿Por qué dices eso?


–Porque acaba de parar su coche ahí fuera.


Paula sintió que el corazón quería salírsele del pecho.


–¿Estás segura?


–Bueno, hay un Ferrari aparcando que cuesta más de lo que ganaré en toda mi vida, así que, a menos que otra persona que también viva en este edificio haya llamado su
atención, es evidente que quiere hablar contigo.


–Oh, no –exclamó Paula, apoyándose en la puerta del dormitorio–. ¿Puedes verle la cara? ¿Parece enfadado?


–¿Qué razón iba a tener para estar enfadado? ¿Lo dices por la camisa? Seguro que puede comprarse otra.


–No creo que haya venido por la camisa. Supongo que será por lo de esta mañana. Voy a esconderme en el balcón y le dirás que no me has visto.


Oyó su voz en la entrada y luego escuchó a Belen.


–Claro, Pedro, pasa. Está en la habitación, escondida.


La puerta se abrió unos instantes después y apareció Belen, mirándola divertida.


–Eres una traidora –dijo Paula enfadada.


–Soy una amiga que te está haciendo un favor –murmuró Belen–. Este hombre es muy guapo –añadió susurrando, y se hizo a un lado–. Adelante. Hay poco espacio, pero no creo que os importe.


–¡No! Belen, no…


Paula forzó una sonrisa mientras Pedro entraba en la habitación. Su imponente físico llenaba la estancia y deseó haber escogido otro lugar para esconderse.


–Si estás enfadado por la camisa, dame dos minutos para cambiarme. No debería habérmela llevado, pero no quería volver con un vestido de noche que ni siquiera era mío.


–Me da igual la camisa. ¿De verdad crees que he venido por la camisa?


–No, supongo que estás enfadado porque contesté tu teléfono. Vi que era tu padre y pensé que no querrías perder la llamada. Si yo tuviera padre, lo llamaría todos los días.


El rostro de Pedro continuó inexpresivo.


–No tenemos esa clase de relación.


–Eso lo sé ahora, pero no lo sabía cuando contesté el teléfono. En cuanto tu padre empezó a hablar, me di cuenta de que estaba tan triste que no quise colgarle. Necesitaba hablar con alguien y allí estaba yo, en el sitio y el momento adecuado.


–¿Eso crees? Porque yo diría que estabas en el sitio y el momento equivocado.


–Depende de cómo te lo tomes. ¿Habéis conseguido calmar los ánimos? –preguntó arriesgándose a mirarlo a la cara–. Supongo que la respuesta es que no. Si empeoré las cosas al contestar la llamada, lo siento.


–¿De veras? –preguntó él arqueando una ceja.


Paula abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla.


–Lo cierto es que no. La familia es lo más importante del mundo y no entiendo que haya distanciamientos. Sé que la relación que tengas con tu padre no es asunto mío.


–Para alguien que reconoce que no es asunto suyo, demuestras mucho interés. ¿Por qué te has ido?


–Pensé que la primera regla del sexo sin compromiso era irse enseguida a la mañana siguiente. Además, la idea de desayunar contigo después de todo lo que hicimos anoche no me entusiasmaba. Seguro que, mientras te duchabas, has estado pensando en la manera de deshacerte de mí –dijo Paula y, al ver su expresión, supo que estaba en lo cierto y asintió–. Pensé que era mejor evitar un momento incómodo para los dos y me fui. Me puse una camisa tuya y estaba yéndome cuando tu teléfono sonó.


–¿No se te ocurrió ignorar la llamada?


–Pensé que podía ser importante. ¡Y lo era! Tu padre estaba tan triste… Me contó que te había dejado un montón de mensajes. ¿Por qué hace años que no vas a verlo?


–Una noche en mi cama no te da derecho a hacer ese tipo de preguntas.


–Capto el mensaje, nada de asuntos personales. Anoche fuiste encantador, divertido y seductor. Esta mañana eres frío e intimidante.


–Discúlpame. No era mi intención ser frío ni intimidante, pero no deberías haber contestado el teléfono.


–Lo hecho, hecho está. Y me alegro de haber ayudado a alguien que sufría.


–Mi padre no sufre.


–Sí, claro que sí. Te echa de menos. Este distanciamiento que hay entre vosotros le duele. Quiere que vayas a su boda. Le partirá el corazón si no vas.


–Paula…


–Solo porque no creas en el amor, no quiere decir que debas imponer tu punto de vista a los demás y juzgarlos por sus decisiones. Tu padre es feliz y le estás amargando. Te quiere y quiere que vayas a la boda. Tienes que olvidar lo que te molesta e ir a su boda. Deberías demostrarle que a pesar de todo le quieres y que, si su matrimonio no va bien, estarás ahí para apoyarlo.


–Estoy de acuerdo.


–¿De veras?


–Sí. He intentado decírtelo, pero no parabas de hablar. Creo que debería ir a la boda y por eso estoy aquí. Quiero que vengas conmigo.


–¿Yo? ¿Por qué?


–Estoy dispuesto a asistir porque eso es lo que quiere mi padre, pero no tengo mucha fe en mi capacidad para convencer a los demás de que su boda me hace feliz. Por mucho que me diga que Daniela es la mujer de su vida, no tengo fe en esta unión. Sin embargo, tú pareces ver finales felices donde no los hay. Espero que, yendo contigo, la gente quede cegada por tu optimismo.


–¿De verdad crees que este matrimonio está abocado al fracaso? ¿Cómo puedes decirlo sin ni siquiera conocer a Daniela?


–En lo que a mujeres se refiere, mi padre no sabe juzgar. Sigue los dictados de su corazón y no del sentido común. No puedo creer que haya decidido volver a casarse después de tres intentos fallidos. Creo que es una locura.


–A mí me parece tierno.


–Motivo por el que quiero que me acompañes –dijo y tomó una pequeña bandeja azul de la estantería–. Me gusta. ¿Dónde lo has comprado?


–No lo he comprado, lo he hecho yo. Y todavía no he dicho que vaya a acompañarte.


–¿Lo has hecho tú?


–Es una afición que tengo. Hay un horno en el trabajo y a veces lo uso. El padre de uno de los encargados del museo es alfarero y me ayuda. Es interesante comparar las técnicas antiguas y modernas.


–¿No se te ha ocurrido ganarte la vida con esto? –preguntó Pedro, estudiando la bandeja que tenía en la mano–. Podrías montar una exposición.


–Lo que me gustaría hacer y lo que puedo hacer no son la misma cosa. Es económicamente inviable –dijo sin ni siquiera pararse a considerarlo–. Bueno, hablemos de la boda. Es un asunto íntimo, una ocasión especial para compartir con amigos y allegados, y a mí apenas me conoces.


–Sé todo lo que necesito saber, que te gustan las bodas tanto como yo las odio.


–Si voy contigo, la gente empezará a especular. ¿Cómo explicarás nuestra relación a tu padre? ¿Quieres que finjamos que somos pareja o que hace tiempo que nos conocemos?


–No, solo diremos la verdad, que te he invitado a la boda como amiga.


–¿Amiga con derecho a roce?


–Eso queda entre nosotros. Bastante estresante será la boda como para tener que interpretar un papel.


Fue el evidente rechazo de Pedro a las mentiras lo que la ayudó a decidirse.


–¿Cuándo saldremos?


–El próximo sábado. La boda es el martes, pero habrá cuatro días de celebración –contestó sin disimular su desagrado.


–¿No vas para impedir la boda, verdad?


–No, pero reconozco que se me ha pasado por la cabeza.


–Está bien, si de verdad crees que puedo ser de ayuda, iré aunque tan solo sea para asegurarme de que no le estropeas a tu padre su gran día –dijo Paula, y se sentó al borde de la cama–. Tendré que pedir días libres.


–¿Algún problema? Puedo hacer algunas llamadas.


–¡Ni hablar! Puedo arreglármelas yo sola. Me deben días de vacaciones y de todas formas en un par de semanas se me acaba la beca. ¿Adónde vamos exactamente?


–Mi padre posee una isla en la Costa Norte de Creta. Te gustará. La parte oeste de la isla tiene restos minoicos y hay un castillo veneciano en un alto. Las playas son de las mejores de Grecia.


–¿La isla es suya? ¿Los turistas no pueden visitarla?


–Así es, pertenece a mi familia.


–¿Cuántos invitados habrá?


–¿Qué importa?


–Era tan solo curiosidad. Por cierto, necesito ir de compras.


–Teniendo en cuenta que vas a hacerme un favor, insisto en que dejes que me encargue de eso.


–No, dejando a un lado lo de anoche, que fue surrealista, me gusta comprarme la ropa. Pero te lo agradezco.


–¿Lo de anoche no te pareció real?


Se quedó mirándola fijamente y Paula sintió que se ruborizaba al recordar lo que había pasado entre ellos.


–Fue un momento de ensueño de los que sabes que no volverán a pasar –dijo dándose cuenta demasiado tarde de que debería haber permanecido callada–. No te preocupes, me compraré algo o lo pediré prestado. No te pondré en ridículo.


–No tengo ninguna duda. Lo que me preocupa es tu presupuesto.


–Soy muy creativa, no hay problema –dijo y recordó que llevaba su camisa–. Te devolveré esto.


Una sonrisa asomó a los labios de Pedro.


–Te queda mejor a ti. Quédatela.


Sus miradas se encontraron y, de repente, le resultaba difícil respirar. Se palpaba en el ambiente la tensión sexual. Su mirada se nubló hasta que su mundo se redujo a él. 


Deseaba tocarlo, sentir la fuerza de sus músculos, quitarle la ropa y pedirle que le hiciera todo lo que le había hecho la noche anterior. Temblorosa, pensó que solo ella se sentía así, pero al ver el brillo de sus ojos supo que no. Estaba tan excitado como ella, pensando las mismas cosas.


Pedro


–Hasta el sábado. Te recogeré a las ocho de la mañana.



Se quedó mirándolo mientras se marchaba, preguntándose cuáles serían las reglas cuando una noche no había sido suficiente.




SOMBRAS DEL PASADO: CAPITULO 9




Pedro pasó diez minutos bajo el agua fría de la ducha, tratando de despertarse después de la peor noche de sueño de su vida y la mejor de sexo. No recordaba la última vez que no había querido levantarse de la cama.


Le esperaba mucho trabajo en la oficina y, por vez primera, estaba considerando trabajar desde casa para pasar unas horas más con Paula. Después de su timidez inicial, se había mostrado atrevida e insaciable, cualidades que los habían mantenido despiertos hasta el amanecer. Finalmente, ella se había quedado dormida, con el cuerpo entrelazado al suyo, mientras los primeros rayos bañaban el dormitorio.


Le había resultado imposible escabullirse sin despertarla, así que se había quedado allí, embriagado por el olor de su piel y de su cabello y atrapado por aquellas largas piernas.


No había más culpable que él. Había estado dispuesta a marcharse, pero él se lo había impedido. Frunció el ceño al pensar en su comportamiento. No necesitaba mostrar afecto ni ninguna otra emoción. Para él, el sexo era una necesidad física, no muy diferente al hambre o a la sed. Una vez satisfecho, seguía con su vida. No deseaba nada más intenso porque no creía que existiera.


Cuando era más joven, varias mujeres habían intentado convencerlo de lo contrario, sin que ninguna lo consiguiera. 


Lo había escuchado todo: que no tenía corazón, que era un egoísta, que estaba demasiado centrado en el trabajo. Había aceptado aquellas acusaciones sin discutir, sabiendo que ninguna de ellas justificaban su permanente estado de soltería. Era mucho más sencillo que todo aquello: simplemente, no creía en el amor. Desde una edad muy temprana había aprendido que el amor desaparecía tan rápidamente como llegaba, que las promesas podían romperse a la vez que se hacían, que un anillo de boda era una pieza más de joyería y que los votos matrimoniales ataban menos que una rama enredada a otra.


No necesitaba de la amistad y el afecto que regían la vida de otras personas. Había aprendido a vivir sin ello, así que verse abrazado por una mujer que sonreía incluso en sueños era algo tan novedoso para él como inquietante.


Después de dormir un rato, consiguió zafarse de su abrazo sin despertarla y se fue al cuarto de baño a considerar las opciones que tenía. Debía de encontrar la manera de alejarla diplomáticamente.


Se duchó, se afeitó y volvió al dormitorio. Convencido de que seguiría durmiendo, se sorprendió al encontrarla vestida con una camisa blanca suya, hablando por teléfono.


–Claro que estará allí –estaba diciendo en tono muy amable–. Estoy segura de que ha sido un malentendido. Bueno, estoy de acuerdo con usted, pero está muy ocupado.


Paula se tumbó en la cama boca abajo, las sábanas enredadas entre sus muslos desnudos. Pedro la miró y decidió que no había motivo para que se fuera inmediatamente. Desayunarían en la terraza y quizá se bañaran en la piscina. Más tarde pensaría en alguna postura que no hubieran probado, antes de mandarla en coche a su casa.


Se colocó delante de ella y, lentamente, se quitó la toalla de la cintura. Paula abrió los ojos como platos y sonrió con picardía. Pedro deseó que colgara.


Se vistió bajo su atenta mirada, mientras la conversación se reducía a monosílabos. Era la clase de conversación que no había tenido en su vida, aquella que implicaba escuchar a la otra persona desahogarse. Nunca había entendido la necesidad de las mujeres de contarlo y analizarlo todo.


–Lo sé –murmuró ella–. No hay nada más doloroso que una ruptura en la familia, pero hay que ser sincero con los propios sentimientos.


Era evidente que la conversación iba para largo. Alguien la había llamado convencido de que hablar con ella le haría sentir mejor.


Molesto, Pedro se pasó un dedo por el cuello para indicarle que colgara. Entonces Paula señaló el teléfono con su mano libre.


–Es para ti –le dijo en voz muy baja–. Es tu padre.


¿Su padre? ¿La persona a la que llevaba veinte minutos tranquilizando era su padre?


Pedro se quedó de piedra. Entonces se dio cuenta de que el teléfono que Paula tenía en la mano era el suyo.


–¿Has contestado mi teléfono?


–En condiciones normales no lo habría hecho –susurró–, pero cuando vi que era tu padre, supuse que querrías hablar con él. No quería que perdieras la llamada por estar en la ducha.


Convencida de que le había hecho un enorme favor, se despidió de su padre y le tendió el teléfono. La parte delantera de la camisa se ahuecó, dejando entrever aquellas tentadoras curvas que tan minuciosamente había recorrido la noche anterior. Deseó deshacerse del aparato y llevársela de nuevo a la cama.


–Esa camisa es mía.


–Tienes muchas, no pensé que echarías de menos una.


Pedro apartó la mirada de sus labios sonrientes, tomó el teléfono y empezó a hablar.


–No hacía falta que me llamaras otra vez. He recibido tus últimos cuatro mensajes.


–Entonces, ¿por qué no me has devuelto la llamada?


–He estado muy ocupado.


–¿Demasiado ocupado para hablar con tu padre? Te he llamado todos los días de esta semana.


Consciente de que Paula lo estaba escuchando, se acercó a la ventana y se quedó mirando el mar.


–¿Sigue en pie la boda?


–¡Por supuesto que sí! ¿Por qué no iba a ser así? Amo a Daniela y ella me ama a mí. A ti también te gustaría si te tomaras la molestia de conocerla –dijo, y se hizo un silencio entre ambos–. Pedro, ven a casa. Hace tiempo que no vienes.


–He estado ocupado.


–¿Ocupado para visitar a tu propia familia? Sé que no te gustaba Carla y es cierto que durante mucho tiempo estuve enfadado contigo por no ser más amable con ella, especialmente después de lo cariñosa que era contigo, pero eso ya ha quedado atrás.


Pedro recordó aquella clase de «cariño» y apretó con fuerza el teléfono. Quizá se había equivocado al no contarle a su padre la verdad sobre su tercera esposa.


–¿Irá Carla a la boda?


–No –contestó su padre, y se quedó callado unos segundos–. Le he pedido que traiga a la pequeña Chloe, pero no ha respondido a mis llamadas. Me doy cuenta de que es una situación muy incómoda para todos.


–¿De veras quieres que Carla vaya a la boda?


–Ella no, pero Chloe sí. Si por mí fuera, estaría viviendo aquí conmigo. No he perdido la esperanza de que lo consiga algún día. Chloe es mi hija, Pedro. Quiero que crezca conociendo a su padre. No quiero que piense que la abandoné o que no quise que formara parte de mi vida.


–Esas cosas pasan. Son parte de la vida y de las relaciones.


–Siento que pienses así. La familia es lo más importante en la vida y me gustaría que algún día tuvieras una.


–Tengo mis propios objetivos en la vida y ese no es uno de ellos.


A la vista de la complejidad de las relaciones, se alegraba de que fuera así. Como todos los demás aspectos de su vida, sus sentimientos estaban bajo control.


–¿Crees que a Daniela le gustaría que Chloe viviera con vosotros?


–¡Por supuesto! Es encantadora. Lo está deseando tanto como yo. Y también está deseando conocerte. Quiere que seamos una verdadera familia. Vamos, Pedro, vuelve a casa. Quiero que olvidemos el pasado. Carla ya no está aquí.


Pedro no le dijo que la razón por la que evitaba volver a la isla no tenía nada que ver con Carla. Cada vez que iba allí, lo asaltaba el recuerdo de su madre marchándose en mitad de la noche mientras él la observaba desde la escalera.


«¿Adónde vas, mamá? ¿Vas a llevarme contigo? ¿Puedo ir yo también?».


Pedro, ¿vendrás? –estaba diciendo su padre.


–Sí, si eso es lo que quieres –respondió frotándose la nuca.


–¿Cómo puedes dudarlo? La boda es el martes, pero la mayoría de nuestros amigos llegarán durante el fin de semana para empezar a celebrarlo. Ven el sábado.


¿El sábado? ¿Su padre esperaba que se quedara cuatro días?


–Veré si puedo despejar mi agenda.


–Claro que puedes. ¿Qué sentido tiene dirigir tu propia compañía si no puedes decidir tu propio horario? Ahora, háblame de Paula. Me cae muy bien. ¿Por qué no la traes a la boda?


–No tenemos esa clase de relación.


Estaba molesto. ¿Por qué había pasado tanto tiempo al teléfono hablando con su padre? ¿Acaso era su manera de conseguir una invitación para la gran boda del año en Grecia?


Se despidió de su padre y colgó.


–Nunca más vuelvas a contestar mi teléfono –dijo dándose la vuelta.


Pero estaba hablando a una habitación vacía porque Paula no estaba por ninguna parte. Atónito, Pedro miró hacia el baño y entonces vio una nota sobre la almohada. Pedro tomó la nota y la arrugó. Había estado tan absorto hablando con su padre, que no la había oído marcharse.


El vestido de la noche anterior estaba cuidadosamente colocado sobre la silla, pero no había ni rastro de los zapatos ni de la camisa. No necesitaba ningún plan para apartarla de su vida porque ella misma se había ido. Y ni siquiera se había molestado en despedirse.