lunes, 5 de septiembre de 2016
ENAMORADA DE MI MARIDO:CAPITULO 9
—Estaban volando sobre el mar.
¿Grecia no era más que mar?, se preguntó ella.
—Puedes abrir los ojos —le dijo él—. Aterrizaremos en menos de cinco minutos.
Paula siguió con los ojos cerrados. No estaba interesada en el paisaje. El mar la aterraba.
—¡Dios mío! ¡Estás blanca como una hoja! ¿Es esto consecuencia de la noche pasada también?
Ella no podía hablar, por la lucha interna que tenía con el miedo al mar.
Hubo un momento de silencio, y luego unos dedos le agarraron la mano fría.
—Ahora recuerdo que el día que te conocí estabas igual de pálida. No sabía que te daba tanto miedo volar… Perdóname, la próxima vez iremos en barco. El viaje se hace más largo, pero será más cómodo para ti.
Ella se sorprendió porque Pedro parecía sensible a sus sentimientos.
¿Debería confesarle que lo que le daba miedo era el agua y no volar?
—No me mires así. Todos tenemos una debilidad. Es casi un alivio saber que tienes algo que no sea codicia. Puedes relajarte ahora. Hemos aterrizado. Bienvenida a mi escondite.
Paula recordó lo cerca que estaba el helipuerto de la isla del mar y sintió pánico.
—Sigues muy pálida. Deberías acostarte un rato antes de cenar. ¿O prefieres nadar?
—Quizás más tarde —ella no supo qué decir.
—Después de unos días en Atenas la gente no puede resistir la tentación de zambullirse en el mar —la miró—. Pero hay tiempo de sobra. No tengo prisa en volver a la ciudad.
Paula disimuló su sorpresa al oírlo.
¿Cuánto tiempo pensaba quedarse?
—Estás muy tensa, y el objetivo de este viaje es que te relajes. Aquí no hay otra cosa que hacer que relajarse. Aunque debes estar cansada después de anoche.
Ella lo miró, confundida. ¿Por qué era amable con ella?, se preguntó.
—Estoy cansada. Tienes razón.
—Échate un rato antes de cenar…
Entraron en la mansión y Paula miró, impresionada a su alrededor. La primera vez que había estado allí, no había entrado en la casa.
—Es hermosa…
—La diseñó mi primo. Tiene un negocio de decoración de interiores. También es responsable de los cuadros.
—¡Tiene mucho talento! —descubrió un piano y exclamó—: ¡Oh!
—¿Tocas el piano? —le preguntó él siguiendo la dirección de su mirada.
—Sí —Paula se acercó—al piano y lo acarició.
—Siéntete como en tu casa —le dijo Pedro haciéndole un gesto hacia el instrumento.
Ella se puso colorada.
—No… Yo no… Bueno…
—¿Qué no qué? ¿Qué no quieres que sepa nada de ti? ¿Es eso lo que te ha dicho tu abuelo que hagas? ¿Qué escondas la persona que eres?
Ella lo miró, consternada.
—Yo…
—Estamos casados ahora. El acuerdo está firmado y sellado. Nada de lo que digas o hagas cambiará eso. Es hora de que te relajes y seas tú misma.
—Soy yo misma.
—No. Vuelves a ser la versión callada de ti misma. Anoche, tuve la impresión de que he tenido un atisbo de la persona que eres realmente.
—Bebí demasiado…
—Y claramente eso bajó tus inhibiciones como para revelar tu verdadera personalidad —dijo él con simpatía—. He descubierto anoche que mi gatita tiene uñas.
—Me irritaste —dijo ella, poniéndose colorada.
—Un lapsus que no volverá a suceder —Sebastien Pedrotiró de ella y la abrazó—. He descubierto que mi esposa tiene personalidad, algo que creo que ha ocultado por obedecer las órdenes de su abuelo.
—Yo… —Paula tragó saliva.
—Desde ahora en adelante, quiero que seas tú misma —le ordenó—. Quiero saber todo sobre ti. Sin secretos.
Paula cerró los ojos. Él aún pensaba que su madre estaba muerta, que había muerto con su padre… Y que su abuelo la quería…
Si se enteraba de cuánto le había mentido, se pondría furioso.
En algún momento se enteraría, y ella temía su ira.
—Necesito echarme un rato…
—No volverás a beber… —prometió Pedro.
La llevó al dormitorio principal.
Era tan impresionante como todo lo demás.
—Es fabuloso… —comentó Paula.
Y era muy silencioso.
—¿Dónde están los demás?
—¿Los demás? —repitió él.
—Tú generalmente tienes empleados…
—Éste es mi refugio. No lo sería si lo llenase de empleados, ¿no crees? Aquí vengo a olvidarme de mis responsabilidades de empresario.
Ella lo miró.
—¿Estamos solos aquí?
—Solos completamente.
Ella se dio cuenta de su tono sensual. Recordó que la pasada noche había estado coqueteando con otra mujer y levantó la barbilla, en un gesto desafiante.
—¿Quién cocina, entonces?
—A veces yo, a veces otros… Un barco trae productos frescos todos los días, y hay huerta en la mansión.
—¿Cocinas tú? —ella se quedó con la boca abierta—. Si los hombres griegos no cocinan nunca…
—Suelo venir aquí solo, así que tenía que aprender a cocinar o me moría de hambre…
Paula lo miró, confundida, pensando que tal vez no lo conocía bien. Pero no era de extrañar, llevaban poco tiempo juntos. Y no habían compartido casi nada, ni una comida, aparte de la cama.
Pedro se acercó a las puertas de cristal y las abrió.
—Descansa un rato. Yo estaré en la terraza, si necesitas algo.
Paula esperó a que se marchase para desvestirse.
Se acostó en ropa interior. Tenía sueño. Su cabeza aún le dolía por la falta de sueño y el alcohol.
Se quedó dormida.
Cuando se despertó se sintió culpable. ¿Cuánto había dormido? Mucho.
Y Pedro no estaba por allí.
Se levantó y buscó los vaqueros.
—Los he tirado —le dijo una voz masculina.
—¡Me has asustado! —Paula se tapó rápidamente con la sábana.
—No estamos más que nosotros en la isla, ¿por qué te asustas? Y no hace falta que muestres ese pudor, ágape mou. No me importa que andes desnuda.
—Bueno, a mí, sí me importa. ¿Y qué quieres decir con que has tirado mis vaqueros? Me has dicho que no traiga equipaje. La única ropa que tengo es la que tenía puesta antes.
—No los vas a volver a usar —le dijo él. Se había puesto unos pantalones de lino, y tenía las mangas de la camisa enrolladas por encima de los brazos cubiertos de oscuro vello—. Como parece que no te has comprado nada para usar en clima caluroso, me he tomado la libertad de comprarte un ropero adecuado.
—¿Un ropero? —preguntó ella agarrándose a la sábana.
Él sabía que ella no se había comprado nada; y no era estúpido.
—No estás acostumbrada a ir de compras, ¿verdad? —Pedro fue al cuarto ropero y volvió con una túnica de seda azul—. Algo extraño en alguien que necesita una suma de dinero tan grande para mantener su estilo de vida.
Paula se quedó helada. Y no se le ocurrió nada que decir.
—Vístete —le ordenó él—. Luego ven a la terraza. Cenaremos y charlaremos.
Paula sintió un escalofrío ante la idea de charlar con él.
Tocó el bonito vestido.
De pronto, Pedro parecía dispuesto a conocerla, y eso sería un problema para ella.
Pedro esperó a su esposa en la terraza, mirando la piscina.
Evidentemente, su esposa tenía personalidad. Era la primera vez que se sentía confundido por una mujer. Ella se salía totalmente del patrón.
Su reacción ante la ropa de diseño que le había comprado para ir al club nocturno había sido la de una persona que nunca se hubiera puesto algo así. Ninguna mujer de las que había conocido había reaccionado con semejante entusiasmo. Paula había reaccionado como una criatura que descubre el placer de vestirse y arreglarse. Lo desconcertaba con aquellas reacciones tan poco propias de la heredera de Chaves.
Y también estaba un poco sorprendido de su reacción con ella. Nunca se había sentido tan descontrolado con una mujer. Parecía no poder saciarse de ella sexualmente, algo extraño en él, que terminaba aburriéndose fácilmente de sus acompañantes femeninas.
Y la noche del club nocturno, había tenido que controlarse para no darle un puñetazo al hombre que se había puesto a bailar con ella.
Su cuerpo se incendiaba con sólo recordarla… Y tenía un sorprendente sentimiento posesivo hacia ella.
domingo, 4 de septiembre de 2016
ENAMORADA DE MI MARIDO:CAPITULO 8
Pedro miró su reloj y volvió a caminar por el dormitorio de un lado a otro. Nunca antes había dudado de su juicio, pero había cosas de su esposa que no tenían sentido.
Era heredera de uno de los hombres más ricos de la tierra, había pedido una cuantiosa suma de dinero el día de su boda, que había desaparecido inmediatamente, y no había señales de que hubiera gastado en nada. Había llevado una existencia de privilegios y no obstante se la había encontrado preparándose la comida vestida con unos vaqueros viejos… Había algo que no cuadraba…
Cuando se había casado con Pala Chaves había esperado una mujer aburrida, mimada y rica. Lo único que había significado un aliciente había sido su cara, su cuerpo y su aparente deseo de mostrarlo. Lo que no había esperado era aquella complejidad.
Miró la puerta cerrada del baño. Llevaba una hora allí. ¿Qué estaría haciendo?
Finalmente, se abrió el cerrojo. Al contemplar a la chica que salió del cuarto de baño, tuvo que controlarse para no quedarse con la boca abierta.
Estaba espectacular. Atractiva. Hermosa.
Pedro se reprimió un gruñido de deseo mientras la miraba de arriba abajo con ojos desvergonzados.
No debía haber tenido aquel aspecto con la ropa que él había elegido. Debía haber parecido una prostituta barata.
Sin embargo, se las había ingeniado para parecer inocente con una falda más corta que un cinturón. Sus piernas eran larguísimas y hermosas. La blusa dejaba al descubierto parte de su abdomen. Pedro se quedó sorprendido. Y sintió ganas de quedarse en el dormitorio.
Era una suerte tener un grupo de guardaespaldas, pensó Pedro. Quería mantener a los hombres alejados de ella.
Pedro se sorprendió por aquel pensamiento posesivo.
—Has sido tú quién insistió en que me pusiera esto, así que deja de mirarme con esa cara. Y te lo advierto, no estoy acostumbrada a llevar tacones tan altos. Así que, a no ser que quieras que me rompa un tobillo, tendré que agarrarme a tu brazo.
Sorprendido por aquella candida confesión, Pedro registró un detalle más que no encajaba.
—No me queda más remedio que agarrarme a ti. Si no, me voy a caer. De no ser así no te tocaría por nada del mundo. Espero que tengas un seguro. Si piso a alguien mientras bailo con estos zapatos, causaré serios daños.
Pedro la miró y se dio cuenta de que el brillo de inocencia de su cara le venía de dentro. Nada que llevase puesto se lo borraría y la transformaría en una ramera barata, porque ella emanaba clase.
«Una mujer codiciosa, pero muy bien disimulada», pensó Pedro.
No debía olvidar el motivo por el que ella se había casado con él, se dijo.
Paula, sentada en el asiento de piel de la limusina, se miró los pies envueltos en zapatos de diseño con una fascinación casi infantil. Casi se le escapa una burbuja de risa, pero la paró a tiempo. Le encantaban los zapatos. Eran sexys y tenían estilo. Y ella nunca había tenido nada frívolo en su vida. Y le encantaba la ropa. Y los cosméticos. Nunca había tenido dinero para gastar en cosméticos. No tenía experiencia en aplicárselos, que era por lo que había tardado tanto en el cuarto de baño.
Se sentía un poco incómoda. Pero también se sentía guapa.
Cruzó las piernas y vio con satisfacción la mirada de deseo de Pedro al ver parte del muslo.
La deseaba.
Ella resistió la tentación de sonreír y sonreír. La deseaba. Y seis horas en la cama con ella quería decir que no era tan indiferente como intentaba demostrarle.
Un flash la sorprendió y la distrajo de sus pensamientos.
—Paparazzi —maldijo Pedro—. No los van a dejar entrar en el club. Así que sonríe y no hables.
—¿Por qué los hombres griegos siguen en la edad de piedra? Siempre me dicen que no hable —Paula agarró su bolso—. No sé si sabes que en la actualidad las mujeres pueden opinar.
Pedro le agarró el brazo y le impidió bajar del coche.
—Cario te abrirá la puerta. Eso evitará que la prensa se acerque demasiado. Y para tu información, soy muy moderno en lo concerniente a las mujeres. Puedes hablar cuando quieras. Pero no a la prensa.
«¿Moderno?», reflexionó Paula. Pedro no se conocía nada.
Se abrió la puerta del coche antes de que ella pudiera responder. Los hombres de Pedro los rodearon y los llevaron al club nocturno en medio de una explosión de flashes y fotógrafos pidiéndole que mirase a la cámara. Un fotógrafo se acercó demasiado y uno de los guardaespaldas de Pedro le impidió el paso.
Paula miró alrededor, confundida.
—No comprendo por qué están tan interesados en mí de repente.
—Porque me he casado contigo, ágape mou. Y nuestras familias han estado en guerra durante generaciones. Los periódicos y revistas del corazón están encantados.
Nuestras fotos se venderán en todo el mundo por un buen pellizco.
¿La gente iba a pagar por sus fotos?, se preguntó Paula. No podía comprenderlo.
—¿Cómo ha hecho tu abuelo para mantenerte alejada de la prensa todos estos años?
—Yo… Yo… He llevado una vida muy privada —dijo vagamente.
Los guardaespaldas los rodearon hasta que entraron en el club.
Paula se quedó sorprendida al ver el lugar. Su ropa no desentonaba.
—Este lugar está lleno de gente que no lleva más que ropa interior —alzó la voz para que Pedro la escuchase por encima de la música alta.
Pedro alzó una ceja en respuesta, y sonrió.
—Bailar da mucho calor…— respondió.
Paula abrió la boca para decir que jamás había estado en un club nocturno, pero se calló a tiempo. Si lo decía iba a levantar sospechas de Pedro. Aquél se suponía que debía ser su hábitat natural.
Paula estaba fascinada viendo aquella gente bailando, las luces de colores… De pronto sintió ganas de estar en la pista de baile. Quería divertirse.
—Quiero bailar…
—¿Con o sin los zapatos?
Le daba igual. Sólo quería moverse.
—Empezaré con los zapatos y luego veremos… —al ver que todavía estaban atrayendo atención, miró alrededor frunciendo el ceño—: ¿La gente no deja nunca de mirar?
—Tú eres la nieta de uno de los hombres más ricos del mundo. Como yo, debes estar acostumbrada a ello. La gente siempre mira, ya sabes.
Pedro la llevó a la pista.
La música vibraba. Paula cerró los ojos y descubrió que le encantaba bailar. Le gustaba el movimiento de su cabello sedoso, el balanceo de su cuerpo moviendo sus caderas al ritmo de la música.
Finalmente la música se hizo más lenta y Pedro la apretó contra él con gesto posesivo, algo que debió molestarla, pero curiosamente la hizo sonreír.
Era el hombre más atractivo de aquel lugar, y las mujeres no dejaban de mirarlo. Era como un Ferrari en un aparcamiento de bicicletas. Y aquella noche estaba con ella, reflexionó Paula.
Lo miró y vio al multimillonario, guapo y vibrante, sofisticado de los pies a la cabeza.
Bailaron hasta que les dolieron los pies. Y finalmente ella aceptó descansar y beber algo.
Respondiendo a un impulso, Paula lo abrazó espontáneamente antes de dejar la pista de baile.
—¡Oh, Pedro, gracias! —con los ojos brillantes y riendo agregó—: Esto es fantástico. Me lo estoy pasando muy bien —notó que él se ponía rígido y miraba sus mejillas rosadas.
—Te comportas como si nunca hubieras estado en un club nocturno.
—Y así es, quiero decir, no he estado nunca en uno como éste —se corrigió.
Pedro la miró con curiosidad.
Ella sabía que tenía que parecer aburrida, como si se pasara la vida en sitios como aquél, pero simplemente no podía. Tenía demasiada adrenalina en sus venas, demasiada excitación…
—¿Qué? Me estás mirando porque tengo la cara roja, ¿es eso?
—Te estoy mirando porque es la primera vez que te veo sonreír.
—Bueno, me lo estoy pasando bien —dijo ella.
Miró la pista y, olvidando sus defensas agregó—: ¿Crees que…?
—No —Pedro le agarró la mano y la llevó a una mesa—. No podríamos. Necesito beber algo.
Paula se dio cuenta de que le dolían los pies y los puso encima de una silla. Se sentía cansada y ridículamente feliz. Estaba descubriendo una parte nueva de sí misma. Siempre había pensado que era diferente a otras chicas. Que no le gustaba la ropa de fiesta, ni las cosas que les gustaban a otras mujeres. Y lo cierto era que le encantaban. Por primera vez podía ser indulgente consigo misma y divertirse.
—¡Pedro! ¡Has venido! —exclamó una mujer con un vestido escotado, acercándose a su mesa—. ¡Cuánto me alegro!
—Ariadne —Pedro se puso de pie y le dio un beso en cada mejilla a la mujer—. Es estupendo. Creo que el lugar será todo un éxito.
La mujer miró satisfecha hacia la pista de baile.
—Cautivador, ¿no? Y estiloso. Ya hemos tenido que restringir la entrada —agarró el brazo de Pedro posesivamente. Sus uñas rojas brillaron como una advertencia—. Me alegro de que hayas venido. Te he reservado la mejor mesa.
—Gracias —dijo Pedro, mirando los labios rojos de la mujer.
—Realmente necesito tu consejo para los negocios —Ariadne se sentó al lado de Pedro, sin mirar a Paula—. Hemos tenido algunos problemas y es posible que necesite tus influencias —Ariadne bajó la voz y se acercó más a él, rodeándole el cuello con un brazo, como para que la conversación pudiera mantenerse en privado.
Al ver aquello, Paula pareció perder la alegría. Era evidente que la relación con aquella mujer era algo más que amistad.
¿Sería alguna de sus amantes? Y si era así, ¿sería una amante del pasado o del presente? La idea de que compartiera con otra mujer lo que compartía con ella le dio náuseas. Si le había parecido que para él lo que habían compartido sólo era sexo, ahora tenía la prueba. Y lo que era peor, la mujer ni la había mirado. Como si ella no existiera.
Se puso triste y bebió varios sorbos de su copa, esperando ser incluida en la conversación, que Pedro las presentase… Pero la mujer parecía excluir a Paula a propósito.
Y Pedro se mostraba cómodo con aquello.
Paula notó las miradas de la gente. Era normal. Se suponía que estaban recién casados y él parecía haber olvidado su existencia.
Ignorada y abandonada, Paula empezó a enfadarse.
¿Por qué iba a quedarse a un lado, fingiendo ser invisible?
Sin mirarlos, se puso de pie y agarrándose a la mesa para recuperar el equilibrio, decidió ir en dirección a la pista.
Una vez más la música le llegó al alma y ella flotó envuelta en el ritmo, dejando que su cuerpo lo siguiera.
A los pocos minutos, un hombre alto se acercó a ella y bailó.
Era agradable estar bailando con alguien. Ella sonrió y acopló sus movimientos a los de él. No importaba nada en aquel momento, se dijo. Sólo quería divertirse.
Bajó las pestañas en silenciosa invitación y se acercó más al hombre.
Pero entonces sintió unos dedos en el hombro, que con gesto posesivo la llevaban nuevamente a la mesa. Ella perdió el equilibrio y casi se cayó. Pero él la sujetó. Paula alzó la mirada y se encontró con unos ojos negros.
Pedro le dijo algo en griego al hombre que estaba bailando con ella, y aunque Paula no entendió nada, el tono fue amenazador. El hombre miró a Pedro y se esfumó entre la gente.
—¡Qué cobarde! ¡Podría haberse quedado hasta que terminase el baile!
—Ha sido sensato —Pedro la miró con fuego en los ojos—. Estamos en un lugar público. Y se supone que tú no debes ser parte del entretenimiento. Si quieres bailar, baila conmigo.
Ella lo miró y dijo:
—Estabas ocupado.
—Entonces has debido esperar.
—¿A qué? ¿A que te cansaras de esa mujer?
—Esa mujer es la dueña de este club —la miró achicando los ojos—. Ella es la razón por la que hemos venido esta noche. Necesitaba mi consejo.
—No me tomes por estúpida —exclamó ella acaloradamente—. Estaba encima de ti. Si tú puedes seducir a otras mujeres en público, yo puedo bailar con quien me apetezca.
Pedro le agarró la mano. Ella se estremeció al sentir su calor.
—Vuelve a coquetear con otro, y te enterarás de lo que es estar casada con un griego.
Con el corazón latiendo aceleradamente y las rodillas temblando, Paula lo miró, impotente. Hizo un gesto de disgusto. Intentó soltarse, pero él la sujetó más firmemente.
Pensando en que Pedro se había pasado casi toda la noche con otra mujer, Paula apretó los dientes y dijo:
—Ya sé cómo es estar casada con un griego, Pedro. Se sufre una gran soledad y frustración. Te casaste conmigo y desapareciste durante quince días sin decirme nada. Luego vuelves y sales conmigo una noche y te pones a coquetear con otra mujer. Te odio.
Y lo que más odiaba era que él le importaba.
—Yo no estaba coqueteando —dijo él.
—Sí lo estabas haciendo. No dejabas de mirarla, y ella no dejaba de tocarte y tú te has olvidado completamente de que yo estaba allí. Bueno, ¡me niego a que me ignores! Tú has querido traerme aquí, y luego has sido un grosero. Y lo peor es que todo el mundo nos estaba mirando —de pronto ella se sintió mareada y se agarró a él para sujetarse—. Y ahora estoy un poco mareada.
—¿Has bebido?
—Nunca bebo.
—Te has bebido la copa de un trago.
—Tenía sed.
—Entonces debiste beber agua —comentó él agarrándola firmemente—. Para tu información, el alcohol no es lo mejor para quitar la sed.
Ella apoyó la frente en el pecho de Pedro, y deseó que la habitación dejase de girar.
—Lo único que he bebido es la limonada que tú me has dado. Es posible que esté mareada de dar vueltas. Ese hombre era muy buen bailarín.
—La bebida era vodka con un poco de limón —dijo él—. Y creo que no se te puede dejar más de cinco minutos sola.
Eres como una niña en su primera fiesta.
—Y tú eres horrible —lo miró—. Me haces todas esas cosas en la cama, y luego te marchas y no me dices nada agradable. Ni una sola cosa. No comprendo por qué las mujeres piensan que eres tan fabuloso. Haces cosas sin sentido… Y no creo que pueda seguir fingiendo que soy la persona que crees que soy. Es agotador.
Pedro se quedó petrificado.
—Repite lo que has dicho…
Hubo algo en su tono que a Paula le advirtió de que no iba por buen camino. Pero su cabeza estaba confusa para deducir qué era.
—No me dices nunca nada agradable cuando estamos en la cama… —repitió.
—Esa parte, no. La otra… La de que no eres capaz de seguir fingiendo…
—Bueno, no soy esa estúpida heredera descerebrada que tú piensas… Y sinceramente, es una lucha fingir que lo soy —respondió—. Jamás he usado un vestido de diseño en mi vida. Nunca he tenido tiempo de ir a fiestas, y tú crees que soy una especie de prostituta, y ni siquiera… —ella se quedó callada.
Pedro alzó una ceja.
—¿Y? —la animó a seguir—. ¿Ni siquiera…?
El efecto del alcohol se le estaba pasando y tuvo el presentimiento de que había dicho algo que no debía decir, pero no sabía exactamente qué. Lo único que quería era dormir.
—Bueno, no soy una prostituta —repitió—. Aunque me gusta la ropa que llevan. Salvo que los zapatos me hacen daño —volvió a apoyar la cabeza en el hombro de Pedro.
Entonces oyó jurar a Pedro, y después sintió que él la levantaba en brazos.
—Hueles tan bien —dijo ella—. Pero no volveré a la cama contigo hasta que aprendas a decir algo agradable. Me haces sentir muy mal.
Él no contestó, pero ella notó que su mandíbula se tensaba y que daba pasos más largos.
Sintió el aire frío en las piernas al salir del club.
Luego Pedro la dejó en el asiento del coche. Se sentó a su lado y le dio instrucciones en griego al chofer.
Paula se acurrucó en el asiento como si fuera un bebé.
—No voy a volver a bailar. El mundo da vueltas sin parar…
—Eso es el efecto del alcohol, no del baile. Y no puedo creer que hayas llegado a los veintidós años sin saber qué se siente al emborracharse.
—He llegado a los veintidós años sin conocer muchas cosas —le confesó ella, soñolienta—. Estas semanas he vivido muchas experiencias nuevas. Algunas buenas y otras malas. Lo peor es que tú…
—«… no me digas cosas agradables en la cama» —repitió él—. Me lo has dicho varias veces. Ya he comprendido el mensaje.
Paula lo miró.
—En realidad iba a decir «has coqueteado con otra mujer» —dijo mirando sus facciones duras—. Pero me gustan los zapatos y la ropa. Y bailar ha sido estupendo… Quiero que me vuelvas a traer. Quizás mañana.
Pedro la miró achicando los ojos:
—Mañana, tengo otros planes para ti.
Paula gruñó. De momento sólo quería dormir.
—Bueno, supongo que por la mañana te habrás ido, como siempre…
—Esta vez, no —murmuró él—. Voy a llegar hasta el fondo de la persona que eres, ágape mou. Mañana tú y yo vamos a empezar a conocernos realmente.
****
Paula se despertó con dolor de cabeza.
—Bebe esto —le dijo Pedro.
—No puedo beber cualquier cosa…
—Te ayudará —Pedro deslizó un brazo por debajo de sus hombros, la levantó y le dio el vaso.
—Sabe mal —dijo ella al probarlo.
—Créeme, te ayudará.
Ella bebió. Esperó a que su estómago dejara de protestar y agregó:
—Tienes razón, me siento mejor.
—Bien. Porque tienes menos de una hora para prepararte —Pedro se incorporó y ella se dio cuenta de que estaba vestido y calzado.
—No más clubes nocturnos —le dijo ella.
—Es la hora de comer —le hizo señas hacia la ventana—. Así que no habrá clubes nocturnos. No suelen abrir hasta la medianoche. No lo sabes, ¿verdad? Puesto que no has estado nunca en ninguno, ¿no?
Ella notó algo en su tono de voz. No recordaba casi nada de la noche anterior.
—Yo… No he dicho exactamente que no había estado en un club nocturno…
—Sí, lo has dicho. Además de otras cosas, que no veo la hora de explorar con más detalle —Pedro miró su reloj—. Tengo que hacer unas llamadas importantes antes de marcharnos. Aprovecha para ducharte mientras, pero no te vuelvas a dormir. Mi piloto nos recogerá en menos de una hora.
—¿Tu piloto? —ella se volvió a sentir mareada.
—Exacto —él abrió la puerta—. Nos vamos de luna de miel. Mejor tarde que nunca…
—¿De luna de miel? Si no íbamos a tener luna de miel… Me dijiste que no querías pasar mucho tiempo conmigo.
—Eso fue porque pensé que una sola noche contigo sería suficiente. Me he equivocado. Lo he intentado todo: Duchas de agua fría… Evitar verte… Pero no me ha servido de nada. Así que intentaremos un acercamiento diferente.
Ella se quedó con la boca abierta.
—¿Has intentado evitarme? ¿Es por eso que has desaparecido durante dos semanas?
—Sí, pero no ha funcionado. He aceptado las cosas tal cual son. Estamos casados. Es normal que pasemos tiempo juntos, y yo necesito cansarme de ti.
—¿Y cómo vas a hacerlo?
—Acostándome contigo interminablemente, ágape mou —sonrió él—. Dentro de una hora nos marcharemos a una isla privada donde estaremos sólo tú y yo. Así que no te molestes en hacer el equipaje. No necesitarás ni ropa interior.
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