Pau vio desaparecer la alta y elegante figura masculina tras la puerta de cristal y suspiró. No le extrañaba que Pedro la odiase; era consciente de que su táctica para bajar los humos a los hombres a veces levantaba ampollas, pero estaba convencida de que Pedro Alfonso necesitaba doble ración.
Nunca había visto a un hombre tan serio, tan comedido, tan odiosamente educado. Todavía no era capaz de entender cómo un tipo así había podido besarla con tanta pasión en el barco; parecía más frío que un congelador industrial. Y luego estaba su fabulosa, maravillosa y hermosa novia. A Pau le bastó una ojeada para saber a qué tipo de mujer se enfrentaba y no le cupo duda de que era de esas que se dedicarían a potenciar los rasgos más desagradables de la personalidad de su desgraciado novio.
«Bueno, Pedro Alfonso no tiene un aspecto muy desgraciado, la verdad», admitió para sí, «pero no sé por qué, no me cabe duda de que no es un hombre feliz y, lo que es más, estoy convencida de que estará mucho mejor sin esa tipeja fría y calculadora, por muy guapa que sea».
Convencida de la bondad de sus propósitos para ayudar a su pobre vecino, Pau comenzó a silbar una alegre melodía y subió de dos en dos los escalones de granito de la entrada del imponente edificio de acero y cristal, seguida de cerca por Milo.
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La inauguración estaba siendo un éxito. A esas horas ya se habían vendido muchos cuadros y los alumnos de Paula estaban eufóricos por la emoción. La mayoría de los asistentes eran familiares de los chicos y todos ellos le había trasmitido a la joven su inmensa gratitud por el placer que les daba ver a sus hijos o hermanos felices de sentirse, al menos por un día, como cualquier otra persona. Diego, el dueño de la galería de arte, rodeó la cintura de Pau con uno de sus brazos y le susurró al oído:
—Parece que la cosa funciona, ángel mío.
Paula se volvió hacia él, sonriente, y le contestó:
—Está siendo todo un éxito. Ya casi hemos recaudado la mitad de lo que necesitamos para reparar el edificio. Muchas gracias, Diego, no sé qué habríamos hecho sin tu ayuda. —Su amiga Fiona se acercó a ellos en ese momento.
—Caramba, Pau, algunos de estos alumnos tuyos tienen las manos muy largas —se quejó intentando sacudirse a un muchacho bajito, de grandes ojos y sonrisa perpetua.
—Martin, cielo, deja a Fiona tranquila, ahora no quiere jugar contigo.
El muchacho asintió con la cabeza y, sin perder su sonrisa, se alejó en dirección a otra chica que andaba por allí.
—A Martin le encantan las chicas guapas y creo que tu pelo le ha deslumbrado —comentó Pau admirando los rojos rizos de su amiga.
—No te quejes, Fiona, para una vez que un hombre te presta atención... —Como de costumbre, Diego no dejó pasar la ocasión de pincharla.
—Ja, ja, Diego, eres muy gracioso —respondió Fiona, lanzándole una mirada asesina al dueño de la galería.
Fiona y Diego habían mantenido una tormentosa relación durante casi tres años, hasta que ella lo dejó por uno de los jóvenes artistas que exponían en su galería. Desde entonces, no podían verse sin intercambiar alguna que otra pulla.
—Paz, queridos, no empecéis —rogó Pau, conciliadora.
—Buenas noches, Paula.
Sorprendida, la joven se volvió y descubrió a Pedro a su espalda vestido con un elegante esmoquin negro y una camisa de un blanco cegador que resaltaba el tono bronceado de su piel.
—¡Caramba, Pepe, esta noche ya te había dado por perdido! Vienes muy elegante —declaró Pau contenta de verlo allí, mientras recorría de arriba a abajo su poderosa figura con admiración.
A pesar de sí mismo, a Pedro le complació sentir los ojos de Paula sobre su cuerpo. Ella se había quitado sus eternos vaqueros rotos y ahora llevaba unos pantalones y una sencilla camisa de color negro, solo aliviado por el pañuelo de gasa en tonos vivos que lucía en torno a su cuello. En contraste, su melena brillaba con reflejos más dorados y Pedro no pudo evitar pensar, como siempre le ocurría, que aunque no llevara prendas elegantes o de marca, Paula se las arreglaba para estar siempre preciosa.
—Hola, ¿te acuerdas de mí? Te conocí el otro día en la fiesta. Pau, deberías presentarme como Dios manda —intervino Fiona, lanzándole una provocativa mirada al recién llegado por debajo de sus pestañas.
—Cuidado todo el mundo: la devoradora de hombres local, afila sus garras... —El sarcasmo, apenas velado, de las palabras de Diego hizo que a Fiona le entraran ganas de estrangularlo.
—¡No empecéis otra vez, vosotros dos! —ordenó Pau, cansada de sus eternas disputas—. Mira, Pedro, te presento a Diego Torres, el dueño de esta galería, que amablemente nos ha cedido su local para esta exposición y a Fiona Danson, aunque ya os conocéis, amiga mía desde hace no sé cuántos años. Chicos, este es Pedro Alfonso.
—¿De Alfonso & Asociados? —preguntó Diego, impresionado.
—En efecto —respondió Pedro y le tendió la mano, tras haber hecho lo mismo con Fiona.
—Qué formalito eres —declaró Fiona, haciendo un mohín.
—No lo sabes tú bien —recalcó Pau con cierto retintín que fastidió a su vecino.
—¿De dónde vienes tan guapo, Pedro? —interrogó Fiona con curiosidad, devorándolo con los ojos.
—Acabo de llegar de una cena de gala en la Royal Opera House. Al terminar de comer, mi pareja se sintió indispuesta y me vine para acá. Tengo mucha curiosidad por ver el trabajo de tus alumnos, Paula.
En ese momento, una chica de no más de veinte años con síndrome de Down se acercó a Pau y la abrazó con fuerza por la cintura.
—¡Pau, Pau, he vendido mi cuadro! ¡Por veinte libras! —declaró, emocionada, mientras sus ojos rasgados despedían destellos de alegría detrás de las gafas.
Pedro observó la ternura dibujada en el rostro de su vecina al inclinarse sobre la chica para devolverle el abrazo y besarla en la frente.
—Mi querida Rachel. No tenía la menor duda de que algún entendido se enamoraría de una de tus obras nada más verla y la compraría, ¿no te digo siempre que utilizas unos colores preciosos?
—Quería que lo supieras la primera, ahora se lo voy a contar a mamá. —La muchacha soltó a Paula y se alejó corriendo con una enorme sonrisa de felicidad iluminando su cara.
La mirada alegre y afectuosa de Pau se posó sobre Pedro, que lo observaba todo muy serio.
—¿Quieres que te enseñe los cuadros? —Se ofreció Paula con amabilidad.
—Me encantaría.
—Chicos, voy a enseñarle a Pedro la exposición. Me gustaría que no os sacarais los ojos el uno al otro durante mi ausencia. —Y dirigiéndoles a ambos una mirada de advertencia, condujo a Pedro hasta uno de los muros de ladrillo visto en el que colgaban varios cuadros.
En la muestra había de todo. Algunas pinturas eran poco más que los garabatos de un niño y otras estaban realizadas con sorprendente habilidad. En general, a Pedro le sorprendió la calidad de la mayoría, pues no sabía qué había esperado.
—Debes ser una buena profesora, Paula, hay algunos cuadros que están francamente bien —declaró su vecino, admirado.
—Muchas gracias, Pedro, me halagas; pero el mérito es solo de mis chicos. No puedes imaginar el interés que han mostrado durante todo este tiempo y lo perseverantes que son. —El rostro de Paula se iluminaba cuando hablaba de sus alumnos y Pedro se sintió vagamente conmovido.
—¿Y este? —Alfonso se detuvo frente a un retrato femenino de aire cubista, atraído por los trazos angulosos y los colores fríos que había empleado el artista que, sin embargo, transmitían una intensa fuerza y una gran vitalidad—. ¡Eres tú!
La joven lo miró impresionada por su agudeza.
—Me sorprendes, Pedro, eres el único que se ha dado cuenta.
—No sé, tiene algo... —Pedro se interrumpió sin saber bien lo que quería decir.
—No pensaba que fueras tan receptivo. —Por primera vez desde que la conocía, la vio mirarlo con una expresión muy seria—. Lo ha hecho mi mejor alumno, Peter Kelly. Es un muchacho con cierto grado de autismo que, sin embargo, posee una sensibilidad para el arte fuera de lo normal. Estoy intentando conseguirle una beca para que estudie en Saint Martins, aunque no es fácil. El pobre tiene serios problemas para relacionarse con los demás, pero sé de sobra que necesita más de lo que yo puedo ofrecerle.
—¿Es tu alumno favorito? —Los ojos grises la miraron con curiosidad.
Paula negó con la cabeza al tiempo que esbozaba una leve sonrisa.
—Una buena profesora nunca confesará que tiene favoritos, digamos que es un chico muy especial. Mira, aquí está. Te lo voy a presentar. ¡Peter, ven!
Un chico como de unos veinte años, bajito y moreno, se acercó a ella enseguida.
—Ángel mío —dijo tan solo, agarrando a Pau de la cintura y apoyando la mejilla en su hombro. La joven alzó su mano y le acarició los negros cabellos con suavidad.
—Peter, te presento a mi amigo Pedro, le ha gustado mucho tu cuadro y quería conocerte. —El chico se lo quedó mirando con semblante hosco.
—Es mi ángel —dijo, posesivo, apretando más la cintura de Pau.
Pedro se quedó un poco descolocado al oírlo, pero acertó a decir muy serio:
—Me alegro, eres un chico afortunado.
El muchacho pareció tranquilizarse y, mirando a Pau con adoración, preguntó:
—¿Vienes a mi fiesta de cumpleaños?
—Por supuesto, querido, no me la perdería por nada del mundo —contestó Paula desordenándole el pelo una vez más. Satisfecho, Peter miró en dirección a donde una mujer, morena como él, le hacía señas desde una esquina de la galería.
—Mamá me llama. —El chico se alejó unos pasos pero, repentinamente, se dio la vuelta y se acerco de nuevo a Pau—. Ángel, él no está invitado —dijo y señaló con el índice a Pedro. Sin más, se fue corriendo hacia donde lo esperaba su madre.
—Lo siento, Pedro, ya lo has oído. Tú no estás invitado a la fiesta —anunció Pau con un destello de malicia en sus grandes ojos castaños.
—Trataré de superar este nuevo golpe para mi autoestima —declaró Alfonso muy serio y a continuación añadió enarcando una ceja—: ¿Ángel mío?
—Peter oyó a Diego una vez y, desde entonces, siempre me llama así.
Pedro se la quedó mirando con una expresión indescifrable en sus ojos y luego preguntó:
—Y tú, ¿solo das clases? ¿No pintas?
—Sí, claro que pinto, aunque no tengo mucho tiempo para ello, la verdad. Tengo alguna tela acabada... —contestó de forma vaga.
—¿Has tratado de venderlos?
—En realidad, creo que todavía no estoy preparada para exponer. —Paula esperó que su breve explicación terminara con el interrogatorio pero, a pesar de que Pedro se dio cuenta de que a ella no le gustaba hablar del tema, eso no lo detuvo.
—¿Por qué no expones? ¿Te asustan las críticas? —insistió.
La joven se quedó pensativa, mientras enrollaba uno de sus brillantes mechones de pelo en su dedo índice.
—No creo que sea eso exactamente —contestó por fin, resignada—. Creo que es más bien un tema de intimidad.
—¿Intimidad? —No sabía por qué, pero Pedro se sentía muy interesado por la respuesta.
—Caramba, Pedro, pareces un sabueso siguiendo un rastro —comentó la chica con fastidio.
—¡Guau! Venga, Paula, no trates de cambiar de tema. ¿Intimidad?— repitió sus palabras.
—No sé, es solo una sensación que tengo. Exponer mis obras sería para mí algo así como desnudarme en público. —Pau hablaba despacio, como si estuviera buscando las palabras adecuadas.
—Curioso. Nunca me has parecido una persona tímida.
Ahora Paula lo miró visiblemente irritada.
—Y no lo soy, pero... —Se encogió de hombros; era incapaz de expresar con claridad sus sentimientos.
—¿Le has enseñado tus cuadros a alguien alguna vez? —Pedro no estaba dispuesto a terminar con el interrogatorio hasta que consiguiera respuestas satisfactorias.
—Solo a Diego.
—¿Y...?
—Me anima a exponer.
—Pero tú no te sientes preparada. Entiendo —dijo Pedro mirando su rostro sonrojado y su expresión de incomodidad. — Y a mí, ¿me los enseñarás?
—Si me lo hubieras preguntado ayer, me habría negado en redondo —confesó la joven con sinceridad—. Pensaba que tu sensibilidad para los temas artísticos era tan grande como la de Terminator, pero hoy ya no estoy tan segura. —Una vez más, Pau recorrió su cuerpo de arriba abajo con una mirada especulativa y con los ojos chispeantes declaró—: La verdad es que estás guapísimo con ese esmoquin, Pedro. No entiendo que la bella Alicia te haya dejado escapar esta noche.
—Querida Paula, no conseguirás distraerme. —Pedro puso un dedo bajo la barbilla femenina, obligándola a mirarlo y repitió—: ¿Me los enseñarás?
Pau alzó los ojos al cielo y respondió:
—Ya veremos.
Un grupo de personas, en su mayoría padres de sus alumnos, se aproximaron en ese momento para felicitar a Paula por el éxito de la exposición y despedirse de ella.
Pedro aprovechó para alejarse discretamente, se refugió en un rincón y llamó a su amigo Harry.
—Hola, Harry, ¿te he despertado? Entonces lo siento aún más, amigo. Dile a Lisa que intentaré compensarla de alguna manera. Necesito que me hagas un favor...
En cuanto colgó, Pedro Alfonso se acercó de nuevo al corrillo de gente que rodeaba a Pau.
—Yo también me voy.
—Buenas noches, Pedro. Te agradezco mucho que hayas venido —le dijo ella con una de esas dulces sonrisas que le provocaban un extraño revoltijo en el estómago.
—Y yo me alegro de haberlo hecho. Buenas noches, Paula.