miércoles, 20 de julio de 2016

LA MIRADA DEL DESEO: CAPITULO 5




Mientras caminaba, Paula cerró los ojos para bloquear su aprensión. Siempre había fastidiado la espontaneidad por su manía de juzgar a los hombres.


«Sigue la corriente, Paula. Dijiste que ibas a tener una aventura con él, y no podrás hacerlo sin flirtear un poco».


Por suerte, conocía lo suficiente su nueva casa para ir de la cocina a la sala de estar sin tropezar con ningún mueble.
No podía creer que estuviera haciendo aquello. De momento...


Ai menos, podía pensar con claridad mientras atraía hacía las escaleras al hombre más sexy que había conocido en su vida.


Cuando las pisadas de Pedro se detuvieron tras ella, al pie de la barandilla de roble, a Paula le dio un vuelco el corazón. Si lo llevaba arriba, descubriría las cámaras... y un vicio que no era el que tenía pensado enseñarle.


¿Y si ya lo sabía?, pensó con temor. ¿Y si solo había coqueteado con ella para que le permitiera entrar en la casa y de ese modo confirmar sus sospechas?


Había apagado los monitores antes de bajar, pero una mirada bastaría para descubrir la intención de todo ese equipo.Y puesto que Pedro era amigo del hombre al que supuestamente tenía que estar vigilando, se vería en una situación muy embarazosa.


Abrió los ojos y se giró para mirarlo.


—Ya casi estamos —le dijo con una entonación musical que disimulaba su miedo.


—Eres una mujer valiente —respondió él—. Casi toda la gente que conozco esconde sus vicios.


Ella meneó las caderas, intentando parecer despreocupada e impertinente. Él había usado la sinceridad para desarmarla, por lo que podía probar con la misma táctica.


—No todos los vicios se dan en el dormitorio.


—Cierto.Yo prefiero la cocina.


Ella lo miró con las cejas arqueadas y tardó unos segundos en reaccionar.


—¿Tu debilidad es el paladar?


—Mi debilidad es el apetito —respondió palmeándose el estómago, liso y musculoso bajo la camiseta.


Se suponía que ella no sabía que se tomaba cajas de donuts para desayunar, ni que se entrenaba duramente para quemar las calorías.


Ni tampoco que dormía desnudo. Lo miró de los pies a la cabeza. —No pareces un hombre que pueda controlar su apetito.


Pedro se mordió los labios, y Paula supo que le estaba resultando muy difícil mantener una conversación inocente entre todas aquellas insinuaciones. Solo se conocían de diez minutos, pero había duda de que había una atracción mutua.


—Tengo algunos métodos para controlar mi apetito —contestó.


Ella se encogió de hombros. También tenía sus propios métodos para saciar su apetito, pero si las cosas salían aquella mañana como había decidido, no necesitaría más consolaciones en solitario durante una buena temporada.


—Por desgracia, no todos tenemos esa suerte —reconoció, y encendió la luz del dormitorio—. Este es un apetito que no he podido saciar, y me cuesta una pequeña fortuna.


Cruzo el arco de entrada y esperó a que la siguiera. Cuándo él entró, los ojos se le abrieron como platos al ver la enorme pantalla de televisión que dominaba la pared. Había sido un regalo de tío Noah para celebrar su primer trabajo de campo.


Solo su tío apreciaba la colección heredada de Paula. Su único vicio; o, más bien, el único vicio que podía compartir con un hombre al que había conocido quince minutos atrás,
Vídeos. Estantes y estantes llenos de vídeos. Desde películas clásicas, hasta cintas pirateadas y grabaciones de televisión. Paula no se enteró de que su tío Noah había transportado allí el material destle la oficina, hasta que esa mañana entró en la habitación para buscar el número del mecánico que arreglaba su coche. Aquella habitación era la única que disponía de un ventilador de pared en toda la casa, de modo que era el sitio perfecto para guardar las cintas a la temperatura adecuada. Gracias a ello aquel estudio sería su medio de escape de la tensión profesional.Y solo su tío Noah vería semejante lujo como una necesidad.


—Parece que te gustan las películas —comentó Pedro, echando una ojeada a ía colección de Alfred Hitchcock. 


—Ya te lo dije. Es un vicio.


—¿Las has visto todas?


—No —respondió con una sonrisa—. De hecho, no he sacado ninguna de su funda desde hace más de un año.


Pedro agarró una película de ciencia ficción. Era muy reciente y aún conservaba el envoltorio de plástico.


—Pero las sigues comprando. Paula se acercó y le quitó la película de la mano.


—Sí, así es. No puedo evitarlo. No sé cómo voy a sobrevivir al paso del vídeo al DVD —le indicó una fila de randas más pequeñas y delgadas, meticulosamente alienadas en una estantería sobre el televisor.


—Si no las ves, ¿por qué las coleccionas? 


Paula lo pensó antes de responder. La verdad no era nada escandalosa, pero no quería compartir nada con un desconocido. Con Pedro solo quería mantener una relación sexual, y si se lo contaba, le estaría abriendo una puerta que luchaba cada día por mantener cerrada.


—La costumbre... Mi padre empezó a coleccionarlas hace años. Cuando murió, las heredé todas, y las conservo en su recuerdo.


Pedro se fijó en un estante de la esquina, dándole a Paula la posibilidad de recuperarse. Orlando Alfonso había sido un fanático de las películas, y sus gustos variaban desde lo artístico hasta lo prohibido, y hasta Paula se ruborizó cuando descubrió su colección erótica. Una colección que ella misma había doblado en el último año de soledad.


Cuando Paula reunió el valor suficiente para preguntarle a su madre por los curiosos gustos de su padre, Margarita Alfonso se limitó a esbozar tina sonrisa con una mirada distante de satisfacción.Aquella respuesta le bastó a Paula, y quedó agradecida de que su madre albergara tan buenos recuerdos de su padre, cuya muerte había llegado demasiado pronto.


Ninguno de sus tres hermanos ni su hermana protestaron cuando fue ella quien heredó las películas. Patricio se quedó con el revólver que su padre uso en la Guardia Nacional. 


Santiago recibió la chaqueta de cuero y la Harley Davidson que su padre había conducido durante veinte años. lan heredó la colección completa de objetos de béisbol, incluido el ticket rasgado de la primera visita de Orlando a Camden Yard. Y Maite, la pequeña de la familia, tuvo el tutu rosado con destellos plateados que su padre le compró tras su primer año de baile. Ella se lo había confiado cuando se marchó a Paula a estudiar con los profesionales, y en su testamento Orlando se lo había devuelto.


Y Paula se quedó con las películas, incluidas las grabaciones en ocho milímetros de excursiones familiares y eventos especiales.


De todos los cinco hijos, solo Paula compartía el amor de su padre por las películas. Orlando Chaves llevó ese amor a su carrera profesional, escribiendo reseñas para las noticias, antes de que la leucemia le robara las fuerzas. Cuando no pudo seguir escribiendo, pasó sus últimos meses rodeado de lo que más quería: su familia y sus cintas. Paula ahogó un gemido. ¿Se sentiría su padre orgulloso de que usara ese legado como medio de seducción?


Estaba tan absorta en sus pensamientos, que no se dio cuenta de que Pedro tenía en las manos una copia de Nueve semanas y media.


—Tal vez no lo creas —le dijo—, pero nunca he visto esta.


Paula pensó que debería invitarlo a verla, preparar palomitas de maíz, apagar las luces y ver adonde los llevaba ese título tan provocativo.


—Si quieres puedes llevártela prestada... Ya sé dónde vives por si tengo que reclamarla —dijo en tono jocoso. Por suerte


Pedro tuvo la delicadeza de fingir decepción.


—No creo que sea este el tipo de película que un hombre deba ver solo —dejó la cinta en su sitio y se metió las manos en los bolsillos.


—Puede que no —corroboró ella.


A eso siguió un largo silencio, tan denso que casi podía palparse en el aire.


—Supongo que debería marcharme ya —dijo él—.Tendrás muchas cosas que desempaquetar.


Ella asintió, a pesar de que ya estaba todo desempaquetado.


—Parece que no van a acabarse nunca —mintió, sintiéndose una cobarde.


Pedro se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo Paula le bloqueaba el paso, y no había modo de pasar a su lado sin tocarla. Tragó saliva con dificultad. Paula se humedeció los labios y se apartó lentamente. Cuando él llegó a la puerta de la calle y la abrió, se dio la vuelta y sonrió. Paula se sintió sacudida por una ola de deseo.


—Estaré en casa —le dijo—.Avísame si necesitas algo... como compartir algún otro vicio.


Su mirada burlona y el tono de su voz incitaron a Paula a salir de su cascarón, fuera del mundo que se había creado con cintas de vídeo que no veía y fantasías que no reconocía... desde que pillara a su marido con la amante de turno.


—Oh, no. la próxima vez te toca a ti compartir un vicio.


Pedro asintió con una sonrisa devastadora.


—Suena bien. Pero deberías ir con cuidado, Paula Chaves. Tengo una colección completa.


Salió y cerró la puerta, pero Paula no pudo callarse la respuesta.


—Oh, sí, apuesto a que la tienes.



*****


Ella no tenía antecedentes, ni siquiera una multa de aparcamiento, A Pedro no lo sorprendió, ya que Paula Chaves no le pareció el tipo de mujer que fuera contra la ley.


Dejó de hablar por el teléfono móvil, sintiendo una punzada de culpa por haber investigado a su hermosa vecina. Sabía que tenía otros métodos para averiguar cosas sobre ella, pero aun así le encargó la búsqueda a la División de Vehículos y al juzgado municipal. No tenía ningún coche a su nombre, lo cual era extraño, pues Tampa no se caracterizaba por el transporte público.


Los archivos judiciales la tenían registrada como testigo en un caso domestico de dos años atrás, y, justo antes de eso, como demandante de su propio divorcio.


De modo que la búsqueda no había sido un fracaso total.


Se quedó de pie en el porche trasero, con el teléfono en una mano, mientras Crash, el gato que había heredado junto a la casa, se frotaba contra sus zapatillas deportivas. Pedro movió el píe, acariciando al animal, sabiendo que el juego del felino no duraría mucho. El gato estaba tan sobrealimentado que pronto se cansaba de moverse y se tumbaba a dormir. Cuando se mudó a la casa, pensó que el gato le serviría de distracción en las largas horas que Stanley pasaba fuera. Para un hombre con una supuesta lesión de espalda, Stanley Davison pasa mucho tiempo fuera de casa.Jake y él habían decidido que seguirlo en sus paseos por la ciudad en su Mercedes era arriesgado, de modo que Pedro limitó esa vigilancia a una o dos veces por semana.


Las actividades conocidas de Stan eran los almuerzos en el Bine Star Diner, las visitas a un vivero, alguna visita a la biblioteca y sus sesiones de fisioterapia... todo ello financiado con el dinero del ayuntamiento. Pedro sabía que, estando en público, Stan no cometería ningún desliz que hiciera dudar de sus lesiones. Los estafadores solo se relajaban en casa o durante las vacaciones, y eso era lo que Pedro debía grabar.


Lástima que los únicos momentos íntimos que Pedro quería grabar fueran con su hermosa vecina de enfrente.


Cerró los ojos y se forzó a permanecer en el porche trasero.


Si cedía a la tentación de ir a ía parte delantera solo conseguiría empeorar las cosas. Después de salir de casa de su vecina, la había visto descorrer todas las persianas, bañando de luz el interior y permitiendo a él seguir sus movimientos. Se pasó un largo rato hablando por teléfono. 


Pedro se preguntó cómo se ganaría la vida, si tenía familia, si tendría alguna relación... y si había rechazado la insinuación de ver juntos la película porque estaba tan excitada como él.


—¿Vas a podar tus rosas de nuevo? 


Pedro reaccionó inconscientemente como un policía y se dio la vuelta. Stanley había salido por fin de su casa. Solia dormir mucho, pero ¿hasta tan tarde? Pedro se guardó el móvil en el bolsillo trasero y echó un discreto vistazo al reloj mientras agarraba la gaseosa del barandal. Eran casi las once de la mañana, —No. No tengo por qué ocuparme de ellas todos los días, ¿verdad? Quizá acabe plantándolas en casa mi madre.


Stan se echó a reír. Parecía una risa sincera. Un signo de que Pedro empezaba a hacer progresos. Había creído que las rosas serían la clave, pero la verdadera llave fue la compasión que Stanley sentía hacia un hombre adulto con una madre problemática. En el caso de Pedro era una madre ficticia, ya que Silvia Alfonso había muerto en accidente de coche cuando él solo tenía dos años. La madre de Stan, sin embargo, vivía en Nueva York, y no parecía tener nada malo que decir de su hijo, quien, gracias a la indemnización, le había pagado una plaza en un lujoso retiro de Long Island. Pero Stan seguía quejándose, y Pedro supo usar esas quejas como medio de acercamiento. Y había tenido éxito, igual que la cesta de limones con Paula.


—Una vez a la semana ya es suficiente acción para las rosas —dijo Stan mirando su propio jardín, que empezaba a dar muestras de abandono—. Supongo que yo también debería hacer algo. Esto empieza a parecerse a una jungla.


—¿Necesitas ayuda? No tengo nada que explorar esta semana.


Pedro había fingido ser un explorador de la de béisbol por varias razones. No solo le permitía tener otro punto de conexión con Stan, un fanático de ese deporte, sino que además le daba la excusa perfecta para tener en casa todo un equipamiento de vigilancia, como prismáticos y cámaras. Sin mencionar su afición y conocimientos de béisbol. —No, hoy no toca trabajo de jardinería —dijo Stan—.Tengo otra florecilla que cultivar esta tarde —esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Parecía un adolescente que hubiera conseguido una cita con ía reina del baile.


—¡Vaya con Stan.—exclamó Pedro, exagerando su impresión—. ¿Quién es?


Stan se encogió de hombros, fingiendo una indiferencia que no engañó a Pedro. Cuando bajó del porche para acercarse a la valla junto a Pedro, lo hizo con la rigidez propia de un hombre con graves lesiones. Los médicos habían opinado que no tenía nada, pero el médico personal de Stan había diferido completamente, y al final fue su dictamen el que ganó. —Todavía no puede decirse nada, no vaya a ser que se estropee —respondió—. He quedado con ella para comer.


—¿Vas a llevarla a algún sitio romántico?


—He dicho que he quedado con ella, no que vaya a llevarla a ningún sitio. No quiero presionarla.


Pedro asintió y tomó un trago de gaseosa. —Bien pensado.


—¿Y tú? Puede que lo que necesites para salir de tu aburrimiento sea un poco de romanticismo. 


Lo último que Pedro quería era hablar con aquel estafador de su nula vida amorosa, pero no podía permitirse ser rudo ni esquivo.


 —En estos momentos estoy entre varias mujeres.


—¿Has visto ya a nuestra nueva vecina? —preguntó Stan metiéndose las manos en los bolsillos —. La vi esta mañana cuando salió a cerrar los aspersores. No esta mal.


«Nada mal», pensó Pedro, pero no dijo nada. —Esta mañana estaba con una amiga que es más mi tipo —continuó Stan—.Con más curvas y carácter. Ardiente... Me pregunto si debería llevarle flores a la vecina e intentar que nos presentara.


Pedro sabía que se estaba refiriendo a Elisa, pero no le gustó la idea de que alguien como Stan se acercara Paula, y mucho menos con flores.


—Conocí a su amiga esta mañana.Tiene novio.


—Lástima —dijo Stan frunciendo el ceño—. Bueno, si todo sale bien, yo también tendré novia. 


Hizo un gesto de despedida y se volvió hacia el porche, para subir por la rampa recién instalada. Aunque Pedro se alegraba de que se marchase, se dio cuenta de que no podía desperdiciar aquel nuevo paso en la relación con Stan. 


Solo le quedaban unas pocas semanas por delante, y aún tenía que conseguir algo.


—Esta tarde voy a ver el partido de Chicago — le gritó desde el porche—. ¿Quieres venir y lomar algunas cervezas? 


Stanley negó con la cabeza. —Me encantaría, vecino, pero después de comer tengo que ir a la biblioteca y luego a rehabilitación. Y he quedado para cenar con un amigo. No volveré hasta tarde. Gracias por la invitación. ¿Lo dejamos para otro día?


Pedro asintió y vio cómo Stan se metía en la casa. Otra tarde sin hacer nada... Entró y llamó a Jake por teléfono. —Stan tiene una cita. ¿Podrías pasarte por el Blue Star y vigilarlo?


—Sí, justamente lo que quería hacer —se quejó Jake—.Vigilar la vida amorosa de ese cretino.


—Seguramente sea más excitante que la nuestra —dijo Pedro acercándose a la ventana. —No hables por los demás. Pedro se detuvo antes de abrir una rendija en la persiana, Jake y él tenían la misma edad y muchas cosas en común. Los dos habían estado en el Ejército, y los dos lo habían abandonado para entrar en la policía. Y ambos eran solteros y con una merecida reputación de seductores.


Los dos preferían los casos difíciles y perseguir a los criminales antes que embarcarse en una relación estable con una mujer. Pero, últimamente, Jake mostraba signos de inquietud, que Pedro atribuía a la falta de sexo... Los mismos signos que él mostraba en esos momentos. En el caso de Jake la situación se agravaba por la presencia de una misteriosa escritora en la academia de policía donde impartía clases los sábados por la tarde. Y en el caso de Pedro, era por Paula. —Vaya... ¿Al fin te has atrevido a cazar a Daniela Míchaels?


Jake carraspeó un par de veces y no dijo nada. —¿Le has pedido salir? —insistió Pedro.


—No exactamente.


—Entonces, ¿qué? —Pedro se apartó de la ventana y se dejó caer en el sofá—.Aquí me muero de aburrimiento,Tanner. Como no haga algo pronto, voy a acabar enganchado a los culebrones de la tele. ¿Sabías que Tad ha vuelto a sus viejos trucos? ¿Y que el tío Chandler son en realidad dos personas? Pues sí, son gemelos. Chico, yo no tendría que saber toda esa bazofia.


Solo había visto un episodio de All My Children, y ya estaba contando el tiempo que faltaba para la una. —Me estás asustando, Pedro.


—Qué me vas a contar.


—Tal vez seas tú quien necesite una mujer.


Pedro cerró los ojos y recordó el olor a limón.


—¿Sabes qué, socio? Puede que tengas razón.









LA MIRADA DEL DESEO: CAPITULO 4




—Voy a tener una aventura con él.


Paula le hizo la confesión a Elisa mientras tomaban café eon croissants, y esperó a que su amiga asimilara la sorprendente noticia. Pero Elisa se limitó a sonreír y a tomar un sorbo de la taza de cerámica con la inscripción Cuando soy mala, soy mejor.


—Supongo que no te estarás refiriendo a Stanley Davison.


Paula soltó la pasta que se llevaba a la boca y puso una mueca de asco, ante las risitas de su amiga. Se preguntaba cuándo había sido la última vez que se había sentido tan femenina. Seguramente fue alrededor de medianoche, cuando encontró a Pedro en la ducha.


La cámara del dormitorio enfocaba el espejo, que proveía una clara visión del cuarto de baño. De la puerta abierta salían nubes de vapor. A aquel hombre le gustaban las duchas calientes. Todo en él era caliente... Paula había intentado abordar el voyeurísmo profundizando en la identidad de Pedro. Accedió mediante Internet a la base de datos de la oficina y buscó la dirección. La casa, propiedad de una agencia inmobiliaria, estaba actualmente en alquiler, sin que apareciera el nombre del último inquilino.


Buscó en los archivos, en las facturas de teléfono y en el reparto de periódicos, sin suerte. Examinó con atención el garaje, pero el ángulo de la cámara no permitía ver el número de matricula de la camioneta. Estaba considerando la posibilidad de ir comprobarlo por ella misma, cuando cesó el ruido del agua por los altavoces.


Tenía la intención de apartar la mirada o de apagar los monitores para darle algo de intimidad. Pero nada de eso fue posible cuando Pedro salió de la ducha. Paula tragó saliva. 


El espejo del dormitorio estaba empañado, pero la musculosa imagen masculina concentraba toda su atención... Lo vio secarse con una toalla. Los brazos, el cuello, el pecho y la espalda. Se movía con rapidez y energía, Paula pensó que si hubiera tenido ella la toalla habría empezado por los pies, y habría subido por aquellas increíbles piernas ftiertes y esbeltas. Parecían las piernas de un nadador o de un atleta. De pronto, como si sintiera una intromisión en su intimidad, se puso de espaldas al espejo mientras se secaba bajo la cintura, pero no antes de que Paula pudiera contemplar su miembro.


Aunque flacido, era impresionante. Y su trasero. .. A Paula le dio un vuelco el corazón. Estaba ardiendo de salvaje y lujurioso deseo, y una creciente palpitación entre las piernas la hacía estremecerse en la silla. Los pezones, erectos, se rozaban dolosamente contra la camiseta. Se bebió de un trago la gaseosa, en un inútil intento por apagar las llamas que le abrasaban la garganta, mientras él terminaba de secarse y colgaba la toalla en la mampara de la ducha.


Se puso unos calzoncillos cortos y se metió en la cama con una novela de espionaje. La misma novela que Paula tenía en su mesita de noche. Y Paula no tuvo más remedio que aceptar lo inevitable.


Aquel hombre era un misterio que debía investigar. Era la llave que podría abrir su vacío interior. .. y empezar a llenarlo.


—¿Y bien? ¿Cómo se llama? —le preguntó Elisa.


Pedro —respondió, arrastrando el nombre con la lengua.


—Mmm... ¿Pedro qué más?


—Aún no lo sé.


—¿Se ha fijado en ti?


—Tampoco lo sé. Dame un respiro, Elisa. Lo he decidido esta mañana.


Elisa asintió. No le resultaba extraña la falta de lógica que acompañaba a una decisión espontánea, ya que ella misma lo hacía continuamente.


Pero la decisión de Paula no había sido tan impulsiva como le había hecho creer a su amiga. Lo había decidido alrededor de las tres de la mañana, cuando se levantó de la cama y encendió los monitores para ver cómo dormía su vecino.


Cuando se despertó al amanecer, con la cabeza sobre el teclado, y fue incapaz de no observar cómo Pedro se levantaba, se vestía, y desayunaba café con donuts de chocolate, Paula supo que no podría concentrarse en su trabajo mientras su vecino siguiera siendo un misterio.


Había llamado a Ted y le había encargado que instalaran las cámaras en la casa correcta, aprovechando que Stanley salía a almorzar, pero se negó a que quitaran la instalación de la casa de al lado. Dijo que era demasiado arriesgado, y que sería mejor dejarlo para cuando acabase la investigación.


—¿Y cuánto tiempo lo estuviste observando cuando te diste cuenta de que era la casa equivocada? —le preguntó Elisa. 


—No te importa.


—¿Cómo piensas seducirlo? 


Paula agarró la taza de café con ambas manos y se mordió el labio. Era una buena pregunta. A pesar de su profesión, no era Mata Hari. Jamás había seducido a nadie.


—¿Me hace falta algún plan?


—Paula Chaves sin un plan de acción? ¿Eso es posible?


—Tiene que ser posible. Si no hay planes nada puede fastidiarse. Me limitaré a seguir la corriente, con el único objetivo de conseguir placer sexual. Y seguro que hay muchos métodos interesantes para ello. 


Elisa se irguió en la silla y miró la puerta de la cocina por encima del hombro de Paula.


—El método número uno es quedarte en casa.


Paula se giró, y a punto estuvo de atragantarse cuando vio a su vecino en carne y hueso, escudriñando a través de las cortinas de la puerta.


Sus perfectos labios se curvaban en una radiante sonrisa que alcanzaba a sus ojos, de un brillante color verde.


Paula se quedó paralizada, hasta que el puntapié de Elisa bajo la mesa le hizo recuperar la respiración. Entonces forzó una sonrisa y abrió la puerta.


—Hola, soy Pedro Alfonso, tu vecino —asintió hacia la casa de enfrente.


«Si, lo sé», Paula reprimió el impulso de contestarle eso. 


Respiró profundamente y le ofreció la mano, esperando que pudiera relajar los dedos. —Paula. Paula Chaves.


Antes de que él la tocara, le miró la mano y luego los ojos. 


Se sintió desnuda ante su mirada, como si le estuviera revelando secretos que no quería confesar.


No se dio cuenta de que le había tomado la mano hasta que sintió una oleada de calor por todo el cuerpo. Quiso retirarla, pero los ojos de Pedro la mantuvieron inmóvil. No parecían expresar la soberbia propia de un hombre sabedor de su efecto entre las mujeres. O no era consciente de ello o era muy buen actor.


Retiró la mano y se fijó en la cesta que llevaba.


—¿Eres del comité de bienvenida?


Él soltó una carcajada, tan profunda como su voz de barítono.Tenía el encanto sureño, pero ni pizca de acento.


— No, una señorita Alguien dejó esto en mi puerta esta mañana.Tiene tu dirección.


Le mostró la cesta blanca, envuelta en papel de celofán. 


Dentro había una garrafa decorativa, dos vasos altos, una bolsa de azúcar, una docena de limones y un pequeño exprimidor. Un curioso regalo, acompañado de una nota escrita a mano atada con una cinta al asa.


Enhorabuena por tu nuevo hogar. Aquí tienes la oportunidad de endulzar la situación.


Paula miró por encima del hombro a Elisa, quien se tomaba el café mientras leía su horóscopo en el periódico de la mañana.


Dejó la cesta en la encímera, y leyó los números que figuraban en la etiqueta.


—Es verdad, es mi dirección. No comprendo cómo han podido equivocarse.


Volvió a mirar a Elisa. Sabía muy bien cómo había seducido a Ted. Le había pedido que la ayudara a mudarse a su nuevo apartamento, y luego lo convenció para quedarse con limonada helada y un baño caliente. Estaba claro que Elisa era la responsable de aquel «error».


Pedro se apoyó en el marco de la puerta y se metió ias manos en los bolsillos.


—No es tan grave. Me ha dado la oportunidad para saludarte y darte la bienvenida al barrio.


—¿Quieres pasar? —le preguntó Paula, intentando no pensar en lo bien que le quedaban los vaqueros, y en cómo le gustaría deslizar la mano por... — Tenemos café con pastas.


—Tienes compañía —dijo él.


—¿Yo? —Elisa se levantó y dejó su taza medio llena en el fregadero—.No, solo soy una amiga que reparte pasteles.Y, de todos modos, tengo que irme ya si no quiero llegar tarde al trabajo. Mi jefe tiene muy malas pulgas. 


Le hizo un guiño a Paula y agarró su bolso. Al pasar junto a Pedro, se detuvo para observarlo con apreciación femenina. Pedro tuvo la delicadeza de sonrojarse, lo que le provocó a Elisa un audible suspiro antes de salir al porche.


—Le pareces muy guapo, pero esa es su opinión —dijo Paula. Por muy atractivo que fuera, y por mucho que quisiera acostarse con él, no pudo evitar el impulso de rebajarle el orgullo. 


—Gracias por decírmelo, pero no es ella quien me interesa.


-¿No?


—No. Más bien tú —dijo él, con un brillo intimista en los ojos—. Espero que no te ofenda mi sinceridad.


Paula tragó saliva. Valoraba la sinceridad, pero el equipo electrónico que tenía en la habitación no era lo mejor para ganarse la confianza de un hombre honesto.


—La sinceridad está muy bien —respondió, aunque se sentía muy, muy mal.


No fue la forma más delicada de acercarse a una mujer, pero a ella no parecía importarle. Seguramente la sinceridad la había descolocado, y aunque Pedro no era el tipo de hombre que le dijera a una mujer las cosas que quería oír, sí estaba dispuesto a sacar provecho de su ventaja. Después de todo, era un policía de incógnito, y la mentira formaba parte de su trabajo.


Pero aun así, le había dado su nombre real sin pensar. La verdad se le había escapado de los labios, y no podía recordar cuándo fue la última vez que le ocurrió lo mismo. 


Llevaba tantos años ocultándose tras identidades falsas, que en más de una ocasión había estado a punto de llamar a su padre para verificar quién era.


Pero el instinto le había dicho que fuera sincero con la vecina.


Sin embargo, tal vez fuera mejor mentirle. Si le contaba las fantasías que había tenido desde que la vio el día anterior, solo conseguiría que llamara a sus colegas de la policía para denunciar el acoso de un pervertido.


Ella cruzó los brazos al pecho, resaltando la curva de sus senos y endureciéndole la entrepierna a Pedro. Él no supo decir si aquella postura era intencionada o no, pero el resultado era el mismo.


—Estoy siendo muy maleducado —dijo—. Será mejor que me vaya de aquí enseguida y vuelva cuando sepa comportarme como un caballero.


Paula asintió, pero la sonrisa que esbozó le hizo preguntarse a Pedro si estaría de acuerdo.


—La caballerosidad está bien, igual que la sinceridad —dijo, humedeciéndose los labios. Unos labios que lucían un color rosado natural, y que Pedro estaría besando en esos momentos si no le hubieran inculcado una disciplina militar desde que nació—. Casi siempre, al menos —añadió. Dejó la posibilidad suspendida en el aire y se volvió para recoger su taza—. ¿Seguro que no te apetece entrar? ¿No quieres más café? 


¿Más café? ¿Cómo sabía ella que ya había tomado café? Un escalofrío le recorrió la espalda. Eran las nueve de la mañana y lo más normal era tomar café a esa hora,y sin embargo...


Sin embargo, la posibilidad de que aquella pelirroja lo hubiera estado espiando aumentó considerablemente la temperatura de su cuerpo.


—¿Más café? —preguntó.


—Si no has tomado ya esta mañana —le dijo, y le dio la espalda mientras se llenaba de nuevo la taza—.Te felicito, yo ya voy por la segunda cafetera.


Sopló ligeramente sobre el líquido oscuro, y Pedro se fijó entonces en su increíble boca. Enmarcada en un rostro de piel pálida, salpicado de pecas por la nariz y las mejillas. 


Cuando separó los labios para beber, una punzada lo atravesó, más caliente que el café hirviendo.


—Tanta cafeína no puede ser buena para ti — dijo él, con la esperanza de que una conversación trivial pudiera sofocar su ardor.


—De momento, la cafeína es mi único vicio.


Se apoyó con los codos en la encimera y balanceó la taza bajo la boca. Era una postura despreocupada y a la vez seductora... Y sorprendentemente efectiva.


Las mujeres eran el vicio favorito de Pedro. Siempre lo habían sido y siempre lo serían. Por desgracia, su trabajo no le permitía darse muchos gustos. Un coqueteo de vez en cuando para conseguir información. Pero Paula no tenía nada que ver con aquel caso y las pruebas de Stanley. Ni siquiera conocía a Stanley Davison. No le servía para la investigación, ni le facilitaría las cosas. Era solo cosa de dos.Y, ¿cuándo fue la última vez que persiguió a una mujer solo por estar excitado?


—¿Estás enganchada a la cafeína? ¿No duermes lo suficiente!' —le preguntó. 


La lujuria se avivó ante la mención de los hábitos nocturnos.


La mirada que ella le echó, con aquellos ojos de un fascinante color azul oscuro, lo hizo entrar en la cocina y cerrar la puerta a su paso. Después de todo, ella Jo había invitado. Seguramente Stanley seguiría durmiendo, pues nunca se levantaba antes de las diez. Y aunque no necesitaba más café, aceptó la taza que Paula le ofrecía.


Ella se echó a reír y sacudió la cabeza mientras le llenaba la taza. El olor a limón que emanaba de sus cabellos contrarrestaba el amargo aroma del café. Pedro aspiró profundamente, pero no bastó para saciarlo. La idea de esconder su rostro entre aquellos mechones rojizos le hizo un nudo en la garganta.


Tomo un sorbo y dio un paso hacia ella, mirando con intensidad los reflejos lumínicos de sus ojos.


—¿Acaso se puede dormir lo suficiente? —preguntó ella—.A mí me parece otro vicio.


—Supongo que los vicios no siempre son malos.


Ella sonrió con desdén y se apartó, como si se sintiera avergonzada por el comentario. Sus dedos juguetearon con la hebilla del cinturón, mientras cambiaba el peso de un pie a otro. —No, de hecho, conozco un vicio que puede ser genial, si se hace bien.


Pedro casi parpadeó de asombro y a punto estuvo de quedarse boquiabierto. Por fortuna, estaba entrenado para mantener la compostura en cualquier situación.


—¿Y qué vicio es ese?


Ella sonrió y con un dedo le indicó que la siguiese fuera de la cocina. —Es más divertido si te lo enseño.