jueves, 7 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 15





–Me parece que tenemos un comité de bienvenida –anunció Pedro, mirando el muelle–. Mi hermana y Rico, su esposo, nos están esperando.


–¡Maldición! –murmuró ella–. Ya han vuelto los nervios.


Cuando terminara todo y Paula hubiera vuelto a Nueva York, se lo explicaría todo a los Alfonso y lo entenderían. O eso esperaba.


–Todo irá bien –dijo.


–Para ti es fácil decirlo –contestó ella, con la vista fija en el muelle y en las dos personas que los esperaban–. Tú ya los conoces.


–Y tú me conoces a mí.


–¿Te conozco? –ella volvió la vista hacia él.


Pedro enarcó las cejas y sonrió brevemente.


–Creo que este no es el momento de entrar en una conversación existencialista. Estamos a punto de atracar.


–No –comentó ella. Se puso recta, enderezó los hombros y levantó la barbilla como si se dispusiera a subir los escalones del patíbulo.


Aquella mujer era una mezcla extraña de determinación fiera y vulnerabilidad. Pedro tuvo que contenerse para no tomarla en sus brazos y estrecharla contra sí hasta que perdiera la expresión cautelosa de sus ojos.


–Mejor. Porque hemos llegado –la lancha entró en el muelle.


–¡Pedro! –gritó Teresa–. Me alegro de verte.


Llevaba el pelo negro recogido en una coleta que la hacía parecer demasiado joven para ser esposa y madre. Vestía pantalones blancos cortos, una blusa de algodón roja y sandalias.


Pedro saltó de la lancha y Teresa se echó en sus brazos. La alzó en vilo y la estrechó con fuerza antes de dejarla de nuevo en el suelo.


–La maternidad te sienta bien.


–Tú siempre sabes lo que tienes que decir.


–Es un don –dijo él con un guiño.


Rico se adelantó con la mano extendida.


–Me alegro de tenerte de vuelta. Teresa echaba de menos a su familia.


Pedro notó que vivir en una isla tropical no había conseguido alterar el vestuario de Rico. Seguía vistiendo todo de negro, y allí, en la isla, destacaba como el director de una funeraria en una boda.


–Deberíais venir a verme a Londres. Salir de la isla de vez en cuando.


–¿Y dejar todo esto? –Teresa rio y movió la cabeza–. No, gracias.


Pedro se volvió hacia la lancha, captó la mirada nerviosa de Paula y tendió una mano para ayudarla a bajar. Notó que su hermana guardaba silencio.


Sus ojos se encontraron con los de Paula y él intentó transmitirle tranquilidad. Su familia esperaría cierto grado de nerviosismo, sí. Pero si era demasiado, adivinarían que ocurría algo raro. Ella asintió como si entendiera su preocupación y forzó una sonrisa lo bastante buena para engañar a Teresa, pero no a Pedro. Este, después de pocos días, conocía ya sus expresiones y se sentía fascinado por la totalidad de ella.


–¿Pedro? –la voz de Teresa lo sacó de sus pensamientos y le recordó dónde estaban y lo que hacían.


Apretó la mano de Paula, la atrajo hacia su costado, le pasó un brazo por los hombros y miró a su familia.


–Teresa, quiero presentarte a Paula Chaves.
Los ojos de su hermana brillaron confundidos.


–Mi prometida.


–¿Qué? ¡Oh, Dios mío! Esto es maravilloso –gritó Teresa. Abrazó fuerte a Paula–. Me alegro muchísimo de conocerte. ¡Oh, vaya, esto es genial! Mi hermano se va a casar –soltó a Paula, y volvió a abrazarse al cuello de Pedro.


Este se sentía culpable por dentro. Y la sensación se intensificó aún más cuando su hermana le susurró al oído:
–Esto me hace muy feliz. Quiero que ames y seas amado como yo. Quiero eso para toda mi familia.


Él volvió a abrazarla para compensar el hecho de que se sentía como un bastardo por mentirle. Y saber que aquel era solo el primer día de la farsa le hacía sentirse peor todavía. 


Pero ya no quedaba más remedio que seguir hasta el final. 


Con eso en mente, contestó:
–Me alegro.


Teresa lo soltó sonriendo, se volvió a Paula y la tomó del brazo.


–Esto es maravilloso. ¡Qué sorpresa tan agradable! –tiró de ella hacia el hotel–. Sé que seremos grandes amigas. Y ahora tienes que contarme cómo os conocisteis y dónde y, oh, tenemos que hablar de los planes de boda y…


Paula lanzó una mirada frenética a Pedro por encima del hombro, pero él no podía hacer nada para salvarla. Cuando su hermana se ponía de aquel modo, era imparable.


Además, se dijo que aquello era bueno. A Paula la habían lanzado de cabeza al lado hondo de la piscina y encontraría el modo de aprender a nadar. Cuando Rico y él echaron a andar por fin, ellas estaban ya bastante lejos.


–Tu hermana se preocupa por tu padre, por Paulo y por ti –musitó Rico–. Cree que pasáis demasiado tiempo solos.


Pedro hizo una mueca.


–Solo estamos solos cuando queremos estar.


Rico rio con él.


–Yo también era así, por eso lo entiendo. Pero ella no. Teresa cree que estar solo equivale a sentirse solo. No le gusta pensar que los de su familia se sientan solos.


Solos. Pedro nunca se había sentido solo y sabía que a Paulo le ocurría lo mismo. Vivían la vida en sus propios términos. Tenían mujeres cuando querían y tenían tiempo para sí mismos cuando les apetecía. De hecho, Pedro había evitado siempre tener a la misma mujer cerca más de un par de días seguidos. En su experiencia, ese tipo de intimidad nublaba la mente de una mujer con pensamientos confusos y soñadores de casitas bajas, perros y niños. Y a él no le interesaba todo aquello.


Y sin embargo, no podía por menos de admitir que los últimos días con Paula no le habían molestado en absoluto. 


De hecho, había disfrutado de sus horas juntos. Frunció el ceño al comprender que todavía no estaba cansado de ella ni le irritaba su conversación. Y ni siquiera se había acostado con ella.


Todavía.


–Te garantizo que, antes de que lleguemos al hotel, Teresa sabrá ya todo lo que hay que saber sobre Paula y tú –dijo Rico.


Pedro frunció el ceño. Detrás de ellos, el piloto de la lancha descargaba el equipaje y lo dejaba en el muelle para que lo transportaran los empleados del hotel.


–Antes de que nos reunamos con ellas, quiero hablar contigo –Rico se detuvo y esperó a que Pedro hiciera lo mismo.


Este lo miró y esperó.


–La exposición de joyería –dijo Rico despacio–. Quiero que me des tu palabra de que los Alfonso no… trabajaréis esta semana.


Pedro soltó una risita. Rico tenía derecho a mostrarse receloso. Años atrás, Pedro le había robado una daga azteca de oro de su colección. Curiosamente, había sido esa daga la que había causado el momento revelador que había cambiado la vida de Pedro.


Era comprensible que Rico tuviera dudas cuando hasta él mismo se preguntaba a veces si sería capaz de seguir en el camino recto que había elegido.


–Tienes mi palabra –dijo–. Y hablo también en nombre de papá y de Paulo. Ahora eres familia y los Alfonso respetamos a la familia.


Rico asintió.


–Me alegro. No quiero problemas aquí esta semana. Los mejores diseñadores del mundo llevan un año planeando este encuentro y quiero que todo vaya bien.


–En eso estoy contigo –contestó Pedro–. Recuerda que te dije que estoy aquí por encargo de la Interpol. Para vigilar a la multitud y ver si hay algo sospechoso.


Rico echó a andar a lo largo del muelle.


–Mi equipo de seguridad es el mejor del mundo –dijo.


–Son buenos –admitió Pedro–. Pero yo soy mejor.


Rico hizo una mueca.


–Probablemente –miró a su esposa y a Paula, que iban muy por delante–. Prometido, ¿eh? ¿Cómo ha ocurrido eso?


Pedro pensó un momento. Podía mentir, como había sido su intención. Pero miró a la mujer pelirroja y decidió decir la verdad.


–Esa mujer me vuelve loco.





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