jueves, 14 de abril de 2016

NO EXACTAMENTE: CAPITULO 37





Se comieron el estofado que había preparado y se rieron cuando Damian comenzó a sacudir los regalos al pie del árbol.


—Esto tiene que ser ropa. —Damy frunció el ceño.


—¿Por qué lo dices? —preguntó Pedro.


—Porque no hace ruido y no es muy pesado. —Damian soltó el paquete bajo el árbol y levantó uno de los que había traído Pedro.


—Silencioso y liviano, sí, debe de ser ropa —estuvo de acuerdo Pedro.


—Este —gritó, levantando un hermoso paquete por encima de su cabeza— es un juguete—. No es pesado, pero suena a piezas de plástico dando vueltas por ahí.


Paula tomó la mano de Pedro por encima de la mesa y le sonrió a Mónica.


—¿Cómo sabes que son de plástico?


Damian cerró los ojos y demostró cuán en serio se tomaba el asunto de sacudir los regalos.


—Tengo cinco años. Todos mis juguetes son de plástico.


Pedro le apretó la mano mientras hablaba con su hijo.


—Entonces, Damy, ¿qué es lo que de verdad, de verdad quieres para Navidad?


—Quiero una bicicleta.


Paula lo había visto venir. Era lo único que había pedido. La que ella había escondido en una caja en su dormitorio requería que Santa Claus hiciera un serio trabajo de montaje después de que Damy se fuera a dormir.


—Pero ¿sabes qué sería mejor que una bicicleta? —preguntó.


Oh, no. Ella no sabía que quería otra cosa más. Su carta a Santa, la que escribió el día después de Acción de Gracias, decía una bicicleta. Una bicicleta roja del doble de tamaño de la que tenía ahora.


—¿Qué cosa, chiquitín? —preguntó Paula.


—Quiero una casa en la que tengamos un camino y un lugar para andar en bicicleta. Así, la tía Mónica tendría su propia habitación y no necesitaría dormir aquí. Y mamá podría estacionar su auto nuevo en un garaje. —Damy se puso de pie de un salto—. ¿Has visto el auto nuevo? —le preguntó a Pedro.


—No. —Pedro le ofreció una sonrisa a Paula.


—¡Por Dios! Con tantas emociones, se me ha olvidado por completo contarte lo que pasó.


El pulgar de Pedro comenzó a acariciar el suyo mientras esperaba pacientemente su explicación.


—Después de que te fueras, me llamaron del concesionario de Toyota. Hubo una especie de incendio en el garaje que destruyó mi auto.


—¿En serio? —preguntó Pedro, sin dejar de sonreír.


—Eso fue lo que me dijeron. El concesionario me ofreció elegir un auto nuevo para compensar la pérdida. ¿Puedes creerlo?


Pedro inclinó la cabeza hacia un lado. Algo en la forma en que la miraba la hizo detenerse. Mónica se puso de pie y levantó algunos platos de la mesa.


—Todavía estoy esperando que llamen para decir que todo fue un gran error.


—No sé, Mónica. Los concesionarios odian que los demanden —explicó Pedro, desviando la mirada hacia Mónica.


—Eso fue lo que le dije yo —apuntó Paula.


—No me lo trago —replicó Mónica.


—¿Qué elegiste? —preguntó Pedro, cambiando de tema.


—Mamá eligió el auto más genial. Tiene televisores en el asiento trasero, y la voz de una señora que nos indica el camino si estamos perdidos. Es épico.


Damian tomó de la mano a Pedro.


—Vamos, tienes que verlo.


Paula le echó una mirada de compasión a Pedro cuando Damian lo obligó a pararse.


—Me encantaría verlo.


—Traeré las llaves.


Paula se paró, fue a buscar su bolso, que estaba junto a la puerta, y comenzó a revolverlo en busca de las llaves.


—Sabes… ¿Por qué no vamos a tomar un helado? —sugirió Pedro—. Así, tu mamá me puede llevar a dar un paseo en su auto nuevo.


—¿Podemos, mamá?


—Claro, por qué no. ¿Quieres venir, Mónica? —Paula se volvió hacia su hermana, que estaba lavando los platos.


—Id vosotros. Voy a terminar de limpiar todo este lío.


Afuera, el sol se había puesto y el viento congelaba el aire. 


El edificio tenía garaje, pero solo una cochera por apartamento y Mónica estacionaba allí su auto. Paula usó el control remoto para abrir el vehículo.


—Todavía no puedo creer que sea mío. Me siento un poco como si hubiera ganado la lotería sin ni siquiera jugar.


Pedro la rodeó con el brazo y lo apoyó en su hombro mientras se dirigían hacia el auto.


—A veces las cosas buenas realmente llegan a aquellos que lo merecen.


Parados ante el auto, Damian abrió la puerta trasera y se metió dentro de un salto.


—Mira, Pedro. Televisión.


—Reproductor de DVD —le dijo Paula a Pedro mientras pasaba la mano por el marco de la puerta que Damy había abierto.


Pedro se inclinó sobre Damian para mirar dentro y comenzó a hacerle cosquillas.


—Perfecto para viajes largos.


—Eso es lo que dijo el vendedor. Yo nunca pensé que tendría un auto como este.


—¿Es seguro? —preguntó Pedro.


—Tiene una puntuación decente en las pruebas de choque. El rendimiento de la gasolina es fantástico.


Pedro le dio la vuelta al auto y abrió el capó.


—¿Cuatro cilindros?


—Eficaz en el consumo de combustible.


—Creo que es una excelente elección —dijo Pedro, inclinado sobre el capó.


Por primera vez desde que había conducido en él hasta su casa, Paula sentía que podría disfrutar del auto. Sin Pedro, todo le había parecido un poco más gris. Pedro cerró el capó.


—¿Quieres llevarme a dar una vuelta?


Damian ya estaba en su asiento con el cinturón de seguridad. Después del helado, dieron algunas vueltas para mirar las luces de Navidad hasta que Damian empezó a cabecear en la parte de atrás. Pedro la miró cuando doblaron por la calle que llevaba a su apartamento.


—Es bueno verte con cosas nuevas —dijo—. Tu sonrisa resplandece un poco más.


Demonios, no quería que él pensara que ella necesitaba que le diera esas cosas. Juntos encontrarían la manera de pagar las cuentas y hacer que todo funcionara.


—Es solo un auto, Pedro. Sonrío porque lo estoy compartiendo contigo.


—Damy parecía dispuesto a pedirle a Santa Claus un garaje para estacionarlo.


—No se da cuenta de lo que pide cuando dice que quiere una casa por Navidad. Creo que vio la película Milagro en la ciudad.


—Los niños sueñan un poco más a lo grande que los adultos. Creo que es parte de la inocencia. —Ella estuvo de acuerdo.


—Los adultos saben que hacer realidad los sueños es un trabajo duro. Los niños piensan que todo lo que tienen que hacer es pedirle un deseo a una estrella fugaz.


Paula se detuvo en su plaza de estacionamiento y apagó el motor.


—¿Bien, qué te parece? —le preguntó acariciando el volante.


—Creo que es perfecto.


Luego Pedro se inclinó y le dio un beso. Dulce y breve, pero muy agradable.


—Creo que hay que seguir pidiendo deseos a las estrellas fugaces —susurró con una sonrisa.


Paula vio cómo brillaban sus ojos grises y no pudo dejar de pensar que parecían estrellas.


—Vamos —dijo él tras apartarse—. Vamos a meter a Damy en la cama. Y después te meteré a ti en la cama.


Ella salió del asiento del conductor. Ese sí que era un plan perfecto.


Pedro y Paula pasaron la noche haciendo el amor, recuperando el tiempo que habían perdido. Por la mañana, Pedro estaba dispuesto a separarse de ella durante algunas horas. Necesitaba un plan sin fisuras para explicarle su engaño. Jugó con varias palabras en su cabeza, tratando de decirlo de una manera que no la hiciera sentir engañada.


Cuanto más reflexionaba sobre cómo encararlo, más comprendía que ella se enojaría. Claro, él también se enfadaría si estuviera en su lugar. Necesitaba un consejo femenino. Pedro necesitaba hablar con su hermana pequeña.


Se escurrió por detrás de Paula mientras ella reunía los ingredientes para hacer unas galletas. Le dio un beso a un lado del cuello.


—¿Galletas de Navidad? —preguntó, con una mano en su cintura y la otra con un dedo en el cuenco pegajoso para robarle un poquito de masa. Se lamió el dedo y saboreó la mezcla de las galletas.


—Las mejores.


—Ya veremos. Las galletas con pepitas de chocolate a mí me encantan. —Paula se echó a reír y le golpeó la mano cuando intentó robarle un nuevo bocado.


—Los moldes de galletas no van bien con pepitas de chocolate y no se las puede cubrir con un baño de azúcar.


—Mmm, galletas con pepitas de chocolate y baño de azúcar. Excelente idea.


Ella se rio y tomó una cuchara para revolver la mezcla.


—Odio tener que decir esto —Pedro giró a Paula hasta que estuvieron cara a cara—. Pero debo ir a hacer unas gestiones y presentarme en el hotel.


—¿Tienes que trabajar hoy? —Se limpió las manos con un paño y lo puso a un lado.


—En cierto modo.


—¿Qué significa eso? —le preguntó con una sonrisa.


—Te lo explicaré más tarde —dijo, evitando la mentira.


Ir al hotel y trabajar estaba en su agenda, pero no exactamente como pensaba Paula.


—Guardaremos un poco de glaseado para que hagas tus propias galletas —añadió Paula.


Pedro miró a Damian, que estaba jugando a un juego de mesa con Mónica en la sala de estar, y luego se inclinó para besar a Paula. Sus labios se deslizaron sobre los de él en una suave caricia. Tan cálida. Ya no podía esperar más para ponerle un anillo en el dedo y reclamarla para sí. Puso fin al beso y la apretó contra su cuerpo antes de alejarse.


—Volveré —prometió.


—Más te vale —lo reprendió en broma.


Pedro le dio la vuelta a la encimera y saludó con la mano a los demás.


—Te veré luego, Damy.


—¿Te vas? —dijo levantando la cabeza.


—Tengo que hacer unas cosas.


Damian se puso de pie y corrió a abrazarlo. Había algo en la imagen de ese niño lanzándose a los brazos de Pedro que hacía que todo valiera la pena. Pedro le besó la cabeza.


—Hasta luego, compañero.


—Hasta luego, tío Pedro —lo imitó Damy.


Pedro abrió la puerta y lanzó una mirada a Paula. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo y su delantal se encontraba cubierto de harina. Estaba sonriendo, incluso antes de levantar la vista y sorprenderlo mirándola. No quería echar a perder todo eso. Una vez fuera, encendió su teléfono y vio que había recibido un mensaje.


Pedro, maldita sea, ¿dónde estás? —Era Catalina—. Oh, no importa. Escucha, papá llegó a casa muy contrariado al no verte. Él y Beth empezaron a hablar; como yo no quería decir nada, enseguida se dieron cuenta de que hay una mujer involucrada. Una que te interesa de verdad. Te juro que no he dicho nada. Él está en camino. Los dos vamos para ahí. Voy a tratar de detenerlo hasta que resuelvas tus asuntos con Paula. Estás resolviendo tus asuntos con Paula, ¿verdad? Ah, y dijo algo acerca de reunirse con el contratista del nuevo proyecto mientras esté ahí. Ha estado en el teléfono ladrando órdenes durante la última hora. De todos modos, considérate advertido.


Pedro apagó el teléfono y se metió de un salto en la camioneta. Con un poco de suerte, llegaría a tiempo al hotel y podría ponerse presentable antes de que su padre invadiera el lugar. Horacio Alfonso lo hacía todo a la manera de Texas. ¡A lo grande!




NO EXACTAMENTE: CAPITULO 36





Decir que tenía el corazón roto no alcanzaba para describir el dolor que sentía en el pecho. El día a día les costaba un esfuerzo enorme. Paula se regañó a sí misma por enésima vez.


—No debería haberlo alejado.



—Estás hablando sola de nuevo —le gritó Mónica desde la sala de estar.


—Ha estado haciéndolo mucho —dijo Damian.


Mónica y Damy realizaban tarjetas de Navidad caseras. 


Damian hizo un dibujo, y Mónica firmó el interior a nombre de los tres. Era una tradición que se había iniciado la primera Navidad en que Damy pudo hacer garabatos en un papel.


—No estoy hablando sola.


—¿De verdad? ¿Hay alguien en la cocina que no podemos ver desde aquí? —Mónica se rio cuando se lo preguntó.


—Vas a lograr que tu media esté llena de carbón, Mo.


Damian se rio.


Paula removió el estofado que se estaba cocinando a fuego lento en la cocina y bajó la temperatura del horno. Un fuerte golpe en la puerta hizo que los tres miraran hacia allí. 


Mónica miró su reloj.


—¿Esperas a alguien?


—No.


Paula se secó las manos en el delantal y se dirigió hacia la puerta. A través de la mirilla, vio una caja roja.


—¿Quién es?


—Entrega.


Encogiéndose de hombros, Paula abrió la puerta. Delante de ella había dos brazos cargados de regalos bellamente envueltos, unidos a un par de pantalones vaqueros y botas de cowboy. Sus labios comenzaron a temblar.


—Jo, jo, jo.


Pedro entró en su apartamento como si hubiera estado fuera solo un par de horas en lugar de casi una semana.


—¡Pedro! —Damian se levantó de un salto y corrió al lado de Pedro.


Rodeó con sus brazos la pierna de Pedro y casi hizo que se le cayeran los regalos de las manos.


—¿Cómo estás, compañero?


Mónica se paró y comenzó a liberar a Pedro de su carga.


—Dame, déjame ayudarte.


—Gracias.


Pedro abrazó a Damian con la mano que tenía libre.


Paula se quedó anclada a un punto en el suelo, con miedo a moverse.


—¿Dónde has estado? —preguntó Damian—. Te hemos echado de menos.


Pedro puso el último paquete encima de la mesa y se arrodilló a nivel de Damy.


—Yo también te he extrañado.


—Mamá lloró.


Ay, muchacho, nada como un niño de cinco años, para desembuchar la verdad.


—¿Lloró? —Pedro volvió la mirada hacia ella y le ofreció una leve sonrisa. —Lo lamento. Tal vez podamos hacer las paces.


—¿Qué es todo esto?


Damian se tiró al suelo y comenzó a leer los nombres de los regalos.


—¿Este es para mí?


Papel plateado y un enorme lazo verde adornaban la caja. 


Damian empezó a sacudirlo como loco. La imagen trajo lágrimas a los ojos de Paula una vez más. Todas las miradas estaban sobre el niño.



—Hay uno para ti, tía Mónica. Y otro para mí —sonrió—. Mira, mamá, uno para ti. —Paula se mordió el labio.


—No tenías que hacer esto —dijo.


Pedro se puso de pie y le revolvió el pelo a Damy.


—He querido hacerlo.


Mónica se acercó a Paula.


—¿Estás bien?


Paula asintió. La felicidad de ver a Pedro se transformó en una creciente preocupación por lo que iba a ocurrir después. 


¿Quería que volvieran a ser amigos? ¿Podrían ser solo amigos?


—Oye, Damy, ¿qué te parece si tú y yo vamos al parque y les llevamos bastones de caramelo a todos tus amigos?


Damian pasó la mirada de Pedro a Mónica con incertidumbre.


—¿Estarás aquí cuando vuelva? —le preguntó a Pedro.


Pedro miró a los ojos a Paula.


—Espero que sí.


¿Qué significaba eso?


—Vamos, pequeño. Démosles a Pedro y a tu madre un poco de tiempo para hablar.


Mónica fue hasta el armario y agarró el abrigo de Damy. 


Antes de que ambos salieran por la puerta, Mónica preguntó a su hermana:
—¿Seguro que estás bien?


Paula se despidió de ella. Una vez que la puerta se cerró, la sala quedó en silencio.


—Parece que Damian ya se encuentra mejor que la última vez que lo vi —dijo Pedro, quitándose el sombrero de cowboy.


Pedro tenía buen aspecto, aunque tal vez un poco cansado.


—Estuvo enfermo durante unos días. Pero nada comparable a la noche del hospital.


—Bien. Me alegro.


Estaba nervioso, a juzgar por la forma en que cambiaba el peso de un pie a otro.


—No tienes que hacer todo esto. —Paula señaló los regalos que habían llenado los espacios vacíos alrededor del árbol de Navidad.


—He querido hacerlo —repitió.


Se quedaron mirando el árbol mientras un duro silencio crecía entre ellos.


Pedro —dijo Paula.


—Paula —intervino Pedro al mismo tiempo, y luego se echaron a reír.


—¿Por qué no nos sentamos? —sugirió—. ¿Puedo ofrecerte algo de beber?


Movió la cabeza y esperó a que ella se sentara antes de acomodarse frente a ella.


—Lo he complicado todo, Paula.


Pedro se inclinó hacia adelante con los codos apoyados en las rodillas.


—No lo hiciste tú solo.


Él clavó la mirada en el suelo.


—¿Es verdad lo que ha dicho Damy? ¿Lloraste?


—Las mujeres somos criaturas emocionales.


—No me gusta la idea de que llores por mí.


Paula se enderezó en el asiento.


—Tenía miedo de haberte alejado para siempre. Nos hemos acostumbrado a tenerte aquí. Damian no ha parado de preguntar dónde te encontrabas.


—¿Me has extrañado?


Tragó saliva y dijo la verdad.


—Más de lo que creerías.


Pedro sonrió.


—Yo creo muchas cosas. Por ejemplo, creo que si hubiera esperado para pedirte que te casaras conmigo, tal vez hubieras dicho que sí. Pero no, tenía que lanzarme al ruedo y ver cómo me rechazabas.


—Me asustaste, Pedro.


—¿Por qué?


Buena pregunta, había estado pensando en eso noche y día desde que se fue.


—Tenía miedo de amarte, de lo que pasaría con nosotros si me permitía confiar en ti. He estado luchando sola durante muchos años, y me encantaría compartir la carga, pero no pensé que fuera justo para ti.


Pedro abrió la boca para decir algo, pero ella lo detuvo con una mano.


—Espera, no he terminado. A veces, cuando amas a alguien, tienes que hacer lo que es mejor para él. Lo mejor no siempre es lo más fácil. Pensé que tendrías una mejor oportunidad de conseguir todo lo que quieres para tu vida si no nos tuvieras a mí y a Damian a rastras.


Cuando Paula lo miró, vio que Pedro la estaba mirando con la boca abierta.


—¿Dijiste que no porque me amas?


Una lágrima le corrió por la mejilla.


—Te dije que no, porque Damian y yo te queremos. Si nos abandonaras un día para perseguir tus sueños, sufriríamos mucho más que si decimos adiós ahora. Al menos, eso es lo que pensaba la semana pasada.


Pedro se puso de pie, se arrodilló frente a ella y la tomó de las manos.


—¿Piensas lo mismo esta semana?


—No. Esta semana lo he pasado muy mal, deseaba desesperadamente que no aceptaras mi rechazo y regresaras.


Pedro levantó las manos y le limpió las lágrimas con sus dedos. Inclinándose hacia adelante, llevó sus labios a los de ella. Paula lloró contra sus labios y se apretó contra él. Pedro estaba allí, besándola, curando el dolor que se había instalado en su pecho como una roca.


La hizo tirarse hacia atrás y la cubrió con el peso de su cuerpo. Sus labios se movieron sobre los de ella; sus manos acariciaron su pelo. Cuando se apartó, el aliento de Paula se había vuelto seco y entrecortado.


—He vuelto, Paula. No me iré a ninguna parte.


Paula lo atrajo hacia ella y lo besó intensamente. Las manos de Pedro abandonaron su pelo y recorrieron su cintura. 


Lo deseaba, lo amaba más de lo que podía expresar. Si volviera a pedirle que se casara con él, no dejaría pasar la oportunidad de ser la señora de Pedro. Había mucho más en la vida que el dinero. El hombre cariñoso, atento, y honesto que tenía en sus brazos valía más que todo el dinero del mundo.


—Hazme el amor, Pedro—le dijo entre besos.


Sus ojos la miraban encendidos. La protuberancia en sus vaqueros hablaba de su deseo.


—¿Qué hay de tu hermana y Damian?


Mónica no regresaría enseguida.


—Estarán fuera lo suficiente para que tengamos sexo de reconciliación.


—Amor de reconciliación —la corrigió Pedro.



Paula se rio por primera vez en una semana.


Levantándola en brazos, Pedro la llevó a su habitación y cerró la puerta. Paula empezó a desabrocharle los botones de la camisa una vez que se encontró sobre la cama.


Su amplio pecho estaba desnudo frente a ella. Fuerte, potente.


—Eres hermoso —le dijo.


—No vayas a decirle eso a mis amigos. Los cowboys de Texas son guapos, robustos, pero nunca hermosos.


Paula le quitó del todo la camisa y la arrojó al suelo. Pedro le quitó el delantal y luego los pantalones vaqueros.


—Eres guapo y robusto también. Pero tan hermoso…


Le pasó las manos por las caderas y tiró de la abertura de sus pantalones.


Cuando se las arregló para provocarle una erección, él dijo:
—Será mejor que no lo llames hermoso.


Comenzó a acariciar su miembro hacia uno y otro lado. 


Sentía una gran excitación cuando Pedro jadeaba de placer.


—Esto es robusto y caliente.


—Hechicera —le dijo con voz ronca.


Pedro se quitó la ropa y Paula se sacó el jersey. En cuestión de segundos, ambos estaban desnudos y él volvía a situarse encima de su cuerpo, cubriéndola con su calor. Nunca se cansaría de estar debajo de él, de que regara su cuerpo de besos y caricias.


Pedro le mordisqueó el mentón y el cuello, y fue marcando un camino ardiente de besos y lamidas hasta llegar a su pecho.


—Esto es hermoso —le dijo.


Luego comenzó a juguetear hasta hacerlo quedar duro como una roca y la aspiró hacia la caverna de su boca. Pedro la mordisqueaba, un mordisqueo juguetón, pero lo suficientemente fuerte para encender su entrepierna. 


Entonces, cambió al otro pecho.


—Y esto es hermoso —repitió todas sus atenciones con el segundo.


Regresó a su boca e introdujo con fuerza su lengua en ella.


Paula se retorció, deseaba que entrara en ella. Rodaron uno sobre otro, luchando por el dominio. La respiración sofocada de ambos era el único sonido en la habitación.


Paula lo envolvió con una de sus piernas, incitándolo a entrar. Él se dobló hacia adelante y la hizo probar solo un poco de él en su interior.


—Por favor —le rogó—, rápido ahora, despacio luego. Te necesito.


Él hizo que ambos giraran sobre un costado y levantó su pierna por encima de la cadera de ella. Sin previo aviso, la penetró y cortó el oxígeno de sus pulmones.


—Sí —dijo Paula entre dientes.


—Tienes que acostumbrarte a mí, Paula. Los tejanos somos difíciles de ahuyentar.


En lugar de alejarse, la penetró con la fuerza de su cuerpo. 


Se deslizó por encima de su punto más sensible. La fricción suave y áspera marcaba el ritmo perfecto. Paula se aferró a sus caderas e intensificó el galope. No había nada lento y suave en su cópula. Era más como un volcán a punto de explotar. La agitación y los temblores prefiguraron el momento en que sus nervios se precipitarían juntos, al mismo tiempo.


Finalmente, sus manos se aferraron al cuerpo de él y sus ojos se pusieron en blanco, mientras temblaba, Paula arqueó los pies y encontró la satisfacción total. La de él la sucedió y se vio inundada por la calidez de su orgasmo. Paula enterró la cabeza en su brazo, más feliz de lo que podría estar cualquier mujer.


Después, Pedro escuchó cómo la respiración de Paula se relajaba. Quería quedarse exactamente donde estaba. Para siempre.


Pero no iba a cometer el mismo error dos veces. Le pediría que se casara con él una vez que tuviera el anillo y pudiera hacer las cosas bien. Ella lo amaba. La escuchó decirlo y, además, lo sintió. Tenía que haber una manera de decirle la verdad sobre su riqueza sin que se enfadara. Para eso, se necesitaba el consejo de una mujer. A la primera oportunidad, llamaría a Catalina y se lo pediría.


Ahora Pedro quería estar en brazos de Paula y olvidarse de todos sus problemas recientes. El sonido de una puerta que se abría y la voz de Damian llamándolo lo hizo olvidarse de sus planes. Se puso rígido y agarró una manta. Paula se echó a reír.


—La realidad irrumpe —dijo ella.


Pedro le besó la nariz y obligó a su cuerpo a salir de su interior. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no había usado condón. Miró a Paula para ver si ella se había dado cuenta. Si era así, ella no dijo nada.


«No importa, me voy a casar con esa mujer, aunque sea lo último que haga». Rápidamente, se puso los calzoncillos y le alcanzó la ropa a Paula con un guiño.


—¿Paula? —llamó Mónica.


—Espera —Paula se echó a reír—. Saldré, eh, enseguida.


Mónica se rio. ¡Hermanas!