domingo, 3 de abril de 2016

NO EXACTAMENTE: CAPITULO 1





—Este es por la bola —dijo Miguel bebiéndose de un trago el tequila—. Y este es por la cadena. —Esta vez lo empujó con una cerveza en la mano—. Tu turno.


Pedro se relajó en su asiento mientras que Miguel hacía que Daniel bebiera otra ronda. Daniel, en su último fin de semana de soltero, ya estaba bastante pasado de copas, pero siguió bebiendo de todos modos.


—¿Qué ho-hora es? —preguntó Daniel.


—No tienes derecho a preguntar la hora hasta el domingo —le recordó Tomas.


—¿No es domingo?


La mirada de Daniel siguió a una camarera de minifalda ajustada.


Pedro, Tomas y Miguel se echaron a reír.


—Maldita sea, Mas, puede ser que tengamos que permanecer en tu exclusivo local una semana entera para que salga el soltero que este futuro hombre casado lleva dentro.


Los amigos de Pedro Alfonso siempre lo llamaban Mas: más dinero, más mujeres, más tiempo libre para hacer lo que se le antojara gracias a la fortuna de su familia. Los compinches con quienes compartía la mesa lo conocían desde el instituto. Si ellos alguna vez quisieran quedarse en el Hotel y Casino Alfonso en el Strip de Las Vegas durante una semana, un mes, o lo que fuera, Pedro lo haría realidad. 


Todos tenían altos cargos ejecutivos o eran empresarios, lo que hacía casi imposible que pudieran reunirse alguna vez. 


La despedida de soltero, durante un largo fin de semana, tendría que satisfacer a todos.


Pedro había insistido en que cruzaran el desierto de California en automóvil y no en avión. Ahora que Daniel iba a dar el salto al vacío —o al altar— ya no volverían a tener una oportunidad como aquella.


Daniel era el primero de los cuatro en casarse, lo que significaba que este era su último viaje de solteros. La última vez sin que ninguno tuviera que regresar apurado a casa con su esposa o sus hijos. La última vez que podrían emborracharse como una cuba sin tener que darle explicaciones a una mujer.


Un último golpe, con Las Vegas y una aventura de carretera incluida, ¿qué más se podía pedir? Una vez que Daniel dijera «Sí, quiero» todo eso cambiaría. En su interior, Pedro lo sabía, estaba listo para ello. La vida era una serie de capítulos, y este acabaría a lo grande si lograba hacer valer su influencia.


—Oh, oh, ¿esa es Heather? —Tomas le dio un codazo a Pedro e hizo un gesto hacia la sala del casino.


Pedro siguió la mirada de Tomas, que se posó en la espalda de una mujer a la que conocía demasiado bien. Tenía el pelo rubio platino recogido en lo alto de su cabeza, sus hombros estaban desnudos a no ser por los tirantes del ajustado vestido que abrazaba cada una de sus curvas, mejoradas a base de cirugía.


Justo cuando Pedro pensó que podría darse la vuelta sin que notara su presencia, la mujer lanzó una mirada por encima del hombro y le ofreció una sonrisa artificial.


—Demonios, ¿cómo ha sabido que estaríamos aquí?


Si había una mujer a la que Pedro nunca quería volver a ver, era probablemente Heather. Al observarla balancear sus caderas mientras caminaba hacia él, Pedro comprendió que su deseo no se haría realidad.


—Probablemente le llegó el rumor de que era la despedida de soltero de Daniel. Y como eres el dueño del hotel, ¿en qué otro lugar podría ser la fiesta si no? —le recordó Tomas.


—Pedro, cariño, qué sorpresa encontrarte aquí. —El tono liviano de Heather era fruto de la práctica y no de la sinceridad.


Sin manera de evitarla, Pedro se puso de pie mientras ella se acercaba. Heather se inclinó y lo besó en la mejilla. 


Rápidamente, Pedro dio un paso atrás e hizo un gesto hacia sus amigos.


—¿Te acuerdas de Tomas, Miguel y Daniel?


—Claro.


Les ofreció la más falsa de las sonrisas, su mirada se detuvo un momento en Daniel antes de volver a Pedro.


—¿Qué te trae a Las Vegas? —preguntó Pedro, como si no lo supiera.


—Me dijiste que este era uno de tus hoteles más bonitos. Pensé que ya era hora de visitarlo.


—El dueño de los casinos es mi padre, Heather, no yo.


Heather solo veía el dinero. No importaba de dónde viniera, mientras pudiera acceder a él.


Ella agitó una mano en el aire.


—No te escapes por la tangente, Pedro


—Salirse, se dice «salirse por la tangente».


Ella posó su mano sobre el brazo de Pedro y luego lo apretó con sus dedos.


—Ya sabes que no me gusta que me corrijan —le recordó.


«Ya sabes cómo odiaba siempre que aparecieras donde no quería verte». Eso era cuando eran novios. Pedro había roto con ella a mediados del verano. Ya era noviembre.


Ella se inclinó y le susurró al oído.


—¿Podemos hablar un momento a solas?


Se aflojó la corbata e inclinó su sombrero de cowboy.


—Estamos en medio de una despedida de soltero, Heather.


Daniel bebió otro tequila y chupó un limón.


—Solo será un minuto, cariño.


Pedro pensó que era doloroso sonreír con los dientes apretados, así que se vio obligado a abrir la mandíbula ante la calidez de sus almibaradas palabras. Recordó el día en que puso fin a su breve romance. Estaban en una fiesta para recaudar fondos en el club en Houston y Pedro notó que una hermosa morena lo estaba mirando desde el otro lado del salón. Heather le había regañado con su voz entrecortada: «Pedro, querido, por favor, intenta mantener tus ojos en mí cuando estamos juntos. No me importa lo que hagas o con quién eches una cana al aire una vez que estemos casados, pero que seas tan obvio cuando estamos uno al lado del otro, es simplemente grosero, ¿no te parece, cariño?».


Nunca sabría de dónde había sacado Heather la idea de que se convertiría en la señora Alfonso, pero fue entonces cuando Pedro se dio cuenta de lo superficial que era su chica escaparate. En cierto modo, sintió lástima por ella.


—¿De acuerdo?


Heather lo trajo de nuevo al presente con su pregunta.


Pedro sabía exactamente cómo deshacerse de ella, por última vez. Le hizo un gesto con la cabeza a Tomas.


—Nos vemos en la entrada en diez minutos.


Tomas sonrió.


—Vamos a caminar un poco con este, a ver si se le pasa la borrachera.


Miguel ayudó a Daniel a ponerse en pie, mientras Pedro le indicaba a Heather que se dirigiera hacia la puerta.


Ambos se escurrieron entre la gente que pululaba alrededor de las máquinas tragaperras. Alguien gritó desde una mesa de dados y la multitud a su alrededor vitoreó. Una mujer mayor se reclinó en su silla mientras Heather pasaba y la rozó. Heather frunció el ceño y murmuró algún insulto entre dientes.


—Disculpe, señorita.


Heather alzó el mentón, no dijo nada y se alejó. La mujer parecía estar genuinamente arrepentida, pero no había encontrado las palabras para expresarlo.


Avergonzado,Pedro tomó del brazo a Heather y la condujo hacia afuera, bajo las luces brillantes del estacionamiento. El encargado de los vehículos notó su presencia y se puso en acción. Antes de que el muchacho diera un solo paso, Pedro le hizo señas de que no lo necesitaba.


—Dime, ¿qué estás haciendo aquí en realidad, Heather?


Ella inclinó la cabeza hacia un lado y le mostró una sonrisa.


—No me gusta cómo hemos estado últimamente, Pedro. Te echo de menos.


Pedro se mostró firme mientras ella avanzaba.


—Ya no hay un «nosotros». Pensé que había sido claro.


—Te he dado un descanso. Ahora quiero que el descanso se acabe.


Ella deslizó la mano sobre su pecho. Él la detuvo, tomándola por la muñeca.


—Yo no te pedí un descanso. Te dije que habíamos terminado. No queremos las mismas cosas. —No deseaba una mujer trofeo, y eso era todo lo que Heather podía ofrecer.


Los bordes de los labios se arquearon en una mueca triste.


—Conocemos a la misma gente, nos movemos en los mismos círculos. Estamos hechos el uno para el otro.


—No, no es cierto. Necesito a alguien que esté conmigo por algo más que por mi billetera. Ambos sabemos que esa mujer no eres tú.


Pedro notó la pulsera de diamantes que colgaba de su muñeca. Aún estaban juntos durante su último cumpleaños y Pedro se la había regalado. Ahora lamentaba haberlo hecho.


La falsa mueca de tristeza de Heather desapareció y una chispa de ira brilló en sus ojos.


—Todas las mujeres van a estar contigo por tu dinero, Pedro. Yo solamente fui honesta.


Sus palabras lo hirieron, probablemente porque tenían algo de verdad. Resultaba difícil ver más allá de los miles de millones de su padre y los millones del propio Pedro. Aun así, la rubia frente a él acababa de dejar claro que él no le importaba en lo más mínimo. Para Pedro, ese era el límite.


Le hizo un gesto al encargado del estacionamiento, quien se acercó rápidamente.


—Sí, señor Alfonso.


—¿Puedes traerme mi auto?


El muchacho miró a Heather, luego de nuevo a Pedro.


—¿Un vehículo del hotel, señor?


—No, mi automóvil, en el que vine.


—Sí, señor. De inmediato, señor.


Heather le sonrió, probablemente suponiendo que había ganado algo.


—¿Quieres que mi chófer te lleve a algún lugar en especial? —preguntó Pedro—. ¿O te vas a quedar aquí?


—Tengo una suite en el Bellagio. Pero no me importaría trasladarme a otro sitio.


Sus labios se arquearon nuevamente en una repugnante sonrisa. Los amigos de Pedro salieron del casino atravesando las pesadas puertas de cristal.


—El Bellagio es perfecto para ti. Espero que disfrutes de tu estancia.


Ya no pudo sostener la fachada, y la ira le borró la sonrisa de la cara.


—Te arrepentirás de esto algún día, Pedro. Te casarás con alguna mujer pensando que te ama y acabarás con el corazón roto porque ella está detrás de tu fortuna.


Por el rabillo del ojo, Pedro vio que su auto se acercaba. 


Caminó hacia su doble cabina, una camioneta pickup que había conocido tiempos mejores y estaba sucia a causa del largo viaje, y luego abrió la puerta.


—¿Qué es eso? —gritó Heather, y se alejó como si la camioneta fuera una serpiente a punto de atacar.


Al fin, una verdadera sonrisa se dibujó en los labios de Pedro. La expresión de horror absoluto en el rostro de Heather bien valía haber soportado su presencia.


—Lo que te llevará hasta el Bellagio.


—No voy a entrar en esa cosa. ¿Qué has hecho? ¿Has venido conduciendo desde Texas?


En realidad, la había hecho traer a California para su última aventura empresarial y fue entonces cuando decidió con los muchachos ir conduciendo hasta Las Vegas.


—Algo así. Vamos, entra.


—No haré tal cosa.


—Como quieras.


Pedro abrió la puerta e invitó a subir a sus amigos.


—Vamos, muchachos. Tenemos un soltero que despedir. —Pedro se volvió hacia el chico que le había traído la camioneta—. —¿Cómo te llamas, amigo?


—Russell, señor. Soy nuevo aquí.


El chico tendría alrededor de veinticuatro años.


—Conoces bien Las Vegas, ¿no?


—He vivido aquí toda mi vida.


Pedro le dio una palmada en la espalda, mientras que Miguel ayudaba a Daniel a subir en el asiento trasero. Tomas entró detrás de ellos.


—Bueno, Russell, mis amigos y yo necesitamos un chófer esta noche. Pensamos beber mucho y nos vendría bien tener a alguien sobrio con nosotros. ¿Te apuntas?


—Estoy trabajando.


—Y yo te estoy pagando.


Pedro le hizo un gesto al jefe del estacionamiento para que se acercara.


—Carrington, ¿no? —le preguntó.


—Sí, señor.


—Carrington, Russell nos va a echar una mano durante unas horas. Espero que no haya problema.


—Por supuesto, señor Alfonso. Como usted desee.


Pedro le hizo un guiño al hombre y se volvió hacia la camioneta. Apenas puso un pie en la cabina, Heather gritó.
—¿Y qué hay de mí?


Pedro le dedicó una breve mirada.


—Te he ofrecido llevarte en mi auto, cariño. Tal vez un taxi te convenga mejor. Carrington, ¿podrías pedir un taxi para la señorita Heather?


Carrington miró a Heather y a Pedro un par de veces y luego levantó la mano para llamar a uno de los muchos taxis que esperaban en la fila para llevar a los huéspedes a su próximo destino.


Heather levantó los brazos sobre sus hombros.


—¡Pedro! —gritó mientras este cerraba la puerta.


Inclinó su sombrero en señal de adiós, mientras Russell ponía en marcha la camioneta.


—¡Pedro Alfonso!


Pedro siguió oyéndola gritar mientras el vehículo se alejaba.


—Madre mía, esa sí que es una mujer despechada —dijo Tomas mirando por encima del hombro.


—No sé qué viste en ella.


—Fue un error.


Un error gigante. Pedro estaba agradecido de que su corazón nunca se hubiera involucrado.


—Pedro Alfonso. Por casualidad, ¿tiene algo que ver con Horacio, el dueño del hotel? —preguntó Russell mientras salían a la gran avenida.


Daniel, Miguel y Tomas se echaron a reír.


—¿He dicho algo gracioso?


Pedro se abrochó el cinturón y se recostó en el asiento.


—Es mi padre.







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