lunes, 4 de abril de 2016
NO EXACTAMENTE: CAPITULO 4
Paula arrojó las llaves sobre la encimera de la cocina y colgó el bolso en el respaldo de una silla. El agua del grifo corría en el baño, lo que indicaba que su hermana, Mónica, se preparaba para empezar su día. A los veintiuno, Mónica era más madura que la mayoría. Su último año de sus estudios de enfermería en la universidad pública había comenzado en septiembre. Paula había prometido ayudarla tanto como pudiera. Mónica se quedaba con Damian por la noche mientras Paula trabajaba, y Mónica vivía en el apartamento sin pagar alquiler.
Mónica trabajaba unas dieciocho horas a la semana como ayudante de enfermera en el hospital comunitario local para ayudar en casa con la comida, pero Paula se hacía cargo de la mayor parte de los gastos. Años atrás, habían hecho un pacto. Mónica estudiaría primero, con la ayuda de Paula, y luego, cuando hubiera terminado, Paula haría lo mismo.
Al principio, Paula había pensado que tal vez le agradaría ser enfermera. Sabía que se pagaba bien, pero la idea de trabajar con enfermos y heridos todo el tiempo no le parecía atractiva.
A Paula realmente le gustaba el sector servicios. No es que quisiera hacer carrera como camarera, pero tal vez sí le gustaría algún puesto de responsabilidad en una buena empresa. Quizás en catering de celebraciones, u organizando grandes fiestas. La idea de ser organizadora de bodas tenía algo de límpido y agradable. No como la enfermería, con toda esa sangre y fluidos corporales.
Paula se las arreglaba para tomar una clase online de cada semestre y así se preparaba para cuando volviera a estudiar a tiempo completo. Tenía un año para descubrir qué quería hacer para ganarse la vida. Por supuesto, salir con un hombre rico no le vendría nada mal.
Paula pensó en los clientes que habían pasado por el restaurante esa noche, sobre todo en él…, Pedro. El tipo con esa linda sonrisa sexy y esa actitud de nunca darse por vencido. Se había quedado en el restaurante hasta pasadas las cinco de la mañana. Cuando se fue, se subió a la camioneta destartalada que estaba en el estacionamiento y se alejó dando tumbos por el camino. Antes de irse, prometió volver.
Paula no le había dado esperanzas, ni siquiera le había dado sus horarios cuando se lo pidió. Al final de la noche, su conversación con Pedro se había reducido a comentarios mordaces y réplicas ingeniosas.
Si fuera honesta consigo misma, tendría que admitir que el turno se le había pasado volando y la había dejado con una sonrisa en los labios. No estaba mal conocer a alguien que la viera como mujer y no solo como madre.
El suave golpeteo de unos pasos se escuchó por el pasillo del apartamento. Damian llevaba un pijama de autos de carreras y tenía mechones de pelo descolocados. Se frotó los ojos como para despertarse y dijo:
—Buenos días, mamá.
—Buenos días, chiquitín. ¿Has dormido bien? —Paula se arrodilló y atrajo a su hijo hacía sí para darle un abrazo.
Damian la abrazó por un costado, pero siguió rascándose el ojo con la otra mano.
—Bien —dijo con un gran bostezo—. La tía hizo helado anoche después de que te fueras a trabajar.
—¿Lo hizo ella? ¿Estaba bueno?
—No teníamos nueces para ponerle, pero estaba muy rico.
Damian se apartó y se subió a la banqueta que estaba junto a la encimera.
Paula tomó unos tazones del armario y sacó una caja de la parte de arriba del refrigerador.
—Compraré frutos secos antes de que hagamos nuestras galletas de Navidad. La próxima vez tendrás nueces para poner en el helado —le dijo.
Volvió a bostezar.
—Vale.
Mientras Damian terminaba de despertarse con su tazón de cereales,Paula entró en su dormitorio para ponerse un camisón.
La cama estaba deshecha, ya que Mónica dormía en ella las noches que Paula trabajaba. Cuando no, dormía en el sofá-cama de la sala. Les habría venido bien un apartamento de tres dormitorios, pero ese era un lujo que no se podían permitir. Ya costaba bastante reunir las propinas para costear lo que tenían.
Mónica se metió en el dormitorio, vestida con su uniforme de estudiante de enfermería. El austero conjunto blanco no tendría gracia si lo llevara una mujer cualquiera, pero ese no era el caso de Mónica. Su complexión delgada y su pelo rubio natural realzaban el traje.
—Ah, bien, has llegado —dijo mientras recorría la habitación para recuperar su ropa de la noche anterior.
—La camarera de la mañana ha llegado puntual por una vez —le dijo Paula.
—Eso está bien. Tengo que estar en el hospital a las ocho y media en punto.
Paula miró su reloj.
—¿Puedes llevar a Damy a la escuela?
—Sí, no hay problema.
Bien. Damy había comenzado el jardín de infancia hacía un par de meses, lo que le daba a Paula unas pocas horas de sueño ininterrumpido. Dormir era el paraíso. Solo en sus días libres lograba dormir más de cinco horas.
—Trabajas de nuevo esta noche, ¿verdad? —preguntó Mónica.
—Correcto. Libro mañana.
—¿Qué hay de Acción de Gracias?
—No pude rechazar el turno, Mo. Necesito cobrar el cincuenta por ciento extra por trabajar en día de fiesta si quiero que Damy celebre bien la Navidad.
Paula tendría que trabajar por la noche el miércoles y el jueves, lo que le dejaría unas pocas horas para dormir y disfrutar de las festividad de Acción de Gracias.
Mónica se apoyó en la cómoda.
—Sabes que mamá nos espera en su casa a las dos.
Paula puso los ojos en blanco.
—Sí, lo sé. ¿Ha vuelto Paco? ¿O tenemos que quitar su nombre de la lista de tarjetas de Navidad? —Paco era último novio de su madre.
Renee Effinger, madre de Paula y Mónica, divorciada tres veces, ya no se casaba con los muchos hombres que pasaban por su vida. En cambio, si tenía relaciones serias, los dejaba mudarse a su casa pasados unos meses, y luego los echaba cuando se cansaba de aguantar sus porquerías.
En realidad, Paco la había dejado cerca de Halloween.
Renee no lo había visto venir, y desde su partida, andaba llorando por los rincones de la caravana donde vivía, jugando el papel de mujer despechada. Lástima que la mujer no siguiera su propio consejo de casarse con un hombre rico. No, Renee Bradly-Chaves-Smith-Effinger se enamoró tres veces en su vida, siempre de perdedores, soñadores o farsantes.
Guillermo Chaves, el verdadero padre de Paula y Mónica, se casó con su madre después de que ella se enterase de que estaba embarazada. El matrimonio duró hasta el primer cumpleaños de Mónica. Paula contaba con tres años la última vez que vio a su padre. No tenía recuerdos del hombre. Unas pocas imágenes dispersas eran lo único que conservaba de la persona que la había engendrado.
Quién podía negar que Paula había seguido los pasos de su madre. Por mucho que odiara admitirlo, ella y Renee eran muy parecidas.
El novio que tuvo Paula en secundaria, Ramiro, le había durado lo suficiente como para llevarla al baile de graduación. Cuando Paula confirmó que estaba embarazada, en realidad deseaba que Ramiro se pusiera los pantalones y asumiera la responsabilidad.
¡Qué desperdicio haberlo soñado! Ramiro desapareció al día siguiente de obtener su diploma del instituto y nunca miró atrás. Algunos días, Paula lo odiaban por ello; otras veces se alegraba de que no se hubiera quedado para estropear la vida de Damian. Un padre a tiempo parcial al que no le importaba su hijo era peor que no tener padre.
Un par de años después del nacimiento de Damian, Paula se juntó con el perdedor número dos. El último novio de Paula, Mateo, la había convencido de que lo dejara vivir con ella para «echar una mano» con los gastos y, después de dos meses, se marchó con el alquiler del mes en el bolsillo.
Paula juró entonces que solo saldría con chicos que tuvieran la vida resuelta.
—Paco se ha ido para siempre —le dijo Mónica mientras se ponía un par de pendientes.
—¿Cómo lo sabes?
—Mamá me contó que un amigo suyo fue a su casa y se llevó todas sus cosas. Supongo que eso significa que no va a volver.
Paula se quitó los zapatos y se sentó en el borde de la cama.
—Es una lástima. Este me caía bien de verdad.
—A mí también. Y bueno, ya sabes, estará con otro tipo antes de la Navidad… Año Nuevo, a más tardar.
—Seguro. Escucha, Damy preguntó si volvería a ver al abuelo Paco en Acción de Gracias.
—¡Oh, no!
—Sí. Le dije que Paco no era su abuelo, solo un amigo de la abuela, y que Paco pasaría las fiestas con su familia. —Mónica era ingeniosa.
—Ya sabía que esto iba a pasar; igual que todos los hombres que entran en la vida de mamá. Supongo que tengo que tener más cuidado de a quién le permito integrar en la vida de Damy.
Paula odiaba tener que dejar de ver a su madre cuando había un nuevo hombre en su vida, pero si quería evitar que Damy saliera lastimado, no tenía otra opción. Cuando Damian empezó la escuela, había preguntado por su padre y los abuelos. No tenía ni lo uno ni lo otro.
—¿Mamá? —Damian la llamó desde la cocina.
Arrastrando su pesado cuerpo fuera de la cama, Paula caminó hasta la otra habitación para ver qué necesitaba Damy.
—¿Qué pasa?
—¿Te acuerdas de la fiesta en la escuela mañana?
Paula se echó a reír. Había dos avisos de la fiesta, con imágenes de peregrinos y calabazas, en la puerta del frigorífico.
—Por supuesto que sí.
—Bien. El maestro nos preguntó si alguna de las madres podía traer dulces. ¿Puedes hacer de nuevo esas galletitas de calabaza que hiciste para Halloween?
Paula sonrió y revolvió el pelo castaño de su hijo.
—Por supuesto que sí.
Solo tendría que perder una hora de sueño, ir a la tienda a comprar los ingredientes y hacer las galletitas antes de su siguiente turno.
Además, no podría dormir el día de la fiesta escolar hasta después de que Damy regresara a casa tras las clases. Con solo un día de descanso entre ese momento y el día de Acción de Gracias, Paula imaginaba que lograría dormir apenas unas cuantas horas en total.
—Vamos a vestirte, así la tía te puede llevar a la escuela.
Más despierto, Damy se fue dando saltos hasta su dormitorio y comenzó a sacar la ropa del armario. Diez minutos más tarde, se fueron y Paula se tiró en la cama.
domingo, 3 de abril de 2016
NO EXACTAMENTE: CAPITULO 3
—¡Te ha ignorado! —Miguel rio, golpeando a Pedro en el brazo—. No parece que la camarera se interese por ti.
—Quizá sea por la ropa que llevas puesta.
—No hay nada malo en la manera en que voy vestido.
De hecho, le gustaba el hecho de que Paula, la camarera sexy que llevaba una falda marrón espantosa, no tuviera ni idea de quién era. A Pedro le gustaba mantener un perfil bajo siempre que podía. Ahí en California, la gente no lo reconocía. En Houston era otra historia. La idea de cautivar a la camarera sin agitar su billetera parecía el camino correcto, sobre todo después de su reciente encuentro con Heather.
Pedro sacó su dinero y rápidamente le pasó a Tomas un billete de veinte dólares.
—¿Para qué es esto?
—Para el desayuno.
—¿Por qué me lo das a mí?
—Solo guárdalo. Si viene al caso, yo solo soy un pobre granjero que está saliendo de una larga borrachera de fin de semana.
Pedro siguió los movimientos de Paula hasta que desapareció al dar la vuelta.
Después de todo, se quedaría en Ontario, California, durante varias semanas para supervisar los planes de construcción de un nuevo hotel junto al centro de convenciones. Bien podría tener un amorío con alguien mientras estuviera allí.
Le encantaría borrar la imagen de cada Heather que había conocido en su vida de una vez por todas. Mujeres plásticas con actitud de «qué puedes hacer por mí, querido», que coqueteaban más con su billetera que con él. A veces ese tipo de mujer no le molestaba en absoluto, pero últimamente había estado buscando a alguien con quien hablar, alguien con quien compartir sus ideas y sus sueños, tal vez una camarera con los pies en la tierra que no se avergonzara de ensuciarse las manos y trabajar para ganarse la vida. O de viajar en una vieja pickup.
Pedro no tenía miedo del trabajo duro de la granja ni del trabajo de oficina. Desde que había terminado la universidad y su padre lo había colocado en Adquisiciones y fusiones, se había esforzado en hacer un excelente trabajo. A diferencia de su hermana Catalina, que probablemente almorzaba con Paris Hilton, Pedro de verdad quería trabajar para ganarse la vida. Vivir del dinero de su padre no iba con su carácter.
Cuando llegara el día en que Pedro debiera ocupar el puesto de su padre, nadie podría acusarlo de ser un vago al que le habían dado el puesto sin tener ningún conocimiento sobre la empresa.
—Ajá, ya veo lo que estás haciendo —dijo Tomas.
—¿Ah, sí? —preguntó Pedro.
—Sí, ya entiendo. Te he visto este fin de semana, esquivando a las mujeres en el hotel. Por momentos me preguntaba quién se casaba el mes que viene, si tú o Daniel —dijo Miguel—. Estás cansado de todas esas cazafortunas, ¿verdad? ¿Cansado de todas esas mentirosas?
—Eso sí que es una lata —dijo Tomas.
—Maggie es lo mejor que me ha pasado en la vida —dijo Daniel.
—Dios, ahora se nos va a poner sentimental. —Tomas empujó la taza de café más cerca de Daniel—. Bébetelo todo. A Maggie, la hermosa doncella, no le agradará mucho que llegues a casa con olor a alcohol.
Daniel apoyó los codos sobre la mesa y se tomó la cabeza con las manos.
—Ella es la mejor. Y el sexo…
—Ya lo hemos escuchado, Daniel.
—Todo el puto fin de semana —acotó Tomas.
—Vosotros solo estáis celosos.
Pedro bebió un sorbo de café y mantuvo la boca cerrada. Se encontraba feliz por su amigo, aunque no estaba tan seguro de que Maggie fuera una buena elección. A Daniel le encantaba jugar: las motocicletas, el camping, las excursiones en barco por el río. Tampoco tenía miedo a trabajar duro para lograr sus objetivos. Pero desde que Maggie había entrado en su vida, Daniel renunciaba a un poco de sí mismo cada día.
«Maggie tiene miedo de que tenga un accidente en la moto… A Maggie no le gusta el río; navegar le da náuseas… Maggie prefiere quedarse en uno de tus hoteles en vez de en una caravana».
Es posible que Maggie hiciera sonreír a Daniel, pero ¿cuánto tiempo pasaría antes de que saltara la tapa del molde en el que ella lo quería meter?
Paula regresó cargada de platos. Como en una coreografía que se sabía de memoria, apoyó los desayunos completos sobre la mesa y sacó los condimentos de los bolsillos de su aburrido y rígido uniforme.
—Huele muy bien, Paula —le dijo Pedro antes de que se fuera.
—Le haré saber al cocinero que estás contento.
Tomas y Daniel comenzaron inmediatamente a atiborrarse de comida. Paula desapareció el tiempo suficiente para ir a buscar la jarra de café con la que volvió a llenar sus tazas.
—¿Falta algo? —preguntó.
—Creo que estamos bien. —Pedro buscó su mirada, pero ella lo evitó.
—Decidme si necesitáis algo. Como veis, estamos a tope esta noche.
Pedro observó al único cliente en la barra.
—Apuesto a que debes de tener muchas historias que contar sobre cómo es trabajar en el turno de noche del Denny’s —dijo Pedro en un esfuerzo por conseguir que revelara algo acerca de sí misma.
—Es difícil mantenerse despierto, eso casi todas las noches. Empezamos a limpiar alrededor de las cuatro y media.
—Qué horario infame —dijo Tomas entre bocado y bocado.
—Te sorprendería saber la cantidad de tipos trajeados que vienen a tomar un bocado antes de irse a trabajar a Los Ángeles. Salen temprano para evitar el tráfico.
—Había oído que el tráfico de Los Ángeles era tremendo, pero, ¿tanto? —preguntó Pedro.
—El peor. Seguro que no vives por la zona si haces esa pregunta.
—Soy de Texas. Mi último trabajo me ha traído aquí, cerca del aeropuerto. —El Aeropuerto Internacional de Ontario descomprimía un poco el tráfico de los aeropuertos de Los Ángeles y Burbank, pero el área alrededor de esos aeropuertos estaba toda edificada, sin ninguna posibilidad de crecimiento. En cambio, Ontario ofrecía mucho espacio para nuevos hoteles.
Miguel le dio un codazo.
—Cuando quiere descansar cómodamente alguna noche se queda en mi casa.
Pedro pensó que eso no era del todo mentira. Miguel vivía en Claremont y Pedro a veces pasaba la noche en su casa, cuando se cansaba de vivir en el hotel. El Alfonso era un hotel de lujo de cinco estrellas lleno de champán y caviar. A veces Pedro solo quería pizza, cerveza y ver un buen partido por la tele con un amigo.
Paula parecía tomarse su tiempo para procesar la información. Se encogió de hombros, parecía algo decepcionada.
—Bueno, disfrutad de la comida.
Con eso, se dio la vuelta y se alejó. Daniel se rio.
—No es tan fácil, ¿verdad?
—No he terminado todavía —le dijo Pedro mientras tomaba su tenedor. Ni mucho menos.
A las tres, la mayor parte de la comida había desaparecido y nuevos clientes se habían sentado en la barra, lo que mantenía a Paula alejada de la mesa. Un hombre mayor de unos setenta años giró en su silla para irse y Paula corrió a su lado.
—Le he dicho que me dejara ayudarlo, señor Fortunatto.
—Yo puedo solo —dijo el hombre. Pero al ponerse de pie, se tambaleó contra Paula.
—Es la humedad en el aire. Hincha mis viejos huesos —explicó.
Paula le puso un brazo alrededor de su cintura y lo ayudó a llegar a la puerta, donde había dejado su andador. Pero no se apartó de él.
—Puedo hacerlo solo desde aquí —le dijo.
—Estoy segura de que puede, pero me vendría bien un poco de aire. Todo este olor a grasa de tocino me está afectando. ¿Me acompaña hasta afuera? —le preguntó.
El señor Fortunatto le ofreció una pequeña sonrisa mientras ella abría la puerta y lo ayudaba a subirse a su auto.
Un par de minutos más tarde, volvió a entrar con una sonrisa de satisfacción en los labios
—Eh, Paula —la llamó la otra camarera desde la caja registradora.
—¿Sí?
—Otra vez tu amigo no ha dejado suficiente dinero.
Pedro observó cómo la mirada de Paula se dirigía hacia la puerta. Ella se encogió de hombros, metió la mano en el bolsillo de su falda y sacó el dinero de las propinas.
—Yo lo cubro, Laura.
Laura negó con la cabeza.
—No sé por qué lo cubres todo el tiempo.
—Son solo tortitas, Laura. Y él no tiene a nadie. Déjalo vivir en paz.
Paula pagó el faltante de la cuenta del hombre y se alejó de la caja.
Algo dentro de Pedro hizo un clic, como si alguna cosa hubiera encajado en su justo lugar. Decididamente necesitaba saber más acerca de Paula.
Cada vez que regresaba a servir más café, Pedro trataba de sacarle algo de conversación. Ella no mordía el anzuelo. Pedro empezó a pensar que tal vez no estaba interesada, pero el hecho de que no lo mirara a los ojos, y el adorable color rosa que tiñó sus mejillas cuando le hizo un cumplido, demostraban que sus encantos no le eran indiferentes.
Paula levantó los platos y colocó la cuenta en medio de la mesa.
—Pueden pagar cuando estén listos —les dijo.
Durante un minuto Pedro tuvo la tentación de tirar su tarjeta de crédito sobre la mesa y pagar la comida para ver si Paula lo miraba a los ojos. Tomas le ahorró la molestia.
—Supongo que quieres que pague por ti otra vez, ¿eh, Pedro?
—Eh…, yo he conducido hasta aquí —dijo.
—Y nosotros hemos pagado la gasolina. —Lo que era parte del arreglo; el alojamiento en el Alfonso Casino Hotel de Las Vegas corría por cuenta de Pedro.
Tomas, Daniel, y Miguel arrojaron billetes en la mesa y se los entregaron a Paula.
—Está bien así —le dijo Tomas.
Después de que Paula se alejara, Miguel dijo:
—Parece que has perdido con esta.
—No puedo creerlo; la cabeza todavía me da vueltas —dijo Daniel.
Pedro metió la mano en el bolsillo para sacar las llaves de la camioneta.
—Ten, Miguel. ¿Por qué no llevas a Tomas al aeropuerto? Daniel y yo nos quedaremos y tomaremos otra taza de café.
—¿Sabes? Eso es una gran idea. Meterme en el auto en este momento probablemente no le sentaría bien a mi estómago. —Daniel tenía un aspecto demacrado.
—¿A qué hora sale tu vuelo?
—A las seis —contestó Tomas.
—Será mejor que nos pongamos en marcha. Pasar por la seguridad del aeropuerto en estos tiempos puede llevar una eternidad.
Todos se pusieron de pie y se dieron la mano.
—Nos vemos en casa el mes que viene —le dijo Pedro a su amigo.
—Buena suerte, Mas —se despidió Tomas dándole una fuerte palmada en la espalda.
Pedro volvió a sentarse después de que Tomas y Miguel se fueran. Daniel puso sus brazos sobre la mesa y apoyó la cabeza sobre ellos.
—¿Por qué me habéis dejado beber como una cuba? Maggie odia que beba demasiado.
—Te pondremos sobrio antes de depositarte en tu casa, infeliz.
Paula se sorprendió al ver salir solo a dos del grupo. Pedro le hizo un gesto hacia la mesa.
—¿Vuestros amigos se han ido sin vosotros?
—Tomas tiene un vuelo de regreso a Texas, y Daniel necesita otro café solo antes que se lo entreguemos de vuelta a su novia.
—Comprendo.
Paula, que tenía la jarra en la mano, les sirvió otro café a cada uno. Antes de que pudiera alejarse, Pedro le mostró su sonrisa ganadora.
—Dime, Paula: ¿crees que yo podría interesarte para una salida nocturna?
Ella inclinó la cabeza hacia un lado.
—¿Estás coqueteando conmigo?
Molesto, Pedro negó con la cabeza.
—Si tienes que preguntar, debo estar perdiendo mi talento.
Daniel se rio, pero mantuvo la boca cerrada.
—Me siento halagada, Pedro. Eres Pedro, ¿no?
Él asintió con la cabeza.
—¿Por qué siento que ahora viene un «pero»? —preguntó Pedro.
Paula apoyó la mano que tenía libre sobre la mesa y sus ojos quedaron al nivel de los de Pedro.
—Pero soy una mujer muy ocupada. Así que a menos que tengas una chequera tan grande como tu ego, y considerando que tus amigos te han pagado la comida y la gasolina, lo más probable es que no tengas un centavo, no estoy interesada.
Daniel dejó escapar un silbido. Pedro estaba demasiado abrumado para contestar. Paula simplemente se quedó mirándolo hasta que reaccionó:
—Bueno, por mil demonios. Creo que es la primera vez que alguien me ha dicho algo así.
Paula enderezó los hombros y levantó las cejas.
—Al menos soy honesta. Eres guapo, vaquero, lo reconozco. Pero lo guapo no te compra una taza de café en esta ciudad. Tal vez es distinto en Texas. Intenta con una camarera de allá.
—No estoy en Texas. Además, es contigo con quien quiero salir.
—Una vez más, me siento halagada, pero no, gracias.
—¿Crees que soy guapo? —dijo.
No era el mejor cumplido que le habían hecho en los últimos años, pero se las tendría que arreglar con eso.
Una sonrisa de satisfacción se dibujó en el rostro de Paula.
—No te rindes, ¿verdad?
—No. No es fácil.
—Está bien, entonces escucha esto… Soy camarera en este antro por la noche para poder pasar más tiempo en casa con mi hijo de cinco años.
La mirada de Pedro se dirigió hacia su mano izquierda. No tenía anillo.
—Si estás casada, ¿por qué no me lo dices?
Ella sacudió la cabeza y se dio la vuelta.
—Casada, qué risa. Cariño, ni siquiera recibo manutención para mi hijo. Aunque nada de esto te incumba.
No estaba casada, estaba criando a un hijo sola, y tenía que trabajar por la noche para poder hacerlo. No es de extrañar que estuviera buscando una billetera en lugar del
amor. Las palabras de Heather retumbaban en su mente.
«Todas las mujeres estarán contigo por tu dinero, Pedro».
Pero esta mujer, Paula, no tenía ni idea de su fortuna. Y si solo le importaba el dinero, ¿por qué pagaba rutinariamente las tortitas de sus clientes? Había más en esta hermosa mujer de lo que ella mostraba. De golpe, el desafío de conquistarla se apoderó de él.
Paula comenzó a alejarse. Él la detuvo.
—Los niños me adoran.
Paula se quedó con la boca abierta.
—¿Alguna vez se ha dado por vencido? —le preguntó a Daniel.
—No.
—¿Y todas las mujeres caen rendidas a sus pies?
—Sí.
Ella murmuró algo mientras se alejaba.
—Amigo, estás perdiendo el tiempo revoloteando alrededor de esa falda —dijo Daniel después de que se fuera Paula—. Simplemente, no le gustas.
—No, no quiere que le guste.
—Tiene un hijo, Pedro. Me parece inteligente que no quiera salir con hombres que están haciéndose pasar por perdedores.
El suave balanceo de sus caderas mantuvo su atención mientras Paula se alejaba. En ese momento se dio cuenta de cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había tenido que perseguir a una mujer.
—Haciéndose pasar, esa es la clave.
Pedro se rascó la barba y una sonrisa se dibujó detrás de su mano. «Haciéndose pasar por un perdedor».
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