jueves, 7 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 13





No estaba nerviosa, no. Sencillamente no podía dormir. No era lo mismo.


Paula se movía silenciosa por el interminable piso blanco. 


No quería despertar a Pedro, así que abrió la puerta de cristal de la terraza centímetro a centímetro. Como estaban en un décimo piso, el viento era fuerte y lo sintió en cuanto salió. Pero no le importó. Al contrario, le resultaba maravilloso el frío en la piel, pegándole al cuerpo el camisón corto que llevaba.


La barandilla alrededor de la terraza estaba plantada de setos. Rosas, naranjas y amarillos se mezclaban con el verde. Había una mesa y sillas, sorprendentemente cómodas, y Paula se acercó a mirar la ciudad desde la barandilla.


Habían pasado muchas cosas en pocos días. Pedro Alfonso no dejaba de sorprenderla. Después de todo, era un ladrón. Pero era divertido y amable. Ella había sido educada para creer en el bien y el mal. En el mundo Chaves no había sombras. Todo era blanco o negro, legal o ilegal. Pero ahora empezaba a observar cómo el blanco y el negro se mezclaban en un gris con el que no sabía si estaba preparada para lidiar.


Y él le hacía sentir cosas que no había sentido nunca. Cosas que no debería sentir. El anillo en la mano izquierda le pesaba de pronto, como si sintiera el peso no solo en el dedo, sino también en el alma. Miró el enorme diamante, robado a una mujer en Barcelona y guardado después como trofeo por un ladrón que ocupaba demasiado los pensamientos de Paula.


–Está bien –dijo con suavidad–. Quizá esté nerviosa.


–No hay motivo para estarlo.


Una voz detrás de ella la sobresaltó. Se giró a mirar a Pedro.


–¿Quieres que me caiga por el borde de la terraza?


Él se apoyó en el dintel de la puerta. Llevaba el pecho desnudo y solo un pantalón de pijama de seda negra. A la luz de la luna, su piel brillaba como bronce antiguo.


Paula tragó saliva.


–El único modo de que pudieras caerte de la terraza –dijo él–, sería ponerte encima de los setos, subir a la barandilla y saltar. No estás tan nerviosa como para eso, ¿verdad?


–Si te acercas más, puede que lo esté –murmuró ella.


El deseo le fluía caliente por las venas y sentía un cosquilleo de anticipación entre los muslos. Aquello era mucho más difícil de lo que había pensado. Toda aquella intimidad fingida empezaba a adquirir una realidad propia y con ella llegaban otros sentimientos que Paula, simplemente, no estaba preparada para afrontar. Y cuando él se apartó perezosamente de la puerta y echó a andar, supo que aquello se iba a complicar todavía más.


¿Él era tan alto cuando estaba vestido?


Paula respiró hondo, con la esperanza de tranquilizarse. En lugar de eso, se sintió aún más mareada. Todo aquel asunto del compromiso le parecía de pronto mucho más real. Mucho más inmediato. Mucho más peligroso.


–No te acerques más, Alfonso.


–¿Tienes miedo, Chaves? –preguntó él, con su voz oscura y aterciopelada.


¿Qué tenía la voz de aquel hombre que podía hacerla derretirse por dentro?


–No. Solo soy cautelosa.


–No me interesa la cautela –dijo él–. Me interesa mucho más por qué estás tan nerviosa.


–Por esto… Por ti. Por mí. Probablemente no sea una buena idea –Paula retrocedió un par de pasos, pero no había adónde ir. La terraza no era tan grande.


–A mí me parece una idea excelente. Los dos somos adultos. Los dos sabemos lo que queremos. ¿Qué es lo que te pone nerviosa? –preguntó él, cada vez más cerca.


–¿En este momento? –ella respiró hondo–. Tú.


Él sonrió un poco. El viento le revolvía el pelo sobre la frente y, en la penumbra, sus ojos se veían llenos de sombras.


–Creo que me gusta ponerte nerviosa –confesó. Esquivó el borde de la mesa y siguió avanzando hacia ella.


–Estupendo –contestó Paula. Miró detrás de sí como si esperara encontrar algún pasadizo secreto que llevara directamente desde la terraza al interior del ático. Pero no tuvo esa suerte–. Me alegra que te guste.


–Podría gustarnos a los dos.


Ella lo miró. Estaba ya tan cerca que solo tenía que alzar una mano y podría pasarle los dedos por su pecho escultural. Y sus dedos anhelaban hacer justamente eso. 


Apretó los puños a los costados en un esfuerzo por contrarrestar sus impulsos.


–Y eso significa…


Él soltó una risita.


–Ya sabes lo que significa.


Oh, sí, ella lo sabía. Su cuerpo había entendido exactamente lo que quería decir él. El calor de antes empezaba a convertirse en un ardor infernal.


–Sí, lo sé –se apartó el pelo de la cara y se obligó a mirarlo a los ojos–. Pero eso no va a pasar.


Él se encogió de hombros.


–Depende de ti, por supuesto, pero estamos «prometidos».


¡Con qué facilidad la descartaba! Tan pronto utilizaba su aterciopelada voz y el calor de su mirada para seducirla como se encogía de hombros y desechaba aquello como si no le afectara el calor que palpitaba entre ellos. Paula no sabía si sentirse impresionada o insultada. ¿Por qué no podía hacer ella lo mismo?


–¿Por qué te has despertado? –preguntó.


–Tengo el sueño ligero. Te he oído abrir la puerta y salir y de decidido venir a ver qué ocurría.


–Muy considerado por tu parte.


–Oh, soy un hombre muy considerado –asintió.


Su mirada subió y bajó por el camisón de ella y Paula supo lo que veía. Era un camisón negro, con dos jirafas que estiraban el cuello al lado de un letrero: «Ha sido una noche muy larga».


Él sonrió.


–Quizá deberíamos volver a pasar hoy por la tienda de lencería.


Marie, irritada, cruzó los brazos sobre el camisón que le había regalado su padre el año de su muerte.


Además, no quería pensar en la tienda de lencería. Nunca antes había tenido a un hombre al lado cuando elegía bragas y sujetadores. Y, por supuesto, nunca antes había elegido un hombre por ella más de la mitad de lo que compraba.


–Bueno –dijo él, al ver que ella no hablaba–. Te he oído decir que estabas nerviosa.


–No deberías escuchar detrás de las puertas.


–Y tú no deberías hablar sola. O sea que los dos tenemos motivos para avergonzarnos. Pero volviendo a tus nervios…


–Estaré bien.


–¿Estás segura? –se acercó más a ella.


–Pues claro que sí. Estaba algo preocupada por lo de fingir delante de tu familia, pero… –forzó una sonrisa–. No puede ser tan difícil, ¿verdad?


–¿Hacerte pasar por mi amante? –Él guiñó un ojo–. Prometo ser muy atento y ayudarte todo lo que pueda.


Aquello era lo que se temía. En los últimos días habían estado juntos casi continuamente y las atenciones de él la habían llevado casi hasta el límite. No debería ser así. No debería ser tan difícil mantener la mente en el trabajo e impedir que su cuerpo reaccionara cada vez que él se acercaba demasiado.


Como en aquel momento.


El viento suspiró a su lado y Paula notó que hacía más frío que antes. Los últimos días habían sido sorprendentemente cálidos para el verano inglés, pero parecía que eso iba a cambiar. Y el súbito cambio de temperatura era una buena excusa para huir.


–Tengo frío –dijo. Y se felicitó por la mentira, pues con Pedro mirándola de aquel modo, el frío no era una opción.


–Bravo.


–¿Qué?


–La mentira. La has dicho sin vacilar. Casi ha resultado creíble.


–¿Casi? –ella alzó la barbilla, decidida a mantenerla.


–No tiritas –señaló él–. Y el brillo de tus ojos habla de calor, no de frío.


–Déjalo ya, Pedro –susurró ella.


Dio un paso al frente, con la esperanza de que él retrocediera y se apartara.


No lo hizo.


En lugar de eso, le puso ambas manos en los hombros y la retuvo en el sitio. Paula se vio obligada a alzar la barbilla para mirarlo a los ojos y su boca quedó a muy poca distancia de la de él.


–Creo que deberíamos hacer algo antes de mañana –dijo Pedro.


Ella sintió la boca seca.


–¿El qué? –preguntó.


–Un beso –musitó él con voz ronca.


Paula quería hacerlo. Lo cual significaba que probablemente no debía. Bajó la vista a la boca de él y Pedro curvó levemente los labios como si supiera exactamente lo que ella pensaba. Paula subió la vista a sus ojos y dijo con suavidad:
–Esto no era parte del trato.


–Los tratos se pueden renegociar –musitó él. Y su mirada se movió por el rostro de ella como una caricia.


–¿Negociar cómo? –ella movió la cabeza–. Esto es temporal y los dos lo sabemos.


–Eso no significa que no podamos divertirnos –replicó él–. Vive el momento, Paula. Puede que te guste.


Ella nunca había vivido el momento. Estaba llena de planes, de estrategias y de preocupaciones por el futuro. Incluso de niña, tenía ya metas. Y se había concentrado en esas metas, en esos planes, con exclusión de todo lo demás. No había salido mucho con chicos porque, francamente, nunca le había encontrado mucho sentido. Su mundo estaba lleno y no le había parecido que valiera la pena intentar encajar a un hombre en él. Sobre todo porque nunca había conocido a uno que le hiciera querer tirar sus planes por la ventana.


Hasta aquel momento.


Pedro le hacía pensar cosas tan extrañas para ella que casi no reconocía sus pensamientos. ¡Y qué ironía que el primer hombre que hacía cantar a su cuerpo fuera el hombre equivocado!


Él movió los pulgares por los hombros de ella, que sintió el calor de su contacto a través de la tela del camisón. La acercó hacia sí y ella se apoyó en él instintivamente. «Un error», se dijo. Un gran error.


–La intimidad no se puede fingir –comentó él–. Mi familia estará con nosotros. Notará si estamos incómodos el uno con el otro. Y no queremos eso, ¿verdad?


–Supongo que no –respondió ella. Su papel tenía que ser convincente. Si no, ¿para qué molestarse?


Él le bajó una mano por el hombro, le deslizó los dedos por el pelo y le posó la mano en la nuca.


–Deberíamos conocer el sabor del otro. Y este es el momento.


Ella no habló. No era preciso. Además, su cerebro ya no estaba al cargo. Su cuerpo tenía las riendas y estaba lleno de energía. Siempre había creído que estar con el hombre equivocado era peor que estar sola. Había reprimido tanto tiempo sus hormonas, sus necesidades, que todo en su interior se estaba liberando a la vez.


Racionalmente sabía que Pedro Alfonso era el hombre equivocado. Pero en aquel momento era el único hombre que importaba. Aquel momento no era para pensar. Era para saborear eso que tanto deseaba.


Él bajó la cabeza y la besó en los labios y Paula soltó un suspiro. Esa suave exhalación detonó algo en Pedro, porque le bajó las manos a la cintura y la apretó con tanta fuerza que no quedó ninguna duda de que la deseaba tanto como ella a él.


Una necesidad alimentó a la otra y sus lenguas se enredaron en un baile frenético de sensaciones. Ella le subió las manos por su piel dorada hasta apretarle los hombros. El calor irradiaba del cuerpo de él y se introducía en el suyo. Él le sujetaba la cabeza mientras le besaba la boca, dejándola sin aliento y sin voluntad.


El sabor que le daba prometía más y eso la tentaba. 


Imágenes dispersas pasaban por su mente. Imágenes de ellos dos abrazados en la enorme cama de él, piel contra piel, explorando, con sus cuerpos fundiéndose. Paula se entregó a las sensaciones que la recorrían porque nunca había conocido nada igual.


Él la estrechaba con fuerza, hasta que ella no habría podido decir dónde acababa el cuerpo de él y empezaba el suyo. Él reclamaba más y daba más. Su beso se hizo aún más profundo y gemía cuando la lengua de ella respondía a la suya caricia por caricia. Sus alientos se mezclaban, sus corazones latían al unísono con un ritmo frenético.


Así pasaron minutos, horas. Paula no habría sabido decirlo. 


La noche los rodeaba, envolviéndolos en un capullo de estrellas, de luna y del toque frío del viento. El mundo entero parecía encogerse a su alrededor hasta que solo existía aquella terraza y ellos dos. Fue un momento fuera del tiempo y Paula supo que las cosas entre Pedro y ella ya no volverían a ser igual.


Cuando le daba vueltas la cabeza y sentía las rodillas débiles, él interrumpió al fin el beso, y Paula se dejó caer sobre su pecho sin aliento. Su único consuelo era que, a juzgar por los latidos de su corazón, él no estaba manejando aquello mejor que ella.


–Eso ha sido… una revelación –dijo él al fin.


Ella se echó a reír y movió la cabeza sobre su pecho.


–¿Una revelación?


–Sí –él le alzó la barbilla para poder mirarla a los ojos, como si buscara algo allí–. Nunca había besado a una policía y creo que me he perdido algo todos estos años.


–Bueno –ella intentó el mismo tono de falsa ligereza que había usado él–, yo tampoco había besado nunca a un ladrón y debo decir que ha estado bastante bien.


–¿Bastante bien? –repitió él–. Ahora me acabas de poner en mi sitio.


Paula le sonrió.


–¡Quién sabe! Puedes mejorar con la práctica.


Él le apartó el pelo de la cara, le bajó los dedos por la barbilla y le puso la mano en la mejilla.


–Soy un forofo de la práctica, querida. ¿Por qué vamos a conformarnos con «bastante bien» si con un poco de trabajo podemos llegar a la perfección?



miércoles, 6 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 12




–Tengo algo para ti –dijo Pedro.


Metió la mano en el bolsillo del traje en busca de la cajita de terciopelo que había guardado allí esa mañana antes de salir del piso.


–¡Oh, Dios! –gimió Paula. Tendió la mano hacia su copa de vino blanco–. Por favor, nada más. Ya tengo ropa suficiente para diez mujeres. No necesito más.


Él sonrió. Nunca había conocido a una mujer como ella. La mayoría de las que conocía estaban encantadas de ir de compras. Pero ella no había dejado de quejarse como si le doliera que gastaran dinero en ella.


Y cuanto más doloroso le resultaba a ella, más disfrutaba él con el ejercicio. La había vestido como tenía que ir vestida. 
Con colores brillantes que hacían brillar su pelo como fuego oscuro. Con faldas ceñidas, camisas tenues y zapatos de tacón alto que hacían que sus piernas parecieran todavía más largas de lo que eran. Y él, en un par de ocasiones, al verla salir del probador, había tenido que recurrir a todo su autocontrol para no volver a empujarla dentro y poseerla allí mismo.


En aquel momento estaban en uno de los restaurantes más exclusivos de Londres y solo podía pensar en quedarse a solas con ella para que pudieran «practicar» amarse. Movió la cabeza y renunció a intentar comprender por qué Paula Chaves tenía aquel efecto en él. Ella era un peligro para su futuro y para la libertad de su familia. Y sin embargo…


El local estaba en silencio salvo por las conversaciones apagadas que se daban a su alrededor.


Ella estaba agotada y él se sentía tan lleno de adrenalina como en la víspera de un trabajo importante. Ella lo ponía nervioso y Pedro no estaba acostumbrado a eso. En su mundo, las mujeres eran intercambiables. Rubias, pelirrojas o morenas, antes de conocer a aquella mujer, le daba igual. 


Cuando quería una mujer, la tomaba y luego la dejaba ir. 


Nunca prolongaba la aventura más de una o dos noches porque, en su experiencia, eso hacía que ellas empezaran a mirarlo como deseando algo más.


Pero Paula no.


En sus ojos verdes brillantes solo leía determinación. 


Conseguiría lo que necesitaba de él y seguiría su camino. Y aquella era la primera vez en su vida que era la mujer la que planeaba marcharse.


¿Y por qué eso le resultaba tan interesante?


–¿Quieren pedir ya o necesitan más tiempo?


Pedro miró al camarero que estaba al lado de su mesa.


–Pedimos ya –dijo. Cerró la carta–. Dos platos de roast beef, por favor.


–Inmediatamente –el camarero recogió las dos cartas y se alejó.


–¿Y si yo no quiero roast beef?–Paula, sentada a su lado en el banco, lo miró de hito en hito–. ¿Y si me apetece pollo o pescado?


–Pues te llevarías una decepción –respondió él.


–¿Tú siempre tienes que asumir el control?


–¿No es eso lo que intentas hacer tú? –replicó él. Pasó el pulgar por la cajita que tenía en la mano.


–Yo no soy una controladora –repuso ella–. Simplemente sé cuál es el modo correcto de hacer algo.


–Ah, yo también –dijo él, sonriendo ante la frustración evidente de ella–. Como te he dicho antes, tengo algo para ti.


Ella entornó los ojos y lo miró con recelo.


–¿Qué?


Pedro deslizó la cajita por la mesa en dirección a ella.


Paula se quedó inmóvil. Miró la cajita como si esperara que se alzara como una cobra y la atacara. Al fin alzó la vista hacia él.


–¿Un anillo?


–Estamos prometidos –Pedro se encogió de hombros–. Y he visto que la última dependienta te miraba el dedo anular.


–No importa.


–Sí importa. Es una pieza importante de toda la historia que estamos forjando. Esta mañana me metí el anillo al bolsillo antes de salir de casa y luego olvidé dártelo.


Ella volvió a mirar la caja y suspiró.


–Mi familia esperará que lleves mi anillo. Es parte de la interpretación que aceptaste.


Paula tomó la cajita, la abrió y lanzó un respingo.


–No puedo llevar esto. Es casi una pista de hielo.


Pedro sintió orgullo. Era un diamante grande. Uno de los más grandes que había robado en su vida. Pero, sobre todo, ese anillo era un símbolo y por eso lo había guardado cuando debería haberlo vendido una docena de años atrás.


–Es exactamente el tipo de anillo que yo le compraría a mi prometida –dijo. Lo sacó de su lecho de terciopelo.


–¿Te refieres a ostentoso y llamativo?


Una vez más, ella suscitaba su curiosidad.


–Eres la primera mujer a la que he oído decir que un diamante es demasiado grande.


–Yo no soy como otras mujeres –señaló ella.


–Sí, eso también lo he notado.


Paula entornó aún más los ojos.


–Has dicho que lo tenías en tu casa. ¿Cuándo lo compraste? ¿Hay otra prometida por ahí?


–Oh, no lo he comprado –le aseguró él.


Ella abrió mucho los ojos.


–Lo robaste.


–Presuntamente –contestó él. Después de todo, no sería prudente darle más munición para que la usara contra él–. Este anillo tiene un valor sentimental para mí.


–¿Y eso por qué?


Él la miró un momento, pensativo.


–Si vamos a fingir que somos amantes, tenemos que conocernos, y eso implica contarnos cosas de nuestro pasado. Sin embargo –añadió él–, estoy en la posición de tener que preocuparme por si mi prometida contará a sus amigos polis lo que yo le diga.


Ella pareció sentirse insultada.


–¿Qué? –preguntó en voz baja y furiosa–. ¿Tú crees que tomo notas? ¿Que llevo un micrófono oculto?


–No había pensado en eso –musitó él.


Pero lo pensó en aquel momento. No sería la primera vez que la policía utilizaba a una mujer hermosa para intentar sacarle información. Por supuesto, esos intentos habían fallado porque él los había detectado.


Pero con ella… Ella bien podía trabajar de infiltrada. ¿Tenía orden de aprovechar aquella proximidad para recabar más información contra su familia y contra él?


Pedro la miró a los ojos y, cuando ella habló, escuchó no solo sus palabras, sino también el tono. Igual que observaba su lenguaje corporal. Había aprendido de niño a pillar a un mentiroso. Y las señales que transmitía Paula no eran de engaño.


–No llevo un micrófono. Puedes cachearme luego si quieres asegurarte.


Pedro pensó en eso. En quitarle la blusa blanca nueva, desabrocharle el sujetador y registrar su cuerpo en busca de micrófonos plantados por la policía. Y pensando en eso, se excitó y se alegró de estar sentado, pues en ese momento le habría resultado doloroso andar.


–Cachearte suena tentador –dijo.


Un brillo de calor le cruzó la mirada antes de que pudiera ocultar su reacción. Y su respuesta solo consiguió alimentar aún más el fuego de él. ¡Maldición!


–Dejando a un lado lo de que me registres –dijo ella–. ¿Por qué iba a contar yo nada de lo que me digas?


–Podrías estar trabajando en secreto con la ley y que todo esto sea una trampa elaborada –Pedro no lo creía así, pero era mejor ponerlo todo sobre la mesa.


–Nadie se inventaría un escenario como este –lo miró sorprendida–. Pero si te ayuda, lo diré. No trabajo para nadie. Y si intentara hablar con la policía, no me creerían. No tendría pruebas para apoyar lo que dijera y tú les dirías que te he hecho chantaje para que me ayudaras, así que yo no quedaría muy bien, ¿verdad?


–Una explicación elocuente –asintió él–. Aun así, me gustaría tener tu palabra de que no contarás nada de lo que nos oigas a mi familia o a mí.


–¿Tú aceptarías mi palabra sobre eso? –preguntó ella.


Pedro sonrió para sí. Paula era policía hasta la médula, aunque en ese momento no tuviera ese trabajo. La honradez era algo innato en ella, a pesar de su intento actual de chantaje. La miró a los ojos y vio lo que tenía que ver antes de contestar:
–Sí, aceptaría tu palabra.


Ella le dedicó una sonrisa que él sintió como una victoria.


–Entonces la tienes. No contaré nada de lo que hablemos aquí o en la isla.


Él inclinó brevemente la cabeza.


–Teniendo eso en cuenta… –sacó el anillo de su lecho de terciopelo y lo examinó–. Robé este anillo hace doce daños. Fue el primer trabajo importante que mi hermano Paulo y yo llevamos a cabo solos.


Ella respiró hondo y contuvo el aliento.


–Estábamos en España –dijo él, recordando una noche cálida de verano en Barcelona. Una noche en la que su hermano y él habían forjado un plan, declarado su independencia de la familia y demostrado que se habían ganado entrar en el legado de los Alfonso.


Todos los Alfonso eran educados para eso. De niños les enseñaban a forzar cerraduras, a caminar sin hacer ruido, a andar por el borde de los tejados como otras personas caminaban por su jardín. Aprendían a diferenciar los diamantes buenos de los malos, a encajar en cualquier situación y a esquivar persecuciones. Los Alfonso habían sido ladrones durante generaciones. Los mejores. Y el negocio familiar había crecido con los años.


Teresa, la hermana de Pedro, había sido la única Alfonso en generaciones que no había aceptado esa vida. Siempre había elegido el camino de la honradez y tener una profesión de verdad. Nadie de la familia había comprendido sus deseos hasta un año atrás, cuando Pedro por fin había entendido lo que su hermana había sabido desde el principio. Que robar no era un buen modo de vivir. Que quitarle cosas a la gente significaba que también robabas un pedazo de sus vidas.


Curiosamente, robarle una daga antigua al hombre que se había convertido en el marido de Teresa era lo que había impulsado a Pedro a hacer algunos cambios personales. 


Había sido una revelación que lo había dejado aturdido y dispuesto a cambiar su estilo de vida.


–La mujer que perdió este anillo era encantadora. Recuerdo que a Paulo le gustaba mucho –musitó, recordando.


–Pero se lo robó de todos modos.


–Por supuesto. Es nuestro trabajo. Había una fiesta de fin de semana en su casa de campo en las afueras de Barcelona. Paulo y yo nos colamos en la fiesta, nos mezclamos con los invitados y después robamos las joyas que ella guardaba en una caja fuerte en su dormitorio. Todo fue de maravilla.


–¿Y no sospecharon de vosotros?


–¿Por qué iban a hacerlo? –él sonrió y apretó un momento el puño para sentir los bordes afilados del anillo clavándosele en la mano–. Nosotros éramos dos invitados más de los cientos que había en la fiesta, y nos marchamos mucho antes de que llegara la policía a investigar.


–No sé si sentirme impresionada u horrorizada.


Él soltó una risita y miró el anillo.


–Voto por impresionada. Horrorizada parece propio de una mente muy cerrada.


El camarero se acercó, les sirvió la cena y volvió a marcharse. Paula miró su plato.


–El roast beef tiene buena pinta –admitió de mala gana.


–Es su especialidad –dijo él–. Yo vengo mucho por aquí cuando estoy en Londres.


–Pero no estás en Londres a menudo.


Pedro se encogió de hombros.


–No. Paso mucho tiempo viajando.


–Eso ya lo sé.


Pedro le tendió el anillo, esperando que lo tomara. Como no lo hizo, le agarró la mano derecha y se lo puso.


–No es mi anillo. Es de esa mujer de Barcelona.


–No, no lo es. Ha sido mío durante doce años.


–Tenerlo no significa que sea tuyo.


–Según mi modo de pensar, sí –él tomó el cuchillo y el tenedor–. Llévalo. Es parte de tu disfraz para nuestra interpretación. Una parte más de la farsa.


Ella miró el anillo, que le ocupaba toda la primera falange del dedo anular.


–No sé si eso ayudará.


Pedro movió la cabeza.


–Tendrás que reprimir esas tendencias honradas tuyas durante unos días. Para jugar al juego que tú quieres, tendrás que ver más sombras grises que blancas y negras –dijo.


Pero mientras la observaba, vio que parecía preocupada y nerviosa. Y tuvo la clara impresión de que Paula Chaves era demasiado honesta para sacar aquello adelante.


Paula no estaba segura de poder hacer aquello.


Vivir con Pedro era más difícil de lo que había imaginado. En los últimos días había pasado horas con él. Solo tenía paz cuando se retiraba a su habitación. Solo entonces tenía tiempo para pensar. Para preguntarse cómo se había metido en aquello y cómo iba a sobrevivir.


Pedro era sexy y encantador. Era algo más que un ladrón. 


Era divertido. A menudo dirigía su sentido del humor contra sí mismo, lo cual ella encontraba muy atractivo. Le gustaba ir a sitios, ver cosas, y eso también la atraía. Le había enseñado Londres. Todos los puntos turísticos de los que ella había oído hablar y algunos de los que no. Habían visto las joyas de la corona, la Torre de Londres y el cambio de guardia en Buckingham Palace.


Le había mostrado la abadía de Westminster, Trafalgar Square y Carnaby Street. Habían almorzado en pubs, cenado en restaurantes elegantes de cinco estrellas y la noche anterior habían ido a bailar a un club privado.


En conjunto, se mostraba tan encantador que a ella le resultaba muy difícil resistirse. Él aprovechaba cualquier oportunidad para tocarla, para tomarle la mano o apartarle el pelo de la cara. Todavía no la había besado y Paula no sabía si sentirse aliviada o no. Besarlo haría que sus noches le parecieran más largas y los días más confusos.


Miró el anillo en su dedo y suspiró. Era enorme. Y robado. Y empezaba a gustarle la sensación de llevarlo.


La voz de Pedro interrumpió sus pensamientos.


–Estás ahí.


Ella se volvió desde la barandilla de piedra y lo miró acercarse. Llevaba una camisa negra de manga corta, vaqueros y botas negras y su atuendo le hacía parecer atractivo y peligroso a la vez. Una combinación embriagadora.


Portaba dos vasos largos y le tendió uno.


–¿Café con leche?


Gracias.


–¿Qué estabas pensando? –preguntó él, apoyando los codos en la barandilla de piedra.


–Nada en concreto –ella miró la otra orilla del Támesis, donde se levantaban el Big Ben y los edificios del parlamento.


–Todavía no se te da bien mentir. La honradez sigue brillando en tus ojos. Es una lástima.


Paula se echó a reír.


–La honradez no es una enfermedad, ¿sabes? No es contagiosa.


–Díselo a mi hermano Paulo –él apoyó los codos en la barandilla de piedra y observó el movimiento del agua–. Desde que hice el trato con la Interpol, mantiene las distancias como si pudiera atacarle el virus de la honradez que atacó a nuestra hermana desde su nacimiento.


–¿Vuestra hermana Teresa? ¿La que vive en Tesoro?


–Sí –él sonrió con ternura–. Es mi única hermana. Y desde que era niña, supo que no quería ser una ladrona como todos los demás.


–¿Y cómo se lo tomó tu padre? –preguntó Paula.


–Creo que al principio se llevó una decepción. Pero lo único que ha querido siempre es que sea feliz, así que, aunque no lo entendía, apoyó sus sueños.


–Parece un buen padre.


Pedro se volvió a mirarla.


–Lo es. Siempre ha estado a nuestro lado. Desde que murió nuestra madre, creo que se siente solo, pero nunca lo transmite.


–Mi padre también era estupendo –musitó ella, que lo echaba mucho de menos–. Era muy gracioso. Siempre me hacía reír. Y siempre estaba allí para abrazarme y decirme que todo iría bien. Siempre. Hasta que dejó de estar.


–¿Cuánto tiempo hace que lo perdiste?


–Cinco años. Un conductor borracho chocó con su coche patrulla. Murió en el acto.


–Lo siento –Pedro le tomó la mano.


El calor de su contacto se instaló en la piel y los huesos de ella y le produjo una sensación de consuelo… y algo más. 


Ese más era lo que la preocupaba.


Pedro se enderezó y echó a andar sin soltarle la mano.


–¿Adónde vamos?


–A hacer las maletas. Mañana salimos para Tesoro.


–¿Mañana?


–Sí. La Interpol espera que esté allí para vigilar antes de que empiece la exposición de joyas. Y mi hermana querrá que tenga tiempo de admirar a mi nuevo sobrino.


–Bien –musitó ella.


Se dijo que lo mejor era empezar cuanto antes. Estarían en el bautizo, Pedro haría su trabajo para la Interpol y luego podrían ir a buscar a Jean Luc y recuperar el collar. Y después ella volvería a casa. A Nueva York.


Curiosamente, la idea de ir a casa no le resultaba tan atractiva como unas semanas atrás.