jueves, 7 de julio de 2016
¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 13
No estaba nerviosa, no. Sencillamente no podía dormir. No era lo mismo.
Paula se movía silenciosa por el interminable piso blanco.
No quería despertar a Pedro, así que abrió la puerta de cristal de la terraza centímetro a centímetro. Como estaban en un décimo piso, el viento era fuerte y lo sintió en cuanto salió. Pero no le importó. Al contrario, le resultaba maravilloso el frío en la piel, pegándole al cuerpo el camisón corto que llevaba.
La barandilla alrededor de la terraza estaba plantada de setos. Rosas, naranjas y amarillos se mezclaban con el verde. Había una mesa y sillas, sorprendentemente cómodas, y Paula se acercó a mirar la ciudad desde la barandilla.
Habían pasado muchas cosas en pocos días. Pedro Alfonso no dejaba de sorprenderla. Después de todo, era un ladrón. Pero era divertido y amable. Ella había sido educada para creer en el bien y el mal. En el mundo Chaves no había sombras. Todo era blanco o negro, legal o ilegal. Pero ahora empezaba a observar cómo el blanco y el negro se mezclaban en un gris con el que no sabía si estaba preparada para lidiar.
Y él le hacía sentir cosas que no había sentido nunca. Cosas que no debería sentir. El anillo en la mano izquierda le pesaba de pronto, como si sintiera el peso no solo en el dedo, sino también en el alma. Miró el enorme diamante, robado a una mujer en Barcelona y guardado después como trofeo por un ladrón que ocupaba demasiado los pensamientos de Paula.
–Está bien –dijo con suavidad–. Quizá esté nerviosa.
–No hay motivo para estarlo.
Una voz detrás de ella la sobresaltó. Se giró a mirar a Pedro.
–¿Quieres que me caiga por el borde de la terraza?
Él se apoyó en el dintel de la puerta. Llevaba el pecho desnudo y solo un pantalón de pijama de seda negra. A la luz de la luna, su piel brillaba como bronce antiguo.
Paula tragó saliva.
–El único modo de que pudieras caerte de la terraza –dijo él–, sería ponerte encima de los setos, subir a la barandilla y saltar. No estás tan nerviosa como para eso, ¿verdad?
–Si te acercas más, puede que lo esté –murmuró ella.
El deseo le fluía caliente por las venas y sentía un cosquilleo de anticipación entre los muslos. Aquello era mucho más difícil de lo que había pensado. Toda aquella intimidad fingida empezaba a adquirir una realidad propia y con ella llegaban otros sentimientos que Paula, simplemente, no estaba preparada para afrontar. Y cuando él se apartó perezosamente de la puerta y echó a andar, supo que aquello se iba a complicar todavía más.
¿Él era tan alto cuando estaba vestido?
Paula respiró hondo, con la esperanza de tranquilizarse. En lugar de eso, se sintió aún más mareada. Todo aquel asunto del compromiso le parecía de pronto mucho más real. Mucho más inmediato. Mucho más peligroso.
–No te acerques más, Alfonso.
–¿Tienes miedo, Chaves? –preguntó él, con su voz oscura y aterciopelada.
¿Qué tenía la voz de aquel hombre que podía hacerla derretirse por dentro?
–No. Solo soy cautelosa.
–No me interesa la cautela –dijo él–. Me interesa mucho más por qué estás tan nerviosa.
–Por esto… Por ti. Por mí. Probablemente no sea una buena idea –Paula retrocedió un par de pasos, pero no había adónde ir. La terraza no era tan grande.
–A mí me parece una idea excelente. Los dos somos adultos. Los dos sabemos lo que queremos. ¿Qué es lo que te pone nerviosa? –preguntó él, cada vez más cerca.
–¿En este momento? –ella respiró hondo–. Tú.
Él sonrió un poco. El viento le revolvía el pelo sobre la frente y, en la penumbra, sus ojos se veían llenos de sombras.
–Creo que me gusta ponerte nerviosa –confesó. Esquivó el borde de la mesa y siguió avanzando hacia ella.
–Estupendo –contestó Paula. Miró detrás de sí como si esperara encontrar algún pasadizo secreto que llevara directamente desde la terraza al interior del ático. Pero no tuvo esa suerte–. Me alegra que te guste.
–Podría gustarnos a los dos.
Ella lo miró. Estaba ya tan cerca que solo tenía que alzar una mano y podría pasarle los dedos por su pecho escultural. Y sus dedos anhelaban hacer justamente eso.
Apretó los puños a los costados en un esfuerzo por contrarrestar sus impulsos.
–Y eso significa…
Él soltó una risita.
–Ya sabes lo que significa.
Oh, sí, ella lo sabía. Su cuerpo había entendido exactamente lo que quería decir él. El calor de antes empezaba a convertirse en un ardor infernal.
–Sí, lo sé –se apartó el pelo de la cara y se obligó a mirarlo a los ojos–. Pero eso no va a pasar.
Él se encogió de hombros.
–Depende de ti, por supuesto, pero estamos «prometidos».
¡Con qué facilidad la descartaba! Tan pronto utilizaba su aterciopelada voz y el calor de su mirada para seducirla como se encogía de hombros y desechaba aquello como si no le afectara el calor que palpitaba entre ellos. Paula no sabía si sentirse impresionada o insultada. ¿Por qué no podía hacer ella lo mismo?
–¿Por qué te has despertado? –preguntó.
–Tengo el sueño ligero. Te he oído abrir la puerta y salir y de decidido venir a ver qué ocurría.
–Muy considerado por tu parte.
–Oh, soy un hombre muy considerado –asintió.
Su mirada subió y bajó por el camisón de ella y Paula supo lo que veía. Era un camisón negro, con dos jirafas que estiraban el cuello al lado de un letrero: «Ha sido una noche muy larga».
Él sonrió.
–Quizá deberíamos volver a pasar hoy por la tienda de lencería.
Marie, irritada, cruzó los brazos sobre el camisón que le había regalado su padre el año de su muerte.
Además, no quería pensar en la tienda de lencería. Nunca antes había tenido a un hombre al lado cuando elegía bragas y sujetadores. Y, por supuesto, nunca antes había elegido un hombre por ella más de la mitad de lo que compraba.
–Bueno –dijo él, al ver que ella no hablaba–. Te he oído decir que estabas nerviosa.
–No deberías escuchar detrás de las puertas.
–Y tú no deberías hablar sola. O sea que los dos tenemos motivos para avergonzarnos. Pero volviendo a tus nervios…
–Estaré bien.
–¿Estás segura? –se acercó más a ella.
–Pues claro que sí. Estaba algo preocupada por lo de fingir delante de tu familia, pero… –forzó una sonrisa–. No puede ser tan difícil, ¿verdad?
–¿Hacerte pasar por mi amante? –Él guiñó un ojo–. Prometo ser muy atento y ayudarte todo lo que pueda.
Aquello era lo que se temía. En los últimos días habían estado juntos casi continuamente y las atenciones de él la habían llevado casi hasta el límite. No debería ser así. No debería ser tan difícil mantener la mente en el trabajo e impedir que su cuerpo reaccionara cada vez que él se acercaba demasiado.
Como en aquel momento.
El viento suspiró a su lado y Paula notó que hacía más frío que antes. Los últimos días habían sido sorprendentemente cálidos para el verano inglés, pero parecía que eso iba a cambiar. Y el súbito cambio de temperatura era una buena excusa para huir.
–Tengo frío –dijo. Y se felicitó por la mentira, pues con Pedro mirándola de aquel modo, el frío no era una opción.
–Bravo.
–¿Qué?
–La mentira. La has dicho sin vacilar. Casi ha resultado creíble.
–¿Casi? –ella alzó la barbilla, decidida a mantenerla.
–No tiritas –señaló él–. Y el brillo de tus ojos habla de calor, no de frío.
–Déjalo ya, Pedro –susurró ella.
Dio un paso al frente, con la esperanza de que él retrocediera y se apartara.
No lo hizo.
En lugar de eso, le puso ambas manos en los hombros y la retuvo en el sitio. Paula se vio obligada a alzar la barbilla para mirarlo a los ojos y su boca quedó a muy poca distancia de la de él.
–Creo que deberíamos hacer algo antes de mañana –dijo Pedro.
Ella sintió la boca seca.
–¿El qué? –preguntó.
–Un beso –musitó él con voz ronca.
Paula quería hacerlo. Lo cual significaba que probablemente no debía. Bajó la vista a la boca de él y Pedro curvó levemente los labios como si supiera exactamente lo que ella pensaba. Paula subió la vista a sus ojos y dijo con suavidad:
–Esto no era parte del trato.
–Los tratos se pueden renegociar –musitó él. Y su mirada se movió por el rostro de ella como una caricia.
–¿Negociar cómo? –ella movió la cabeza–. Esto es temporal y los dos lo sabemos.
–Eso no significa que no podamos divertirnos –replicó él–. Vive el momento, Paula. Puede que te guste.
Ella nunca había vivido el momento. Estaba llena de planes, de estrategias y de preocupaciones por el futuro. Incluso de niña, tenía ya metas. Y se había concentrado en esas metas, en esos planes, con exclusión de todo lo demás. No había salido mucho con chicos porque, francamente, nunca le había encontrado mucho sentido. Su mundo estaba lleno y no le había parecido que valiera la pena intentar encajar a un hombre en él. Sobre todo porque nunca había conocido a uno que le hiciera querer tirar sus planes por la ventana.
Hasta aquel momento.
Pedro le hacía pensar cosas tan extrañas para ella que casi no reconocía sus pensamientos. ¡Y qué ironía que el primer hombre que hacía cantar a su cuerpo fuera el hombre equivocado!
Él movió los pulgares por los hombros de ella, que sintió el calor de su contacto a través de la tela del camisón. La acercó hacia sí y ella se apoyó en él instintivamente. «Un error», se dijo. Un gran error.
–La intimidad no se puede fingir –comentó él–. Mi familia estará con nosotros. Notará si estamos incómodos el uno con el otro. Y no queremos eso, ¿verdad?
–Supongo que no –respondió ella. Su papel tenía que ser convincente. Si no, ¿para qué molestarse?
Él le bajó una mano por el hombro, le deslizó los dedos por el pelo y le posó la mano en la nuca.
–Deberíamos conocer el sabor del otro. Y este es el momento.
Ella no habló. No era preciso. Además, su cerebro ya no estaba al cargo. Su cuerpo tenía las riendas y estaba lleno de energía. Siempre había creído que estar con el hombre equivocado era peor que estar sola. Había reprimido tanto tiempo sus hormonas, sus necesidades, que todo en su interior se estaba liberando a la vez.
Racionalmente sabía que Pedro Alfonso era el hombre equivocado. Pero en aquel momento era el único hombre que importaba. Aquel momento no era para pensar. Era para saborear eso que tanto deseaba.
Él bajó la cabeza y la besó en los labios y Paula soltó un suspiro. Esa suave exhalación detonó algo en Pedro, porque le bajó las manos a la cintura y la apretó con tanta fuerza que no quedó ninguna duda de que la deseaba tanto como ella a él.
Una necesidad alimentó a la otra y sus lenguas se enredaron en un baile frenético de sensaciones. Ella le subió las manos por su piel dorada hasta apretarle los hombros. El calor irradiaba del cuerpo de él y se introducía en el suyo. Él le sujetaba la cabeza mientras le besaba la boca, dejándola sin aliento y sin voluntad.
El sabor que le daba prometía más y eso la tentaba.
Imágenes dispersas pasaban por su mente. Imágenes de ellos dos abrazados en la enorme cama de él, piel contra piel, explorando, con sus cuerpos fundiéndose. Paula se entregó a las sensaciones que la recorrían porque nunca había conocido nada igual.
Él la estrechaba con fuerza, hasta que ella no habría podido decir dónde acababa el cuerpo de él y empezaba el suyo. Él reclamaba más y daba más. Su beso se hizo aún más profundo y gemía cuando la lengua de ella respondía a la suya caricia por caricia. Sus alientos se mezclaban, sus corazones latían al unísono con un ritmo frenético.
Así pasaron minutos, horas. Paula no habría sabido decirlo.
La noche los rodeaba, envolviéndolos en un capullo de estrellas, de luna y del toque frío del viento. El mundo entero parecía encogerse a su alrededor hasta que solo existía aquella terraza y ellos dos. Fue un momento fuera del tiempo y Paula supo que las cosas entre Pedro y ella ya no volverían a ser igual.
Cuando le daba vueltas la cabeza y sentía las rodillas débiles, él interrumpió al fin el beso, y Paula se dejó caer sobre su pecho sin aliento. Su único consuelo era que, a juzgar por los latidos de su corazón, él no estaba manejando aquello mejor que ella.
–Eso ha sido… una revelación –dijo él al fin.
Ella se echó a reír y movió la cabeza sobre su pecho.
–¿Una revelación?
–Sí –él le alzó la barbilla para poder mirarla a los ojos, como si buscara algo allí–. Nunca había besado a una policía y creo que me he perdido algo todos estos años.
–Bueno –ella intentó el mismo tono de falsa ligereza que había usado él–, yo tampoco había besado nunca a un ladrón y debo decir que ha estado bastante bien.
–¿Bastante bien? –repitió él–. Ahora me acabas de poner en mi sitio.
Paula le sonrió.
–¡Quién sabe! Puedes mejorar con la práctica.
Él le apartó el pelo de la cara, le bajó los dedos por la barbilla y le puso la mano en la mejilla.
–Soy un forofo de la práctica, querida. ¿Por qué vamos a conformarnos con «bastante bien» si con un poco de trabajo podemos llegar a la perfección?
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