sábado, 2 de julio de 2016

EL PACTO: CAPITULO 25





La arena blanca de las islas Barbados se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Paula descansaba en biquini bajo el cálido sol. El hotel aún no se había inaugurado y apenas había nadie. Aquello era el paraíso, salvo por el pequeño detalle de lo miserable que se sentía.


Era la segunda vez que abandonaba a Pedro. Todo había terminado. Había perdido al único hombre a quien había amado, seguramente al único al que amaría jamás.


Sin reflejar ninguna emoción, la había mirado a los ojos y elegido el divorcio en lugar del amor. Paula terminó la piña colada sin conseguir mitigar ni una mínima parte del dolor de su corazón.


Su hermana, Carla, estaba en la tumbona de al lado, cosiendo el cuerpo del vestido de alguna feliz novia.


—¿Te pides otro y me dejas mirar cómo te lo tomas? —Carla miró la copa vacía con nostalgia.


—¿Echas de menos el alcohol? —sugirió Paula. A su llegada a las islas, sin previo aviso, su hermana le había comunicado la noticia de su embarazo.


Y en ese mismo instante, todo lo demás había dejado de importar. Su hermana había superado el doloroso aborto con el que había terminado su primer embarazo y Paula rezó para que el segundo saliera adelante.


—Ya te digo —Carla se dio una palmadita en la barriga—. Hasta dentro de año y medio no podré volver a beber. Pienso darle el pecho.


Eso bastó para hacer brotar de nuevo las lágrimas. Paula no lo entendía. A fin de cuentas no estaba pensando en tener un hijo de Pedro. No estaba hecha para ser madre, pero no era fácil estar con alguien tan feliz que había conseguido arreglar sus problemas sentimentales.


—Cielo, ya van tres —Carla le acarició el hombro—. Un día de estos tienes que contarme lo que pasó en Nueva York.


Hacía una semana y media que Paula había llegado a Barbados. Y de inmediato había regresado a su puesto de ayudante de Carla. Hablar de Pedro le resultaba más complicado cada vez.


—Problemas con un tío —murmuró.


¿Qué otra cosa podía decir? «Fui a Nueva York en busca de un divorcio, me enamoré de mi esposo, que me dejó tirada. Ah, es verdad, no sabías que estaba casada. Verás, eso sucedió durante mi viaje a Las Vegas…».


—Nunca te había visto llorar por un tipo —Carla puso los ojos en blanco—. Búscate otro.


—Ya he intentado buscar otro —Paula gimoteó—, pero es inútil.


—Cielo, no llevas ni dos semanas aquí. Date un poco de tiempo.


—Llevo intentándolo dos años —murmuró ella.


Dos años y tres semanas más, el tiempo que hacía que se había marchado de Nueva York, destrozada y demasiado avergonzada para contarle a nadie el desastre en que había convertido su vida por ser tan estúpida como para pensar que una boda accidental con un hombre al que había conocido en Las Vegas podría funcionar.


—Pues búscate otro encargado de piscina, como Paolo —Carla agitó alegremente una mano en dirección al hotel—. Ese chico siempre te hacía sonreír.


—¿Paolo? —Paula rebuscó en su memoria—. Ah, sí, el chico de Grace Bay.


Carla y ella habían acudido a un desfile de vestidos de novia para promocionar ese complejo de las islas Turcas y Caicos, y allí su hermana se había reencontrado con Keith. Y allí ella había perseguido otros cuerpos en su intento de olvidar a Pedro.


—Lo fingí todo —le informó a Carla—. Es evidente que ya lo he olvidado.


—Eso parece —Carla permaneció unos segundos en silencio—. ¿Al menos querrás decirme si vas a quedarte? Porque si regresas a casa, tengo un par de encargos para ti. Bueno, eso suponiendo que sigas interesada en que seamos socias.


Una manera perfecta de abordar un tema complicado. Pero Paula tenía que afrontarlo.


—Te seré sincera, no estoy segura de qué quiero hacer, aunque sí sé que los vestidos de novia son tu sueño, no el mío. ¿Me odiarás para siempre si me echo atrás?


Paula no estaba dispuesta a aceptar un trabajo que no la apasionara, y no sería justo para Carla que se asociaran sin que pudiera volcar toda su alma en el proyecto.


—En absoluto —Carla sonrió y sacudió la cabeza—. Esperaba que al final descubrieras por ti misma lo que deseabas hacer. Pero te habría aceptado de todos modos.


¿Cómo había podido tener tanta suerte con su hermana?


—Tengo que volver dentro —Carla señaló el vestido que estaba cosiendo.


Paula asintió y la ayudó a llevar el vestido y el material de costura, evitando que se manchara de arena. Atravesaron la zona de la piscina para llegar al edificio principal, pero no hubo ni un solo encargado que llamara su atención.


La mención a Grace Bay le había recordado que su hermana había seguido un camino muy parecido al suyo, aunque los resultados habían sido mucho mejores, dado que estaba embarazada del hombre con el que se había casado, a pesar de unos inicios bastante turbulentos cuando Keith la había abandonado en el altar dos años antes.


—Keith y tú volvisteis juntos. ¿Cómo conseguiste que funcionara la segunda vez?


—La primera vez no nos conocíamos lo suficiente —Carla se encogió de hombros—. Al reencontrarme con él en Grace Bay, me juré que no volvería a enamorarme de él, pero me dabas tanta envidia por la facilidad con la que eras capaz de disfrutar de un revolcón y luego pasar a otro tipo que quise intentarlo. Se suponía que Keith debía ser mi revolcón en una isla tropical. Pero es evidente que algo falló.


—Soy la última persona que debería despertarte envidia —Paula sacudió la cabeza—. Todo se me da mal.


—Lo único que se te da mal, cielo, es el papeleo. Una voz familiar la sobresaltó mientras las dos hermanas se volvían al mismo tiempo.


Y allí estaba el hombre de sus sueños, en carne y hueso, con una deliciosa sonrisa en la cara.


¡Había ido en su busca! La echaba de menos. Lo sentía y quería volver a intentarlo.


Pedro—exclamó Paula con la voz ronca—. ¿Qué…?


—Hola —interrumpió Carla mientras estrechaba la mano del desconocido—. Soy Carla Mitchell. Tú debes ser el motivo de la presencia de mi hermana en Barbados.


—Eso creo —Pedro saludó a Carla—. Pedro Alfonso, el marido de Paula.


¡No podía haber dicho eso! Qué típico de un hombre pensar que podía aparecer allí y que ella se arrojaría en sus brazos. 


Todo perdonado.


—¡Madre mía! —exclamó Carla—. Esto es mucho mejor de lo que me había imaginado. Cuenta.


—No sé si os habéis dado cuenta, pero sigo aquí —Paula le propinó a su hermana un codazo.


—Sí, sí —asintió la otra mujer—. Pero dado que no has mencionado ni una sola vez la palabra «marido», quizás deberías callarte y dejarme hablar con mi cuñado.


—No puedes aparecer sin más delante de una persona que ha puesto tierra de por medio para esconderse de ti —Paula fulminó a Pedro con la mirada—. Y no puedes presentarte como mi marido.


—Pues entonces no deberías haberte casado conmigo —contestó él alegremente.


Demasiado alegremente, sobre todo para un hombre que, si había justicia en el mundo, la había buscado hasta el Caribe para arrojarse a sus pies y pedir perdón.


Y entonces vio la carpeta que llevaba en la mano, como las que utilizaba para los documentos importantes. El pulso de Paula se detuvo. La había buscado, cierto, para divorciarse de ella.


Su estupidez no tenía límite.


—¿Qué haces aquí? —para que no advirtiera el temblor de sus manos, se cruzó de brazos—. Se suponía que debías enviarme los papeles del divorcio, no entregarlos en persona.


—Y los envié. Hace tres semanas. Pero, extrañamente, nunca recibí mi copia firmada.


Ninguno de los dos interrumpió el contacto visual mientras Carla murmuraba algo sobre tener que marcharse.


—No recibí esos papeles —porque se había subido a un avión con destino a Barbados, demasiado aturdida para mencionarle a su madre que esperaba un correo con los papeles del divorcio. De nuevo había demostrado que no se podía confiar en ella para actuar como un adulto.


—Si has venido para decirme lo tontainas que soy con el papeleo, llegas dos años tarde.


—He venido porque al fin he descubierto qué quiero ser de mayor —la expresión de Pedro se suavizó—. Pero no puedo hacerlo sin ti.


¿A qué venía eso? Ya había intentado mantener esa conversación con él en Nueva York.


—Tú quieres ser director ejecutivo —le recordó ella—. Y dejaste bien claro que no me necesitabas para eso.


Le había hablado con franqueza sobre sus sentimientos, su futuro, su felicidad, su matrimonio. Incluso sobre sus perspectivas de trabajo. Todo para ver sus sueños aplastados por la cruda realidad. No estaba dispuesto a darle lo único que le pedía: amor.


—A lo mejor esto lo explica —Pedro le entregó la carpeta—. Adelante. Léelo.


—Ya sé lo que pone en los papeles del divorcio —la carpeta le quemaba en las manos—. Los redactó el abogado de mi padre.


—No es lo que crees —él sacudió la cabeza—. Es el manifiesto para relanzar Empresas Alfonso. Bettina, Pablo, Valeria y yo lo hemos hecho juntos.


—¿Los cuatro en la misma habitación? —Paula entornó los ojos—. ¿Sin ningún homicidio?


La sonrisa de Pedro resultaba devastadora y ella casi se olvidó de respirar. Al parecer, su cuerpo aún no había recibido el mensaje de que ese hombre ya no le pertenecía.


—Las primeras reuniones fueron de tanteo. Pero recordé nuestra conversación sobre cómo Empresas Alfonso es mi pasión y que sacrificaría cualquier cosa por ella porque la habían fundado gente de mi sangre. Y pensé que había llegado la hora de ponerlo a prueba.


Paula abrió la carpeta y leyó página tras página.


—No lo entiendo. ¿Qué pasó con los planes de fusión que habías ideado con Valeria?


El deseo de venganza de Pedro hacia su padre no podía haberse desvanecido tan fácilmente. Ni la rivalidad con Valeria.


—Una parte está incluida, pero ahora es mucho mejor. El manifiesto detalla la reestructuración de Al y Alfonso bajo un mismo techo —Pedro le tomó una mano y se la llevó al corazón—. Casi está acabado, pero falta una firma. La tuya. La única Alfonso que aún no ha dado su visto bueno.


—¿Qué? —Paula se ruborizó—. ¿Quieres incluirme? ¿Por qué? No soy una Alfonso.


Aunque deseaba serlo. Había encontrado un lugar en el mundo en el que encajaba, donde su mente era más importante que su cuerpo, pero ese hombre se lo había arrebatado.


Y de repente aparecía y le ofrecía ¿qué?


—Tú fuiste la inspiración de todo, Paula. Valeria citó tus palabras. Bettina citó tus palabras. No recuerdo haber formulado una sola idea original durante todo el proceso. Todo era tuyo. —él le apretó la mano con más fuerza—. Eres una Alfonso. Es una de las muchas cosas que he aprendido de ti. No me resulta fácil dejarme llevar por el corazón y necesitaba mejorar. Desgraciadamente, tuve que aprenderlo a costa de un alto precio. Tú.


—No tenía que haberte costado nada —los ojos de Paula ardían—. Yo te amaba gratis.






EL PACTO: CAPITULO 24




En pocos días, Paula había invadido el loft.


Era la única manera de describirlo. No tenía mucha ropa, básicamente la que había llevado de Houston y la que él le había comprado, pero ese par de zapatos de tacón tirados en medio del salón resultaban más invasivos que un golpe militar.


Su relación había evolucionado hacia algo que Pedro no comprendía. Por mucho que intentara mantener su posición, Paula imponía la suya. Los zapatos eran una prueba de ello.


La puerta se abrió, sobresaltándolo.


Y allí estaba. Una salvaje maraña de cabellos color caoba y una bolsa de la compra colgada del brazo. El corazón de Pedro sufrió una punzada. ¿Cómo había llegado al punto de que solo con verla sufría todas esas reacciones?


—Hola —saludó ella—. Pensaba que estarías en el trabajo.


—Es sábado —le recordó él. Hacía cuarenta y cinco minutos que habían mantenido una conversación similar—. Y te has vuelto a dejar los zapatos en el salón.


Cada vez que intentaba explicarle la utilidad de un armario, Paula lo ignoraba.


—¿Y?


Ella se dirigió a la moderna cocina que Pedro habría jurado hasta hacía dos semanas que era de lo más masculina, al igual que el resto del apartamento. Pero Paula cambiaba todo lo que tocaba, miraba o respiraba.


—Alguien podría tropezarse con ellos y caerse —no se lo podía permitir, o terminaría por despertar un día convertido en su padre.


—¿Te refieres a los enanitos que vienen por las noches? —ella lo miró por encima del hombro.


—Sí, eso es —contestó él reprimiendo una sonrisa.


Paula soltó una carcajada. A Pedro le encantaba el sonido de esa risa. El apartamento había sido muy silencioso antes de la llegada de su esposa. Y le había gustado así, aunque ya no estaba tan seguro.


Ella regresó al salón y se arrojó en su regazo, sentándose a horcajadas, como había hecho en el coche. El pulso se aceleró a Pedro. Era su postura preferida, para ver su rostro en todo momento, para perderse dentro de ella.


—Pues entonces deberías castigarme —murmuró Paula deslizando las manos bajo la camisa.


—Paula —Pedro consiguió atraparle las manos y apartarlas de su piel. Pero entonces olvidó por qué quería que parara.


—¿Sí, cariño? —tomándole las manos, ella se las llevó 
hasta la espalda.


Los turgentes pechos presionaron el torso de Pedro y, a juzgar por la dureza de los pezones, ambos estaban excitados. Y lo único en lo que él podía pensar ya era en besarla.


—¿Así va a funcionar esto? —murmuró él—. ¿Yo intento mantener una conversación seria y tú me distraes con sexo?


—Solo si te tomas en serio unos zapatos —ella parpadeó coqueta—. De lo contrario, buscaré sexo.


—Quizás deberíamos mantener esta conversación de vez en cuando.


—Así es como más me gusta —ella gimió feliz—. Hablar y sexo al mismo tiempo.


Las manos de Paula volvieron a deslizarse bajo la camisa de Pedro.


—No me refería a eso —gruñó él—. La fusión está en un punto crítico. Tienes que considerar la oferta de trabajo de Valeria. Ambos estamos a punto de realizar nuestros planes y no podemos permitirnos dar un paso en falso.


—A mí eso me suena a un motivo para celebrarlo desnudos —insistió ella descarada antes de retorcerse hábilmente sobre la entrepierna de su marido.


Pedro estuvo a punto de perder el control. No podían seguir así, aunque su cuerpo gritaba que quería continuar.


—¿Es que solo piensas en sexo? —frustrado, volvió a sacar las manos de Paula de debajo de su camisa. Cuando estaba atrapado en su tela de araña no podía pensar.


—No, cielo —al fin ella pareció captar la indirecta—. A veces, mientras estás dentro de mí, hago mentalmente ecuaciones de segundo grado. ¿En qué se supone que debo pensar?


—Lo siento —Pedro suspiró y apoyó la frente en la de su esposa—. Estoy nervioso.


—Está bien —Paula lo acarició con ternura—. Aquí me tienes para lo que haga falta. Y no tiene que ser sexo.


—Parece que es lo único que se nos da bien —Pedro soltó lo primero que pasó por su mente—. Y supongo que es apropiado para una relación basada en el sexo.


Ella le sujetó la barbilla y lo obligó a mirarla a los ojos. Unos ojos que emitían destellos furiosos y algo más que él era incapaz de descifrar.


—Eso es una estupidez y lo sabes. Esto es mucho más que un revolcón. Tenemos una conexión increíble, y no te atrevas a menospreciarla.


—¿Qué está pasando aquí? —sorprendido por el arranque, él la miró largo rato.


—Estoy enamorada de ti, grandísimo memo —ella le dio un golpecito en la cabeza—. ¿Por qué si no iba a soportar a tu horrible hermana, tu mal humor y tu evidente falta de respeto por los zapatos Jimmy Choo?


—¿Estás enamorada de mí? —el pulso de Pedro se aceleró—. No puede ser.


—No me digas lo que puedo sentir —Paula frunció el ceño—. Y supongo que eso responde a mi pregunta sobre si sientes lo mismo por mí.


No, no respondía. En absoluto. Porque lo cierto era que no lo sabía, y no quería pensar en ello.


—Nuestro matrimonio es ventajoso. Punto.


Al menos solía serlo. En algún momento, algo había cambiado, y no le gustaba. Paula lo había cambiado todo con su declaración, su dulzura y su cerebro.


Pedro —ella respiraba entrecortadamente—. Estar enamorado tiene muchas más ventajas que utilizar el matrimonio como instrumento.


—Para mí, no —insistió él—. El amor destruyó todo aquello por lo que trabajé. No creo en el amor. No creo que pueda durar, que alguien pueda decidir que una persona es para ti, para siempre.


Eso iba por los dos. ¿Cómo iba a poder confiarle sus sentimientos después de esa afirmación? Decididamente no se le daban bien las relaciones.


—¿Y nada de lo que ha sucedido en estas dos últimas semanas puede cambiarlo? —ella lo miró desolada.


Todo lo sucedido en las dos últimas semanas había supuesto un desafío para él. Pero nada había funcionado para mantener a esa mujer fuera de sus brazos, y de su corazón.


—Nunca he ocultado lo que esperaba sacar de este matrimonio —Pedro empezaba a preguntarse cuál era en realidad su meta.


—Pues ¿sabes qué? A veces no consigues lo que quieres, y a veces sí. ¿Te digo lo que yo esperaba sacar de este matrimonio?


—Un divorcio. Lo dejaste muy claro.


Y él había hecho todo lo posible por evitarlo. No quería dejarla marchar fingiendo que era por la fusión cuando en realidad tenía que ver con evitar enfrentarse a ese momento. Si el matrimonio se convertía en una relación, iba a tener que ser un hombre mejor que su padre. ¿Y si no podía?


—No. Esperaba averiguar quién sería de mayor.


Y de repente el recuerdo regresó a la mente de Pedro. Esa primera noche, en la habitación de hotel. Después de que esa mujer hubiera convertido su mundo en una guarida de hedonismo. El exótico perfume había impregnado las sábanas y su piel. Con la cabeza apoyada en su estómago, le había confesado que le asustaba hacerse adulta porque no sabía quién iba a ser.


—De eso iba el Pacto de Adultos —perplejo ante la referencia a Las Vegas, Pedro preguntó—. ¿Aún no lo sabes?


—Durante mucho tiempo no lo supe. Pero al final lo descubrí —Paula lo contempló largo rato—. Siento curiosidad sobre una cosa. Este plan lo ideaste en Las Vegas para arreglar la empresa ¿verdad? Digamos que consigues ser el director ejecutivo y pones en marcha tu plan de fusión. Empresas Alfonso reunidas. ¿Y luego qué?


—¿A qué te refieres?


—¿Qué tiene de especial? ¿Se complementan las dos mitades? ¿Han seguido caminos separados? ¿Qué vas a hacer para demostrarle a todo el mundo que estabas en lo cierto?


Pedro la miró boquiabierto. Porque no tenía respuesta. Valeria y él habían hablado de lanzar una nueva línea. 


Aparte de eso, no había hecho nada para decidir el mejor camino a seguir.


Porque había estado demasiado ocupado decidiendo cómo utilizar el matrimonio para mantener a Paula en su cama.


—¿Lo ves? —la sonrisa de su esposa suavizó el impacto—. Tú tampoco lo sabes. Son las mismas preguntas que me hiciste sobre los vestidos de novia, y me ayudaron a reflexionar sobre qué quería hacer en la vida. Nos necesitamos. Yo te amo, pero no tengo ni idea de cómo estar casada. Ni idea de qué significa el matrimonio para nosotros y nuestros sueños. Descubrámoslo juntos.


De nuevo la palabra amor. Pero ya no era ese concepto nebuloso que había llegado a odiar porque había sido la excusa de Pablo para todas sus egoístas acciones dos años atrás.


La confusión aumentó la irritación de Pedro. De repente, todo se había descontrolado. Ya no había excusas ni ventajas, solo una mujer ofreciéndole su amor. ¿Y si lo aceptaba? ¿Sería como su padre, sacrificando Empresas Alfonso por su esposa?


¿Y cómo sabía qué le convenía a Empresas Alfonso? Ni siquiera era capaz de contestar a una sencilla pregunta sobre el día después de la fusión. Su único mérito para ganarse el puesto de director ejecutivos había sido casarse
accidentalmente con una mujer a la cual su madre aprobaba.


Y él lo había utilizado para conservar a Paula a su lado. 


Era mucho peor que cualquier cosa que hubiera hecho Valeria. Una profunda sensación de terror lo paralizó.


Era incapaz de pensar cuando tenía a su mujer sentada en el regazo. Con mucho cuidado, la sentó en el sofá y se volvió, incapaz de mirarla, por temor a que ella viera algo en su expresión que no quería revelar.


—No puedo… —Pedro tragó nerviosamente.


No se la merecía. Y ella no se merecía estar casada con él, un manipulador. Ni siquiera estaban casados porque se hubiera ganado el amor de Paula. Había sido un accidente.


Paula tenía razón. En Las Vegas no había descubierto cómo ser un adulto.


—¿Por qué no podemos seguir como antes? —preguntó a la desesperada—. ¿Por qué el amor tiene que formar parte de la ecuación?


—Porque es lo que quiero —sugirió ella con calma—. Y no me conformaré con menos. Pasé dos años intentando olvidarte y no lo conseguí. Porque me enamoré de ti en Las Vegas y fui demasiado estúpida para darme cuenta. Quiero lo que empezamos entonces.


—Las Vegas no era real.


Había sido un espejismo que lo había conducido por el camino equivocado hacia una meta que jamás podría alcanzar. La empresa no iba a unificarse de nuevo solo porque hubiera redactado unos documentos en los que describía la estructura corporativa. Incluso si Valeria y él sacaban adelante la fusión, eso no solucionaría mágicamente todos los problemas que tenía con su padre o con su hermana, con los cuales, además, volvería a trabajar.


Si Las Vegas no era real, entonces tampoco lo era ningún aspecto de su relación con Paula.


—Sí lo era —insistió Paula—, tan real como lo que está sucediendo en nuestro matrimonio ahora. ¿No ves que lo sucedido en Las Vegas no podía quedarse allí?



—Aquello solo tuvo que ver con sexo —contestó él secamente—. No me digas que estabas filosofando cuando gritaste mi nombre por segunda vez en la ducha.


Desagradable, pero necesitaba alejarse de ella. Ya no confiaba en sí mismo.


—Pero después —ella parpadeó confusa—, no me vestí y me marché. Y me alegra, porque ahí fue donde conectamos. Quizás todo empezara con dos personas que necesitaban descargar tensiones, pero no terminó así. Estuvimos dando pequeños pasos hacia el futuro, un futuro en el que estaríamos juntos para siempre. Y todavía no ha terminado porque ninguno de los dos quiere que termine.


—Tienes razón. Tuve muchas ocasiones para terminarlo, pero no lo hice.


Porque era increíblemente egoísta. Igual que su padre. 


Había evitado ese peligro, asumiendo que el amor era el problema, cuando siempre fue otra cosa.


Desde el primer momento se había aprovechado de la relación, asegurándose de que ella se mantuviera a su lado.


Mientras se preguntaba sin cesar qué le estaba haciendo esa mujer, nunca se había preguntado qué le estaba haciendo a ella. Le había dado esperanzas invitándola a su casa, y a su cama.


Le debía el divorcio que había ido a buscar para poder empezar una vida de adulta.


—No podemos vivir un verdadero matrimonio y yo no puedo enamorarme de ti.


Aún no. Quizá jamás, pero no podía pedirle que se quedara hasta que se cambiara de idea. Y se lo debía por todo lo que ella había hecho por él. Dejarla marchar era lo correcto.


La expresión de Paula le resultó insoportable y tuvo que cerrar los ojos. Al abrirlos, vio los bonitos ojos de ella inundados de lágrimas.


—¿Ya está? ¿Estás renunciando a lo que tenemos?


—Tengo que hacerlo —dejaría que ella lo interpretara a su antojo—. Firmaré los papeles. Es lo menos que puedo hacer.


—Es tu oportunidad para tener todo lo que deseas, como hace dos años —ella se puso de pie—, como haces cada vez que estamos juntos. No permitas que tu cabeza gobierne sobre el corazón.


Pedro la miró, incapaz de decir nada que cambiara la situación. Además, tenía miedo de soltar la verdad si empezaba a hablar. Miedo de admitir que nada desearía más que lanzarse a una aventura amorosa con su mujer.


Pero no podía. Ella se merecía un marido adulto.


—A las cinco estaré fuera del loft—afirmó Paula .


—¿Te vas? —Hasta ese momento no había sido consciente de que la estaba dejando marchar para siempre.


—Sí. Yo y mi corazón roto nos vamos a algún sitio en el que tú no estés, pero esta vez no regresaré —Paula anotó algo en un papel—. Envía los papeles del divorcio a esta dirección.


Pedro lo leyó. Era una dirección de Houston. Paula regresaba a su casa.


—Por si sirve de algo, siento que haya terminado así.


Ella asintió y corrió al cuarto de baño mientras él se marchaba a la oficina sin despedirse. De ninguna manera pensaba quedarse para ver cómo recogía sus cosas.


Una vez en su despacho, no se molestó en encender el ordenador. Se quedó sentado, preguntándose si Paula era consciente de que había sacrificado su puesto de director ejecutivo y arriesgado la fusión al concederle un divorcio que ella ya no quería.


Si Paula regresaba a su casa, Valeria perdería a Allo, y Alfonsose iría a pique. Ningún miembro de la ejecutiva de Al aprobaría la fusión con una empresa arruinada. Y Bettina se echaría atrás en su intención de apoyar su ascenso sin una esposa a su lado.


Y lo único que tenía claro era que jamás iba a perdonarse haberle hecho daño a Paula. Tenía que encontrar el modo de compensarla