viernes, 8 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 16





–Fue como un torbellino –Paula tomó un sorbo de café y se riñó mentalmente por haber aceptado aquello. Estaba allí sentada, mintiéndole a una mujer muy agradable y se sentía peor por ello a cada momento que pasaba.


Teresa Alfonso King era simpática, acogedora y se alegraba tanto del «compromiso» de su hermano, que Paula no podía evitar sentirse fatal. Pero ya estaba metida en aquello y no había salida. Si decía la verdad, tendría que admitir que había chantajeado a Pedro y amenazado a su padre y estaba bastante segura de que Teresa dejaría de mostrarse amigable si lo hacía, así que guardó silencio y siguió sonriendo y sintiéndose mal.


Miró a su alrededor, la suite del ático del lujoso hotel de Rico. 


La estancia era increíblemente espaciosa, y a diferencia del piso de Pedro, estaba llena de colores primarios brillantes. 


Había dos sofás amarillos colocados uno frente al otro con una larga mesita de café en medio. En los sofás había cojines azul zafiro y rojo rubí y cerca había más sillones a juego. Los suelos de tarima de bambú brillaban a la luz del sol, que entraba por las ventanas abiertas, y por las puertas de la terraza entraba un viento tropical que olía a flores.


La vista era increíble. Árboles, playas de arena y arbustos silvestres llenos de flores.


Y también el mar, un océano azul profundo que se extendía durante kilómetros con barcos de vela blancos surcando la superficie.


Solo llevaban una hora en la isla y ya habían tomado un almuerzo fantástico en el comedor del hotel y después habían subido allí para que Teresa pudiera llegar a conocer bien a Paula. Y eso la preocupaba. Cuanto más hablara con Teresa, más mentiras tendría que contar. Era un círculo vicioso.


–Me alegro muchísimo por los dos –dijo Teresa. Cambió de posición a Matteo, su hijo de dos meses, al que tenía en los brazos y añadió–: Es todo muy romántico, ¿verdad, Rico?


Rico le quitó al niño y dijo:
–Es muy rápido.


Paula miró a Pedro y vio que se movía incómodo en su silla. 


Mejor. Se alegraba de no ser la única que lo pasaba mal con aquello.


–No recuerdo que tú te tomaras mucho tiempo con mi hermana –murmuró Pedro.


Rico asintió.


–Cierto.


–No hagáis caso a mi esposo –Teresa hizo una mueca–. Cree que ahora que estamos casados, ya no hay necesidad de romanticismo.


–Yo soy muy romántico contigo y lo sabes –repuso Rico. Se inclinó a besar a su esposa con una sonrisa de picardía–. ¿No estamos viviendo en el hotel mientras destripamos nuestra casa para que tú puedas decorarla como quieras?


Teresa sonrió.


–De acuerdo, sí, eres romántico e indulgente –miró a Paula–. Tenemos una casa adorable justo detrás del hotel. Pero Rico estaba soltero cuando la construyó y ahora que ya tenemos familia –hizo una pausa y miró a su hijo–. Quería que la casa fuera más adecuada para niños. Sean King, primo de Rico, vive también en la isla con su esposa Melinda y ha traído obreros para que lo rehagan casi todo. Por eso vivimos ahora en el hotel.


–A ella no le importan tus remodelaciones –aseguró Pedro a su hermana.


–Pues claro que le importan –argumentó Teresa–. A todas las mujeres nos encanta redecorar.


–Deberías enviar a tu gente a casa de tu hermano cuando terminen aquí –intervino Paula–. No le vendría mal.


–Ahora también eres decoradora –musitó Pedro–. Una mujer del Renacimiento.


–No hay que ser decoradora para saber que las únicas sillas cómodas de tu casa están en la terraza –replicó ella.


Él la miró resoplando y Teresa se echó a reír.


–Es muy divertido ver que una mujer te da lecciones para variar, hermano.


Pedro enarcó una ceja.


–Mi casa cumple su función.


–Ah, sí, y eso es lo que deben hacer todas las casas –murmuró Teresa.


Paula sonrió.


–Nuestra casa también cumplía su función –señaló Rico.


–Exactamente –asintió su esposa.


Paula pensó que hacían muy buena pareja y se preguntó cómo sería saber que había una persona en el mundo que te quería más que a nada. Que te miraba como miraba Rico a Teresa.


–Tengo una idea. Os casaréis aquí en la isla –anunció Teresa.


Paula, sobresaltada por el cambio de tema, miró un instante a Pedro.


–Oh, podemos hacer la boda esta semana –continuó Teresa–. Papá y Paulo estarán aquí, así que sería perfecto –extendió el brazo, tomó una libreta y un boli de la mesita de café y empezó a tomar notas.


Rico se encogió de hombros.


–Tiene papel y bolígrafos por todo el hotel. Si se le ocurre una receta nueva, quiere poder escribirla al instante.


Paula, confusa, miró a Pedro.


–Mi hermana decidió que en lugar de ser ladrona, quería ser chef. Naturalmente, hace maravillas con la comida.


Teresa lo miró un momento. Después se dirigió a Paula.


–¿O sea que conoces lo de la familia Alfonso?


–Sí. Sé que son maestros robando joyas.


Teresa hizo un gesto de dolor. Pedro soltó una risita.


–¿Pensabas que no se lo diría?


–Claro que no. Y me alegro de que lo hayas hecho. Empezar un matrimonio con una mentira puede causar muchos problemas, yo lo sé.


–Eso se acabó, Teresa –murmuró Rico con gentileza–. Es pasado y se queda ahí.


–Lo sé –ella le sonrió y miró de nuevo a Paula–. Pero me alegra que lo sepas. Es muy difícil mantener una mentira mucho tiempo.


–Oh, estoy de acuerdo –Paula se hundió un poco en el sofá.


–Volviendo a la boda –Teresa seguía anotando ideas mientras hablaba–. Paula, Rico puede traer a tu familia en avión para la ceremonia y Pedro y tú podríais pasar aquí la luna de miel y nosotros nos ocuparíamos de todo, ¿verdad, Rico?


–Verdad –dijo su esposo.


–Hacemos cosas maravillosas en Tesoro –aseguró Teresa–. En el pueblo hay una tienda estupenda y seguro que tiene algo que te guste. O podemos ir a St. Thomas de compras. Yo haré personalmente la tarta de boda. No me fiaría de nadie más para una tarea tan importante.


A Paula no se le ocurría nada que decir. Empezaba a sentir pánico. «Esto no está pasando».


–Teresa –dijo su esposo con suavidad.


–Vamos –contestó ella–. Es perfecto y lo sabes. ¿Qué mejor lugar que Tesoro para una boda? Es hermosa, todo está en flor…


–Basta –dijo Pedro, interrumpiéndola–. Ya basta, Teresa. No nos vamos a casar esta semana.


Paula suspiró aliviada. Había tenido miedo de que él callara y le tocara a ella ahogar los planes.


Entró una doncella del hotel con un biberón en la mano. Se lo tendió a Teresa sonriente y se marchó tan silenciosamente como había llegado.


–Pásamelo, Rico. Se lo daré yo –dijo Teresa.


–Por favor –intervino Pedro–. Si está ocupada con su hijo, quizá deje en paz a su hermano.


–Puedo hacer ambas cosas –Teresa tomó a su hijo en brazos y le sonrió.


Paula la miró con una punzada de envidia. El niño tenía el pelo negro de su madre y los ojos azules brillantes de su padre.


Los tres formaban una familia hermosa y Paula se sentía más ajena a todo eso a cada momento que pasaba. Pedro también les mentía, pero él sí encajaba allí. 


Era pariente de Teresa. Ella, Paula, era solo una mancha temporal en el radar de la familia Alfonso. Cuando regresara a Nueva York, se olvidarían de ella.


Pedro volvería a su vida, con una mujer diferente cada semana. Teresa seguiría esperando que sus hermanos encontraran el amor y se asentaran. Y aquel bebé crecería y nunca sabría que ella había estado allí.


Y ella volvería a Nueva York. Y como no era tan ingenua como para pensar que la junta directiva del Wainwright le devolvería su puesto, estaría en casa desempleada. No podría volver al cuerpo de policía, pues había quemado ese puente al marcharse para ser jefa de seguridad privada. 


Buscaría trabajo y recordaría una semana de ropa de diseño e islas tropicales como un sueño confuso.


–Explícame por qué no te quieres casar esta semana –pidió Teresa a su hermano–. Paula ha dicho que vuestro compromiso ha sido como un torbellino. ¿Por qué no también la boda?


–Esta semana estoy trabajando, ¿recuerdas? –Pedro movió la cabeza–. Estoy aquí con la Interpol. Y también para el bautizo de mi sobrino. ¿No es suficiente con eso para una semana?


–Supongo –musitó Teresa, decepcionada–. Pero…


–No sigas, Teresa –le dijo Pedro–. Ahora tienes un marido y un hijo. Moléstalos a ellos.


Rico se echó a reír cuando su esposa lo miró sintiéndose insultada y seguía sonriendo cuando se inclinó a besarla en la boca.


–Ahí te ha pillado, amor mío. Vamos, déjalo en paz.


Teresa miró a Paula.


–Te deseo mucha suerte con mi hermano. Es muy terco.


–Muy amable –Pedro apuró su vaso de whisky, lo dejó en la mesa y tomó la mano de Paula–. ¿Cuánta gente asistirá a la muestra de joyas?


Rico lo miró pensativo.


–Hay unas cuantas docenas de diseñadores y joyeros, prensa y algunos invitados cuidadosamente seleccionados.


–¿Seleccionados? –preguntó Paula.


Pedro le apretó la mano.


–Para descartar posibles ladrones –dijo.


–Ah, por supuesto.


–Una exposición de joyas de esta magnitud atraerá la atención de todos los ladrones del mundo, tengan o no habilidad para robar aquí –miró a Paula y ella respiró hondo.


Estaba hablando de Jean Luc. ¿Había alguna posibilidad de que se presentara allí? El corazón le dio un vuelco. La idea de cazarlo le atraía mucho.


Hasta que se dio cuenta de que, si aparecía Jean Luc, ella tendría que esconderse porque la reconocería. Y si la veía con Pedro Alfonso, recelaría lo suficiente para salir huyendo.


–¿Hay alguien en particular sobre el que deba advertir a mi personal de seguridad? –preguntó Rico.


–Jean Luc Baptiste.


Teresa levantó la cabeza y miró a su hermano.


–¿Jean Luc? –arrugó la nariz con disgusto–. No se atrevería a intentar nada en Tesoro. No es lo bastante bueno.


Paula ocultó una sonrisa. Teresa podía no estar en el negocio familiar, pero tenía la sensibilidad de un ladrón. La mera idea de que Jean Luc intentara robarle algo a su esposo le parecía un insulto.


–Jean Luc no tiene la habilidad necesaria –dijo Pedro–, pero tiene ego más que suficiente para compensar esa falta. Está tan seguro de sí mismo y es tan chulo que quizá crea que puede hacerlo.


–¿Quién es ese hombre?


Pedro miró a Rico.


–Es un ladrón arrogante y no muy hábil con delirios de grandeza. Se cree mucho mejor de lo que es.


A Paula le pareció una descripción excelente de Jean Luc. Por supuesto, también era atractivo, encantador y lo bastante ladino para haber pasado el radar interno de ella.


Rico había empezado a andar por la sala.


–Si no es lo bastante bueno, ¿por qué se va a arriesgar a venir aquí cuando sabe que habrá tanta seguridad que jamás le permitiremos entrar en la isla?


–En primer lugar –dijo Pedro–, no usará su verdadero nombre. Y probablemente no reservará habitación en tu hotel sino en algún otro más pequeño y con menos seguridad.


Paula lo miró. Entendía que la Interpol hubiera hecho un trato con él. El conocimiento de un ladrón de primera podía ser invaluable.


Rico parecía preocupado.


–Sigue sin tener sentido. Si no es lo bastante bueno…


–Su arrogancia hará que esta exposición sea irresistible para él –Pedro se echó hacia delante en el sofá, todavía con la mano de Paula en la suya. Le acarició la palma con el pulgar y ella tuvo que esforzarse por concentrarse en la conversación–. Se dirá a sí mismo que, si puede lograr robar aquí, eso establecerá su reputación.


–Dame una descripción de él para dársela a mi gente.


–Yo te lo puedo describir –intervino Teresa.


–Muy bien –Pedro se levantó y tiró de Paula–. Ahora vamos a relajarnos en nuestra suite y a refrescarnos. Nos veremos en la cena, ¿de acuerdo?


–Está bien, está bien –Teresa rio–. Adelante. Seguro que el equipaje está ya en la suite. Es la misma de tu última visita, ¿la recuerdas?


–Sí –Pedro se inclinó y le dio un beso a su hermana sin soltar la mano de Paula–. No te preocupes por Jean Luc. Entre tu esposo, su equipo de seguridad y yo, no podrá llevarse nada.


–Lo sé –ella sonrió.


–De acuerdo –Pedro se enderezó–. Nos vemos luego.


Cuando salieron de la suite, miró a Paula y dijo:
–Ha ido bien



jueves, 7 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 15





–Me parece que tenemos un comité de bienvenida –anunció Pedro, mirando el muelle–. Mi hermana y Rico, su esposo, nos están esperando.


–¡Maldición! –murmuró ella–. Ya han vuelto los nervios.


Cuando terminara todo y Paula hubiera vuelto a Nueva York, se lo explicaría todo a los Alfonso y lo entenderían. O eso esperaba.


–Todo irá bien –dijo.


–Para ti es fácil decirlo –contestó ella, con la vista fija en el muelle y en las dos personas que los esperaban–. Tú ya los conoces.


–Y tú me conoces a mí.


–¿Te conozco? –ella volvió la vista hacia él.


Pedro enarcó las cejas y sonrió brevemente.


–Creo que este no es el momento de entrar en una conversación existencialista. Estamos a punto de atracar.


–No –comentó ella. Se puso recta, enderezó los hombros y levantó la barbilla como si se dispusiera a subir los escalones del patíbulo.


Aquella mujer era una mezcla extraña de determinación fiera y vulnerabilidad. Pedro tuvo que contenerse para no tomarla en sus brazos y estrecharla contra sí hasta que perdiera la expresión cautelosa de sus ojos.


–Mejor. Porque hemos llegado –la lancha entró en el muelle.


–¡Pedro! –gritó Teresa–. Me alegro de verte.


Llevaba el pelo negro recogido en una coleta que la hacía parecer demasiado joven para ser esposa y madre. Vestía pantalones blancos cortos, una blusa de algodón roja y sandalias.


Pedro saltó de la lancha y Teresa se echó en sus brazos. La alzó en vilo y la estrechó con fuerza antes de dejarla de nuevo en el suelo.


–La maternidad te sienta bien.


–Tú siempre sabes lo que tienes que decir.


–Es un don –dijo él con un guiño.


Rico se adelantó con la mano extendida.


–Me alegro de tenerte de vuelta. Teresa echaba de menos a su familia.


Pedro notó que vivir en una isla tropical no había conseguido alterar el vestuario de Rico. Seguía vistiendo todo de negro, y allí, en la isla, destacaba como el director de una funeraria en una boda.


–Deberíais venir a verme a Londres. Salir de la isla de vez en cuando.


–¿Y dejar todo esto? –Teresa rio y movió la cabeza–. No, gracias.


Pedro se volvió hacia la lancha, captó la mirada nerviosa de Paula y tendió una mano para ayudarla a bajar. Notó que su hermana guardaba silencio.


Sus ojos se encontraron con los de Paula y él intentó transmitirle tranquilidad. Su familia esperaría cierto grado de nerviosismo, sí. Pero si era demasiado, adivinarían que ocurría algo raro. Ella asintió como si entendiera su preocupación y forzó una sonrisa lo bastante buena para engañar a Teresa, pero no a Pedro. Este, después de pocos días, conocía ya sus expresiones y se sentía fascinado por la totalidad de ella.


–¿Pedro? –la voz de Teresa lo sacó de sus pensamientos y le recordó dónde estaban y lo que hacían.


Apretó la mano de Paula, la atrajo hacia su costado, le pasó un brazo por los hombros y miró a su familia.


–Teresa, quiero presentarte a Paula Chaves.
Los ojos de su hermana brillaron confundidos.


–Mi prometida.


–¿Qué? ¡Oh, Dios mío! Esto es maravilloso –gritó Teresa. Abrazó fuerte a Paula–. Me alegro muchísimo de conocerte. ¡Oh, vaya, esto es genial! Mi hermano se va a casar –soltó a Paula, y volvió a abrazarse al cuello de Pedro.


Este se sentía culpable por dentro. Y la sensación se intensificó aún más cuando su hermana le susurró al oído:
–Esto me hace muy feliz. Quiero que ames y seas amado como yo. Quiero eso para toda mi familia.


Él volvió a abrazarla para compensar el hecho de que se sentía como un bastardo por mentirle. Y saber que aquel era solo el primer día de la farsa le hacía sentirse peor todavía. 


Pero ya no quedaba más remedio que seguir hasta el final. 


Con eso en mente, contestó:
–Me alegro.


Teresa lo soltó sonriendo, se volvió a Paula y la tomó del brazo.


–Esto es maravilloso. ¡Qué sorpresa tan agradable! –tiró de ella hacia el hotel–. Sé que seremos grandes amigas. Y ahora tienes que contarme cómo os conocisteis y dónde y, oh, tenemos que hablar de los planes de boda y…


Paula lanzó una mirada frenética a Pedro por encima del hombro, pero él no podía hacer nada para salvarla. Cuando su hermana se ponía de aquel modo, era imparable.


Además, se dijo que aquello era bueno. A Paula la habían lanzado de cabeza al lado hondo de la piscina y encontraría el modo de aprender a nadar. Cuando Rico y él echaron a andar por fin, ellas estaban ya bastante lejos.


–Tu hermana se preocupa por tu padre, por Paulo y por ti –musitó Rico–. Cree que pasáis demasiado tiempo solos.


Pedro hizo una mueca.


–Solo estamos solos cuando queremos estar.


Rico rio con él.


–Yo también era así, por eso lo entiendo. Pero ella no. Teresa cree que estar solo equivale a sentirse solo. No le gusta pensar que los de su familia se sientan solos.


Solos. Pedro nunca se había sentido solo y sabía que a Paulo le ocurría lo mismo. Vivían la vida en sus propios términos. Tenían mujeres cuando querían y tenían tiempo para sí mismos cuando les apetecía. De hecho, Pedro había evitado siempre tener a la misma mujer cerca más de un par de días seguidos. En su experiencia, ese tipo de intimidad nublaba la mente de una mujer con pensamientos confusos y soñadores de casitas bajas, perros y niños. Y a él no le interesaba todo aquello.


Y sin embargo, no podía por menos de admitir que los últimos días con Paula no le habían molestado en absoluto. 


De hecho, había disfrutado de sus horas juntos. Frunció el ceño al comprender que todavía no estaba cansado de ella ni le irritaba su conversación. Y ni siquiera se había acostado con ella.


Todavía.


–Te garantizo que, antes de que lleguemos al hotel, Teresa sabrá ya todo lo que hay que saber sobre Paula y tú –dijo Rico.


Pedro frunció el ceño. Detrás de ellos, el piloto de la lancha descargaba el equipaje y lo dejaba en el muelle para que lo transportaran los empleados del hotel.


–Antes de que nos reunamos con ellas, quiero hablar contigo –Rico se detuvo y esperó a que Pedro hiciera lo mismo.


Este lo miró y esperó.


–La exposición de joyería –dijo Rico despacio–. Quiero que me des tu palabra de que los Alfonso no… trabajaréis esta semana.


Pedro soltó una risita. Rico tenía derecho a mostrarse receloso. Años atrás, Pedro le había robado una daga azteca de oro de su colección. Curiosamente, había sido esa daga la que había causado el momento revelador que había cambiado la vida de Pedro.


Era comprensible que Rico tuviera dudas cuando hasta él mismo se preguntaba a veces si sería capaz de seguir en el camino recto que había elegido.


–Tienes mi palabra –dijo–. Y hablo también en nombre de papá y de Paulo. Ahora eres familia y los Alfonso respetamos a la familia.


Rico asintió.


–Me alegro. No quiero problemas aquí esta semana. Los mejores diseñadores del mundo llevan un año planeando este encuentro y quiero que todo vaya bien.


–En eso estoy contigo –contestó Pedro–. Recuerda que te dije que estoy aquí por encargo de la Interpol. Para vigilar a la multitud y ver si hay algo sospechoso.


Rico echó a andar a lo largo del muelle.


–Mi equipo de seguridad es el mejor del mundo –dijo.


–Son buenos –admitió Pedro–. Pero yo soy mejor.


Rico hizo una mueca.


–Probablemente –miró a su esposa y a Paula, que iban muy por delante–. Prometido, ¿eh? ¿Cómo ha ocurrido eso?


Pedro pensó un momento. Podía mentir, como había sido su intención. Pero miró a la mujer pelirroja y decidió decir la verdad.


–Esa mujer me vuelve loco.