domingo, 3 de abril de 2016
NO EXACTAMENTE: CAPITULO 2
—Atrasada…, vencida…, ah, genial, un aviso de corte.
Paula Chaves puso el recibo del agua resaltado con marcador sobre la montaña de facturas por pagar y lanzó un gruñido. Al recorrer con la mirada la diminuta sala de descanso del restaurante de veinticuatro horas donde trabajaba, se encontró con una imagen tan sombría como su futuro. Realmente tenía que hacer algunos cambios en su vida, y pronto.
Laura, la otra camarera del turno de noche, asomó la cabeza por la puerta y dijo:
—Tu turno. Un grupo de cuatro se ha sentado en la doce.
Pau miró el reloj y vio que habían pasado veinte minutos de las dos de la mañana. La gente que salía de los bares no tardaría en llegar en busca de un café bien cargado y un lugar donde recuperar la sobriedad antes de emprender el regreso a casa. Como un mecanismo de relojería, las mañanas de domingo eran siempre las peores. Los más tontos realmente creían que, con tan solo una taza de café, lograrían llegar en hora al trabajo. Tras meter los recibos en su bolso, Pau salió de la sala de descanso, a través del corto pasillo que separaba la cocina del mostrador de servicio, y se dirigió hacia la mesa doce. Con un poco de suerte, alguien de entre los cuatro del grupo estaría lo suficientemente sobrio como para recordar dejarle la propina antes de irse.
Fuertes risas masculinas llegaron a sus oídos antes que diera la vuelta para presentarse ante sus clientes.
Dos rostros escudriñaban las páginas del menú, mientras los otros dos la miraron cuando se acercó a ellos.
—Ah, hola, cariño, ¿eres nuestra camarera esta noche? —preguntó el muchacho de cabello rubio oscuro que estaba sentado al fondo del reservado. Al escuchar la pregunta, los demás hombres de la mesa bajaron sus menús para mirarla.
Con una sola mirada, Pau concluyó que los patanes de la mesa definitivamente venían de una noche de copas. Tal vez incluso de un par de noches, dado el estado de sus barbas de día y medio.
El rubio mostró sus dientes blancos y una sonrisa infantil. El hombre a su izquierda le dio un codazo en el costado.
—No hagas caso a Daniel. Hace tres días que está borracho.
—Mira quién fue a hablar, Migue.
Las palabras las pronunció un hombre robusto que llevaba una gorra de béisbol y tenía una barba de al menos dos días.
—Pedro es el único remotamente sobrio —dijo Migue.
Sí, sin duda habían estado de juerga.
El que llamaban Pedro se tomó su tiempo antes de bajar su menú y tomar nota de la presencia de Pau. Su pelo castaño oscuro, cubierto con un sombrero de cowboy, se sacudió levemente con el movimiento de su cabeza. La barba que cubría su mentón estaba en el punto justo para ser sexy. Su mirada, que lo iba absorbiendo todo lentamente, se posó sobre ella; tenía los más extraordinarios ojos grises que Pau jamás había visto. Los ojos color humo se tomaron su bendito tiempo mientras esa mirada se deslizaba por su pelo y su rostro. Después volvió a mirarla a los ojos y le sostuvo la mirada. Como si hubiera calculado el efecto, Pedro dejó que una sonrisa lenta y deliciosa, con hoyuelos incluidos, se extendiera por su rostro. Una sonrisa que era solamente para ella.
Ese tipo de sonrisas que deberían llevar una etiqueta de advertencia. La intensidad de su atención le hizo sentir algo en su interior e hizo que la piel de sus brazos desnudos se erizase. Tragó saliva y se estremeció como si él la hubiera acariciado.
Pau parpadeó un par de veces, rompió el contacto visual y le preguntó:
—¿Qué tal un poco de café?
—Eso sería genial —respondió Pedro con un acento muy acorde con su sombrero de vaquero.
El acento de Texas la abrazó por dentro como una manta cálida y afelpada. Los nativos del sur de California no tenían ningún acento perceptible, así que cuando oía alguno, se le quedaba grabado.
Mientras se giraba hacia el otro lado, Pau guardó su bloc de notas en el delantal y se dirigió a la cafetera.
—No está mal, ¿no? —dijo uno de los juerguistas.
Pau sabía que no era fea, pero no veía gran cosa cuando se miraba en el espejo. Su cabello castaño claro estaba atado con un nudo en la base de su cuello; sus apagados ojos color avellana tenían manchas oscuras debajo que indicaban la falta de sueño, y era difícil ser gorda cuando todo su dinero se iba en pagar cuentas y en el cuidado de su hijo, Damian.
Los hombres…, no, los chicos… de la mesa doce probablemente no tenían una sola responsabilidad decente entre los cuatro. Todos llevaban pantalón vaquero y camiseta, y dos de ellos olían a cerveza.
Eternos adolescentes que nunca habían madurado.
Demonios, tal vez aún estaban en la universidad. Pau suponía que todos tendrían más o menos la misma edad, alrededor de veintiocho años.
Cuando regresó a la mesa, Pau les trajo tazas de café y las llenó.
—Gracias…, Paola —dijo Pedro, el de los misteriosos ojos grises, después de echarle una rápida mirada a la chapa con su nombre.
—Paula, en realidad. ¿De dónde venís, chicos? —preguntó para darles conversación.
—Fin de semana en Las Vegas —dijo el que llamaban Miguel.
Tendría que haberlo adivinado.
—Nuestro amigo Daniel, aquí presente, dará el «sí quiero» en unas pocas semanas, y decidimos despedir su soltería con estilo.
—Las Vegas puede ser un lugar peligroso para hacer una despedida de soltero —apuntó ella.
—Ves, te lo dije —intervino el hombre que estaba sentado junto a Pedro—. Pero, ¿alguien escucha a Tomas? Por Dios que no. Crees que todo ha salido muy bien y al minuto siguiente te ves borracho bailando desnudo en YouTube con una chica a la que ni siquiera recuerdas.
—Yo no he bailado desnudo con una chica…, ¿verdad? —Daniel se frotó la nuca y frunció el ceño.
Pedro le ofreció a su amigo una sonrisa con hoyuelos.
—Estabas borracho.
—Igualmente no recuerdo nada de bailar desnudo.
—Ah, relájate —le dijo Miguel—. Nadie te ha filmado bailando desnudo.
Paula sonrió. Los chicos le estaban haciendo pasar un mal rato a su amigo y era divertido verlo. De acuerdo con la expresión en el rostro de Daniel, no estaba del todo seguro de no haber bailado desnudo.
—¿Ya sabemos lo que vamos a pedir por aquí? ¿Esperamos unos minutos? —preguntó Paula.
—Yo sé lo que quiero —dijo Tomas, dejando el menú sobre la mesa.
Los otros replicaron que ellos también. Después de tomar sus pedidos, Paula se retiró. Le entregó la comanda al cocinero y Laura le dirigió una sonrisa.
—Parece que te van a dar trabajo los de allá. Chico guapo multiplicado por cuatro. —Suspiró, sonriente.
—Además, dos de ellos tienen acento.
—Quién te ha visto y quién te ve, echándoles el ojo.
—No estoy echándole el ojo a nadie. Lo último que necesito es otro don juan, otro vividor que venga a complicarme la vida.
Pau se dio la vuelta y volvió a llenar la taza de café de uno de los clientes noctámbulos que estaban sentados en la barra.
—¿Cómo están las tortitas, señor Fortunatto?
—Muy buenas, muy buenas —respondió.
Cuando Paula se volvió hacia Laura, la otra camarera siguió hablando.
—¿Quién había dicho que eran una panda de vividores?
—Eternos adolescentes que no han madurado, es lo más probable.
—Vividores, eternos adolescentes, lo que sea. Uno de ellos podría ser el ricachón de tus sueños.
Paula alzó una ceja.
—Seguro.
Paula tomó a Laura de la mano y la llevó a una ventana que daba hacia el aparcamiento.
—Echa un vistazo, amiga mía. ¿Ves algún auto caro ahí fuera?
En realidad, los únicos vehículos que había en el estacionamiento pertenecían a los empleados y al señor Fortunatto. Excepto por una solitaria camioneta pickup de mediados de los años noventa. Seguramente iría a la velocidad correcta para los cowboys de la mesa doce.
—Eso no quiere decir nada. —Laura se apartó y frunció el ceño—. Además, una cita significa cine y cena gratis. Eso no está nada mal.
—Una noche de cine y cena en mi mundo consiste en comer en McDonalds y mirar Bob Esponja en la televisión. Las citas románticas y Damian no son buena combinación.
—Tu hermana se podría quedar con él.
—Sí, pero ¿para qué perder el tiempo soñando con alguien en el futuro en lugar de vivirlo? Sabes que mi madre no es la mujer más sabia, pero ella me dijo una vez que es tan fácil enamorarse de un hombre rico como enamorarse de un pobre.
—Sí, ¿entonces?
—Pues que no hay que salir con hombres pobres.
Al otro lado del restaurante, Pedro, el de los ojos grises y el sombrero de cowboy, la miraba por encima de su taza de café. Cuando cruzó su mirada, sus labios esbozaron una sonrisa, otra vez, con hoyuelos. Entonces, sin ninguna provocación, le guiñó un ojo.
—Oh, Dios. —Pau bajó los ojos y trató de ignorar el coqueteo del don juan inmaduro y la conmoción que causaba en su interior.
—El vaquero es sexy —dijo Laura con una risita pícara.
—Apuesto a que el señor cowboy hace que uno de sus amigos pague su cuenta.
—Oh, vamos, no puede ser tan malo.
—Está coqueteando con una camarera de Denny’s, Laura. Sus aspiraciones no deben de ser muy altas.
NO EXACTAMENTE: CAPITULO 1
—Este es por la bola —dijo Miguel bebiéndose de un trago el tequila—. Y este es por la cadena. —Esta vez lo empujó con una cerveza en la mano—. Tu turno.
Pedro se relajó en su asiento mientras que Miguel hacía que Daniel bebiera otra ronda. Daniel, en su último fin de semana de soltero, ya estaba bastante pasado de copas, pero siguió bebiendo de todos modos.
—¿Qué ho-hora es? —preguntó Daniel.
—No tienes derecho a preguntar la hora hasta el domingo —le recordó Tomas.
—¿No es domingo?
La mirada de Daniel siguió a una camarera de minifalda ajustada.
Pedro, Tomas y Miguel se echaron a reír.
—Maldita sea, Mas, puede ser que tengamos que permanecer en tu exclusivo local una semana entera para que salga el soltero que este futuro hombre casado lleva dentro.
Los amigos de Pedro Alfonso siempre lo llamaban Mas: más dinero, más mujeres, más tiempo libre para hacer lo que se le antojara gracias a la fortuna de su familia. Los compinches con quienes compartía la mesa lo conocían desde el instituto. Si ellos alguna vez quisieran quedarse en el Hotel y Casino Alfonso en el Strip de Las Vegas durante una semana, un mes, o lo que fuera, Pedro lo haría realidad.
Todos tenían altos cargos ejecutivos o eran empresarios, lo que hacía casi imposible que pudieran reunirse alguna vez.
La despedida de soltero, durante un largo fin de semana, tendría que satisfacer a todos.
Pedro había insistido en que cruzaran el desierto de California en automóvil y no en avión. Ahora que Daniel iba a dar el salto al vacío —o al altar— ya no volverían a tener una oportunidad como aquella.
Daniel era el primero de los cuatro en casarse, lo que significaba que este era su último viaje de solteros. La última vez sin que ninguno tuviera que regresar apurado a casa con su esposa o sus hijos. La última vez que podrían emborracharse como una cuba sin tener que darle explicaciones a una mujer.
Un último golpe, con Las Vegas y una aventura de carretera incluida, ¿qué más se podía pedir? Una vez que Daniel dijera «Sí, quiero» todo eso cambiaría. En su interior, Pedro lo sabía, estaba listo para ello. La vida era una serie de capítulos, y este acabaría a lo grande si lograba hacer valer su influencia.
—Oh, oh, ¿esa es Heather? —Tomas le dio un codazo a Pedro e hizo un gesto hacia la sala del casino.
Pedro siguió la mirada de Tomas, que se posó en la espalda de una mujer a la que conocía demasiado bien. Tenía el pelo rubio platino recogido en lo alto de su cabeza, sus hombros estaban desnudos a no ser por los tirantes del ajustado vestido que abrazaba cada una de sus curvas, mejoradas a base de cirugía.
Justo cuando Pedro pensó que podría darse la vuelta sin que notara su presencia, la mujer lanzó una mirada por encima del hombro y le ofreció una sonrisa artificial.
—Demonios, ¿cómo ha sabido que estaríamos aquí?
Si había una mujer a la que Pedro nunca quería volver a ver, era probablemente Heather. Al observarla balancear sus caderas mientras caminaba hacia él, Pedro comprendió que su deseo no se haría realidad.
—Probablemente le llegó el rumor de que era la despedida de soltero de Daniel. Y como eres el dueño del hotel, ¿en qué otro lugar podría ser la fiesta si no? —le recordó Tomas.
—Pedro, cariño, qué sorpresa encontrarte aquí. —El tono liviano de Heather era fruto de la práctica y no de la sinceridad.
Sin manera de evitarla, Pedro se puso de pie mientras ella se acercaba. Heather se inclinó y lo besó en la mejilla.
Rápidamente, Pedro dio un paso atrás e hizo un gesto hacia sus amigos.
—¿Te acuerdas de Tomas, Miguel y Daniel?
—Claro.
Les ofreció la más falsa de las sonrisas, su mirada se detuvo un momento en Daniel antes de volver a Pedro.
—¿Qué te trae a Las Vegas? —preguntó Pedro, como si no lo supiera.
—Me dijiste que este era uno de tus hoteles más bonitos. Pensé que ya era hora de visitarlo.
—El dueño de los casinos es mi padre, Heather, no yo.
Heather solo veía el dinero. No importaba de dónde viniera, mientras pudiera acceder a él.
Ella agitó una mano en el aire.
—No te escapes por la tangente, Pedro
—Salirse, se dice «salirse por la tangente».
Ella posó su mano sobre el brazo de Pedro y luego lo apretó con sus dedos.
—Ya sabes que no me gusta que me corrijan —le recordó.
«Ya sabes cómo odiaba siempre que aparecieras donde no quería verte». Eso era cuando eran novios. Pedro había roto con ella a mediados del verano. Ya era noviembre.
Ella se inclinó y le susurró al oído.
—¿Podemos hablar un momento a solas?
Se aflojó la corbata e inclinó su sombrero de cowboy.
—Estamos en medio de una despedida de soltero, Heather.
Daniel bebió otro tequila y chupó un limón.
—Solo será un minuto, cariño.
Pedro pensó que era doloroso sonreír con los dientes apretados, así que se vio obligado a abrir la mandíbula ante la calidez de sus almibaradas palabras. Recordó el día en que puso fin a su breve romance. Estaban en una fiesta para recaudar fondos en el club en Houston y Pedro notó que una hermosa morena lo estaba mirando desde el otro lado del salón. Heather le había regañado con su voz entrecortada: «Pedro, querido, por favor, intenta mantener tus ojos en mí cuando estamos juntos. No me importa lo que hagas o con quién eches una cana al aire una vez que estemos casados, pero que seas tan obvio cuando estamos uno al lado del otro, es simplemente grosero, ¿no te parece, cariño?».
Nunca sabría de dónde había sacado Heather la idea de que se convertiría en la señora Alfonso, pero fue entonces cuando Pedro se dio cuenta de lo superficial que era su chica escaparate. En cierto modo, sintió lástima por ella.
—¿De acuerdo?
Heather lo trajo de nuevo al presente con su pregunta.
Pedro sabía exactamente cómo deshacerse de ella, por última vez. Le hizo un gesto con la cabeza a Tomas.
—Nos vemos en la entrada en diez minutos.
Tomas sonrió.
—Vamos a caminar un poco con este, a ver si se le pasa la borrachera.
Miguel ayudó a Daniel a ponerse en pie, mientras Pedro le indicaba a Heather que se dirigiera hacia la puerta.
Ambos se escurrieron entre la gente que pululaba alrededor de las máquinas tragaperras. Alguien gritó desde una mesa de dados y la multitud a su alrededor vitoreó. Una mujer mayor se reclinó en su silla mientras Heather pasaba y la rozó. Heather frunció el ceño y murmuró algún insulto entre dientes.
—Disculpe, señorita.
Heather alzó el mentón, no dijo nada y se alejó. La mujer parecía estar genuinamente arrepentida, pero no había encontrado las palabras para expresarlo.
Avergonzado,Pedro tomó del brazo a Heather y la condujo hacia afuera, bajo las luces brillantes del estacionamiento. El encargado de los vehículos notó su presencia y se puso en acción. Antes de que el muchacho diera un solo paso, Pedro le hizo señas de que no lo necesitaba.
—Dime, ¿qué estás haciendo aquí en realidad, Heather?
Ella inclinó la cabeza hacia un lado y le mostró una sonrisa.
—No me gusta cómo hemos estado últimamente, Pedro. Te echo de menos.
Pedro se mostró firme mientras ella avanzaba.
—Ya no hay un «nosotros». Pensé que había sido claro.
—Te he dado un descanso. Ahora quiero que el descanso se acabe.
Ella deslizó la mano sobre su pecho. Él la detuvo, tomándola por la muñeca.
—Yo no te pedí un descanso. Te dije que habíamos terminado. No queremos las mismas cosas. —No deseaba una mujer trofeo, y eso era todo lo que Heather podía ofrecer.
Los bordes de los labios se arquearon en una mueca triste.
—Conocemos a la misma gente, nos movemos en los mismos círculos. Estamos hechos el uno para el otro.
—No, no es cierto. Necesito a alguien que esté conmigo por algo más que por mi billetera. Ambos sabemos que esa mujer no eres tú.
Pedro notó la pulsera de diamantes que colgaba de su muñeca. Aún estaban juntos durante su último cumpleaños y Pedro se la había regalado. Ahora lamentaba haberlo hecho.
La falsa mueca de tristeza de Heather desapareció y una chispa de ira brilló en sus ojos.
—Todas las mujeres van a estar contigo por tu dinero, Pedro. Yo solamente fui honesta.
Sus palabras lo hirieron, probablemente porque tenían algo de verdad. Resultaba difícil ver más allá de los miles de millones de su padre y los millones del propio Pedro. Aun así, la rubia frente a él acababa de dejar claro que él no le importaba en lo más mínimo. Para Pedro, ese era el límite.
Le hizo un gesto al encargado del estacionamiento, quien se acercó rápidamente.
—Sí, señor Alfonso.
—¿Puedes traerme mi auto?
El muchacho miró a Heather, luego de nuevo a Pedro.
—¿Un vehículo del hotel, señor?
—No, mi automóvil, en el que vine.
—Sí, señor. De inmediato, señor.
Heather le sonrió, probablemente suponiendo que había ganado algo.
—¿Quieres que mi chófer te lleve a algún lugar en especial? —preguntó Pedro—. ¿O te vas a quedar aquí?
—Tengo una suite en el Bellagio. Pero no me importaría trasladarme a otro sitio.
Sus labios se arquearon nuevamente en una repugnante sonrisa. Los amigos de Pedro salieron del casino atravesando las pesadas puertas de cristal.
—El Bellagio es perfecto para ti. Espero que disfrutes de tu estancia.
Ya no pudo sostener la fachada, y la ira le borró la sonrisa de la cara.
—Te arrepentirás de esto algún día, Pedro. Te casarás con alguna mujer pensando que te ama y acabarás con el corazón roto porque ella está detrás de tu fortuna.
Por el rabillo del ojo, Pedro vio que su auto se acercaba.
Caminó hacia su doble cabina, una camioneta pickup que había conocido tiempos mejores y estaba sucia a causa del largo viaje, y luego abrió la puerta.
—¿Qué es eso? —gritó Heather, y se alejó como si la camioneta fuera una serpiente a punto de atacar.
Al fin, una verdadera sonrisa se dibujó en los labios de Pedro. La expresión de horror absoluto en el rostro de Heather bien valía haber soportado su presencia.
—Lo que te llevará hasta el Bellagio.
—No voy a entrar en esa cosa. ¿Qué has hecho? ¿Has venido conduciendo desde Texas?
En realidad, la había hecho traer a California para su última aventura empresarial y fue entonces cuando decidió con los muchachos ir conduciendo hasta Las Vegas.
—Algo así. Vamos, entra.
—No haré tal cosa.
—Como quieras.
Pedro abrió la puerta e invitó a subir a sus amigos.
—Vamos, muchachos. Tenemos un soltero que despedir. —Pedro se volvió hacia el chico que le había traído la camioneta—. —¿Cómo te llamas, amigo?
—Russell, señor. Soy nuevo aquí.
El chico tendría alrededor de veinticuatro años.
—Conoces bien Las Vegas, ¿no?
—He vivido aquí toda mi vida.
Pedro le dio una palmada en la espalda, mientras que Miguel ayudaba a Daniel a subir en el asiento trasero. Tomas entró detrás de ellos.
—Bueno, Russell, mis amigos y yo necesitamos un chófer esta noche. Pensamos beber mucho y nos vendría bien tener a alguien sobrio con nosotros. ¿Te apuntas?
—Estoy trabajando.
—Y yo te estoy pagando.
Pedro le hizo un gesto al jefe del estacionamiento para que se acercara.
—Carrington, ¿no? —le preguntó.
—Sí, señor.
—Carrington, Russell nos va a echar una mano durante unas horas. Espero que no haya problema.
—Por supuesto, señor Alfonso. Como usted desee.
Pedro le hizo un guiño al hombre y se volvió hacia la camioneta. Apenas puso un pie en la cabina, Heather gritó.
—¿Y qué hay de mí?
Pedro le dedicó una breve mirada.
—Te he ofrecido llevarte en mi auto, cariño. Tal vez un taxi te convenga mejor. Carrington, ¿podrías pedir un taxi para la señorita Heather?
Carrington miró a Heather y a Pedro un par de veces y luego levantó la mano para llamar a uno de los muchos taxis que esperaban en la fila para llevar a los huéspedes a su próximo destino.
Heather levantó los brazos sobre sus hombros.
—¡Pedro! —gritó mientras este cerraba la puerta.
Inclinó su sombrero en señal de adiós, mientras Russell ponía en marcha la camioneta.
—¡Pedro Alfonso!
Pedro siguió oyéndola gritar mientras el vehículo se alejaba.
—Madre mía, esa sí que es una mujer despechada —dijo Tomas mirando por encima del hombro.
—No sé qué viste en ella.
—Fue un error.
Un error gigante. Pedro estaba agradecido de que su corazón nunca se hubiera involucrado.
—Pedro Alfonso. Por casualidad, ¿tiene algo que ver con Horacio, el dueño del hotel? —preguntó Russell mientras salían a la gran avenida.
Daniel, Miguel y Tomas se echaron a reír.
—¿He dicho algo gracioso?
Pedro se abrochó el cinturón y se recostó en el asiento.
—Es mi padre.
NO EXACTAMENTE: SINOPSIS
Paula Chaves es una camarera y madre soltera práctica hasta el exceso. Incluso si tuviera tiempo de salir con hombres, y no es el caso, buscaría decididamente darle a su hijo una infancia más sólida de la que tuvo ella, lo que significa un marido con mucho dinero.
Cuando Pedro Alfonso, un cliente sexy y aparentemente pobre, poseedor de un sombrero de cowboy y una sonrisa seductora, intenta coquetear con ella, Paula lo rechaza de plano. Duda de que un soñador despreocupado como Pedro pueda proporcionarle la estabilidad financiera que ella necesita. Pero faltan pocas semanas para la Navidad, Paula no quiere pasarla sola y le cuesta cada vez más resistirse al encantador tejano.
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