lunes, 31 de octubre de 2016

PELIGROSO CASAMIENTO: CAPITULO 19





Unas horas más tarde, cuando los rayos rosados y púrpuras del sol asomaron por encima de las copas de los árboles, Paula estaba de pie junto a la ventana tenuemente iluminada del salón de la cabaña de Max. Había sobrevivido un día más gracias a Dios y a Pedro Alfonso. Le debía mucho. Por encimo de todo, la había creído y había impedido que pasara sola los dos días anteriores. Pero todos sus esfuerzos no habían servido para nada.


Simon Ruhl, un hombre moreno de aspecto misterioso y ojos tan oscuros que parecían negros, se había encontrado con ellos nada más llegar a la ciudad de Chicago para entregarles un nuevo medio de transporte. Dejaron el coche plateado en una zona del sur conocida porque allí se robaban y se desguazaban coches constantemente. Una hora después de dejarlo allí lo habían desmantelado hasta dejarlo irreconocible. Así ganarían algo de tiempo, había dicho Pedro.


También había dicho que Simon les cubriría las espaldas durante un tiempo. En cuanto llegaron a la cabaña, Pedro le envió a Lucas Camp los archivos de Cphar. Lucas le aseguró que nadie de su laboratorio descansaría hasta que el trabajo estuviera terminado.


No había tiempo que perder. A no ser que los resultados de la prueba de ADN y las huellas dactilares llegaran antes de medianoche y demostraran sin margen de error que ella era Paula Chaves, su vida habría llegado a su fin. No se arriesgaría ni un minuto más de aquel plazo. Tal vez David cambiara de opinión respecto a concederle veinticuatro horas completas. Si a medianoche no habían llegado los resultados se iría con él. Pau cerró los ojos y trató de evitar las imágenes que aquel pensamiento le provocaba, pero no le resultaba tan fácil.


Volvió a abrirlos y expulsó el aire con intensidad. Había dos cosas que tenía que hacer antes de rendirse: Una, idear un plan para escapar de Pedro, porque estaba segura de que nunca le permitiría acercarse a David Crane. Y dos: Tenía que estar con Pedro. Estar con él de verdad.


Si aquél iba a ser su último día en la tierra tenía que aprovecharlo al máximo. No quería dejar este mundo sin haber vivido la experiencia de hacer el amor con Pedro


Quería tocarlo, saborearlo y que él hiciera lo mismo de todas las maneras imaginables e incluso de algunas que no se le hubieran ocurrido. Tal vez ella no tuviera experiencia sexual, pero sabía lo que quería. Con sólo mirarlo ardía. Paula supuso que provocaría aquel efecto en la mayoría de las mujeres.


El hecho de que nunca seguiría ya los pasos de su padre en la investigación había dejado de importarle. Sus prioridades habían cambiado drásticamente en la última semana. Al mirar de cara a la muerte nada le parecía importante excepto estar con Pedro y asegurarse de que su padre no sufriría. No podía estar segura de si podía confiar en que David cumpliera su palabra en aquel punto, pero era un riesgo que debía correr. Quería a su padre demasiado como para arriesgarse. También le importaba mucho Pedro. No permitiría que David le hiciera daño. Tenía que protegerlo a toda costa, igual que a su padre.


Pedro le importaba muchísimo. Más de lo que nunca hubiera imaginado. Deseaba desesperadamente estar con él. La magnitud de su deseo era más intensa que cualquier otra sensación que hubiera experimentado jamás. Aunque no pudiera etiquetar lo que le hacía sentir, quería estar con él.


Le gustaría explorar aquel sentimiento, analizarlo. Y aunque el tiempo corría en su contra y tal vez no llegara a entenderlo del todo, tenía la intención de intentarlo a fondo. Lo único que debía hacer era convencerlo a él.


Con la decisión tomada, Pau subió las escaleras que llevaban al piso de arriba. Pedro le había dejado ducharse primero. Había sido maravilloso quitarse el olor a río. 


Después le había tocado el turno a él. Mientras subía, se dejó de escuchar bruscamente el ruido del agua de la ducha.


Paula maldijo entre dientes por no haber tomado antes la decisión. Le hubiera gustado reunirse con él en la ducha. 


Pero ya era demasiado tarde para eso. De acuerdo, tendría que improvisar.


Al subir el último peldaño, Paula se dio cuenta de que Pedro había dejado la puerta del baño abierta, seguramente para estar pendiente de ella. El protector de siempre. Pero cualquier pensamiento se le borró de la mente cuando lo vio salir de la ducha.


Desnudo era una maravilla. Pau se quedó sin respiración mientras se movía silenciosamente por la moqueta. Pedro se estaba secando vigorosamente el pelo con una toalla. Era la primera vez que le veía la melena suelta.


Resbaló la mirada por aquel torso impresionante, que parecía esculpido a cincel. Una leve mata de vello sedoso le cubría el pecho.


Tenía las caderas estrechas y delgadas que culminaban en dos muslos musculosos. Pau desvió la mirada hacia su entrepierna semi excitada. Se quedó boquiabierta. Aquel hombre estaba muy bien dotado. No llegaba a la categoría de fenómeno científico pero se acercaba. Se acercaba mucho.


Pau se humedeció los labios y después se mordió el inferior para contener un gemido de admiración. Cuando iba dar un paso se detuvo, porque el detective bajó la toalla y se giró para ver quién estaba allí, como si la hubiera oído. Algo a todas luces imposible porque por una vez no había hecho ruido. Tal vez había presentido su presencia. Aunque llevaba puesto el camisón que le habían prestado, se sintió de pronto desnuda bajo la intensidad de su mirada.


Pedro tenía el cabello maravillosamente despeinado. Le caía a la altura de los hombros. Paula se estremeció. Aquel rostro hermoso se veía libre de la barba de varios días que lo había oscurecido. Era muy guapo. Y muy fuerte.


-¿Necesitas algo? -le preguntó Pedro con una nueva tensión en el tono de voz.


El detective deslizó la toalla hacia abajo para camuflar su espectacular virilidad. Aquellos ojos oscuros escudriñaron cada movimiento de su cuerpo, de su expresión. Sabía lo que ella quería. Y él también lo deseaba. Paula pudo leerlo en sus ojos... Y en la respuesta de aquel magnífico cuerpo masculino. Pero quería resistirse. Eso también podía verlo.


 Tenía una postura rígida, a la defensiva.


-Sí -dijo Paula respondiendo a su pregunta.


Sí necesitaba algo.


Con la toalla estratégicamente colocada, Pedro avanzó unos pasos. Y se encontró con ella justo en la puerta del cuarto de baño... Apenas a dos metros de la cama, tan apetecible con su cabecero de madera y su colchón suave.


El detective la miró fijamente a los ojos.


-Nunca he mantenido una relación con ninguna cliente -le aseguró con una voz sensual que surgía de él naturalmente-. Va contra las normas.


Al diablo con las normas.


-Yo no quiero mantener una relación contigo -dijo con la voz suficientemente calmada a pesar del torbellino de emociones que estaba experimentando.


Tenía el cuerpo ardiendo. Sentía como si fuera a arder espontáneamente. También estaba un poco asustada por lo que pudiera suceder después. Pero más miedo le daba que no llegara a ocurrir.


-Quiero que me hagas el amor, eso es todo.


Pedro se pasó las manos por el cabello, peinándolo un poco.


-Eres joven y estás confusa con todo lo que está sucediendo ahora mismo en tu vida. No tienes las ideas claras. No soy lo que quieres -sentenció ajustándose más la toalla-. Lo que necesitas es distraerte.


-¿Qué tiene de malo un poco de distracción consentida entre dos adultos? -preguntó Paula, sorprendida al comprobar lo segura que le salía la voz a pesar de lo nerviosa que estaba.


Pedro negó lentamente con la cabeza.


-La primera vez debe ser especial, tiene que tratarse de un momento para recordar. Más tarde te arrepentirías.


El detective no tenía modo de saber que para ella no existía el futuro.


-Deja que me vista y pensaremos en algo que hacer -sugirió encogiendo aquellos hombros tan poderosos-. Podemos hablar, por ejemplo.


-No quiero hablar -aseguró Paula mirándolo a los ojos con la esperanza de que en los suyos se asomara su determinación.


-No quiero que te arrepientas de nada de lo que suceda entre nosotros -la advirtió Pedro levantando una mano para detenerla cuando ella hizo amago de dar un paso adelante-. Deberías compartir este momento con el hombre con el que pretendas pasar el resto de tu vida.


Pau se acercó dando primero un paso y luego otro, se sacó el camisón y lo tiró al suelo.


-Éste es un momento especial, y no quiero dejarlo pasar.


El corazón de Pedro, que hasta el momento había estado latiendo a toda velocidad contra su pecho, se detuvo en seco. En aquella décima de segundo que transcurrió hasta que recuperó su ritmo, observó a aquella mujer casi desnuda que tenía delante. Se dijo a sí mismo que debía desviar la vista, pero fue inútil. Tenía la piel suave y cremosa, pálida en comparación con la suya. Era tan esbelta... Tenía un aspecto tan frágil... Los pechos eran perfectos. Pequeños pero firmes y tan puntiagudos que Pedro apenas pudo resistir la tentación de estirar el brazo y tocar uno.


El detective tragó saliva mientras resbalaba la mirada por el abdomen plano. Unas braguitas minúsculas era lo único que impedía que la viera completamente desnuda. Y él quería verlo todo... Quería hacerla suya. Apretó los dientes y trató de no pensar en ello.


-Pau...


Fuera lo que fuera lo que pensaba decir, se perdió en su cerebro en el instante en que ella se bajó las braguitas por los muslos, tomándose su tiempo y permitiendo que le rozaran la piel. Pau se estremeció visiblemente. Pedro apretó los puños. Un deseo familiar comenzó a abrirse paso en su interior. Ella dejó las braguitas a un lado y avanzó hacia él una vez más.


-No me lo hagas más difícil de lo que ya es -le pidió, más bien le rogó el detective.


-Al menos déjame tocarte -sugirió ella alzando la mano hacia su pecho.


Como si Pedro pudiera hacer algo para impedírselo. Apenas podía resistir el deseo de agarrarla y dejarla caer sobre la cama en aquel instante. En aquel mismo segundo.


-Esto no es una buena idea -murmuró reuniendo el valor de apartarle la mano del pecho.


La expresión de Paula se transformó. Abrió mucho los ojos.


-¿No me deseas?


La sorpresa y el dolor que reflejaba su rostro le hizo ver a Pedro que aquella posibilidad se le acababa de cruzar por la mente.


-No es eso -aseguró él con voz dulce atándose la toalla a la cintura para tener las dos manos libres-. Ya te he dicho que...


-Al diablo con las normas -lo interrumpió Paula con los ojos brillantes de rabia-. Sé lo que quiero. Soy adulta. No me trates como a una niña.


Pedro maldijo entre dientes. Aunque la consideraba realmente demasiado joven y demasiado ingenua para un tipo como él, sabía con certeza que era una mujer. Si al menos supiera cuánto la deseaba... El detective suspiró y cerró los ojos durante un instante. No sólo la deseaba de un modo físico. Su seguridad y su bienestar también eran importantes para él.


Qué demonios, era más que eso. Ella era importante para él.


Pedro se negó a analizar aquella ironía. Se suponía que aquello no tenía que ocurrir. Hacía mucho tiempo que no sentía nada parecido. Desde que la única mujer a la que había amado lo dejó.


-Pedro...


Él abrió los ojos. Paula lo estaba mirando con un deseo tan tierno reflejado en los suyos que su alma se moría por estrecharla entre sus brazos. Pero no podía.


-No aceptaré un no por respuesta. Quiero esto.


La joven se puso de puntillas y le rozó los labios con los suyos. Fue un gesto tan dulce y tan inocente que Pedro sintió deseos de gemir de deseo.


-No tenernos protección -aseguró él con voz entrecortada.


No podía seguir aguantándose por mucho más tiempo. Si ella no cambiaba rápidamente de opinión estaría perdido. 


Perdería... O ganaría, dependiendo del punto de vista. ¿En qué demonios estaba pensando? No podía hacerlo.


-¿Normalmente practicas el sexo seguro? -inquirió Paula recorriéndole el torso con los dedos con gesto distraído.


La entrepierna de Pedro cobró nueva vida. Hizo lo que pudo por mantener el control, pero cada segundo que pasaba le iba resultando más difícil. Era tan hermosa... Su cuerpo esbelto era una exquisitez. Suave, femenino y virgen. Pedro volvió a tragar saliva. Quería tomarla. Hacerla suya.


-Yo siempre practico sexo seguro -murmuró en respuesta a su pregunta.


No sabía si estaba sudando o se trataba de la humedad de la ducha. El mero hecho de mirarla, de que ella lo estuviera tocando de aquel modo tan inocente lo estaba volviendo loco.


-Entonces no hay problema -aseguró Paula acercándose peligrosamente-. Yo soy virgen. He practicado el sexo más seguro del mundo.


De acuerdo, hasta ahí habían llegado. Pedro estaba a punto de arrojarla sobre la cama y darle exactamente lo que pedía. 


Lo había puesto duro como una roca desde el momento en que se quitó la ropa en aquella cabaña tras la aventura del río. Pasar casi una hora con ella entre sus brazos en aquel sofá estrecho no había servido de gran ayuda.


-Pero podría haber otras complicaciones -argumentó tratando de recuperar la cordura.


Sintió un profundo alivio. Allí la había pillado. Dudaba mucho que estuviera tomando la píldora, ya que no estaba casada ni era sexualmente activa.


Ella negó con la cabeza. Sus largos mechones de oro le rozaron los hombros al hacerlo. Si pudiera aunque sólo fuera rozar aquellos hombros delicados...


-En este momento de mi ciclo no hay posibilidad de embarazo.


Que Dios se apiadara de él. Paula había pensado en todo.


-Pau, tú....


Ella le desató la toalla de la cintura y la dejó a un lado. Lo miró y volvió a tocarlo. Lo tocó íntimamente.


-Pau... -gimió Pedro intentando sin éxito apartarle las manos-. No estás pensando lo que haces. Uno de nosotros tiene que ser racional. No quiero hacerte daño.


Pedro apretó los dientes para contener otro gemido cuando las manos de la joven acariciaron su virilidad.


Ella apretó el cuerpo contra el suyo. Su suavidad hizo que se pusiera todavía más duro cuando pensaba que ya sería imposible. El contacto de sus senos contra su torso desnudo provocó que todo su cuerpo se estremeciera de deseo.


-Si no quieres hacerme daño, entonces cállate y muéstrame lo que me he estado perdiendo.


El detective podría haber intentado seguir discutiendo, pero Pau se puso de puntillas y le rozó la boca con la suya. Lo besó de un modo tan inocente que Pedro sintió que aquella dulzura lo sobrepasaba. Sin embargo, siguió controlándose. 


Ella le echó suavemente los brazos al cuello.


-Ahora -murmuró-. No quiero seguir esperando.


Al ver que Pedro vacilaba, lo instó:
-Enséñame a hacer el amor.


Con un movimiento rápido y certero, el detective la estrechó entre sus brazos y la depositó en la cama. Se tumbó a su lado y se dejó llevar por el beso que le había negado unos momentos antes.


Pedro jugueteó con sus labios durante lo que pareció una eternidad antes de abrirlos y deslizarse dentro. Luego descendió la mano hasta su seno, un movimiento que ella agradeció. Aquel pecho firme le cubrió por entero la palma, y lo hizo suspirar por saborearlo. Y eso fue lo que hizo. Se introdujo uno de aquellos pezones puntiagudos en la boca y lo succionó con fuerza durante largo rato. Ella gimió. Pedro hizo lo mismo con el otro pecho, arrancándole más sonidos de placer.


Aquellas caderas firmes se movían contra él, volviéndolo absolutamente loco. Tenía que conseguir calmarla, ralentizar su placer. Deslizó las manos por su caja torácica, recorriendo y aprendiendo cada curva y cada rincón. Luego le acarició el suave vello de entre las piernas, trazando con un dedo el canal de su trémula feminidad.


Paula se arqueó contra su mano y abrió los muslos para anticiparse a su contacto. Él seguía torturándole los senos con la boca mientras acariciaba aquellos labios inferiores tan dulces. Su propio deseo se hizo más profundo, inflamándose como un antorcha. Introdujo un dedo en su interior y exploró. 


Paula se quedó muy quieta. Luego deslizó otro, acariciando suave pero firmemente la zona, preparándola para lo que venía después.


Pedro sabía que tenía que detener aquello antes de que las cosas fueran más lejos. Pero, sencillamente, no tenía la fuerza de voluntad para rechazarla. Lo había empujado más allá de un punto razonable. Le acarició el mullido botón de su deseo con la parte inferior de la mano. Paula gimió en voz alta y se removió salvajemente. Estaba muy excitada. Muy dispuesta. Pedro tuvo que echar mano de toda su capacidad de concentración para no entrar de golpe en su carne cálida y suave.


Paula alzó la mano y acarició su henchida virilidad tal y como había hecho antes. Tenía los dedos suaves y frescos. Lo masajeó arriba y abajo. Pedro gimió salvajemente, indefenso. Quería estar dentro de ella. En aquel instante. 


Pero era demasiado pronto. Quería que estuviera todavía más caliente. Más húmeda.


El detective trazó por su vientre un camino con la lengua, mordisqueando también con los dientes. Cuando llegó al clítoris, Paula se abrió todavía más para él, como si hubiera sabido lo que pretendía. Como si no pudiera esperar para descubrir más. Pedro la saboreó mientras sus dedos le apretaban los muslos, las nalgas... Ella gritó su nombre en voz alta. Ahora estaba preparada.


Le estaba rogando que la hiciera suya. Sin palabras, sólo con la dulzura de su cuerpo.


-Pedro, por favor... -murmuró dándole voz a lo que su cuerpo ya estaba diciendo.


Paula sintió que sería un milagro que lograra sobrevivir un segundo más sin tenerlo dentro. Pedro la estaba volviendo loca. El corazón le latía frenéticamente, como si amenazara con salírsele del pecho. Le costaba trabajo respirar. Sentía el cuerpo caliente. Ráfagas sucesivas de inmenso placer se apoderaron de ella. Nunca antes había sentido una sensación tan poderosa.


Pedro le abrió suavemente las piernas y se colocó encima de ella, retardando su entrada. Ella gimió ante aquella dulce agonía. Él se arrimó y jugueteó contra su cuerpo, pero no entró. Paula le rodeó las piernas con las suyas y se arqueó, gimiendo desesperada.


-Por favor.:.-murmuró de nuevo, vencida.


Entonces llegó la exquisita sensación de penetración. 


Lentamente... Muy lentamente, tanto que Paula sintió que el corazón se le paraba, Pedro entró en ella, ganando un centímetro a cada embate. Era la sensación más increíble que había experimentado nunca. Abrió los ojos y lo miró fijamente. Quería ver, quería añadir otro fragmento de conciencia a aquel momento único.


De pronto Pedro se detuvo. Deseosa de obtener más de él, Paula protestó mimosamente. Los ojos oscuros del detective se abrieron para mirarla fijamente.


-¿Estás segura de que quieres hacerlo? -le preguntó con voz gutural.


Aquel sonido le atravesó las terminaciones nerviosas, obligándola a estremecerse.


Paula se miró en aquellos ojos profundos y sonrió.


-Sí -susurró alzando la mano para acariciarle el rostro.


Pedro ya no pudo esperar más.


Había tratado de comportarse como un caballero. Pero ahora, desarmado, sólo podía hacer lo que todo su cuerpo le reclamaba.


Estuvo a punto de alcanzar el clímax cuando atravesó la tenue barrera que le confirmaba que era virgen. Ella gritó... O fue él... O tal vez ambos. Un sentimiento de posesión se apoderó de él, haciéndolo sentir súbitamente mareado.


Paula era suya.


Aquella emoción lo impacto en un principio. Aquel afán de posesión primitivo era tan poderoso que casi le dolía. 


Ninguno otro hombre podía tocarla en aquellos momentos. 


Era suya.


Paula levantó las caderas, sellando así la unión de sus cuerpos. Él se quedó quieto durante unos instantes, saboreando la sensación de notarla alrededor de él como si
fuera una segunda piel y dándole tiempo a su cuerpo menudo para que se ajustara a su tamaño.


Cuando hubo transcurrido el tiempo suficiente, Pedro se movió lentamente. Entrando y saliendo muy despacio. Gimió roncamente al sentir su carne húmeda recorriendo la largura de su virilidad. Estaba muy cerca del éxtasis, pero quería que ella llegara a la vez.


-Pedro... -murmuró Paula arañándole la espalda.


Tenía los ojos cerrados de puro placer. Se estaba acercando al clímax. Susurrando, gimiendo, rogándole que hiciera algo que no sabría definir. Pedro seguía entrando y saliendo de ella cada vez más deprisa. Paula lo agarró de los hombros y lo atrajo hacia sí. Pero Pedro seguía conteniéndose. Cuando sintió que ella comenzaba a temblar se hundió en un embate profundo. Paula se quedó muy quieta bajo su impulso y él repitió el movimiento. Paula gritó. Pedro entró una y otra vez hasta lo más profundo, hasta que ella convulsionó. Cada oleada servía para apretar su virilidad endurecida, 
proyectándolo hacia su propio placer. Era una sensación tan intensa que Pedro apenas podía respirar. Sólo podía actuar de acuerdo a sus instintos más primitivos. Para compartirlo con ella, para reclamarla como suya, para arrastrarla de nuevo hacia aquella montaña de placer que él mismo iba escalando más y más deprisa cada vez.


El clímax irrumpió en él de forma tan salvaje que se vio obligado a gritar. Clavó los dedos en la sábana con el rostro desencajado por aquel momento de placentero dolor


Pedro disminuyó el ritmo, acompañando las últimas oleadas del placer de ella. Bajó la vista hacia aquel rostro angelical, hacia aquella boca tan dulce. Tenía en la punta de la lengua las palabras que llevaba más de una década sin pronunciar, pero las retuvo allí. Se suponía que aquello no tenía que pasar. Así no. No debería sentir aquello.


Pero lo sentía.


Paula gimió, después suspiró y se quedó floja, anulando por completo la capacidad del detective de pensar. Ella le acarició la espalda y los costados con las yemas de los dedos, provocándole un estremecimiento.


-¿Podemos volver a hacerlo? -le preguntó con una sonrisa.


Pedro dejó a un lado aquellos sentimientos que no venían al caso y se concentró en proporcionarle un placer absoluto a la mujer que tenía entre los brazos. Después de todo, todo el rollo sentimental no era lo suyo. Pero lo otro se le daba muy, pero que muy bien.


La embistió con profundidad. Paula gimió. Pedro tomó sus manos entre las suyas y se las colocó por encima de la cabeza. Dominando, reprimiendo aquellos sentimientos tan dulces. La besó en la boca y murmuró:
-Desde luego que podemos volver a hacerlo.



PELIGROSO CASAMIENTO: CAPITULO 18





Pau se despertó sobresaltada. Le dolía todo el cuerpo, más por la súbita pérdida del contacto piel con piel que por las aventuras de la noche anterior.


Todavía estaba oscuro. El salón estaba en penumbra. El espacio que había a su lado estaba aún caliente pero Pedro no estaba. El corazón se le aceleró.


En algún rincón envuelto en la oscuridad se escuchó un crujido.


Había alguien moviéndose en el interior de la casa.


Paula saltó de la cama con la manta alrededor de los hombros. Intentó correr hacia la puerta pero resbaló y se dio contra el marco. Tambaleándose y con la frente dolorida llegó hasta el largo pasillo que dividía la cabaña por el medio. Consideró la posibilidad de gritar para llamar a Pedro, pero si los hombres de David estaban allí delataría su posición.


Algo grande y duro como el granito detuvo de golpe sus movimientos de avance. Aquella superficie firme se fundía con la oscuridad. Pau frunció el ceño y palpó con los brazos antes de dar un paso atrás instintivamente. Unos brazos poderosos la rodearon en el instante en que se dio cuenta de que había topado con un cuerpo humano sólido como una roca.


Cuando iba a gritar, una boca se cerró sobre la suya, ahogándole el grito. Paula luchó para zafarse pero entonces lo reconoció. Eran unos labios firmes y carnosos.


Pedro.


El olor al agua del río y aquel aroma inconfundible a él le invadieron el olfato. Paula sintió una explosión de calor en el centro de su cuerpo que le derritió los músculos hasta la médula de los huesos. Tenía la boca cálida y extremadamente suave. El beso, que en un principio había sido duro, casi castigador, se hizo más tierno. Nunca antes la habían besado así.


Nunca.


Entonces Pedro se detuvo.


-Están fuera -le susurró al oído-. Dos casas más abajo.


Un terror absoluto se apoderó de ella, oscureciendo la maravillosa sensación que había experimentado tras su inesperado ataque sensual.


-Tenemos que irnos. Ahora -aseguró el detective estrechándola con fuerza para que no se viniera abajo.


Ella asintió con la cabeza y le clavó los dedos en la chaqueta. Sólo entonces se dio cuenta de que estaba vestido. Cuando abrió la boca para preguntarle dónde estaba su ropa, Pedro le colocó un dedo en los labios.


-Sígueme. Mantente en silencio total.


Pau volvió a asentir con la cabeza. El contacto de sus labios en el lóbulo de la oreja le provocó un estremecimiento.


Pedro la agarró de la mano y la guió hasta la cocina. Cuando llegaron a la secadora estiró el brazo y le pasó la ropa que había colocado antes encima. Pau se vistió lo más rápido que pudo y se calzó. Para ganar tiempo no se puso el sujetador. Le habría resultado complicado abrochárselo a oscuras. Cuando terminó, Pedro le puso en las mejillas, en la nariz y en la frente algo grasiento. Y sin más explicaciones la empujó suavemente hacia la puerta de atrás. De pronto, Pau se preguntó qué hora sería.


Cerró los ojos. Era la hora de huir. La hora de esconderse.


Fuera, la luna otorgaba la iluminación suficiente como para definir los objetos. Como la silueta de Pedro. Paula quiso preguntarle cuál era el plan, pero algo le llamó la atención.


Entrecerró los ojos para tratar de averiguar qué llevaba en la cara. Se trataría de la misma materia grasa que le había puesto a ella. Pero había algo más. Pedro llevaba algo en los ojos, una especie de anteojos extraños.


Antes de que se aventurara a preguntarle nada, el detective se inclinó para hablarle dé nuevo al oído.


-Quédate detrás de mí. Mantén la cabeza baja. No hables. Y por el amor de Dios, no hagas el más mínimo ruido.


Pedro se movía como una pantera gigante. Con movimientos fluidos y silenciosos. Ella, por el contrario, avanzaba por la hierba que le llegaba a la altura de los tobillos como un elefante.


De pronto, Pedro se detuvo.


Y lo mismo hizo Pau, que se chocó contra su ancha espalda.


El detective se giró, le posó un dedo en los labios y se quedó completamente quieto. A ella le latía el corazón con tanta fuerza que pensó que iba a darle allí mismo un ataque.


Entonces escuchó lo que Pedro se había detenido a oír.


Voces. Pasos. Cerca. Muy cerca.


Un grito trató de abrirse paso a través de su garganta, haciéndole imposible respirar y mucho menos pensar.


El deseo de salir corriendo era tan grande que no podía resistir la tentación.


Una mano grande agarró con fuerza la suya como si supiera que quería correr... gritar. Cualquier cosa antes que quedarse allí a esperar que los asesinos se acercaran. Antes de...


Los dedos de Pedro se estrecharon con fuerza contra los suyos, y Pau recordó de pronto el modo en que la había abrazado para que se durmiera. La fuerza de aquellos brazos potentes, el contacto de su cuerpo cuando la sacó del río, salvándole la vida.


Y de pronto ya no tuvo miedo. Pedro la protegería. Nunca había conocido a un hombre como él, duro y al mismo tiempo compasivo.


Las voces se escuchaban ahora más claramente.


Dos hombres estaban entrando en la casa que Pedro y ella acababan de abandonar hacía unos minutos.


Pedro volvió a moverse y la guió hacia un vehículo. Paula sintió un nudo en el estómago. Era el coche plateado de los hombres que los perseguían. Que en aquellos momentos los buscaban.


-¿Qué estamos haciendo? -preguntó en voz baja.


El detective se acercó a la ventanilla del conductor y pegó un golpe certero en el centro de la luna, rompiéndola. Luego abrió la puerta. No se encendió ninguna luz.


-Entra -le ordenó a Paula.


La joven entró a tientas y se sentó en el asiento del copiloto.


Pedro estaba dentro antes de que ella tuviera tiempo de abrocharse el cinturón de seguridad. No tuvo valor de preguntarle qué estaba haciendo. Ni siquiera estaba segura de poder articular palabra. Si los hombres salían de la casa y los veían... Estarían perdidos.


Pedro hizo un movimiento brusco en la dirección asistida del coche. Se escuchó un sonido sordo y luego el motor se puso en marcha.


Sin encender las luces, metió la primera marcha y descendió en silencio por la calle vacía y oscura. El mundo entero parecía dormir a su alrededor. Estaban solos, a excepción de los hombres que los perseguían como sabuesos.


Pedro se quitó aquellas, gafas extrañas y la mochila mientras adquiría velocidad y las tiró al suelo, a los pies de Paula. Tomaron una curva muy cerrada, dejaron la cabaña atrás y el detective pisó el acelerador sin decir una palabra.


-¿Vas a encender las luces ahora? -preguntó la joven angustiada, sintiendo cómo el corazón le latía cada vez más deprisa.


No estaba dispuesta a vivir otra carrera como la que habían tenido tras salir de Cphar


-Todavía no.


-No nos siguen, ¿verdad? -preguntó Paula sintiendo otra oleada de pánico.


-No. Y teniendo en cuenta que en ninguna de aquellas cabañas había coches, dudo mucho que puedan hacerlo.


Paula sonrió. El detective lo había conseguido. Había vuelto a arrancarlos a ambos de las fauces de la muerte. Una vez más.


-Vaya, sí que eres bueno -aseguró con entusiasmo, sintiendo renacer la vida en su pecho.


-Todavía no estamos a salvo -advirtió Pedro.


“El pesimista de siempre”, pensó la joven para sus adentros, tratando de relajarse.


-¿Y los archivos de Cphar? -preguntó con una punzada de angustia al mirar la mochila que tenía a los pies-. ¿Y si se han estropeado con el agua del río?


-Lo he comprobado todo. No hay daños a excepción del teléfono móvil. Las bolsas de plástico en las que guardé las pruebas protegieron los documentos.


-Qué bien -murmuró Paula suspirando aliviada.


-A ver si puedes encontrar un teléfono móvil por algún lado -dijo Pedro, que ya había encendido por fin las luces-. Tal vez alguno de esos tipos se ha dejado el suyo en el coche. 
Necesitamos un nuevo medio de transporte. Tenemos que dejar éste.


Tenía razón. Para aquel entonces los dos hombres habían descubierto probablemente su error y estarían pensando en cómo solucionarlo. Pau encendió una de las luces interiores y tras echar un rápido vistazo descubrió un teléfono portátil. 


También vio la hora que era en el reloj digital. Las tres de la mañana. Con razón estaba tan cansada. Apenas había llegado a dormir. Se preguntó cómo era posible que Pedro se las arreglara tan bien. Dudaba mucho que hubiera conseguido dormir algo.


Pedro le dijo el número que tenía que marcar y ella le pasó después del teléfono. Él le explicó su situación actual a alguien llamado Simon. El otro detective de la Agencia Colby, recordó. El que Pedro tenía pensado para cuidar de ella.


Mientras hablaban, el recuerdo de la boca de Pedro cubriendo la suya la asaltó de improviso. La había besado... La había besado de verdad. Pau estaba segura de que al principio le había puesto los labios encima para evitar que gritara o que hablara. Pero aquel gesto se había desvanecido para dar paso a algo distinto. La había besado de verdad y ella le había devuelto el beso. Como cuando Bogart besó a Ingrid Bergman en Casablanca.


El teléfono portátil que Pedro había dejado en el salpicadero sonó entonces con una melodía. El detective disminuyó momentáneamente la velocidad, y miró al teléfono, igual que hizo Paula.


-No contestes -dijo él.


-¿Y si es tu amigo? -preguntó Paula con el corazón latiéndole a toda prisa.


-No es él -aseguró con tono tan decidido que ella se estremeció.


Paula agarró el teléfono y lo descolgó. Tenía que saber de quién se trataba. Podía ser importante.


-¿Diga?


Se hizo una breve pausa.


- ¡Paula! Qué sorpresa tan agradable. ¿Tu amigo y tú habéis vuelto a despistar a mis hombres?


El sonido de la voz que había al otro lado de la línea le provocó una oleada de pánico que le heló la sangre en las venas.


David.


Los dedos de Pau parecieron convertirse en hielo mientras apretaba el teléfono contra la oreja. No tendría que haber contestado. Tendría que haberle hecho caso a Pedro. Pero algo en su interior no le permitió colgar. Necesitaba escuchar lo que tenía que decirle. Aquel monstruo tenía en sus manos la vida de su padre.


-Sí. Soy yo, querida -murmuró él.


¿Había dicho su nombre en alto? Oh, Cielos. Paula se estremeció. Las imágenes de la ermita regresaron a su cabeza, repitiéndose como una película.


-Me estás poniendo las cosas muy difíciles. No sé si alcanzas a comprender las consecuencias de tus actos.


Una furia salvaje y animal se abrió paso en su interior, sobreponiéndose al miedo.


-Mataste a Roberto y al doctor Kessler. Tú... me has robado mi vida. Eres... eres un asesino... un ladrón...


La voz de Paula se quebró por la emoción. Pedro observaba la escena repartiendo su atención entre ella y la carretera.


-Paula -dijo apretando los dientes-. Pásame el teléfono.


Ella lo miró. Quería hacer lo que Pedro le pedía, pero no podía evitarlo. No podía no escuchar lo que David tenía que decir. Era como cuando se pasaba al lado de un accidente terrible. Todo el mundo disminuía la marcha para mirar.


-Ven a casa ahora -exigió David con voz suave pero amenazadora.


-No te saldrás con la tuya -le advirtió Paula sintiendo un repentino deseo de venganza-. Voy a ir a por ti, David. Será mejor que encuentres un buen lugar donde esconderte porque voy para allá.


-Cuidado, cariño -le sugirió David-. Todavía te llevo ventaja, ¿recuerdas?


Su padre.


“Por favor”, rezó. “No dejes que lo haga”.


-Cuelga -le ordenó Pedro-. No escuches nada de lo que Crane te diga.


-Puedo hacer que sus últimos días en la tierra sean más dolorosos de lo que puedes imaginar -susurró David-. Insoportables. Cuando exhale su último aliento sabrá que es a ti a quien tiene que agradecérselo.


Se hizo entonces un espantoso momento de silencio.


Paula no podía hablar, no podía articular palabra. Tenía el corazón atrapado en la garganta. ¿Qué podría hacer para detenerlo?


No podía hacer nada. Nadie podría.


Ni siquiera Pedro podría detenerlo, pensó mirando al detective con ansiedad. No había manera de demostrar nada de lo que David estaba haciendo. Estaba claro que habían hecho desaparecer el cuerpo de su tío Roberto.


-Tienes veinticuatro horas para volver a casa o tu padre pagará el precio -aseguró David-. Si Alfonso interfiere, lo mataré. No dudes de mi palabra.


Y colgó el teléfono.


Paula clavó la mirada en el auricular que tenía en la mano. 


Pedro se lo arrancó de la mano y lo arrojó a la parte de atrás del coche.


-¿Qué te ha dicho ese malnacido? -preguntó con la voz cargada de rabia.


-Nada -susurró ella sintiendo un peso insoportable en los hombros-. Nada importante.


Todo había terminado.


-¿Seguro? -insistió Pedro apartando la vista un instante de la carretera para mirarla.


Paula asintió con la cabeza.


No podía contarle la verdad. Nunca le permitiría que cumpliera la orden de David.


Y aquélla era la única opción que tenía. No le permitiría que hiciera daño a su padre.