viernes, 29 de julio de 2016

¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 16




El lunes se despertó del mismo mal humor, pero se convenció de que tenía que ser positiva para la cita con sus clientes. Podía haberse ahorrado el esfuerzo porque Edward Claremont se retrasó más de una hora.


No pidió disculpas y mostró poco interés en los dibujos, pero Paula se decidió a pedir el anticipo. Fue entonces cuando Edward Claremont soltó la bomba. No habría reforma porque había decidido vender la casa. Y no se sentía obligado a pagarle el tiempo que había empleado. A ella la había contratado su esposa y su esposa se había marchado con otro.


Ciertamente no era culpa de Paula y ella trató de convencerlo, pero él la despidió sin ni siquiera darle las gracias.


Condujo a casa muy disgustada pensando en todo el dinero que había perdido y preguntándose si su suerte podía empeorar.


Y empeoró. A solo dos millas de casa el motor de su coche hizo un ruido y se paró. ¡Se había olvidado de echar gasolina!


Tenía tres opciones: llamar a los servicios de rescate, hacer autoestop o caminar. Miró el reloj y se percató de que no llegaría a tiempo de recoger a Dario. Menos mal que tenía un teléfono móvil. Llamó al colegio. Seguro que podrían retenerlo hasta que ella fuera.


La directora del colegio le dijo que su amigo ya había recogido a Dario.


—¿Qué amigo?


—Un hombre que suponían que era su novio.


—¿Cuál es su nombre? —Paula sentía pánico.


—No estoy segura —reconoció la señora Leadbetter—. En realidad no se presentó.


—¿Qué aspecto tenía?


—Vamos a ver… Alto, de pelo oscuro, bastante atractivo. Su hijo lo conocía, señora Chaves, y vino como respuesta a nuestra llamada.


—¿Su llamada?


—Sí. Hoy hubo problemas en el colegio —reveló la directora—, y pensamos que sería mejor que Dario se fuera a casa pronto.


—¿Problemas?


—Una pelea entre Dario y otro chico.


—¿Está herido Dario?


—No mucho, y fue su hijo quien inició el conflicto. Se negó a reconocer su culpa y a volver a clase, por lo que no tuvimos otra opción que enviarlo a casa.


Paula no lo podía creer.


—Dario nunca se ha peleado con nadie. ¿Usted sabe que unos chicos lo acosan?


—Sí, bueno… —la directora escogía las palabras—. Somos conscientes de que la situación es bastante más compleja de lo que pensábamos. Si pudiera venir mañana a hablar con nosotros…


—Ya veré —Paula quería hablar con Dario antes de nada—. Lo siento, tengo que irme —añadió, y colgó.


Consultó el contestador de su teléfono y había dos mensajes. Uno del colegio para que los llamara. El otro era de Pedro sencillo y escueto: «Llamaron del colegio de Dario. Dario está bien pero ha habido un problema de disciplina. Voy a ir a buscarlo. Estará en casa. No temas».


«¡No temas!». Repitió y, siguiendo el consejo, respiró hondo un par de veces antes de evaluar la situación.


Dario estaba bien. Eso era lo principal. Cualquier problema con el colegio podía solucionarse. Ella tenía que llegar a casa.


Intentó de nuevo poner el coche en marcha sin resultado. 


Llamó al servicio de emergencia y le prometieron que irían antes de que oscureciera. Como faltaban seis horas decidió no esperar.


Comenzó a caminar por el arcén, pero antes de recorrer cien metros un coche se paró junto a ella. Una pareja mayor había visto su coche abandonado y, al verla a ella sola por la carretera, se ofrecía a llevarla.


Paula aceptó y se subió a la parte trasera. Después de intercambiar nombres y destinos, la condujeron hasta la puerta Oeste y esperaron hasta que la abriera y entrara.


Cuando llegó a la casa grande se dirigió hacia la sala de donde provenían unas voces. Llamó a la puerta y entró. La sala casi no tenía muebles y Dario no estaba allí.


—¿Dónde está? —preguntó sin más.


—Arriba, en el ático —Pedro y su acompañante se pusieron de pie. Está jugando con Eliot, el hijo de Sam.


—Bien —Paula se propuso mantener la calma hasta saber toda la historia.


—Este es Sam —Pedro presentó al otro hombre—, el marido de Rebecca a quien tú ya conoces. Sam, esta es Paula, la madre de Dario.


—Encantado de conocerte —Sam se acercó tendiendo la mano.


—Hola —Paula se la estrechó.


—Tienes un chico muy simpático —le dijo sonriendo.


—Gracias —contestó Paula, pero su tono era seco.


—Iré a ver qué están haciendo los chicos —dijo Sam para quitarse de en medio.


Pedro asintió y esperó a que su amigo se marchara antes de hablar.


—Adivino que estás enfadada —dijo Pedro al ver que Paula se quitaba la máscara de cortesía—. Pero sentémonos y hablemos de esto con tranquilidad.


—¿Por qué iba a estar enfadada? A mi hijo lo han enviado a casa con alguien que el colegio no conocía de nada y que no tiene permiso de llevárselo. ¡Qué diablos!


—De acuerdo, de acuerdo. Puede que me equivocara, ¿pero qué más podía hacer? Te llamaron primero a ti y luego al segundo teléfono de contacto: tu madre.


—¿Mi madre?


—O al menos a su antiguo número de teléfono —aclaró él—, que al parecer me lo han asignado a mí.


—Oh… —Paula no había actualizado los datos de Dario—. ¡Al menos podrías haberles dicho que no tenías nada que ver con él!


—Podría —reconoció él—, y lo habría hecho si Dario no les hubiera dicho lo contrario.


—¿Qué les dijo?


—Que yo era un buen amigo tuyo —hizo un gesto irónico—, y que vivíamos en el mismo sitio.


—Ya veo. Supongo que al menos les habrás aclarado que no es así.


—Lo habría hecho si la directora no hubiera llegado sola a varias conclusiones, poniéndome en el papel de padrastro honorario. Me pareció más fácil ir en persona a explicar nuestra relación.


—No tenemos ninguna relación —Paula se sintió obligada a recordárselo.


—Todavía —aclaró él, mirándola.


Paula decidió ignorar el comentario.


—¿Aclaraste la situación en el colegio?


—Lo intenté.


—¿Y?


—Nada más puse los pies en su oficina, la directora se lanzó a contarme todo lo sucedido esta tarde. Te lo voy a resumir. Dario empujó a un chico, le pegó varios puñetazos, los separaron y lo llevaron al despacho de la directora donde se negó a relatar lo ocurrido. Como consecuencia lo suspendieron a la espera de una investigación.


—¿Qué? —exclamó Paula, incrédula—. ¿Lo han expulsado?


—Suspendido. Creo que esa fue la palabra que usó la directora.


—¿Y tú dejaste que lo hicieran?


—¿Qué podía hacer?


—Yo… ¿Tú crees que Dario sería capaz de empezar una pelea?


—Si lo provocan lo suficiente, creo que sí —contestó Pedro—. Cualquier chico lo haría. Eso fue lo que le dije a la directora cuando por fin paró de hablar —«así que había defendido a Dario», pensó Paula—. También le dije que antes de castigar a Dario debería preguntarse por qué un chico que normalmente se porta bien había actuado así. Y que si expulsaba a Dario sin investigar primero se exponía a un litigio.


Paula no sabía qué pensar.


—¿Qué quiere decir eso, exactamente?


—Que la demandaremos.


Paula estaba horrorizada.


—¿Qué dijo?


—Lo que era de esperar —dijo Pedro, sonriendo—. Se retractó inmediatamente y prometió investigar. Entretanto le concedió unas vacaciones a Dario —Pedro parecía satisfecho—. Ahora puedes gritarme, si quieres —ofreció él—, porque soy consciente de que me excedí en mis funciones.


Paula iba preparada precisamente para eso, pero tuvo que reconocer que, a pesar de las diferencias entre ellos, Pedro había dado la cara por Dario.


—¿Cómo está Dario? —preguntó en vez de ello.


—Físicamente, bien, aparte de una pequeña herida superficial y un par de arañazos. Según dicen el otro chico salió peor parado.


—¿Dices eso para consolarme?


—No, pero sí hizo que Dario se sintiera mejor. Al parecer ese chico y su hermano gemelo lo han estado acosando hace meses.


Y ella no había hecho nada al respecto. Pedro no lo había dicho, y a lo mejor ni siquiera lo pensaba. Pero era cierto…


—Y debo advertirte —añadió Pedro—, que está empeñado en que no quiere regresar al colegio. Al parecer está lleno de niños antisociales y con poca capacidad intelectual.


—¿Dijo eso?


—No, eso solo es un resumen que no incluye palabras incorrectas como lunáticos e idiotas.


Paula movió la cabeza sin querer admitir que era tan malo.


—Tú fuiste allí, ¿no?


Él asintió.


—Sí, y no era muy distinto entonces. El que diga que la época escolar es la más feliz de su vida no asistió a City Road Primary.


Paula lo miró sorprendida. Él nunca se había quejado del colegio.


—Pero a ti te fue muy bien —insistió.


—Era una época diferente. Ahora parece ser que buscan el menor denominador común y dejan a chicos como Dario muertos de aburrimiento.


¿Dario se aburría? Al principio ella le preguntaba lo que hacía en el colegio, pero dejó de hacerlo ante las respuestas de Dario: «Poca cosa, No me acuerdo». Pero ella siempre pensó que lo que lo aburría eran sus preguntas y no el colegio.


—Las matemáticas que da en el colegio son de lo más básicas, y en cambio en casa es capaz de codificar sus propios programas de ordenador.


—Vale. La física cuántica no está entre sus asignaturas —Paula se ponía a la defensiva—. Y yo, ¿qué puedo hacer?


—No te estoy atacando, Paula.


—¿No?


—Solo digo —continuó él con paciencia—, que corres el riesgo de que se decepcione antes de llegar al bachillerato.


—¿Cuál es tu solución?, porque supongo que ya tienes una.


Pedro se daba cuenta de que pisaba terreno resbaladizo, pero prosiguió.


—¿Has considerado enviarlo a un colegio privado?


—Claro —espetó ella—. Pero escogí comer.


Él hizo caso omiso del sarcasmo.


—¿Y tu madre? —sugirió él.


—¿Qué pasa con mi madre?


—¿No podría ayudarte? —Paula se encogió de hombros. No era cuestión de poder sino de querer—. Si no, yo podría ayudar —añadió Pedro.


—¿Tú? —eso no estaba previsto—. ¿Por qué tendrías que ayudar tú? —¡cielos! ¿Acaso había averiguado algo? ¿Había dicho algo Dario que lo hiciera llegar a conclusiones?


Pedro se fue por la tangente confundiendo aún más a Paula.


—¿Recuerdas cuando fui a Addleston Boys Grammar y saqué sobresalientes?


Paula asintió.


—Fuiste con una beca.


—Una beca parcial. El resto lo pagó tu padre —informó Pedro.


Los ojos de Paula se abrieron como platos.


—¿Por qué hizo eso?


—Era un hombre generoso.


Paula no discutió eso. Su madre solía decir que por culpa de la generosidad de su padre y del juego se habían arruinado.
Podía ser cierto, pero le parecía que Pedro se guardaba algo.


—¿Lo sabía mi madre?


Pedro negó con la cabeza.


—No. Era un secreto entre él y mi madre. No creo que debas decirle nada.


¿Porque Rosa lo odiaba? ¿O por otro motivo distinto?


Paula recordó que su padre y Mary Alfonso hablaban a veces en la cocina y muchas veces se reían y en general mantenían un tono mucho más amistoso de lo que Rosa había mantenido con la señora Alfonso.


—Estás diciendo…


—No estoy diciendo nada más que tu padre era un hombre bueno y me dio una oportunidad en la vida. Me parece justo que yo le pague la deuda a través de su nieto —él hacía que pareciera simple, pero ella no podía aceptar esa oferta de Pedro. De Pedro, no, pero… ¿del padre de Dario?, ¿qué había de malo en ello?—. Sin condiciones —añadió él al ver que ella dudaba.


—¿Condiciones?


—Sí, como tener que acostarte conmigo como pago.


¿Tenía que ser tan directo?


—Si eso lo dices para tranquilizarme…


—Sí, lo digo por eso.


—Entonces si fuera tú, yo no me dedicaría a una carrera de relaciones públicas.


Él se rio.


—Ya sabes, nosotros los cerebritos de la informática no somos famosos por nuestro tacto con la gente.


Paula hizo una mueca. Fuera lo que fuera, Pedro no era un cerebrito. Demasiado atractivo, y con mucha habilidad para manejar a la gente cuando le parecía. La había seducido sin ningún esfuerzo.


Y, al parecer, también había seducido a su hijo. 


Normalmente reservado, Dario le había contado más cosas a Pedro en una tarde que a ella durante meses.


Estaba celosa. Era horrible pero cierto. El hombre y el niño habían establecido un nexo sin saber el que realmente existía entre ellos.


¿Y si algún día lo averiguaran?


Paula sintió miedo. Quería tanto a Dario que la idea de perderlo era insoportable. ¿Y si le dieran a escoger entre la vida sencilla que llevaba con ella y las cosas que Pedro podía ofrecerle?


No. Eso no podía suceder.


Se levantó de la silla.


—Será mejor que vaya a buscar a Dario.


Él también se levantó.


—Te acompañaré al ático.


—Creo que aún sabría el camino.


—Claro —salieron al vestíbulo y ella dejó que él la guiara. Después de todo era la casa de él y ya no le importaba. Lo que le importaba era Dario—. De todos modos, tenlo en cuenta —reanudó él—. Lo de que yo pague la educación de Dario.


Ella quería rechazarlo de golpe, pero, ¿tenía derecho a hacerlo en nombre de Dario?


—Lo tendré en cuenta. Gracias.


—Solo tienes que decírmelo, ¿de acuerdo? —añadió él con sencillez mientras subían al ático.


Ella asintió.



jueves, 28 de julio de 2016

¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 15



La siguiente semana transcurrió sin nada especial. Dario dijo que los bravucones del colegio habían perdido interés en él. 


Paula lo creyó porque deseaba creerlo. Tenía otras cosas por las que preocuparse. Por fin había encontrado un apartamento medio decente en las afueras de Southbury pero necesitaba dar una fianza. En la siguiente reunión con sus clientes, les pediría un anticipo.


Entretanto, decidió no decirle nada a Dario hasta que fuera seguro.


¿Y Pedro? Aparecía en sus pensamientos, pero no en persona. Supuso que aún no había regresado hasta que un día Dario desapareció en el bosque. El instinto la llevó hasta la casa grande y allí lo vio, jugando al cricket con una tabla y una pelota de tenis.


Y no estaba solo.


Pensó en decirle que se fuera a casa, pero se quedó detrás del establo observándolos. Pedro pedía consejo antes de lanzar la pelota y gritaba: «¡Buen tiro!» cada vez que Dario le daba.


Había también otro hombre, con acento estadounidense, que podía ser el socio de Pedro.


Pedro y Dario se reían y sus cabezas estaban en el mismo ángulo. ¿Cómo podía ser que Pedro no reconociera el parentesco, cuando estaba tan claro?


Durante diez años le había negado un padre a Dario, convencida de que ella podía serlo todo para él. Pero ¿cuándo había jugado al cricket con él? ¿O a cualquier otro deporte? ¿Y cuándo lo había hecho reír con tantas ganas?


«Déjalo ya», se dijo a sí misma. Pedro estaba jugando con Dario porque era domingo y no tenía nada mejor que hacer. 


Y solo era un improvisado juego de cricket y no un rito misterioso entre padre e hijo.


¿Qué pasaría si confesara: «Este es tu padre, Dario». Podía imaginar la cara de shock y luego la de esperanza. ¿Y Pedro? ¿Cómo reaccionaría? Un hombre en la treintena, que evitaba los compromisos…


Volvió a la casita y Dario apareció al poco rato.


—Siento haber llegado tarde —su expresión era de felicidad.


—No importa —fue al frigorífico a sacar el almuerzo.


Dario la miraba de reojo, pero al poco rato confesó:
—Me desvié por el camino de la casa grande a ver si ya habían terminado de asfaltar.


—¿Han terminado? —preguntó Paula.


—Sí. El señor Alfonso estaba en el patio. Ya ha vuelto del Japón.


—¿Ah sí? —ella logró mantener el tono neutral.


—Estaba con un amigo que se llama Sam, y que tiene un hijo de mi edad. Jugamos un poco al cricket porque el chico no sabe jugar. Es estadounidense.


—Yo no… —Paula iba a decir que no había visto al otro chico pero se detuvo a tiempo.


—¿Tu no qué, mamá?


—Nada —contestó Paula sonriendo para quitarle importancia.


—No te importa, ¿verdad?


Sí que le importaba, y por muchas razones la lastimaba, pero no podía decirlo.


—No, en realidad, no —mintió.


—Bien —la cara de su hijo se alegró—, porque Pedro dice que te tengo que pedir permiso si quiero volver después del almuerzo a ver a Eliot, el chico estadounidense.


Paula tenía que admitir que Pedro se estaba comportando bien, estableciendo algunas reglas.


—Puedes ir, si quieres —dijo en voz baja.


—¡Estupendo! —se terminó la ensalada de pollo en un santiamén y salió corriendo.


Paula pasó parte de la tarde comprobando los dibujos que había hecho para los Claremont y que tenía que entregar el día siguiente. No eran clientes fáciles pues siempre estaban en desacuerdo entre ellos, pero Paula estaba bastante orgullosa de su trabajo.


Luego se dedicó a seleccionar en el cuarto trastero las cosas que podían servirle. Tenía que ser implacable porque todas sus pertenencias no iban a caber en un apartamento más pequeño.


Había hecho una pila de cosas y cuando Dario volvió le preguntó qué hacía.


—Limpieza de primavera —contestó.


Los ojos del niño se ensombrecieron.


—¿Nos vamos a mudar?


—Quizás.


Cuando se sentaron a cenar Paula no le preguntó nada sobre la tarde. Saber que había estado con Pedro era una cosa y saber lo que había hecho era otra. Pero Dario estaba deseoso de contarle. Se había divertido mucho, la mayor parte del tiempo con Eliot, pero también hablaba de Pedro.


—Aún no se ha trasladado del todo —informó Dario—. Dice que está buscando a un decorador. Sam, el padre de Eliot, dice que será mejor que primero busque una esposa, porque si decora y luego se casa, ella lo cambiará todo. Yo le sugerí que fueras tú —dijo inocentemente.


—Como diseñadora, espero.


—Si no, ¿cómo qué?


—Olvídalo —dijo ella.


—Ah, ya entiendo. Como su mujer. ¿Y por qué no? —preguntó Dario pensándolo—. Podrías gustarle. No eres tan mayor, mami, y a veces estás muy bonita. Si fueras más amable con él…


—Gracias —dijo Paula—, pero preferiría arreglar mi vida amorosa sin tu ayuda, si no te importa.


Dario hizo una mueca.


—Solo trataba de ayudar. Él es muy rico, ¿lo sabías?


—Ah, claro. Eso es lo más importante. Será mejor que lo pesque pronto antes de que otra buscadora de oro lo enganche primero.


—Muy gracioso. Es mejor que ese Carlos que es tan aburrido.


—¡Dario! —lo regañó ella—. No habrás estado hablando de eso con Pe… con el señor Alfonso, ¿verdad?


Hubo una pausa y Dario se sonrojó.


—¿Por qué iba a hacer eso? Tengo que ir a hacer los deberes.


Paula le habría pedido los detalles de la conversación. Pero no serviría de nada. Lo dicho, dicho estaba. ¿Sería culpa de Pedro que Dario se hubiera vuelto tan charlatán?


De todas formas, a ella la preocupaba lo que hubiera dicho. 


Cosas como que tenía diez años y no nueve, que nunca había conocido a su padre ni sabía su nombre.


Para estar tranquila debería prohibirle a Dario que fuera a la casa grande.


A la hora de dormir, cuando subió a darle las buenas noches, comenzó:
—Dario, en cuanto al señor Alfonso…


Pedro —corrigió él—. Él me ha dicho que debo llamarlo Pedro.


—De acuerdo, Pedro —lo intentó de nuevo—. Sé que te gusta.


—Claro. ¿Y a quién no? No solo por el coche y otras cosas, mamá. Es verdaderamente divertido. Y es muy inteligente.


—Estoy segura —Paula no estaba de humor para escuchar las virtudes de Pedro—. Pero tal vez sea mejor que no vuelvas a la casa grande.


—¿Por qué? —Paula no tenía preparada una respuesta y Dario contestó por ella—. Solo porque a ti no te gusta.


—Yo… yo… no… —Paula deseaba que fuera así de simple—. No es eso. Es más por una cuestión de intimidad. Tienes que respetar su intimidad.


—¿Y puedo ir si él me invita?


—Yo… supongo que sí —no tenía fuerzas para prohibírselo todo.


Más tarde, Pedro telefoneó, y después de intercambiar saludos, preguntó:
—Pensé que debía comprobarlo contigo. ¿Dario tenía permiso para venir aquí?


—Sí. Pero si te molesta…


—En absoluto —él le aseguró—. Fue estupendo para Eliot, el hijo de Rebecca y Sam Wiseman, tener a otro chico por aquí. Dile que puede venir siempre que quiera.


—Es muy amable por tu parte, pero nos mudaremos pronto.


—¿Has encontrado algo? —dijo Pedro, y Paula pensó que no le importaría mucho.


—Creo que sí.


—Bueno, si necesitas ayuda en el traslado…


¿Era un ofrecimiento, o estaba ansioso por librarse de ella?


—Llamaré a una empresa de mudanzas —contestó algo cortante.


Al oírla, Pedro se rio.


—Te gusta la vida difícil, ¿verdad, Paula?


—La vida es difícil —contestó ella y colgó.


Paula pensaba que debería sentirse satisfecha. Le había demostrado que podía pasarse sin él y su generosidad. Pero ¿por qué había sido tan descortés? Él había recibido el mensaje, pero ella sentía que era una desagradecida.