miércoles, 20 de julio de 2016

LA MIRADA DEL DESEO: CAPITULO 4




—Voy a tener una aventura con él.


Paula le hizo la confesión a Elisa mientras tomaban café eon croissants, y esperó a que su amiga asimilara la sorprendente noticia. Pero Elisa se limitó a sonreír y a tomar un sorbo de la taza de cerámica con la inscripción Cuando soy mala, soy mejor.


—Supongo que no te estarás refiriendo a Stanley Davison.


Paula soltó la pasta que se llevaba a la boca y puso una mueca de asco, ante las risitas de su amiga. Se preguntaba cuándo había sido la última vez que se había sentido tan femenina. Seguramente fue alrededor de medianoche, cuando encontró a Pedro en la ducha.


La cámara del dormitorio enfocaba el espejo, que proveía una clara visión del cuarto de baño. De la puerta abierta salían nubes de vapor. A aquel hombre le gustaban las duchas calientes. Todo en él era caliente... Paula había intentado abordar el voyeurísmo profundizando en la identidad de Pedro. Accedió mediante Internet a la base de datos de la oficina y buscó la dirección. La casa, propiedad de una agencia inmobiliaria, estaba actualmente en alquiler, sin que apareciera el nombre del último inquilino.


Buscó en los archivos, en las facturas de teléfono y en el reparto de periódicos, sin suerte. Examinó con atención el garaje, pero el ángulo de la cámara no permitía ver el número de matricula de la camioneta. Estaba considerando la posibilidad de ir comprobarlo por ella misma, cuando cesó el ruido del agua por los altavoces.


Tenía la intención de apartar la mirada o de apagar los monitores para darle algo de intimidad. Pero nada de eso fue posible cuando Pedro salió de la ducha. Paula tragó saliva. 


El espejo del dormitorio estaba empañado, pero la musculosa imagen masculina concentraba toda su atención... Lo vio secarse con una toalla. Los brazos, el cuello, el pecho y la espalda. Se movía con rapidez y energía, Paula pensó que si hubiera tenido ella la toalla habría empezado por los pies, y habría subido por aquellas increíbles piernas ftiertes y esbeltas. Parecían las piernas de un nadador o de un atleta. De pronto, como si sintiera una intromisión en su intimidad, se puso de espaldas al espejo mientras se secaba bajo la cintura, pero no antes de que Paula pudiera contemplar su miembro.


Aunque flacido, era impresionante. Y su trasero. .. A Paula le dio un vuelco el corazón. Estaba ardiendo de salvaje y lujurioso deseo, y una creciente palpitación entre las piernas la hacía estremecerse en la silla. Los pezones, erectos, se rozaban dolosamente contra la camiseta. Se bebió de un trago la gaseosa, en un inútil intento por apagar las llamas que le abrasaban la garganta, mientras él terminaba de secarse y colgaba la toalla en la mampara de la ducha.


Se puso unos calzoncillos cortos y se metió en la cama con una novela de espionaje. La misma novela que Paula tenía en su mesita de noche. Y Paula no tuvo más remedio que aceptar lo inevitable.


Aquel hombre era un misterio que debía investigar. Era la llave que podría abrir su vacío interior. .. y empezar a llenarlo.


—¿Y bien? ¿Cómo se llama? —le preguntó Elisa.


Pedro —respondió, arrastrando el nombre con la lengua.


—Mmm... ¿Pedro qué más?


—Aún no lo sé.


—¿Se ha fijado en ti?


—Tampoco lo sé. Dame un respiro, Elisa. Lo he decidido esta mañana.


Elisa asintió. No le resultaba extraña la falta de lógica que acompañaba a una decisión espontánea, ya que ella misma lo hacía continuamente.


Pero la decisión de Paula no había sido tan impulsiva como le había hecho creer a su amiga. Lo había decidido alrededor de las tres de la mañana, cuando se levantó de la cama y encendió los monitores para ver cómo dormía su vecino.


Cuando se despertó al amanecer, con la cabeza sobre el teclado, y fue incapaz de no observar cómo Pedro se levantaba, se vestía, y desayunaba café con donuts de chocolate, Paula supo que no podría concentrarse en su trabajo mientras su vecino siguiera siendo un misterio.


Había llamado a Ted y le había encargado que instalaran las cámaras en la casa correcta, aprovechando que Stanley salía a almorzar, pero se negó a que quitaran la instalación de la casa de al lado. Dijo que era demasiado arriesgado, y que sería mejor dejarlo para cuando acabase la investigación.


—¿Y cuánto tiempo lo estuviste observando cuando te diste cuenta de que era la casa equivocada? —le preguntó Elisa. 


—No te importa.


—¿Cómo piensas seducirlo? 


Paula agarró la taza de café con ambas manos y se mordió el labio. Era una buena pregunta. A pesar de su profesión, no era Mata Hari. Jamás había seducido a nadie.


—¿Me hace falta algún plan?


—Paula Chaves sin un plan de acción? ¿Eso es posible?


—Tiene que ser posible. Si no hay planes nada puede fastidiarse. Me limitaré a seguir la corriente, con el único objetivo de conseguir placer sexual. Y seguro que hay muchos métodos interesantes para ello. 


Elisa se irguió en la silla y miró la puerta de la cocina por encima del hombro de Paula.


—El método número uno es quedarte en casa.


Paula se giró, y a punto estuvo de atragantarse cuando vio a su vecino en carne y hueso, escudriñando a través de las cortinas de la puerta.


Sus perfectos labios se curvaban en una radiante sonrisa que alcanzaba a sus ojos, de un brillante color verde.


Paula se quedó paralizada, hasta que el puntapié de Elisa bajo la mesa le hizo recuperar la respiración. Entonces forzó una sonrisa y abrió la puerta.


—Hola, soy Pedro Alfonso, tu vecino —asintió hacia la casa de enfrente.


«Si, lo sé», Paula reprimió el impulso de contestarle eso. 


Respiró profundamente y le ofreció la mano, esperando que pudiera relajar los dedos. —Paula. Paula Chaves.


Antes de que él la tocara, le miró la mano y luego los ojos. 


Se sintió desnuda ante su mirada, como si le estuviera revelando secretos que no quería confesar.


No se dio cuenta de que le había tomado la mano hasta que sintió una oleada de calor por todo el cuerpo. Quiso retirarla, pero los ojos de Pedro la mantuvieron inmóvil. No parecían expresar la soberbia propia de un hombre sabedor de su efecto entre las mujeres. O no era consciente de ello o era muy buen actor.


Retiró la mano y se fijó en la cesta que llevaba.


—¿Eres del comité de bienvenida?


Él soltó una carcajada, tan profunda como su voz de barítono.Tenía el encanto sureño, pero ni pizca de acento.


— No, una señorita Alguien dejó esto en mi puerta esta mañana.Tiene tu dirección.


Le mostró la cesta blanca, envuelta en papel de celofán. 


Dentro había una garrafa decorativa, dos vasos altos, una bolsa de azúcar, una docena de limones y un pequeño exprimidor. Un curioso regalo, acompañado de una nota escrita a mano atada con una cinta al asa.


Enhorabuena por tu nuevo hogar. Aquí tienes la oportunidad de endulzar la situación.


Paula miró por encima del hombro a Elisa, quien se tomaba el café mientras leía su horóscopo en el periódico de la mañana.


Dejó la cesta en la encímera, y leyó los números que figuraban en la etiqueta.


—Es verdad, es mi dirección. No comprendo cómo han podido equivocarse.


Volvió a mirar a Elisa. Sabía muy bien cómo había seducido a Ted. Le había pedido que la ayudara a mudarse a su nuevo apartamento, y luego lo convenció para quedarse con limonada helada y un baño caliente. Estaba claro que Elisa era la responsable de aquel «error».


Pedro se apoyó en el marco de la puerta y se metió ias manos en los bolsillos.


—No es tan grave. Me ha dado la oportunidad para saludarte y darte la bienvenida al barrio.


—¿Quieres pasar? —le preguntó Paula, intentando no pensar en lo bien que le quedaban los vaqueros, y en cómo le gustaría deslizar la mano por... — Tenemos café con pastas.


—Tienes compañía —dijo él.


—¿Yo? —Elisa se levantó y dejó su taza medio llena en el fregadero—.No, solo soy una amiga que reparte pasteles.Y, de todos modos, tengo que irme ya si no quiero llegar tarde al trabajo. Mi jefe tiene muy malas pulgas. 


Le hizo un guiño a Paula y agarró su bolso. Al pasar junto a Pedro, se detuvo para observarlo con apreciación femenina. Pedro tuvo la delicadeza de sonrojarse, lo que le provocó a Elisa un audible suspiro antes de salir al porche.


—Le pareces muy guapo, pero esa es su opinión —dijo Paula. Por muy atractivo que fuera, y por mucho que quisiera acostarse con él, no pudo evitar el impulso de rebajarle el orgullo. 


—Gracias por decírmelo, pero no es ella quien me interesa.


-¿No?


—No. Más bien tú —dijo él, con un brillo intimista en los ojos—. Espero que no te ofenda mi sinceridad.


Paula tragó saliva. Valoraba la sinceridad, pero el equipo electrónico que tenía en la habitación no era lo mejor para ganarse la confianza de un hombre honesto.


—La sinceridad está muy bien —respondió, aunque se sentía muy, muy mal.


No fue la forma más delicada de acercarse a una mujer, pero a ella no parecía importarle. Seguramente la sinceridad la había descolocado, y aunque Pedro no era el tipo de hombre que le dijera a una mujer las cosas que quería oír, sí estaba dispuesto a sacar provecho de su ventaja. Después de todo, era un policía de incógnito, y la mentira formaba parte de su trabajo.


Pero aun así, le había dado su nombre real sin pensar. La verdad se le había escapado de los labios, y no podía recordar cuándo fue la última vez que le ocurrió lo mismo. 


Llevaba tantos años ocultándose tras identidades falsas, que en más de una ocasión había estado a punto de llamar a su padre para verificar quién era.


Pero el instinto le había dicho que fuera sincero con la vecina.


Sin embargo, tal vez fuera mejor mentirle. Si le contaba las fantasías que había tenido desde que la vio el día anterior, solo conseguiría que llamara a sus colegas de la policía para denunciar el acoso de un pervertido.


Ella cruzó los brazos al pecho, resaltando la curva de sus senos y endureciéndole la entrepierna a Pedro. Él no supo decir si aquella postura era intencionada o no, pero el resultado era el mismo.


—Estoy siendo muy maleducado —dijo—. Será mejor que me vaya de aquí enseguida y vuelva cuando sepa comportarme como un caballero.


Paula asintió, pero la sonrisa que esbozó le hizo preguntarse a Pedro si estaría de acuerdo.


—La caballerosidad está bien, igual que la sinceridad —dijo, humedeciéndose los labios. Unos labios que lucían un color rosado natural, y que Pedro estaría besando en esos momentos si no le hubieran inculcado una disciplina militar desde que nació—. Casi siempre, al menos —añadió. Dejó la posibilidad suspendida en el aire y se volvió para recoger su taza—. ¿Seguro que no te apetece entrar? ¿No quieres más café? 


¿Más café? ¿Cómo sabía ella que ya había tomado café? Un escalofrío le recorrió la espalda. Eran las nueve de la mañana y lo más normal era tomar café a esa hora,y sin embargo...


Sin embargo, la posibilidad de que aquella pelirroja lo hubiera estado espiando aumentó considerablemente la temperatura de su cuerpo.


—¿Más café? —preguntó.


—Si no has tomado ya esta mañana —le dijo, y le dio la espalda mientras se llenaba de nuevo la taza—.Te felicito, yo ya voy por la segunda cafetera.


Sopló ligeramente sobre el líquido oscuro, y Pedro se fijó entonces en su increíble boca. Enmarcada en un rostro de piel pálida, salpicado de pecas por la nariz y las mejillas. 


Cuando separó los labios para beber, una punzada lo atravesó, más caliente que el café hirviendo.


—Tanta cafeína no puede ser buena para ti — dijo él, con la esperanza de que una conversación trivial pudiera sofocar su ardor.


—De momento, la cafeína es mi único vicio.


Se apoyó con los codos en la encimera y balanceó la taza bajo la boca. Era una postura despreocupada y a la vez seductora... Y sorprendentemente efectiva.


Las mujeres eran el vicio favorito de Pedro. Siempre lo habían sido y siempre lo serían. Por desgracia, su trabajo no le permitía darse muchos gustos. Un coqueteo de vez en cuando para conseguir información. Pero Paula no tenía nada que ver con aquel caso y las pruebas de Stanley. Ni siquiera conocía a Stanley Davison. No le servía para la investigación, ni le facilitaría las cosas. Era solo cosa de dos.Y, ¿cuándo fue la última vez que persiguió a una mujer solo por estar excitado?


—¿Estás enganchada a la cafeína? ¿No duermes lo suficiente!' —le preguntó. 


La lujuria se avivó ante la mención de los hábitos nocturnos.


La mirada que ella le echó, con aquellos ojos de un fascinante color azul oscuro, lo hizo entrar en la cocina y cerrar la puerta a su paso. Después de todo, ella Jo había invitado. Seguramente Stanley seguiría durmiendo, pues nunca se levantaba antes de las diez. Y aunque no necesitaba más café, aceptó la taza que Paula le ofrecía.


Ella se echó a reír y sacudió la cabeza mientras le llenaba la taza. El olor a limón que emanaba de sus cabellos contrarrestaba el amargo aroma del café. Pedro aspiró profundamente, pero no bastó para saciarlo. La idea de esconder su rostro entre aquellos mechones rojizos le hizo un nudo en la garganta.


Tomo un sorbo y dio un paso hacia ella, mirando con intensidad los reflejos lumínicos de sus ojos.


—¿Acaso se puede dormir lo suficiente? —preguntó ella—.A mí me parece otro vicio.


—Supongo que los vicios no siempre son malos.


Ella sonrió con desdén y se apartó, como si se sintiera avergonzada por el comentario. Sus dedos juguetearon con la hebilla del cinturón, mientras cambiaba el peso de un pie a otro. —No, de hecho, conozco un vicio que puede ser genial, si se hace bien.


Pedro casi parpadeó de asombro y a punto estuvo de quedarse boquiabierto. Por fortuna, estaba entrenado para mantener la compostura en cualquier situación.


—¿Y qué vicio es ese?


Ella sonrió y con un dedo le indicó que la siguiese fuera de la cocina. —Es más divertido si te lo enseño.






martes, 19 de julio de 2016

LA MIRADA DEL DESEO: CAPITULO 3




Paula agarró la nota que había entre la pared y el termostato. Reconoció la letra de Ted, y se preguntó qué estarían haciendo el director de su equipo técnico y su mejor amiga Elisa, en el asiento trasero de un coche.


«No vayas por ahí, Paula». No, cuando sabía que aquellos dos estaban teniendo una vigilancia mucho más divertida que la suya.


—Apaga el aparato —leyó en voz alta—. Luego, enciéndelo. 
Espera cinco segundos y repite. Pulsa dos veces la flecha roja. SÍ no funciona, espera diez minutos y repite la operación.


Los técnicos que su tío había contratado podían colocar micrófonos y cámaras ocultas por toda una casa. Incluso podían desactivar sofisticados equipos de alarma. ¡Pero no sabían cómo arreglar un simple aparato de aire acondicionado! Siguió las instrucciones por segunda vez aquella noche, y suspiró aliviada cuando el monstruoso armatoste de treinta años empezó a emitir un zumbido.


Miró su reloj. Eran las ocho y cinco. Había cenado dos horas antes el salón, mientras esperaba a que Stanley entrase en la casa. Paula estaba deseando subir al piso superior y probar el equipo de vigilancia. Tal vez pillara a Stanley levantando pesas.


Aquel hombre era muy bueno perpetrando un fraude, y aunque era sospechoso de haber estafado a compañías aseguradoras, nadie había podido demostrarlo. Por suerte, Chaves Group empleaba mejores tácticas, si bien no del todo legales, como la vigilancia secreta. Para Paula era su primer trabajo, y el más importante. Stan era un profesional: y, según su tío Noah, el único modo de atrapar a alguien así era mediante el engaño.


Para que las cámaras y los micrófonos consiguieran algo, Stanley tenía que entrar en la casa, pero se había pasado casi toda la tarde charlando con el vecino de la casa de enfrente. De rosas, para ser exactos. Cuando la conversación se alargó más tiempo del que pasarían dos hombres hablando de flores, Paula los miró con los prismáticos y empezó a leer sus labios. Era tina habilidad que apenas podía usar en la oficina.


Aprendió tres cosas. La primera, que Stanley Davison se consideraba a sí mismo un experto en jardinería, entre otras materias como los viajes, la comida y el fútbol. La segunda, que el nombre de su vecino era Pedro



Pedro —pronunció el nombre en voz alta, y sintió cómo se ruborizaba. Se imaginó a sí misma susurrándolo mientras él le besaba el cuello...


Y entonces aprendió la tercera cosa, que a punto estivo de obligarla a tomar una ducha fría: Pedro tenía unos labios increíbles.


Carnosos, perfilados y expresivos, siempre curvados en una sonrisa, y rodeados por una mandíbula cuadrada, oscurecida por la barba de uno o dos días. Su boca era tan masculina como el resto de su cuerpo.


Paula se preguntó cómo besaría. Se pasó los dedos por los labios, mientras se imaginaba los posibles sabores que experimentaría. Había estado bebiendo té helado mientras podaba las flores. ¿Tendría un dulce sabor a azúcar, o agrio como el limón? «Déjame saborearte».


Y su voz... ¿sería ronca y profunda? ¿Voz de barítono o de bajo? Se pasó el dedo por la oreja, recordando la cálida respiración de un hombre contra su piel. ¿Sería Pedro el tipo de hombre que susurraba palabras dulces? ¿O cosas picantes que la quemaran de pasión?


Paula se dio cuenta de que estaba tan absorta contemplando su boca, que había olvidado descifrar lo que estaban diciendo.


Cuando recuperó el control, fue a la cocina a servirse una bebida con mucho hielo, y presionó el vaso contra los pechos y la frente para enfriarse la piel.


Nunca había reaccionado así ante un hombre; ni siquiera ante Leonel, su ex marido, quien la había convencido para que se casaran, disfrazando el sexo de amor. Pero, al menos, Leonel había tenido que esforzarse para conseguirla. 


Ella se había resistido durante un año, hasta que la libido fue imposible de reprimir. En cuanto se hicieron amantes, ella le entregó su corazón, y entonces él la traicionó. El único consuelo de Paula fue que Leonel había jugado con todo el mundo, incluidas sus otras conquistas.


Pero eso no aliviaba la humillación por la infidelidad de un marido. De modo que, cuando echó a Leonel de su vida, se despidió también de sus necesidades y se refugió en las fantasías eróticas que la asaltaban cada noche, que parecían más reales que las sábanas y almohadas empapadas de sudor. Volvió a la ventana y leyó en sus labios que Pedro no sabía nada de flores. Por lo visto, su madre se las había llevado para adornar el jardín, y no podía dejar que se murieran.Tampoco podía pedirle ayuda a su madre, ya que eso implicaría tenerla siempre en su casa, algo que los dos hombres consideraron intolerable. 


Cualquier ayuda que Stan le prestase se la pagaría con unas cuantas cervezas.


Siguieron hablando de rosas, abono y sol, hasta que Paula no aguantó más. No podía seguir observándolos, pues le resultaba agotador recordarse sin descanso que Stanley era el sujeto a vigilar.Así que abandonó el puesto de vigilancia y se puso a desempaquetar sus pocos objetos personales. 


Cuando oscureció, subió a la segunda planta.


El aire era cálido y húmedo, pero Paula sintió un escalofrío al entrar en el dormitorio.Ted y su equipo habían llenado la pared opuesta a la ventana con más material informático que una tienda de ordenadores. Habían instalado además un ventilador para asegurar que los circuitos no se sobrecalentaran, y un ordenador portátil para controlar las cámaras y los micrófonos que habían colocado subrepticiamente por toda la casa de Stanley Davison.


Se acercó a la ventana y ajustó el termostato. Por curiosidad levantó la persiana, y vio que las luces de la casa de Stanley estaban encendidas.


Y también las luces de la casa de al lado.


Tamborileó con los dedos en el vaso, preguntándose qué estaría haciendo Pedro, que tan guapo parecía hablando de pulgones y fertilizantes, un viernes por la noche solo en su casa. No sabía casi nada de él, ni siquiera había oído su voz ni había visto el color de sus ojos, pero no creía que fuera el tipo de hombre que pasara la noche del viernes frente al televisor.


Tal vez fuera un ave nocturna, un vampiro social que no se aventuraba a salir hasta medianoche. El tipo que causaba impresión al llegar tarde a una fiesta aburrida.


Bajó la persiana y se acercó a los monitores. Según el informe de Stanley, que Pedro había me-morizado por completo, Stanley no se iba a la cama hasta después de un programa televisivo, de modo que sacó una gaseosa con cafeína de la pequeña nevera situada bajo la mesa, y tecleó en el ordenador. Los tres monitores ofrecieron una serie de imágenes alternantes de la sala de estar, la cocina, el garaje, el desván, los tres dormitorios. .. y ella iba controlando con el ratón el movimiento de las cámaras.


No se veía a Stanley por ninguna parte. Movió la cámara del dormitorio principal, de modo que captara el reflejo del cuarto de baño en el espejo. Tampoco estaba allí.


Entonces percibió el movimiento de una sombra en el monitor que mostraba el desván. Grabó la imagen en vídeo y ajustó el brillo tanto como pudo. La imagen de la pantalla parpadeó. ¿Velas? ¿En el desván?


Volvió a ajustar el brillo y la imagen se hizo más nítida. Un hombre encendiendo cerillas por la habitación. Por un breve instante, Paula pensó si Stanley iba a sacrificar una gallina en el desván. El hombre se acercó a la cámara. No era Stan. 


Era el vecino de la casa de enfrente. El señor Trasero. Pedro. Se había cambiado los pantalones cortos deshilacliados por unos holgados pantalones blancos, semejantes a la parte inferior de un traje de artes marciales. También se había quitado la camiseta rasgada, pero en su lugar no se había puesto nada. Paula observó cómo seguía encendiendo velas con el torso desnudo... hasta que le picaron los ojos porque se había olvidado de pestañear.


Sacudió la cabeza para apartar la lujuria de sus pensamientos. ¿Qué estaba haciendo Pedro en casa de Stanley, desnudo de cintura para arriba, encendiendo velas en el desván?


No le gustaba nada la pinta que tenía aquello. Activo el sistema de sonido y buscó a Stanley Davison por el resto de la casa, empezando por el garaje.


¿Qué demonios...?


Convencida de que el vecino no podía verlo desde el desván, Paula activó los controles que encendían a distancia las luces del garaje. Se dio una palmada en la frente, pero se forzó a asimilar lo que estaba viendo.


El coche que estaba aparcado en el garaje no era un Mercedes Benz plateado, sino una camioneta grande y resistente. Como la de su vecino...


¡Habían instalado las cámaras en la casa equivocada!


Agarró el informe de Stanley y buscó la dirección que su tío había encargado vigilar; el número 807 de Park Side Drive. Y Stanley vivía en el 809.


Cerró la carpeta y hundió la cara entre las manos.


El tío Noah había vuelto a equivocarse.


Se maldijo a sí misma por no haber repasado las órdenes de su tío. Esa era su ocupación habitual, pero en esa ocasión había estado demasiado entusiasmada por su primera misión verdadera.


Su tío había insistido en ayudar. Después de todo, como presidente de la compañía, era el detective jefe en todos los casos. Lo menos que podía hacer era supervisar la instalación del equipo técnico.


Paula levantó la vista y reconoció que Ted y su equipo habían hecho un trabajo impecable. Las imágenes y los sonidos llegaban con absoluta claridad. Podía oír a Pedro meter un CD en el reproductor portátil, y cómo el desván se llenaba con música de chamanes coreanos. El único problema era que en vez de observar a un sospechoso de fraude, su visión se centraba en la formidable espalda de Pedro y en su delicioso trasero. Justamente lo que se había prometido que no volvería a mirar.


Pedro estaba de pie e inmóvil en el centro de la habitación. 


Levantó los brazos y aspiró profundamente, llenándose los pulmones de aire, expandiendo sus increíbles pectorales mientras encogía el musculoso vientre. Los pantalones se deslizaron hacia abajo un par de centímetros...


«Paula, te estás metiendo en un grave problema».


— ¡No! —apartó la silla y se volvió hacia la cama.


«No puedo hacer esto. No puedo mirar. Mi cuerpo no puede soportarlo».


Apagó el monitor sin mirar y sin permitirse pensar.


—Trabajo, trabajo... —se repitió.


Miró el reloj en la pantalla del portátil. Era demasiado tarde para hacer algo. Demasiado tarde para llamar a Ted, quien estaba en una misión de vigilancia en el otro extremo de Orlando. No podía hacer nada hasta el día siguiente, y el sentido común la animó a apagar el resto de aparatos y a darse una merecida noche de descanso. Apagó los monitores, pero seguía oyendo el sonido por los altavoces. Pedro había acabado el estiramiento y los ejercicios respiratorios y había empezado el entrenamiento físico. 


Aquel cuerpo esculpido en fibra y músculo, reluciente de sudor, se había puesto en movimiento...


Paula volvió a encender la pantalla. ¿A quién quería engañar? No podía apartar la vista de un hombre así, por mucho que quisiera.


No le importaban las prohibiciones profesionales ni morales. 


Quería mirar.Y mas de cerca. Sin pretenderlo, Pedro le había ofrecido un breve alivio a su soledad. Con aquel desconocido, de quien solo sabía su nombre no necesitaba refugiarse en fantasías eróticas, ni censurar pensamientos lujuriosos.


Además, Pedro nunca sabría que lo estaba observando, y se prometió a sí misma que apagaría los monitores en cuanto empezara a hacer algo más personal y embarazoso.


—Está bien, Pedro —dijo en voz alta—. Esta es mi primera noche de guardia y estoy vigilando al hombre equivocado. 
Haz que el error merezca la pena. Desconectó el resto de cámaras de la casa, para que los tres monitores se centraran en eí desván. La pantalla principal, de veintisiete pulgadas, se llenó de fuerza masculina.


Pedro miraba con los ojos entrecerrados a ua rival invisible. 


El cuerpo tenso, en espera, preparado para el golpe inminente.Y de pronto, en medio de esa concentración absoluta, una sonrisa desdeñosa curvó sus labios apretados. 


Un gesto de seguridad y arrogancia. En el combate, estaba seguro de su victoria.


Paula tomó un trago de gaseosa para sofocar las llamas que le abrasaban la garganta, y se puso el teclado en el regazo.


—De acuerdo, la victoria es tuya. ¿Qué te quedarías como botín?


Se imaginó a sí misma como su rival. Se imaginó cómo la estudiaría, cómo la rodearía sigilosamente. .. y cómo la echaría al suelo.


¿Tendría una amante? Y de ser así, ¿le permitiría mirarlo mientras se entrenaba? A Paula no se le ocurría un afrodisíaco más potente. Los movimientos de Pedro eran afinados y depurados, estudiados hasta el mínimo detalle. Y su actitud era tan dominante que más que miedo provocaba excitación.


Las cámaras exploraron diferentes ángulos. Enfocó sus abdominales en primer plano. Duros y ondulados como una tabla de lavar, que parecían llamar descaradamente a las irrefrenables manos de Paula. La escasa luz no le permitía apreciar el color de sus ojos, pero estaban tan fijos en un punto, que se preguntó si estarían igual de concentrados mientras hacía el amor. Se imaginó su rostro a escasos centímetros del suyo, cuerpo a cuerpo, empapándose de su fuerza invencible.


Cuando se puso a dar patadas y a cortar el aire con golpes que romperían cualquier hueso que se cruzara en su camino Paula estaba completamente embelesada, cautivada por la precisión de sus movimientos. No derrochaba ni una pizca de energía ni de aire, y ningún puntapié se desviaba ni un centímetro de su blanco invisible. Paula se levantó. La minífalda vaquera y el top no eran el mejor atuendo para hacer ejercicio físico, pero no pudo resistirse a imitar sus movimientos. Plantó los pies descalzos en el frío suelo de madera, separó las piernas y buscó una postura que le permitiera guardar el equilibrio. La minifalda se deslizó hacia arriba por sus muslos, y la brisa del aire acondicionado acarició la suave tela de sus braguitas.


Se detuvo, asombrada. Estaba húmeda, caliente y excitada, con los pezones ardiendo como bengalas contra el sujetador.Y solo por mirar...


«Echo de menos el sexo».


El pensamiento se arraigó en su cabeza, y, por primera vez desde que abandonó a Leonel, no intentó apartarlo.


Sí, estaba excitada. Y le encantaba estarlo. El deseo prohibido, el indómito calor de la necesidad le recordaron que estaba viva y que respondía como la mujer de sangre caliente que era. Sintió la vitalidad fluyendo por sus venas, fluyendo en la ola de lujuria que aquel hombre provocaba. Y todo por mirar.


Conocía todos sus movimientos y golpes. Ella misma los había practicado cuando se entrenaba para cinturón negro de taekwondo. Pero intentar seguirlo era como hacerlo por primera vez.


Intentó recordar su último entrenamiento, pero en lo único que podía pensar era en lo mucho que deseaba hacer el amor. Con Pedro. Fuera o no un desconocido.


Se detuvo, sin aliento. Apoyó las manos en las rodillas y respiró profundamente, intentando alejar ese pensamiento, que más que una fantasía ya era una posibilidad. Pero la tentadora música coreana y la respiración de Pedro le hicieron volver la vista al monitor. Su piel brillaba por el sudor. Sus ojos seguían irradiando la intensa concentración, y su expresión era la propia de un hombre que se llevaba a sí mismo hasta el límite.


Furia. Frustración. Pasión... Y aun así sus movimientos eran extraordinariamente certeros y seguros.


Paula volvió a sentarse y pasó la mano por el monitor central, imaginando la sensación que le produciría en la palma la sudorosa piel de su pecho. Aunque la luz era escasa, no vio que tuviera mucho vello. ¿Cómo sería su olor? ¿Sería una combinación de almizcle y ardiente deseo?


Sacudió la cabeza y apartó la silla. Estaba perdiendo el control por culpa de las fantasías con un hombre desconocido... del que no sabría nada más allá de las observaciones clandestinas, Unas observaciones de las que no podía alejarse. Cuando Pedro acabó su entrenamiento, los dos respiraban con dificultad. Él agarró una toalla y se secó el sudor de la nuca, y Paula sintió la humedad en sus cabellos, en sus costados... y más abajo.


Pedro apagó las velas y la música y salió. Paula se apresuró a encender las otras cámaras de la casa. Lo vio aparecer en la cocina, tomarse un cartón de zumo, y secarse por última vez antes de arrojar la toalla a la lavadora. Entonces salió por la puerta trasera.


Paula saltó de la silla, como si fuera una niña a quien pillaran con la mano en la caja de galletas, pero recordó que la puerta trasera de su vecino daba a la casa de Stanley, no a la suya. Antes de que pudiera teclear los códigos para activar las cámaras del jardín. Pedro volvió a entrar, llevando en los brazos al mayor gato que Paula había visto en su vida.


Pasó a primer plano, agradecida de que pudien concentrarse en algo. Su cuerpo empezó a en friarse, pero en su cabeza bullían los pensamientos que había negado durante tanto tiempo. Echaba de menos compartir un hogar, una cama... El matrimonio con Leonel había sido una falacia, pero al menos había disfrutado de la ilusión de una relación plena.


Y de nuevo tenía ilusión, siempre y cuando no interfiriera con sus objetivos. Naturalmente, no tenía el menor deseo de volver a casarse, pero ¿qué tal una aventura?


Vio cómo Pedro acariciaba al gato entre las orejas y cómo lo dejaba en una silla. Le sirvió un cuenco de leche, él se sirvió otro con cereales y los dos tomaron una cena tardía y tranquila.


Paula enumeró las virtudes de Pedro, como si estuviera rellenando un formulario de la oficina. Hacía ejercicio físico. Le gustaban los animales. Cultivaba rosas para evitarle un disgusto a su madre. Sonreía casi todo el tiempo, incluso con una rata como Stanley Davison. No era extraño que la tuviera tan fascinada. Aquel hombre era el sueño de cualquier mujer.


Mientras Pedro comía, ella aprovechó para darse una rápida ducha y ponerse unos pantalones de pijama y una camiseta holgada del FBI. Volvió a tiempo para ver cómo dejaba el cuenco en el fregadero y cómo examinaba la cocina. 


¿Estaría buscando más platos sucios?


Entonces miró directamente a la cámara. Paula se cubrió el pecho desnudo con la camiseta, antes de recordar que no la miraba a ella. Ni tampoco a la cámara. Los objetivos eran del tamaño de un cable de fibra óptica, y el equipo de Ted era el mejor en camuflar cámaras.


Pero el sentido común no reprimió el escalofrío que le atravesó la espalda y alcanzó la punta de los pechos. ¿Y si el sistema de vigilancia pudiera funcionar en ambos sentidos, y él la estuviera observando?