miércoles, 20 de julio de 2016

LA MIRADA DEL DESEO: CAPITULO 4




—Voy a tener una aventura con él.


Paula le hizo la confesión a Elisa mientras tomaban café eon croissants, y esperó a que su amiga asimilara la sorprendente noticia. Pero Elisa se limitó a sonreír y a tomar un sorbo de la taza de cerámica con la inscripción Cuando soy mala, soy mejor.


—Supongo que no te estarás refiriendo a Stanley Davison.


Paula soltó la pasta que se llevaba a la boca y puso una mueca de asco, ante las risitas de su amiga. Se preguntaba cuándo había sido la última vez que se había sentido tan femenina. Seguramente fue alrededor de medianoche, cuando encontró a Pedro en la ducha.


La cámara del dormitorio enfocaba el espejo, que proveía una clara visión del cuarto de baño. De la puerta abierta salían nubes de vapor. A aquel hombre le gustaban las duchas calientes. Todo en él era caliente... Paula había intentado abordar el voyeurísmo profundizando en la identidad de Pedro. Accedió mediante Internet a la base de datos de la oficina y buscó la dirección. La casa, propiedad de una agencia inmobiliaria, estaba actualmente en alquiler, sin que apareciera el nombre del último inquilino.


Buscó en los archivos, en las facturas de teléfono y en el reparto de periódicos, sin suerte. Examinó con atención el garaje, pero el ángulo de la cámara no permitía ver el número de matricula de la camioneta. Estaba considerando la posibilidad de ir comprobarlo por ella misma, cuando cesó el ruido del agua por los altavoces.


Tenía la intención de apartar la mirada o de apagar los monitores para darle algo de intimidad. Pero nada de eso fue posible cuando Pedro salió de la ducha. Paula tragó saliva. 


El espejo del dormitorio estaba empañado, pero la musculosa imagen masculina concentraba toda su atención... Lo vio secarse con una toalla. Los brazos, el cuello, el pecho y la espalda. Se movía con rapidez y energía, Paula pensó que si hubiera tenido ella la toalla habría empezado por los pies, y habría subido por aquellas increíbles piernas ftiertes y esbeltas. Parecían las piernas de un nadador o de un atleta. De pronto, como si sintiera una intromisión en su intimidad, se puso de espaldas al espejo mientras se secaba bajo la cintura, pero no antes de que Paula pudiera contemplar su miembro.


Aunque flacido, era impresionante. Y su trasero. .. A Paula le dio un vuelco el corazón. Estaba ardiendo de salvaje y lujurioso deseo, y una creciente palpitación entre las piernas la hacía estremecerse en la silla. Los pezones, erectos, se rozaban dolosamente contra la camiseta. Se bebió de un trago la gaseosa, en un inútil intento por apagar las llamas que le abrasaban la garganta, mientras él terminaba de secarse y colgaba la toalla en la mampara de la ducha.


Se puso unos calzoncillos cortos y se metió en la cama con una novela de espionaje. La misma novela que Paula tenía en su mesita de noche. Y Paula no tuvo más remedio que aceptar lo inevitable.


Aquel hombre era un misterio que debía investigar. Era la llave que podría abrir su vacío interior. .. y empezar a llenarlo.


—¿Y bien? ¿Cómo se llama? —le preguntó Elisa.


Pedro —respondió, arrastrando el nombre con la lengua.


—Mmm... ¿Pedro qué más?


—Aún no lo sé.


—¿Se ha fijado en ti?


—Tampoco lo sé. Dame un respiro, Elisa. Lo he decidido esta mañana.


Elisa asintió. No le resultaba extraña la falta de lógica que acompañaba a una decisión espontánea, ya que ella misma lo hacía continuamente.


Pero la decisión de Paula no había sido tan impulsiva como le había hecho creer a su amiga. Lo había decidido alrededor de las tres de la mañana, cuando se levantó de la cama y encendió los monitores para ver cómo dormía su vecino.


Cuando se despertó al amanecer, con la cabeza sobre el teclado, y fue incapaz de no observar cómo Pedro se levantaba, se vestía, y desayunaba café con donuts de chocolate, Paula supo que no podría concentrarse en su trabajo mientras su vecino siguiera siendo un misterio.


Había llamado a Ted y le había encargado que instalaran las cámaras en la casa correcta, aprovechando que Stanley salía a almorzar, pero se negó a que quitaran la instalación de la casa de al lado. Dijo que era demasiado arriesgado, y que sería mejor dejarlo para cuando acabase la investigación.


—¿Y cuánto tiempo lo estuviste observando cuando te diste cuenta de que era la casa equivocada? —le preguntó Elisa. 


—No te importa.


—¿Cómo piensas seducirlo? 


Paula agarró la taza de café con ambas manos y se mordió el labio. Era una buena pregunta. A pesar de su profesión, no era Mata Hari. Jamás había seducido a nadie.


—¿Me hace falta algún plan?


—Paula Chaves sin un plan de acción? ¿Eso es posible?


—Tiene que ser posible. Si no hay planes nada puede fastidiarse. Me limitaré a seguir la corriente, con el único objetivo de conseguir placer sexual. Y seguro que hay muchos métodos interesantes para ello. 


Elisa se irguió en la silla y miró la puerta de la cocina por encima del hombro de Paula.


—El método número uno es quedarte en casa.


Paula se giró, y a punto estuvo de atragantarse cuando vio a su vecino en carne y hueso, escudriñando a través de las cortinas de la puerta.


Sus perfectos labios se curvaban en una radiante sonrisa que alcanzaba a sus ojos, de un brillante color verde.


Paula se quedó paralizada, hasta que el puntapié de Elisa bajo la mesa le hizo recuperar la respiración. Entonces forzó una sonrisa y abrió la puerta.


—Hola, soy Pedro Alfonso, tu vecino —asintió hacia la casa de enfrente.


«Si, lo sé», Paula reprimió el impulso de contestarle eso. 


Respiró profundamente y le ofreció la mano, esperando que pudiera relajar los dedos. —Paula. Paula Chaves.


Antes de que él la tocara, le miró la mano y luego los ojos. 


Se sintió desnuda ante su mirada, como si le estuviera revelando secretos que no quería confesar.


No se dio cuenta de que le había tomado la mano hasta que sintió una oleada de calor por todo el cuerpo. Quiso retirarla, pero los ojos de Pedro la mantuvieron inmóvil. No parecían expresar la soberbia propia de un hombre sabedor de su efecto entre las mujeres. O no era consciente de ello o era muy buen actor.


Retiró la mano y se fijó en la cesta que llevaba.


—¿Eres del comité de bienvenida?


Él soltó una carcajada, tan profunda como su voz de barítono.Tenía el encanto sureño, pero ni pizca de acento.


— No, una señorita Alguien dejó esto en mi puerta esta mañana.Tiene tu dirección.


Le mostró la cesta blanca, envuelta en papel de celofán. 


Dentro había una garrafa decorativa, dos vasos altos, una bolsa de azúcar, una docena de limones y un pequeño exprimidor. Un curioso regalo, acompañado de una nota escrita a mano atada con una cinta al asa.


Enhorabuena por tu nuevo hogar. Aquí tienes la oportunidad de endulzar la situación.


Paula miró por encima del hombro a Elisa, quien se tomaba el café mientras leía su horóscopo en el periódico de la mañana.


Dejó la cesta en la encímera, y leyó los números que figuraban en la etiqueta.


—Es verdad, es mi dirección. No comprendo cómo han podido equivocarse.


Volvió a mirar a Elisa. Sabía muy bien cómo había seducido a Ted. Le había pedido que la ayudara a mudarse a su nuevo apartamento, y luego lo convenció para quedarse con limonada helada y un baño caliente. Estaba claro que Elisa era la responsable de aquel «error».


Pedro se apoyó en el marco de la puerta y se metió ias manos en los bolsillos.


—No es tan grave. Me ha dado la oportunidad para saludarte y darte la bienvenida al barrio.


—¿Quieres pasar? —le preguntó Paula, intentando no pensar en lo bien que le quedaban los vaqueros, y en cómo le gustaría deslizar la mano por... — Tenemos café con pastas.


—Tienes compañía —dijo él.


—¿Yo? —Elisa se levantó y dejó su taza medio llena en el fregadero—.No, solo soy una amiga que reparte pasteles.Y, de todos modos, tengo que irme ya si no quiero llegar tarde al trabajo. Mi jefe tiene muy malas pulgas. 


Le hizo un guiño a Paula y agarró su bolso. Al pasar junto a Pedro, se detuvo para observarlo con apreciación femenina. Pedro tuvo la delicadeza de sonrojarse, lo que le provocó a Elisa un audible suspiro antes de salir al porche.


—Le pareces muy guapo, pero esa es su opinión —dijo Paula. Por muy atractivo que fuera, y por mucho que quisiera acostarse con él, no pudo evitar el impulso de rebajarle el orgullo. 


—Gracias por decírmelo, pero no es ella quien me interesa.


-¿No?


—No. Más bien tú —dijo él, con un brillo intimista en los ojos—. Espero que no te ofenda mi sinceridad.


Paula tragó saliva. Valoraba la sinceridad, pero el equipo electrónico que tenía en la habitación no era lo mejor para ganarse la confianza de un hombre honesto.


—La sinceridad está muy bien —respondió, aunque se sentía muy, muy mal.


No fue la forma más delicada de acercarse a una mujer, pero a ella no parecía importarle. Seguramente la sinceridad la había descolocado, y aunque Pedro no era el tipo de hombre que le dijera a una mujer las cosas que quería oír, sí estaba dispuesto a sacar provecho de su ventaja. Después de todo, era un policía de incógnito, y la mentira formaba parte de su trabajo.


Pero aun así, le había dado su nombre real sin pensar. La verdad se le había escapado de los labios, y no podía recordar cuándo fue la última vez que le ocurrió lo mismo. 


Llevaba tantos años ocultándose tras identidades falsas, que en más de una ocasión había estado a punto de llamar a su padre para verificar quién era.


Pero el instinto le había dicho que fuera sincero con la vecina.


Sin embargo, tal vez fuera mejor mentirle. Si le contaba las fantasías que había tenido desde que la vio el día anterior, solo conseguiría que llamara a sus colegas de la policía para denunciar el acoso de un pervertido.


Ella cruzó los brazos al pecho, resaltando la curva de sus senos y endureciéndole la entrepierna a Pedro. Él no supo decir si aquella postura era intencionada o no, pero el resultado era el mismo.


—Estoy siendo muy maleducado —dijo—. Será mejor que me vaya de aquí enseguida y vuelva cuando sepa comportarme como un caballero.


Paula asintió, pero la sonrisa que esbozó le hizo preguntarse a Pedro si estaría de acuerdo.


—La caballerosidad está bien, igual que la sinceridad —dijo, humedeciéndose los labios. Unos labios que lucían un color rosado natural, y que Pedro estaría besando en esos momentos si no le hubieran inculcado una disciplina militar desde que nació—. Casi siempre, al menos —añadió. Dejó la posibilidad suspendida en el aire y se volvió para recoger su taza—. ¿Seguro que no te apetece entrar? ¿No quieres más café? 


¿Más café? ¿Cómo sabía ella que ya había tomado café? Un escalofrío le recorrió la espalda. Eran las nueve de la mañana y lo más normal era tomar café a esa hora,y sin embargo...


Sin embargo, la posibilidad de que aquella pelirroja lo hubiera estado espiando aumentó considerablemente la temperatura de su cuerpo.


—¿Más café? —preguntó.


—Si no has tomado ya esta mañana —le dijo, y le dio la espalda mientras se llenaba de nuevo la taza—.Te felicito, yo ya voy por la segunda cafetera.


Sopló ligeramente sobre el líquido oscuro, y Pedro se fijó entonces en su increíble boca. Enmarcada en un rostro de piel pálida, salpicado de pecas por la nariz y las mejillas. 


Cuando separó los labios para beber, una punzada lo atravesó, más caliente que el café hirviendo.


—Tanta cafeína no puede ser buena para ti — dijo él, con la esperanza de que una conversación trivial pudiera sofocar su ardor.


—De momento, la cafeína es mi único vicio.


Se apoyó con los codos en la encimera y balanceó la taza bajo la boca. Era una postura despreocupada y a la vez seductora... Y sorprendentemente efectiva.


Las mujeres eran el vicio favorito de Pedro. Siempre lo habían sido y siempre lo serían. Por desgracia, su trabajo no le permitía darse muchos gustos. Un coqueteo de vez en cuando para conseguir información. Pero Paula no tenía nada que ver con aquel caso y las pruebas de Stanley. Ni siquiera conocía a Stanley Davison. No le servía para la investigación, ni le facilitaría las cosas. Era solo cosa de dos.Y, ¿cuándo fue la última vez que persiguió a una mujer solo por estar excitado?


—¿Estás enganchada a la cafeína? ¿No duermes lo suficiente!' —le preguntó. 


La lujuria se avivó ante la mención de los hábitos nocturnos.


La mirada que ella le echó, con aquellos ojos de un fascinante color azul oscuro, lo hizo entrar en la cocina y cerrar la puerta a su paso. Después de todo, ella Jo había invitado. Seguramente Stanley seguiría durmiendo, pues nunca se levantaba antes de las diez. Y aunque no necesitaba más café, aceptó la taza que Paula le ofrecía.


Ella se echó a reír y sacudió la cabeza mientras le llenaba la taza. El olor a limón que emanaba de sus cabellos contrarrestaba el amargo aroma del café. Pedro aspiró profundamente, pero no bastó para saciarlo. La idea de esconder su rostro entre aquellos mechones rojizos le hizo un nudo en la garganta.


Tomo un sorbo y dio un paso hacia ella, mirando con intensidad los reflejos lumínicos de sus ojos.


—¿Acaso se puede dormir lo suficiente? —preguntó ella—.A mí me parece otro vicio.


—Supongo que los vicios no siempre son malos.


Ella sonrió con desdén y se apartó, como si se sintiera avergonzada por el comentario. Sus dedos juguetearon con la hebilla del cinturón, mientras cambiaba el peso de un pie a otro. —No, de hecho, conozco un vicio que puede ser genial, si se hace bien.


Pedro casi parpadeó de asombro y a punto estuvo de quedarse boquiabierto. Por fortuna, estaba entrenado para mantener la compostura en cualquier situación.


—¿Y qué vicio es ese?


Ella sonrió y con un dedo le indicó que la siguiese fuera de la cocina. —Es más divertido si te lo enseño.






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