lunes, 11 de abril de 2016

NO EXACTAMENTE: CAPITULO 27





Pedro colocó a Damy en la cama y lo cubrió con una sábana. Paula le dio un beso a su hijo y salió de la habitación.


Eran las tres de la mañana.


—No sé cómo voy a hacer para agradecerte todo esto.


—Ya lo has hecho, Paula.


Pedro le echó una mirada a la sala de estar.


—Voy a descansar aquí en el sofá.


—No hace falta. Estoy segura de que Damy estará bien ahora. El médico piensa que dormirá hasta la mañana sin problema.


Pedro se sentó en el sofá y se quitó los zapatos.


—Si no te importa, me quedo. Me ahorrará la molestia de tener que irme y regresar si hiciera falta.


Paula lo miró como si fuera a discutir con él, pero luego sacudió la cabeza.


—Vale. El sofá se hace cama.


—Estaré bien en el sofá.


Paula desapareció durante unos minutos y regresó con una almohada y una manta.


—¿Estás seguro?


Se quitó la chaqueta y le guiñó un ojo.


—Afirmativo.


—Está bien —le dijo ella—. Buenas noches.


—Buenas noches, cariño.


Paula sonrió antes de darse la vuelta y dirigirse hacia su dormitorio. Pedro tiró la almohada en un extremo del sofá y desplegó la manta. Como estaba demasiado acelerado para acostarse, se quedó sentado allí durante unos minutos, escuchando los pasos de Paula en su habitación.


El árbol de Navidad estaba casi tan desnudo como la semana anterior. Eso estaba mal. El exuberante árbol que había en su suite del último piso del Alfonso era lo que Paula y Damy merecían. Estaba empezando a olvidar por qué seguía haciéndose pasar por un pobre soñador. Todas sus verdades a medias y mentiras flagrantes se le estaban yendo de las manos.


Esa noche, mientras Paula dormía en sus brazos y Damian dormitaba en la camilla, Pedro se dio cuenta de lo enamorado que estaba de ella. De ambos. Todos los indicios del enamoramiento estaban allí. Por alguna extraña razón, utilizar la palabra AMOR no le preocupaba en lo más mínimo. Tal vez con otra mujer se sentiría encerrado, atrapado, pero no con Paula. La forma en que lo miraba, cómo lo llamaba cuando lo necesitaba. Ella se reía de sus chistes y lo escuchaba cuando necesitaba hablar. El suave balanceo de sus caderas y el movimiento de su pelo lo hacían explotar de deseo. Justo en ese momento, Pedro la oyó moverse de un lado a otro en su cama en la otra habitación. Simplemente debía entrar allí y decirle la verdad.


«Paula —le diría—, toda mi vida, todo lo que he querido es una mujer que me quiera por mí. Por quien soy yo y no por mi nombre o el dinero que gano. Entonces entré en ese restaurante, y me dejaste sin aliento. Tenía que saber que me amarías por mí. No puedo dejar que sigas pensando que soy un soñador que no podría hacerte feliz si me dieras la oportunidad».


¿Tan terribles podrían ser esas palabras? A él le sonaban bien, y había estado fantaseando con decirlas durante semanas. Pedro oyó el chillido de los resortes de su somier y se puso de pie. Acabaría con eso.


Sin embargo, cuanto más se acercaba a la puerta del dormitorio, más se le retorcía el estómago. La puerta estaba abierta. Probablemente para que pudiera oír a Damian si la llamaba.


Se movió en la cama y comenzó a golpear la almohada. 


Pedro la observó hacerlo un par de veces y sonrió. Por lo menos, no era el único que tenía problemas para dormir. 


Paula se movió de nuevo y luego se quitó las mantas.


—Maldita sea —susurró.


—¿No te puedes dormir? —preguntó en voz baja.


Ella se volvió y lo vio de pie en la puerta. Encendió una lámpara de noche que iluminó la habitación con un leve resplandor.


—Esto es una locura —susurró.


Movió las mantas, revelando una camiseta larga con un muñeco de nieve comiéndose su nariz. El dibujo le resultó inexplicablemente sexy. Por otra parte, la forma en que Paula se incorporó en la cama y su mirada sensual cuando se acercó a él le hicieron perder la razón. El pensamiento racional desapareció al tiempo que se le aceleraba el pulso.


Estaban parados, cuerpo a cuerpo, Paula lo llevó a su habitación y cerró la puerta tras de sí. Pedro había ido allí para decirle algo, pero que no podía recordar qué.


Sus pechos turgentes se alzaban contra la figura del muñeco de nieve; sus pezones asomaban a través de la delgada tela. 


Paula comenzó a acariciarle el brazo hacia arriba y hacia abajo.


—¿Qué estás haciendo, Paula?


—Si tienes que preguntarlo, estoy perdiendo mi talento —dijo con una sonrisa.


¿No había utilizado una frase similar hace poco tiempo?


—Pero tú no… —Lo hizo callar colocando un dedo sobre sus labios.


—Basta de hablar. He hablado hasta por los codos. Quiero sentir, Pedro.


Dio un paso atrás, cruzó los brazos por encima de sus hombros y se quitó el camisón.


Se quedó parada allí, vestida con unas bragas de encaje de color rosa y nada más. La seducción de su mirada disparó una flecha certera hasta la ingle de Pedro, cuyo corazón comenzó a cantar aleluya.


La piel de porcelana de Paula se hundía y se hinchaba en todos los lugares correctos. Pedro se sentía encandilado al estar a su lado de esa manera. Pedro estiró la mano y le tocó suavemente el hombro, luego la deslizó por su brazo.


Vio cómo sus dedos dibujaban sobre aquella piel y notó que Paula temblaba visiblemente cuando la tocaba.


Pedro sintió como si hubiera esperado toda una vida para tocarla, para saborearla.


Aquellos dos besos no habían saciado nada y lo habían encendido todo. Sus dedos se detuvieron en el codo antes de llegar a su cintura. Abrió la mano para tocar la mayor superficie posible de su piel, pero aún no era suficiente. Pedro dejó que su otra mano siguiera la curva de sus suaves y acogedoras caderas. Sus brazos se erizaron de emoción. 


Cuando Paula contuvo un sofocado jadeo del placer, Pedro miró sus ojos color avellana, que se oscurecían cuando estaba excitada como ahora. Ella siguió disfrutando del contacto de sus manos y sin pedir nada.


Su boca se abrió cuando la mano siguió la curva de su cintura y tocó la parte de abajo de su generoso pecho con los nudillos. Sus pezones se endurecieron, transformándose en desesperados guijarros de carne que suplicaban ser tocados.


—Quiero ser todo para ti —se encontró diciendo.


Paula llevó las manos hasta su camisa y desabrochó lentamente los botones. Con las manos temblorosas, se las arregló para empujar el último círculo de plástico a través del ojal y quitarle la camisa, que cayó a sus pies.


Las manos de Paula se posaron sobre su pecho y los dedos se enterraron en la fina capa de vello que lo cubría. Un tentador pulgar le frotó el pezón, estimulando múltiples terminaciones nerviosas que habían estado inactivas por demasiado tiempo.


Ni siquiera se habían besado y su erección ya se tensaba contra sus pantalones.


No importaba cuánto la deseara, él no apresuraría este momento. No, este era un momento para explorar, sentir, tocar, probar y experimentarlo con todo su ser.


Pedro inclinó la cabeza, apretó los labios contra el cuello de Paula y sintió su pulso que latía con fuerza. Mordisqueó, lamió y besó hasta llegar a su clavícula. Entonces, el cuerpo de Paula se amoldó al suyo.


Pedro la envolvió en sus brazos. Sus labios se despegaron de aquella dulce piel y encontraron la boca de Paula, que gimió mientras la besaba, pero no hizo ningún movimiento para acelerar el momento. Era como si se hubieran puesto de acuerdo en no apresurarse, en hacer el amor lentamente, profundamente.


Sus labios eran suaves, sabrosos. La boca de Pedro se quedó en la de ella, explorando primero con los labios, aprendiendo acerca de cada curva, cada movimiento que la hacía gemir. Después, le ofreció algo más profundo y acopló su lengua con la de ella. Unas uñas, las de ella, se clavaron en su espalda al tiempo que se apretaba contra él. Sus pechos se aplastaron contra él y ella cedió al placer, dejándose poseer por su boca desesperada. El calor aumentaba, y Paula comenzó a derretirse en sus brazos.


Pedro la empujó hacia atrás, hacia la cama, y se dejó caer sobre el colchón detrás de ella. Las manos de Paula quedaron libres para vagar por la superficie de su carne, y lo hicieron con trazos largos, audaces, por la espalda y por encima de su trasero y sus piernas enfundados en los pantalones vaqueros. Si no estuviera vestido, ya estaría dentro de ella. Era mejor quedarse con los pantalones puestos mientras pudiera soportar la perversa tortura de su tacto.



Paula estaba en llamas. El peso de Pedro presionándola contra la cama era tan agradable como esas manos recorriendo sus caderas, más allá de sus bragas y bajando hacia sus muslos. Sus labios eran armas letales; la lengua, la munición que amenazaba con echar por tierra cada una de sus barreras autoimpuestas.


La besó hasta dejarla sin aliento y luego bajó para besar su cuello, su hombro. Sus manos sostuvieron sus pechos tensos, y una ola de deseo viajó hasta el vientre de Paula y se detuvo en su entrepierna.


Ella levantó la pierna y la puso encima de la de él hasta que la rodilla de Pedro se asentó firmemente contra su cuerpo. 


Era tan delicioso tenerlo en sus brazos. La idea de detenerse ni siquiera se le pasaba por la mente. Solo el deseo de sentir cómo la tocaba por todas partes gobernaba sus pensamientos.


Cuando la boca de Pedro tocó su pezón, Paula se arqueó, empujando sus caderas hacia arriba y contra la entrepierna de Pedro. Ese leve movimiento y ese roce, esa conexión, había que repetirla.


Lo deseaba tan desesperadamente, pero tenía tan poco interés en apurar las cosas como él. Paula deslizó su mano hacia abajo por el muslo de Pedro y subió por entre sus piernas. Pedro se rio encima de su pecho.


—Ahora te ríes —dijo mientras inclinaba descaradamente sus caderas hacia la pierna de él—. Sé lo que estás haciendo.


—¿Lo sabes?


—Retrasando mi placer, vengándote por todas las veces que te he negado lo que querías.


Él le pellizcó el pecho, y las palabras se desvanecieron de su boca y de su mente.


—Lo estoy retrasando, sí, pero no para vengarme de nada… sino por el propio placer —dijo él.


Su mano se deslizó por su estómago tenso y jugueteó con el borde de sus bragas. Ella contuvo el aliento, esperando. 


Cuando sentía que Pedro vacilaba, Paula abría los ojos y lo encontraba mirándola. Las manchas plateadas de sus ojos brillaban en la penumbra de la habitación. Pedro deslizó los dedos entre el encaje y la piel, buscando lentamente su núcleo húmedo, palpitante. No había manera de mantener los ojos abiertos cuando la hizo abrirse al placer. Había pasado tanto tiempo desde que alguien la había tocado, y si era sincera consigo misma, nadie había jamás satisfecho sus necesidades de ese modo.


La mano de Pedro se movía junto con las caderas de Paula. 


Su respiración se volvió superficial, mientras su cuerpo comenzaba a estirarse y a ponerse rígido. Lentamente, Pedro desaceleró la creciente ola de éxtasis, dejando solo frustración.


—Eres incorregible, Pedro Mas.


—Todo le llega al que sabe esperar —dijo.


¿Esperar? ¿Aún no habían esperado lo suficiente? «Ya verás».


Con una sonrisa, Paula pasó la mano por la entrepierna de Pedro. Sus dedos rozaron el interior de la cintura de su pantalón hasta que notó que el botón cedía.


—¡Oh, no! —dijo Pedro, gimiendo, cuando ella rozó el contorno de su erección a través de sus pantalones vaqueros. —Estoy de lleno en problemas, ¿verdad?


Paula lo empujó hacia atrás y se inclinó sobre él para intentar algo distinto.


—Una catarata de problemas, vaquero.


Esos hoyuelos sexis que tenía asomaban a través de su sonrisa mientras una de sus manos se dirigía a su rostro y le acariciaba la mejilla.


—Puedo lidiar con eso —dijo.


«Ya lo veremos».


Paula se tomó su tiempo para desabrochar la hilera de botones que mantenían abrochados sus pantalones. Se mantuvo deliberadamente alejada de la parte más caliente de su cuerpo cuando le bajó los pantalones hasta las caderas.


Pedro se incorporó y terminó de quitarse los vaqueros. Una vez que su cuerpo estuvo libre de ellos, volvió a su lugar, con una sonrisa y los ojos muy abiertos.


«Usa boxers», pensó Paula, mientras acariciaba sus caderas y sus nalgas antes de pasar al otro lado, evitando deliberadamente tocar su impresionante protuberancia. Se inclinó, apretó sus labios contra los de él y, en un abrir y cerrar de ojos, se entregó a su inquisitiva lengua.


La mano de Pedro volvió a su cintura y la atrajo hacia él. Su pierna se colocó entre las suyas, ahora era el turno de Pedro de montarse sobre su vientre. Moviéndose más rápido, Paula sonrió mientras él la besaba y metió la mano entre sus cuerpos para atraparlo en el hueco de sus manos, a través de la tela de algodón de sus calzoncillos.


Despegando sus labios de los de ella, dijo entre dientes:


—Maldita sea, cariño, esto va a ser demasiado rápido si continúas haciendo eso.


Paula le metió la mano por la bragueta y lo sostuvo firmemente.


—Todo le llega al que sabe esperar —repitió, haciéndole burla.


Algo explotó dentro de Pedro y, en un suspiro, Paula quedó atrapada debajo de él. Pedro le sostuvo las muñecas, manteniéndola a distancia. La besó con fuerza, Paula nunca, en toda su vida, había tenido tanta consciencia del hombre con el que estaba.


Temblando de deseo, Pedro le soltó las manos, se inclinó y retiró el pedazo de encaje de entre sus piernas.


Se levantó de la cama, tiró sus calzoncillos junto a las bragas de ella y recuperó sus vaqueros. De su billetera, sacó un condón y se lo puso rápidamente. Hasta ese gesto fue endiabladamente sexy.


Cuando regresó, Paula se abrió para él, acunándolo entre sus piernas. Él se inclinó y la besó suavemente, la punta de su erección se deslizó contra ella, íntimamente, jugando.


Ninguno de los dos podía soportar la espera por más tiempo.


Paula pasó la mano por su torso, sus caderas, y luego por la parte de adelante, para ponerlo en posición.


Se miraron, con los ojos muy abiertos, mientras él comenzaba a poseerla lentamente, satisfaciéndola poco a poco.


El cuerpo de Paula se agitó, como si despertara; tras estar dormido por tanto tiempo, sabía que su interior lo apretaría fuerte.


—Dios —jadeó una vez que estuvo completamente dentro.


Saciada y aún hambrienta, Paula esperó a que Pedro recuperara el aliento antes de comenzar a mecerse contra él. Pedro encontró sus labios y la besó, empezaron a moverse y su cuerpo se tensó alrededor de él. 


Ambos respiraban con dificultad, esforzándose por alcanzar la meta del placer. La sensación de él deslizándose contra ella, elevándola más alto con cada movimiento, la ponía en la gloria.


Ella levantó las piernas y abrazó su cintura, y él comenzó a acariciarla con precisión, una y otra vez.


—Sí —dijo ella en un susurro áspero.


Estaba tan cerca de explotar, tan cerca, y después, quedó allí, ahogando su gemido en el hombro de Pedro y sintiendo el espasmo de su cuerpo alrededor del de él. Aquello drenó cada una de las terminaciones nerviosas que habían estado inactivas durante mucho tiempo.


Pedro se deslizó sobre ella, prolongando su orgasmo, hasta que recuperó el aliento y comenzó a moverse más rápido.


—Paula —gritó cuando llegó al clímax y sus movimientos se hicieron más lentos, más largos, hasta que se derrumbó encima de ella.


Glorioso. No había otra manera de describir su unión. Ella lo abrazó y se olvidó del pensamiento racional. Solo existía el ahora. El resplandor que había dejado su amor. Pedro se acostó a su lado y la llevó contra él.



Paula entrelazó sus dedos con los de él y cerró los ojos. 


Quería decir algo, pero no le salían las palabras, entonces, optó por el silencio y la calidez de Pedro, y en ese abrazo se quedaron dormidos.







domingo, 10 de abril de 2016

NO EXACTAMENTE: CAPITULO 26



La enfermera los condujo a una habitación. Allí encendió un monitor y enchufó el sensor de oxígeno que Damian llevaba en el dedo. Pedro vio el número noventa y cuatro, pero no entendía qué significaba. Cuando el número bajó a noventa y dos, la máquina empezó a pitar, lo que no creía que fuera buena señal. En algún momento, la enfermera salió de la habitación para ir a buscar a un médico y Damy buscó a su madre.


Paula lo acomodó sobre su regazo y se sentó en la camilla junto a él. Comenzó a mecerse y a hablarle en voz baja a Damian, que estaba más despierto y ansioso por saber dónde se encontraba y qué iba a pasar con él.


—¿Me van a poner una inyección? No quiero una inyección.


Pedro caminaba de un lado a otro.


—No te preocupes por eso, chiquitín —le dijo Paula a su hijo. Miró entonces a Pedro—. Oye, ¿te has dado cuenta de que Pedro nos ha llevado de paseo en su camioneta? Genial, ¿no?


Damian lo miró.


—Me gusta tu camioneta —dijo, con los ojos vidriosos.


Pedro sabía que Paula estaba tratando de distraer a su hijo.


—Cuando te mejores, tenemos que ir a hacer wampum en el barro con mi camioneta —dijo—. Es muy divertido.


—Wa… ¿qué es eso? —le preguntó Damian, tosiendo.


—Es cuando salimos a andar por caminos de tierra después de la lluvia y dejamos que los charcos de barro salpiquen la camioneta. En Texas, los charcos de barro son grandes de verdad.


—Me… —tosió— encantaría.


La enfermera regresó con un médico.


—Hola, amigos. Soy el doctor Shields. Este debe de ser Damian.


El doctor Shields hizo un montón de preguntas mientras auscultaba los pulmones de Damian y examinaba sus oídos y su garganta.


—Empecemos tratamiento con Albuterol —dijo mirando a la enfermera—. Cuando termine con el primero, lo enviaremos a rayos X para echar un vistazo.


Teresa salió de la habitación y el doctor Shields comenzó a explicar lo que estaba sucediendo.


—¿Damy nunca ha tenido asma, algún tipo de alergia?


—No, no.


—¿Ha comenzado a ir a la guardería este año?


—Sí.


—Me temo que las guarderías exponen a los niños a todo tipo de enfermedades nuevas e interesantes. Voy a darle un tratamiento para abrirle las vías respiratorias, para que le sea más fácil respirar. Una vez que le haya bajado la fiebre, probablemente se relajará y mejorará la saturación de oxígeno. Tiene una infección de oído, te daré antibióticos para que le des en casa, pero quiero que lo vea su pediatra a finales de esta semana.


La cabeza de Pedro empezó a dar vueltas.


—¿Tiene asma?


—Lo dudo, ya que es la primera vez que padece estos síntomas. Hay muchas enfermedades acechando en esta época del año. Las alergias no se dan solo en primavera. Los vientos que soplan aquí causan estragos en muchas personas, incluso en aquellas que no tienen asma. Para estar seguros, que su médico haga un seguimiento. Tomaremos una radiografía de tórax para asegurarnos de que no pasamos nada por alto y les daremos una copia en un disco para que se lleven a casa.


—Está bien —dijo Paula.


—Seguiré mi ronda. Pongamos a Damian más cómodo. Vuelvo en un rato, y Teresa regresará en unos pocos minutos para empezar el tratamiento.


Pedro tendió su mano y estrechó la del doctor.


—Gracias.


—De nada.


—¿Necesito una inyección? —preguntó Damian que estaba en brazos de Paula.


—No por esta vez. A menos que tú quieras —dijo el doctor Shields, expectante, tomándole el pelo al niño.


—¡Ni loco!


Las palabras de Damian hicieron reír a todos.


En cuestión de minutos, Damian tenía un tubo de plástico con mascarilla que expulsaba vapor en la boca, e inhalaba así el medicamento para que llegara a sus pulmones.


La tensión en los hombros de Pedro se redujo, y el ceño fruncido de Paula y las arrugas de preocupación en su rostro se desvanecieron.


Pronto Damian quiso sentarse en la camilla sin que su madre lo sostuviera. Paula lo acomodó y se sentó al lado de Pedro. 


Pobre Damy, pensó Pedro. Se debe de haber sentido como si estuviera bajo un microscopio con los dos mirándolo, atentos a su próximo movimiento. Cuando Damian terminó de inhalar el medicamento por el tubo de plástico, la enfermera regresó y apagó el oxígeno.


Un administrativo entró en la habitación y pidió información sobre el seguro de Paula, que ella le facilitó rápidamente. 


Todo el proceso de documentación de su seguro de salud financiado por el Estado, y la facturación de la parte que le correspondía de los gastos de Damy se desarrolló con rapidez, y quedó todo listo.


Para ese entonces, Damian se había acurrucado a su lado y había cerrado los ojos.


—Gracias por venir, Pedro—dijo Paula, que estaba sentada a su lado.


Él bajó la mirada hacia el rostro cansado de Paula y le puso el brazo alrededor.


—Me alegro de que me hayas llamado.


Para su sorpresa, Paula se acomodó en sus brazos.


—Mónica está lejos y todavía no tengo mi auto.


—¿Cuándo se ha vuelto a estropear?


Tendría que haberle dicho a Max que arreglara todos los problemas de su automóvil.


—¿Recuerdas mi maldita cita?


Jamás la olvidaría.


—¿El sábado?


—El auto murió en el camino a casa. Caminé los últimos cinco kilómetros.


Maldita sea. Se estremeció pensando en ella caminando sola por la noche. Pedro la apretó más contra él, para quitarle todas sus penas.


—Debiste habérmelo dicho.


Ella bostezó.


—¿Para que vinieras a rescatarme de nuevo? Eso ya no sucede. No siempre soy tan terriblemente inútil.


—¿Bromeas? Usted alimenta mi ego, señora. No hay nada mejor para mí que hacer que desaparezcan todas las cosas malas que le suceden.


Damian se había quedado dormido y por primera vez desde que Pedro entró por la puerta del apartamento de Paula, no parecía que lo estuviera pasando mal.



—Sí lo haces. Que el mal desaparezca. Esta noche había empezado a entrar en pánico. Si no hubieras contestado…


—Eh, sí he contestado y estamos bien. Damian ya se encuentra mejor.


Pedro se acomodó y comenzó a acariciar el brazo de Paula de arriba abajo hasta que madre e hijo cabecearon y se quedaron dormidos.