martes, 6 de septiembre de 2016

ENAMORADA DE MI MARIDO:CAPITULO 13





Paula apenas durmió aquella noche. Quería ver a Pedro, pero no sabía dónde encontrarlo. Y tampoco habría sabido qué decirle.


Su comportamiento era inexcusable, y ella se sentía muy desgraciada… Y lo peor era que se había enamorado de él.


Lo mejor era marcharse a Londres otra vez.


En ese momento entró él.


—Me iré hoy —dijo ella con voz temblorosa—. No puedes divorciarte de mí, pero no tienes que vivir conmigo y te prometo que…


—He venido a disculparme —la interrumpió—. Anoche perdí los estribos. No hay excusa para eso.


¿Él se estaba disculpando?, se preguntó ella.


—Tienes todo el derecho a estar enfadado…


—Anoche parecías muy enferma…


—Creo que ha sido por tragar el agua… Me siento un poco mareada, pero estoy bien… —sonrió ella.


—Hoy debes descansar, pasar el día en la cama… Hablaremos más tarde.


—No hay nada de qué hablar, Pedro. Los dos lo sabemos. Tú no me quieres cerca. Me iré hoy.


—No quiero que te marches —él pareció ponerse más tenso—. Tú eres mi esposa.


—Una esposa que no puede darte hijos —le recordó ella con tristeza.


—Es posible. Pero sigues siendo mi esposa y no te irás.


Paula sintió esperanzas. ¿Se estaría acordando de lo felices que habían sido en su isla?


—Anoche estaba tan enfadado por lo que supe que no podía pensar con claridad. Pero ahora veo que tú has tenido una vida muy difícil… Por el accidente de tus padres que te dejó huérfana… Has trabajado toda tu vida como una esclava… No es extraño que, al ver la oportunidad, hayas querido mejorar tus circunstancias, y la hayas aprovechado. Para ti mi familia es responsable de la muerte de tus padres y tus heridas.


Pedro


—Déjame terminar… —Pedro la interrumpió—. Mi familia es responsable de lo que sucedió ese día…


—¿Qué estás diciendo?


—Que tú tienes derecho a la vida que has elegido. Mi familia te lo debe, y yo quiero pagar esa deuda. Seguirás siendo mi esposa y seguirás recibiendo la suma de dinero que hemos establecido.


Paula se sintió decepcionada al darse cuenta de que su deseo de que ella siguiera con él era sólo un sentido de responsabilidad, y no algo más personal, más profundo.


Se hundió en las almohadas. No quería estar allí en esas circunstancias. Pero no tenía más alternativa que permanecer con él. Necesitaba el dinero.


Los días pasaron. Pedro llegaba tarde de la oficina, cuando ella ya se había dormido, y dormía en una habitación diferente.


Y el malestar de Paula no se le había pasado completamente, para peor.


La gota que derramó el vaso fue que llamó al hospital donde estaba su madre y le dijeron que ésta había contraído una infección y que había empeorado.


Sintiéndose culpable por no haber ido a ver a su madre, Paula hizo el equipaje y pidió al chofer de Pedro que la llevase al aeropuerto.


Pedro no la echaría en falta, puesto que sabía que tenía una reunión en París. Lo había visto partir aquella mañana.


Como una adolescente, lo observaba desde la ventana con la ilusión de verlo simplemente.


Se pasó el vuelo a Londres con sensación de mareo. Se prometió que iría a un especialista para remediar ese problema. Debía haber habido algún virus en el agua que había tragado.


El clima de Londres la recibió con lluvia y un cielo gris.


Tomó un taxi hasta el hospital.


—¿Cómo se encuentra mi madre? —preguntó, ansiosa, cuando llegó.


—Fue una operación importante, como sabe, pero salió bien. Estuvo mejorando hasta los últimos días. Lamentablemente ha tenido una infección y estamos intentando averiguar su causa.


—¿Puedo verla?


—Si usted es Paula, por supuesto. Habla de usted constantemente. Creo que ha estado trabajando en el extranjero, ¿verdad?


Paula se puso colorada. Aquélla era la historia que le había contado a su madre para justificar el no ir a verla. Sintió remordimientos de conciencia.


Paula siguió a la enfermera hasta la habitación mientras se quitaba la alianza. No hacía falta que su madre se enterase de que se había casado con Alfonso.


La imagen de su madre frágil y pálida le dio ganas de llorar, pero se controló.


—¿Mamá?


Los ojos de la madre de Paula se abrieron al oír su voz.


—¡Cariño! No esperaba que vinieras a verme —dijo con voz débil—. Creías que no ibas a poder venir durante un tiempo…


—Has perdido mucho peso…


—La comida de hospital —bromeó la mujer—. Pareces cansada. ¿Has trabajado mucho? ¿Qué tal el nuevo trabajo?


—Muy bien —dijo Paula, evitando mirarla, mientras se sentaba en una silla al lado de la cama.


Su madre suspiró y cerró los ojos otra vez.


—Bueno, ha sido una suerte que hayas conseguido ese trabajo cuando lo conseguiste, y que te paguen tan bien. Si no hubiera sido por ti…


—No empieces, mamá. Yo te quiero —sonrió Paula—. Y me da mucha rabia no haber podido venir a verte…


—Pero me has llamado todos los días —murmuró su madre—. Y me has dado el mejor regalo que hay. La posibilidad de volver a caminar. Ahora sólo tenemos que esperar para ver si los médicos han tenido éxito. Hasta que apareció esta infección, eran optimistas.


—Y siguen siéndolo —Paula intentó reprimir sus lágrimas.


—No llores —le dijo su madre—. Yo sé que puedo apoyarme en tu fuerza. Siempre has sido fuerte. Incluso de pequeña tenías una firme determinación.


Paula hizo un esfuerzo por sonreír. No se sentía ni fuerte ni determinada.


—Estoy bien. Sólo un poco cansada.


«Y mareada», pensó.


—¿Cuántos días te han dado en el trabajo?


—Los que necesite —dijo una voz masculina desde la puerta.


Paula se sobresaltó y miró a Pedro.


Estaba en la puerta, con gesto serio. Parecía enfadado con ella.


Luego desvió la mirada hacia su madre.


—¡Dios mío! No sabía… Está viva… Sobrevivió a la explosión…


—Creí que estabas en París —dijo Paula.


No estaba preparada para aquella escena.


—¿Controlas mis movimientos, Paula? Bueno, ahora estoy de vuelta…


Antes de que ella pudiera encontrar una respuesta, su madre exclamó y se tapó la boca.


—¿Mamá? —se acercó y tocó la frente de su madre—. ¿Te encuentras peor? ¿Estás mareada? Llamaré a una enfermera —Paula extendió la mano hacia el timbre, pero su madre se la agarró.


—No —su madre habló con voz débil y mirando a Pedro—. He pensado en ti durante años. En mis sueños… En mis peores momentos siempre estabas ahí…


Paula miró consternada a su madre. No había pensado que pudiera reconocer a Pedro, pero era evidente que sí. Y estaba claro que lo odiaba. Lo que menos falta le hacía en aquel momento era ese shock.


—La estás disgustando… Creo que deberías marcharte —le rogó Paula, agarrando la mano de su madre—. Podemos hablar más tarde.


—Si eso es lo que quiere tu madre, por supuesto. Respetaré sus deseos. Pero hay cosas que hablar —se volvió hacia la madre de Paula—. No tenía ni idea de que estaba viva.


Paula cerró los ojos.


—Por favor, ¿quieres marcharte?


—No quiero que se marche —su madre extendió una mano hacia Pedro con los ojos llenos de lágrimas—. No antes de que le dé las gracias. ¡Si supieras cuánto he querido agradecérselo! Pero no sabía cómo averiguar quién era, y no sabía su nombre…


Al oír aquella confusa declaración, Paula miró a su madre sin comprender nada. Y encima, Pedro se acercó y aceptó la mano de su madre.


—No hace falta que me dé las gracias. Ni entonces ni ahora… Hasta hace poco no tenía idea de quien era usted…


—Había tanta gente en el yate aquel día…


Paula los miró, sorprendida.


—¿Mamá?


—¿Cómo te has puesto en contacto con él? —su madre la miró. Tenía lágrimas en los ojos—. Tú sabías cuánto deseaba encontrar al hombre que te salvó. Sin su nombre, ¿cómo has podido encontrarlo?


¿El hombre que la había salvado?, Paula no comprendía nada. Se quedó sin habla. Cuando por fin pudo hablar preguntó:
—¿Éste es el hombre que te rescató cuando explotó el barco?


—A mí y a ti. También te rescató a ti —dijo su madre—. Arriesgó su vida tirándose al agua… Yo te vi en la escalerilla segundos antes de la explosión. Sabía que estabas en el agua, probablemente demasiado herida como para poder ayudarte a ti misma. ¡Yo gritaba y gritaba que alguien salvara a mi niña…!


—Tu madre estaba atrapada —dijo Pedro con los ojos tristes al recordarlo—. No quiso aceptar mi ayuda hasta no rescatar a su niña.


Paula estaba en estado de shock. A su mente acudieron imágenes del hombre.


—¿Eras tú?—dijo casi imperceptiblemente—. El hombre que me rescató… El hombre que recuerdo… ¿Eras tú?


—No lo supe hasta la noche en que me contaste lo del accidente —le confesó Pedro—. Me di cuenta entonces de que tenía que ser tu madre a quien había rescatado, pero no sabía que todavía estuviera viva.Chaves nos informó que había muerto junto con Costas.


—Eso es lo que quiso que creyera la gente. Quería borrarme de su vida. Tú te fuiste a rescatar a otros —dijo la madre de Paula—. Y la ambulancia nos llevó al hospital. Le pregunté a todo el mundo por ti, pero nadie sabía nada. Luego Dimitrios nos hizo volar a Inglaterra y a mí me prohibieron volver a visitar Grecia. Mantuvimos nuestra identidad en secreto por instrucciones suyas.


Pedro frunció el ceño.


—¿Cómo fue capaz de amenazarla de ese modo? ¿Cómo fue capaz de impedir que viniera de visita? ¿Y por qué?


Su madre cerró los ojos.


—Me odió desde el primer momento en que Costas me llevó a Corfú. Cuando murió Costas no hubo nadie que me defendiera. Me amenazó con quitarme a Paula. Realmente no la quería. Fue sólo una amenaza para castigarme. Poca gente sabe lo malo que es ese hombre… Yo no quería que estuviera cerca de mi hija de ninguna manera. Y acepté desaparecer, romper el contacto por completo. Y a él le pareció bien. Fue lo que siempre había querido.


—¿Le pagó para que desapareciera? —preguntó Pedro.


—¿Pagar? ¿Dimitrios? No, no me pagó nada.


—Pero usted estaba herida y con una hija pequeña que mantener… ¿Cómo se las arregló? ¿Tenía familia que se ocupara de usted?


—No tenía familia, y me arreglé porque mi hija es una persona muy especial 


Paula se puso colorada.


—Mamá… Creo que deberías descansar ahora…


—Todavía, no —Pedro apretó más la mano de su madre—. Por favor, si puede, realmente me gustaría oír el resto de la historia.


—Paula se recuperó considerablemente rápido de las heridas y era una niña brillante —Ella sonrió a su hija—. Uno de los médicos que me estaba tratando y que conocía nuestras circunstancias, me sugirió que pidiera una beca en uno de los mejores internados. La aceptaron. Fue una decisión difícil, pero acertada. A mí me operaron interminables veces. Durante los veranos se quedaba con una de las tutoras y la traían a verme.


—Siga… —dijo Pedro.


—En la época que tenía que ir a la universidad, yo necesitaba todo tipo de cuidados por los que teníamos que pagar —Charlotte miró a Paula—. Paula trabajó día y noche para dármelos. Y cuando descubrió que era posible hacerme esta operación para poder caminar, consiguió ese estupendo trabajo en Grecia…


Hubo un silencio tenso. Paula cerró los ojos, esperando que Pedro le dijera a su madre la verdad.


—Debería descansar ahora —dijo él—. Pero antes de que la dejemos quisiera hacerle otra pregunta. ¿Por qué cuando Paula creció y su abuelo ya no podía quitársela, no le pidió dinero a Chaves? Ustedes son su única familia. Él tenía la obligación de darles lo que necesitaban.


—Dimitrios no sabe lo que es la obligación y nunca da dinero —dijo su madre con dignidad—. Y no sabe lo que quiere decir la palabra familia.


—Entonces, es hora de que alguien lo eduque—Pedro achicó los ojos—. Y le aseguro que será un buen alumno. Tendrá que asumir sus responsabilidades.


Charlotte cerró los ojos.


—No. No quiero ningún contacto con ese hombre. No quiero volver a oír el nombre Chaves ni Alfonso.


Paula se quedó helada. Al parecer, su madre no sabía que Pedro era un Alfonso. ¿Qué diría cuando se enterase de que se había casado con él? ¿Y que se había acercado a su abuelo para conseguir dinero?


—Quiero que descanse y que deje de preocuparse. Mañana traeré a Paula nuevamente —dijo Pedro.


Su madre abrió los ojos y sonrió.


—¿Puedes quedarte otro día, Paula? ¿Cuándo tienes que volver?


Pedro frunció el ceño.


—Puede quedarse lo que le haga falta —repitió.




ENAMORADA DE MI MARIDO:CAPITULO 12





Pedro estaba preocupado mirando la cara pálida de Paula.


—Ha sido un shock —dijo el médico—. Físicamente, está bien. Ha tragado un poco de agua, así que es posible que esté mareada, pero aparte de eso, no habrá efectos. 
Mentalmente es otro tema. Me da la impresión de que sufre fobia al agua. No ha sido buena idea tirarla a la piscina.


Pedro jamás se había sentido tan culpable como aquel día.


Acompañó al médico a la plataforma donde lo esperaba un helicóptero.


—¿Está seguro de que no es necesario que volvamos a Atenas? —preguntó Pedro.


—Lo que necesita es descansar —el médico le dio el maletín al piloto y miró a Pedro—. Creo que es mejor que se quede aquí esta noche, déle tiempo para que se recupere del shock. Y mañana, cuando ella se sienta mejor, regresen.


Cuando se fue el médico, Pedro deslizó un brazo por debajo de los hombros de Paula y le ofreció coñac.


—Bebe…


Ella sorbió, y tosió.


—Es horrible.


—Es un coñac muy bueno. Todavía estás bajo el efecto del shock. Por favor, bebe.


Ella obedeció.


—Lo siento… —dijo ella.


—No, el que debe disculparse soy yo… Pero, ¿cómo no me has dicho que no sabes nadar?


—Ni me acerco al agua.


—No me di cuenta de que le tenías miedo.



—Ahora ya no importa —contestó ella.


—¡No sé qué haría para que dejes de temblar! —exclamó él.


—Lo siento…


—Deja de decir eso. Yo soy el que lo siente, pero tú debiste decirme lo que sentías. Aquel primer día que tenías tanto miedo, creí que te daba miedo volar. Pero era el agua, ¿no?


Ella asintió.


—Soy una estúpida…


—No, sólo estás reaccionando a algo que te pasó en el pasado. Y quiero saber qué es.


Hubo un breve silencio.


—Yo estaba en un barco…


—¿Qué barco? —preguntó Pedro, poniéndose tenso.


—El barco de tu padre. El día que explotó. Yo estaba allí —dijo finalmente Paula—. Y casi me ahogo…


Pedro se quedó helado ante aquella confesión.


—No es verdad. No había niños invitados aquel dia.


—A mí no me invitaron —respondió Paula—. Sólo subí a bordo un momento antes de la explosión. Se suponía que yo me iba a quedar en Atenas, en el hotel, con una niñera. Pero yo estaba desesperada por mostrarle a mi madre una muñeca nueva que me habían regalado.


Los recuerdos asaltaron la mente de Pedro… Un niño pequeño muy herido…


—¿Estabas a bordo cuando el barco explotó?


—Apenas estuve en él. Y mis padres no sabían que yo había llegado —tragó saliva—. No recuerdo mucho, para serte sincera. Tenía sólo siete años. Sólo recuerdo estar un minuto de pie en la escalerilla de entrada y luego que alguien me arrojaba al agua. Había agua por todas partes. No podía respirar… Tenía mucho dolor… Y luego todo se oscureció.


—Alguien te rescató… ¿Sabes quién?


—No —sonrió débilmente Paula—. Era un empleado.


—¿Eras la única niña en el barco aquel día?


—Sí, supongo…


—¡Dios mío! No sabía… —Pedro se pasó la mano nerviosamente por el pelo.


—¿No sabías qué? ¿Qué importa ahora?


—¿Estabas herida? Y perdiste a tus padres…


—Ahora estoy bien —ella desvió la mirada, al sentirse culpable por no contarle toda la verdad.


Pedro la miró fijamente.


—¿Pedro, qué ocurre?


Pedro la miró frunciendo el ceño. Tenía la intuición de que no le estaba diciendo toda la verdad.


Pero, ¿por qué iba a mentirle después de haber confesado aquello?


—¿Pedro?


—¿Qué?


—¿Podemos irnos a la cama, simplemente?


Pedro la alzó en brazos.


—Podría caminar…


—Quizás sea mejor que no —la dejó encima de la cama.


—¿Vas a venir tú también?


—¿Quieres que lo haga? Yo te tiré al agua…


—No lo sabías… —dijo ella con una sonrisa.


—Pero ahora lo sé, y de ahora en adelante nada volverá a hacerte daño, ágape mou —le prometió Pedro desvistiéndose y acostándose a su lado.


La abrazó fuertemente.


—Es agradable —murmuró ella.


Pedro descubrió lo que era tener sentimientos de protección hacia alguien, y se quedó quieto, temiendo que si se movía ella volviera a temblar.


No era extraño que Paula odiase a su familia, pensó Pedro


Y no se extrañaba de que Dimitrios Chaves culpase a la familia Alfonso de todo. No sólo se había muerto en su yate su único hijo, sino que también su esposa. Y el resto de la familia, su preciada nieta, había resultado herida.


¿Sería por eso que la había educado en Inglaterra?, se preguntó.


Evidentemente, había juzgado mal a Dimitrios Chaves, reflexionó, quitando un mechón de pelo de la cara de Paula, y notando con alivio que iba recuperando el color.


Con la unión entre ellos, se estaría curando una herida para las dos familias.


Y una vez que Paula se curase de su fobia, serían un verdadero matrimonio. Una verdadera familia.


Paula intentó concentrarse en la conversación de Pedro para olvidarse de que estaban volando sobre el mar. Se sentía conmovida por la ternura y cuidados que le dispensaba él.


Se alegraba de haberle contado a Pedro el episodio del barco. En cierto modo, le había revelado una parte importante de su vida. Estaban muy unidos, y ella sabía que lo amaba con una pasión desesperada.


Por primera vez se sentía feliz en su vida. Y no dejaría que nada enturbiase esa felicidad.


Cuando estaban aterrizando sonó el teléfono móvil de Pedro.


—Se terminó la paz… —comentó.


Paula sonrió. No le importaba que atendiera sus negocios.


Cuando Pedro terminó de hablar, Paula notó una expresión extraña en su rostro y preguntó:
—¿Qué sucede? —se relajó al ver que estaban en tierra.


—De la oficina… Hay un problema…


—Entonces, debes marcharte…


—No quiero dejarte. Ayer estuviste muy mal, y yo me siento responsable.


Paula sonrió. Era una novedad para ella que alguien se preocupase por su estado.


—Estoy bien —le dijo—. Descansaré y esperaré a que vuelvas a casa.


—No tardaré. Si te sientes mal, llámame al móvil.


—No sé el número.


Él se sorprendió de que hasta entonces ella no hubiera tenido modo de comunicarse con él.


—Te conseguiré un móvil y te meteré mi número. Al menor problema, quiero que me llames.


Reacio, volvió al helicóptero que lo estaba esperando sin molestarse en cambiarse de ropa.


Ella aprovecharía su ausencia para hablar con su madre, y para probarse la ropa y el maquillaje que Pedro había traído el día del club nocturno.


Pero al llegar, notó que ya no estaba la ropa. Tendría que contentarse con el atrevido vestido de la otra vez. Primero cenarían, y luego tal vez él la llevase a otro club nocturno, donde podrían bailar y bailar…


Bajó a hablar con el chef sobre la cena y volvió al dormitorio a maquillarse.


Cuando estuvo lista, se sentó a esperar a Pedro.


Esperó y esperó. Estuvo tentada de llamarlo por teléfono al móvil. Pero no quería agobiarlo.


El tiempo siguió pasando y ella estaba cada vez más nerviosa. Pero de pronto, oyó pasos fuera del dormitorio y se abrió la puerta.


Pedro estaba allí, con gesto intimidante y remoto.


—No… No tienes aspecto de haber tenido un buen día… —dijo ella.


Él entró y cerró la puerta de un portazo.


Ella hizo un gesto de dolor y siguió diciendo:
—Si tienes hambre…



—No tengo hambre —Pedro se acercó a ella mirándola, contrariado—. ¿No me vas a preguntar si he tenido un día interesante en la oficina, ágape mou!


Ella se estremeció al oír el tono de su voz.


—Has venido muy tarde, así que supongo que has estado muy ocupado…


—Muy ocupado. Ocupado enterándome de muchas cosas interesantes de mi esposa. Hechos que ella no me ha contado aunque hemos pasado dos semanas conociéndonos.


Paula se puso pálida.


Pedro


Parecía otro hombre. Había perdido la calidez y la ternura y en su lugar mostraba desprecio y frialdad.


¿Cómo había sido tan tonta como para pensar que aquel cuento de hadas continuaría?


—Será mejor que me digas de qué estás hablando —dijo ella.


El se rió cínicamente.


—¿Para qué? ¿Para qué calcules lo que sé y no me digas más? No te preocupes. Ya veo que guardas muy bien los secretos. Hoy me he enterado de unas cuantas cosas interesantes sobre tu vida. ¡Como que no veías a tu abuelo desde que tenías siete años! ¡Hasta quince días antes de nuestra boda no volviste a verlo! —fijó sus ojos en ella—. Así que, ¿quién pagó esas escuelas caras a las que fuiste?


—Conseguí una beca para estudiar música —dijo Paula con voz débil—. No hubo que pagar.


—Y, según las fuentes que me han informado, en la época de la universidad, tenías tres trabajos por lo menos. Trabajaste como camarera dos veces, y tocabas el piano en un bar. ¿Cómo conseguiste el título? ¿Cuándo estudiabas?


—Siempre estaba agotada, es verdad —sonrió levemente, pero al ver los ojos amenazantes de Pedro se puso seria—. No me asusta el trabajo.


—Bueno, eso al menos, es algo a tu favor… Muchos estudiantes trabajan para ayudarse, y yo comprendo que necesitabas dinero porque no tenías padres que te mantuviesen, y tu abuelo negaba tu existencia, pero, ¿por qué tres trabajos? ¿Qué hacías con el dinero? Toda la ropa que tienes te la he comprado yo, excepto el vestido de novia. No vas de tiendas…


—La vida cuesta…


—¿Es por eso por lo que has aceptado este matrimonio? Es mejor no luchar para sobrevivir, ¿verdad?


Nuevamente hablaba de ella como si fuera un monstruo. Ella quería contarle lo de su madre, pero no podía.


Pedro siguió caminando de un lado a otro.


—Pero lo que quiero que me contestes es por qué tu abuelo quería este matrimonio —gritó—. Como sospechaba al principio, él no estaba jugando a las familias felices con nuestro matrimonio. Claramente tu bienestar no le interesa. Tú eres una pieza en su juego, aunque una pieza deseosa de jugar. Y ahora quiero saber cuál es el juego, Paula. Quiero la verdad por una vez.


Paula lo miró. Su vida se estaba derrumbando delante de sus ojos. Si se lo contaba, arruinaría lo que habían construido en esos quince días. Él era un hombre justo y con un gran sentimiento de familia. ¿Cómo iba a contarle que lo había engañado de aquella manera?


Unas lágrimas se resbalaron de sus ojos. Lo amaba. Y debía confesarle la verdad.


Pedro


—Me parece que no va a gustarme lo que vas a decirme. Lo veo en tus ojos… Sabía que había algo detrás de este acuerdo. Pero mi padre es un hombre viejo y quería terminar esta enemistad de una vez. Y yo fui en contra de mi intuición y decidí confiar en él.


Paula cerró los ojos y deseó esfumarse.


—Como tu abuelo no se ha preocupado por ti, supongo que no le habrá importado tener nietos tampoco. Y como ésa era la razón supuestamente de nuestro matrimonio, se me ocurre que su venganza está ligada de algún modo a ese hecho. ¿Me equivoco?


Paula sintió náuseas.


—¿Paula?


—La explosión me hirió gravemente. Y los médicos dijeron que no podría tener hijos.


Pedro se puso rígido al oírlo.


—¿Qué estás diciendo?


—No puedo darte hijos, Pedro. Jamás. No es posible.


Pedro respiró profundamente.


—¿Y tu abuelo lo sabía?


—Mi abuelo lo sabe todo…


Pedro se rió con desprecio.


—O sea que ésta es su última venganza. Privar a mis padres de los nietos que tanto desean y privarme de hijos —caminó una vez más por la habitación—. ¿Y tú estuviste de acuerdo? Tu abuelo es conocido por su malicia y manipulación; es un hombre sin moral alguna. Pero, ¿tú? ¿Por dinero has sido capaz de seguir con este engaño?


¿Qué podía decir ella? No estaba en posición de decirle lo importante que era el dinero para ella.


—Sea lo que sea lo que mi familia le haya hecho a la tuya, no hay excusa para este nivel de engaño —dijo con rabia contenida—. ¿Cómo he podido pensar que esta relación era posible? No sólo eres una mujer codiciosa, sino una mentirosa.


—Puedes divorciarte de mí —susurró ella.


—No puedo divorciarme de ti. Tu abuelo lo ha dejado todo atado. El contrato que firmamos nos une hasta que tengamos un hijo.


—Sé que he obrado mal, pero tienes que comprender…


—¿Comprender qué? ¿Qué me he casado con una mujer sin escrúpulos? Debí tener más cuidado con tu linaje. Tienes sangre de Chaves y has heredado su falta de moral.


Pedro salió de la habitación y cerró la puerta con un golpe.