viernes, 25 de marzo de 2016

OBSESIÓN: CAPITULO 12







Paula


ABRACÉ MIS RODILLAS contra mi pecho, mientras intentaba ignorar las astillas en mis pies y mi espalda. Me las había hecho intentando patear la jaula. También tenía astilladas las manos, por haber tratado de clavarlas. Pero era difícil ignorarlas cuando la jaula de madera se clavaba en mi cuerpo hinchado y dolorido, clavándose en las viejas heridas como barras de acero.


A lo lejos, podía escucharlos moverse y gritar. Sonaba como un canto, y mi corazón latía al son de su ritmo cruel y aterrador. No podía ver nada en la oscuridad. Me habían encerrado en una jaula y luego habían echado llave a la puerta del sótano de la iglesia. Después, habían subido las escaleras para dar comienzo a la ceremonia.


No sabía mucho acerca de ello. Sólo que necesitaban madera y fuego.


No, sabía demasiado. Solo que mi mente intentaba ignorar la realidad de lo que estaba por venir. Iban a quemarme viva.


Lo único que me daba esperanzas era que Pedro no se encontraba aquí. Él sobreviviría. No lo querían. Sólo a mí me consideraban una bruja; a mí, que lo había corrompido, y supongo que tenían razón. Había algo acerca de mi presencia que perturbaba a Pedro, y cuando él me rogaba que me fuera yo me quedaba. Quería ser el objeto de su oscura obsesión. Deseaba su dolor y su tormento para mí misma. Quería ser la causa de ello, y la única capaz de aliviarlo. Deseaba envolverlo en un mundo separado de la oscuridad que se escondía en nuestros corazones.


Tal vez, yo era una bruja. Las chicas inocentes no tenían esos pensamientos. No deseaban a su gemelo de espíritu. 


No sentían ese delirio cuando las llamaban putitas. No abrían sus piernas cuando las arrojaban al suelo, contrayendo su vagina para ser poseídas por el pene de su gemelo de espíritu. No se mantenían en silencio mientras tenían sexo con ellas, para que sus padres, que dormían pacíficamente en la habitación contigua, no escuchasen. No deseaban ser la putita de un hombre.


No, yo no era una chica inocente. Siempre había deseado a Pedro. Poseerlo. Mantenerlo cerca de mí. Que no fuera capaz de mirar a nadie más que a mí. Y no me importaba si tenía que lastimar a alguien para lograrlo.


Ignoraría el amor de Oscar. Robaría a mi gemelo de espíritu de mi mejor amiga. Lo seguiría hasta que el sintiese el mismo delirio que yo sentía, hasta que no pudiese ver bien, y lo obligaría a confrontar esa obsesión que de alguna manera había crecido entre nosotros insidiosamente. 


Podría haberme ido en cualquier momento; debería haberme ido, pero no lo hice y ahora los dos tendríamos que sufrir.


La primera vez que me lanzaron en la oscuridad lloré. No lloraba ahora; las viejas lágrimas se habían secado en mi rostro, sintiéndose tensas y volviendo mis ojos tan rojos e hinchados como mis sangrientas manos. Pero de aquí en más intentaría ser fuerte. Enfrentaría el dolor de las llamas y lo convertiría en propio. Sacrificaría mi cuerpo por él.


Convertiría, una vez más, el dolor en su placer, hasta que el pecado fuese sólo mío y él pudiera vivir.


Porque Pedro viviría. Tenía que hacerlo. Todo lo que deseaba para él es que fuera feliz.


La cerradura tintineó. Ya casi era hora. Cerré mis ojos, aunque no podía ver nada. Me centré en saborear cada respiración. En la sensación de mi cuerpo al respirar. 


Esta rutina, los gestos básicos, se sentían sagrados ahora.


Pronto, al respirar, olería el humo y sólo sería capaz de sentir el calor de las llamas inundando mis pulmones antes de sentirlas sobre mi cuerpo. Temería respirar lentamente; tendría mucho miedo de encontrar confort en algo tan simple, o de recordar lo maravilloso que era.


La puerta se abrió.


Mi corazón palpitó en mi garganta, y lo hacía con tanta fuerza que la oscuridad parecía latir. Dos cuerpos se acercaron, uno tan alto que bloqueaba al otro, que estaba encorvado sobre sí y arrastraba los pies.


– “Paula–. Escuché la voz mientras la figura encorvada caía al suelo. – ¿Estás aquí? ¿Eres tú?


Por un momento, me sentí demasiado sobresaltada como para responder. ¿Estaría alucinando? ¿Es que ya había muerto y estaba en el cielo? Si eso fuera cierto, ¿por qué él estaba aquí?


El cuerpo más grande abrió la jaula.


–Ella está aquí. Sólo está asustada– dijo con suavidad.


–Oscar– susurré yo, aferrándome a los brazos que me sacaban de la jaula. Se formó un nudo en mi garganta. No podía decir el otro nombre, el nombre de la persona que había lastimado tanto. El nombre de aquél que amaba.


Pedro me abrazo; más bien, abrazó a Oscar, quien me estaba abrazando.


–Estás segura– susurró.


–No por mucho tiempo. Tenemos que ir al bosque– nos recordó Oscar. Él me bajó y los tres corrimos hacia la puerta; más bien, ellos corrieron y yo me arrastré detrás.


–Paula, ¿estás herida? – Pedro preguntó. Odiaba el tono tenso de su voz.


–No estoy usando zapatos– expliqué.


–Súbete– dijo Otto agachándose.


–Yo debería cargarla– demandó Pedro


–Casi no puedes caminar por ti mismo– respondió Oscar.


Era cierto. Al final del pasillo, alguien había encendido una vela y, más allá de que la luz era tenue, pude ver el rostro hinchado de Pedro. Su camisa estaba destrozada y por debajo de ella se podían ver los verdugones, los moretones y la sangre seca. ¿Qué le habían hecho?


Pedro– susurré, tratando de llegar a él. –Lo siento. No me di cuenta...


–Debemos irnos– interrumpió Oscar. Me subí sobre su espalda y él me llevó. Me recordaba a las veces que Pedro me llevaba a caballito por el camino de tierra que iba a nuestra casa en el verano. En ese entonces, yo gritaba y cerraba los ojos, y él me decía tonta por tener miedo y...


Podía sentir el calor del fuego afuera; los gritos y las maldiciones. Nunca antes había tenido tanto miedo, pero no me atrevía a emitir el más mínimo sonido.


Me aferré al cuello de Oscar. No fue hasta que él me golpeó el brazo que me di cuenta de que lo estaba ahorcando.


Nos deslizamos en silencio por la parte posterior de la iglesia. Las personas estaban tan cerca. En cualquier momento, podían venir a llevarme. En cualquier momento, alguien podía caminar al lado nuestro y vernos.


Estábamos cruzando hacia el bosque. Si nos vieran, si nos oyeran, se habría acabado. El bosque nos daría una cubierta, pero estábamos heridos. Pedro no podía correr y Oscar no podía hacerlo conmigo en su espalda. Al menos, no lo suficientemente rápido como para sobrepasar a las personas del pueblo. Si nos vieran, él tendría que dejarme caer, y entonces Pedro y yo estaríamos a su merced...


Tendría que haber cerrado los ojos. Debería haber mirado hacia otro lado. Pero no pude. Miré hacia la fogata.


La hoguera flameaba alto en el cielo, pero ahí no era en donde me quemarían. Me atarían a una estaca a unos pies de distancia y luego la encenderían. Ardería durante algún tiempo y todos en el pueblo estarían mirando; todas esas personas a las que solía llamar amigos, vecinos,...


La intensidad del calor disminuyó. Estábamos en el bosque, pero aún no estábamos seguros. Oscar se deslizaba y, lentamente, la luz de la hoguera fue reemplazada por una sombra. Ambos estaban en silencio. El latido de mi corazón se oía tan fuerte; incluso más fuerte que sus pasos y las ocasionales ramitas. Pensé que las personas del pueblo me escucharían; que mi corazón nos delataría.


Caminamos durante cinco minutos. O quizás fueron treinta. 


Entonces, escuché algo delante de nosotros, moviéndose a través de las ramas secas.


Casi me caigo de la espalda de Oscar. Mordí su hombro, para  evitar gritar.


– ¿Oscar? – habló la pequeña voz.


Ahogué un suspiro.


– ¿Rosalinda? – exclamé, demasiado fuerte dadas las circunstancias.



Todos me acallaron.


Rosalinda tragó. Podía ver el contorno de su pequeña nariz bajo la luz de la luna. Ella estaba llevando canastas.


Dos de ellas.


–Me preocupaba que no vendrías, que te hubiesen atrapado– comenzó ella rápidamente. –Yo...–. Ella bajó la vista. –Lo siento tanto, Paula. No tenía idea de que fueras tú. Sólo quería avergonzarlo y asustar a quienquiera que estuviese con él. Nunca pensé que serías tú. Yo sólo...


Ella se alejó de nosotros. Oscar suspiró, y por un momento se hizo el silencio. ¿Qué podía decirle? Me di cuenta por el sonido de su voz que estaba herida. Que ella no quería nada de esto. Que una parte de ella me odiaba, porque yo había tomado lo que ella amaba.


Podía comprenderlo. Una parte de mí también la había odiado. Quizás la parte que siempre la odiaría por haber estado con aquél que yo amaba.


–Traje tus zapatos– se agazapó ella. – Debería habérselos dado a Oscar antes, pero me olvidé, y luego recordé que cuando te encontraron en el cobertizo no estabas usando nada en los pies, y...


Confía en Rosalinda para recordar algo como aquello. Ella era observadora. Tan buena amiga. Era una tonta y mezquina por odiarla.


Oscar me bajó y me puse los zapatos sobre mis pies lastimados. No quitarían el dolor por completo, pero era algo.


–Hay suministros médicos en la canasta– continuó ella, –y comida en la otra. Oscar dijo que tendrían que esconderse en el bosque durante algún tiempo, antes de que pudiesen regresar.


Mi corazón dio un brinco cuando escuché a Pedro decir las palabras que más temía escuchar.


–No creo que regresemos.


–Por supuesto que pueden– respondió ella, –una vez que las cosas se calmen.


Nos mantuvimos en silencio.


–Tenemos que continuar– dijo Oscar.


– ¿Te volveré a ver, no es así?


No sé si Rosalinda me habló a mí o a Pedro. Me levanté y agarré la mano de Pedro; él la apretó de vuelta.


–Lo siento– dijo.


Rosalinda bajó la vista.


–Está bien. Estoy siendo una tonta. Estamos perdiendo el tiempo. Yo sólo...– ella tragó. –Los extrañaré a ambos. Realmente te amaba.


De repente, se puso de puntas de pie y le dio a Pedro un beso en la mejilla. Luego, volvió a mirar hacia el otro lado.


–No se olviden de la comida– dijo ella. –Iré por este lado e intentaré confundir su rastro.


Ni Pedro ni yo respondimos, ¿qué había por decir? Un adiós parecía demasiado apresurado, demasiado informal. 


Decir que la amábamos parecía una traición hacia el amor que ella nos tenía; ya habíamos establecido el hecho de que nos elegíamos por sobre todas las cosas, y eso la lastimaba.


Con un nudo en la garganta, observé a mi mejor amiga desaparecer en la noche.


– ¿Estás lista? – Oscar preguntó. 


Quería preguntarle durante cuánto tiempo iba a correr con nosotros y si iba a abandonar el pueblo. Quería saber si era cierto que no podríamos volver jamás. No tenía idea acerca de nuestro plan, o si siquiera había uno.


Entonces escuchamos el disparo.


Se escuchaban gritos en la distancia, y el sonido de pies corriendo.


–Ya vienen– dijo Oscar. Tomó las canastas, mi mano y comenzamos a correr.


Ya no importaba mantener el silencio. Oscar me arrastraba con él y Pedro intentaba mantener el paso. Los tres respirábamos con dificultad, aunque Pedro y yo estábamos en peores condiciones que Oscar. Mis piernas se acalambraban. Cada movimiento era una agonía, al mover otro músculo que había sido golpeado y constreñido en la jaula. Las úlceras en los pies me estaban matando. Me mordí la lengua tratando de no gritar. Cada vez que tropezaba, Pedro estaba allí para agarrarme por las caderas mientras Oscar nos empujaba hacia adelante.


Yo los estaba retrasando. Los chicos no lo diría, pero yo lo sabía. Incluso Pedro, en el estado en el que estaba, podía correr más rápido que yo.


Y entonces, los gritos se acercaron.


Por el rabillo de mi ojo, pude ver algo brillar. Una antorcha. 


¿Qué tan lejos estaba? Mi visión estaba borrosa. No podía pensar...comencé a sentir pánico.


Pedro y Oscar intercambiaron una mirada.


–Llévala– susurró Pedro. –Voy a volver en círculos alrededor y trataré de mantenerlos lejos.


– ¡No! – protesté. –Si te ven, te matarán. Sabrán que me ayudaste a escapar.


–Estaré bien– Pedro apretó los dientes. Podía darme cuenta de que estaba mintiendo. Que estaba intentando de alejarme otra vez.


Oscar me agarró.


–Bájame– lloriqueé yo, dando golpes en sus brazos.


–Deja de comportarte como una niña. ¿Quieres morir? – Pedro preguntó.


No lo deseaba. Por supuesto que no, y el solo hecho de pensar en perderlo era peor que la muerte.


–Si no me bajas ahora, voy a gritar y le haré saber a todos en donde estamos.


Oscar aflojó su agarre.


– Estás fanfarroneando– dijo Pedro.


–Pruébame– lo miré.


Oscar me bajó.


– ¿Lo amas, Paula? ¿Quieres estar con él? ¿Es eso lo que te hará feliz?


– ¡No tenemos tiempo para esto! – Pedro señaló el brillo a la distancia.


–Tienes razón, no lo tenemos– respondió Oscar. Me tomó por los hombros y besó mi frente. – Cuídala, Pedro–. Sentí su pecho rugir ante su voz profunda. –Si la lastimas, te mataré.


Y luego, me soltó, dio media vuelta y corrió como si tuviera miedo de lo que sucedería si miraba un segundo hacia atrás. Pedro exhaló profundamente y tomó mi mano, tirando de mí en dirección opuesta a Oscar y a las brillantes luces de mal agüero.


Corrimos en zigzag a través del bosque. Cada uno de nosotros llevaba una canasta en el brazo. Pedro tenía los suministros médicos, y yo la comida. Intenté no pensar en todo lo que habíamos dejado atrás. Mi cama, en la que nunca volvería a dormir. La sonrisa gentil de mi madre y el silencio cómplice de mi padre. ¿Se habrían unido a la muchedumbre? ¿Siquiera lo sabían? ¿O estarían acurrucados, angustiados y orando en silencio por nuestra seguridad en su pequeña habitación?¿Comprenderían mi amor por él? ¿Algún día lo entenderían? 


Nunca lo sabría, probablemente. Es posible que nunca los volviese a ver. Lo único que podíamos hacer es seguir corriendo.


Pedro disminuyó el paso. Aflojó su agarre en mí. Luego, se desplomó.


Empujé su cuerpo debajo de una madera y me subí encima de él.


Pedro, ¿estás bien? – Él descansaba su boca sobre mi cuello.


–Eres tan estúpida. ¿Por qué no te fuiste con él?


– No podía dejarte.


–Deberías haberme dejado.


–Te amo.


Me sostuvo cerca de sí, como si su vida dependiera de ello.


–No puedo seguir. Debes continuar tú.


–No– susurré yo.


–Por favor, Paula. Hazlo por mí.


– ¡No!


-“Paula...”


– ¡Dije no! – Podía sentir como su corazón latía rápidamente debajo de mis mejillas. –Ya te dije que no te dejaría, y no lo haré. Nunca te voy a volver a dejar. Te amo.


Sus manos se movieron lentamente sobre mi espalda.


–Eres tan estúpida– susurró él, y entonces, sus manos se volvieron laxas y dejaron de moverse.


– ¿Pedro?


Ninguna respuesta.


– ¿Pedro? – susurré con desesperación, levantándome.


Estaba inmóvil. Ni siquiera su pecho se movía. Mis dedos volaron hacia el costado de su cuello. Aún tenía pulso.


Sólo se había desmayado. Su cuerpo estaba herido y... y yo era tan estúpida, mucho más estúpida de lo que él me acusaba, porque estaba sentada encima de su pecho golpeado.


Me hice a un lado. No me atreví a tocar ninguna parte de su cuerpo además de su mano. No quería lastimarlo más. Intenté permanecer lo más callada posible, hacerme lo más pequeña que pude. Cerré los ojos y me imaginé a mi misma como un parche de musgo, creciendo debajo de un madero. 


El musgo no escuchaba los gritos llenos de ira de los hombres. El musgo no escuchaba sus pasos con el corazón palpitante. No le importaba. Pero, por más que lo intenté, no pude expulsar el miedo de mi corazón.


Alcé la vista para ver el desprecio del pastor apuntando una antorcha hacia mí, alertando a la multitud a dónde me encontraba, sólo para despertar bañada en sudor frío, templando en el lodo, con el cuerpo inconsciente de Pedro a mi lado. Todavía estábamos vivos y juntos, aunque fuera sólo por unos momentos más. Quizás, si yaciéramos aquí el suficiente tiempo, el resto del mundo se olvidaría de nosotros.


Pero entonces, escuchaba un animal que caminaba por la hierba, una lechuza que aterrizaba sobre una rama por encima de nosotros o los gritos de un hombre derrotado por el bosque. La adrenalina invadía mi cuerpo, transformando cada sombra en la figura de un hombre. Temblaba, mordía mi labio, pero permanecía en absoluto silencio. Lo único que podía hacer; lo mejor que podía hacer, era yacer en silencio y esperar







OBSESIÓN: CAPITULO 11




Pedro 


ME ENCERRARON EN la celda del pueblo. Olía a los borrachos que habían estado allí, probablemente hacía no más de una noche, dado el vómito que aún estaba incrustado en la paja debajo de mí. Traté de mantener una respiración superficial para evitar lesionar aún más mis costillas. Había orinado sangre antes, algo que nunca era bueno, pero nada en lo que tuviera tiempo de pensar ahora.


Doblé piezas de paja e intenté forzar la cerradura. Había buscado algo de metal, pero sin suerte. En realidad, no era bueno forzando cerraduras, y era inútil intentar hacerlo con paja, pero no pude detenerme.


Iban a matar a la mujer que amaba. Tenía que salvarla.


Deseé ser lo suficientemente pequeño para poder pasar entre las barras que me encerraban. Por un momento, pensé que podía hacerlo y empujé mi cabeza con más y más fuerza entre las barras. El delirio me estaba alcanzando. Ya había alucinado con su presencia; con ella sosteniendo mi cabeza mientras yacía en el suelo cuando me trajeron. Pero no, no nos encerrarían en la misma celda. Ella estaba en algún otro lugar.


La iglesia.


Y la iban a quemar.


La cerradura hizo ruido. El corazón se me iba a salir del pecho. Empujé contra la puerta.


No se movió.


Golpeé mis hombros contra la puerta, pateando hacia adelante con mis pies, ignorando el creciente dolor dentro de mí. ¿Por qué mierda había cedido? ¿Por qué simplemente no la había mandado lejos? ¿Por qué ella siempre tenía que seguirme? ¿Por qué tenía que ser tan gentil? ¿Por qué tenía que amarla? Si simplemente la hubiese ignorado, aún estaría viva. Si la odiara, todavía estaría viva.


Estaba oscureciendo. Muy oscuro. Todavía no me habían traído una vela, así que esta noche estaría solo con mi cuerpo roto, el piso de madera y el olor del vómito de otro hombre. Con suerte, tendría una hemorragia interna y moriría pronto. Deseaba que me quemasen junto a ella. 


Poder sostenerla mientras las llamas nos consumían. No, rompería su cuello apenas encendieran el fuego, y luego la sostendría en mis brazos mientras enfrentaba solo el dolor y la condena de nuestro pecado. Sería y siempre lo había sido, mi pecado. Ella no había hecho nada más que seguirme cuando yo estaba triste, intentando aliviar mi dolor.


Escuché el crujir de una puerta a lo largo del pasillo.


–Paula– llamé, aunque mi mente consciente sabía que no podía ser ella.


– ¿Pedro?


Bien, esa voz baja de barítono ciertamente no era Paula. Era una voz que no quería volver a escuchar nunca más.


–Desearía que te la hubieras llevado antes, Oscar– admití. Me mataba decir esas palabras, pensar que cualquier otro hombre además de mí pudiera tocarla, pero si se la hubiese llevado, aún estaría aquí.


–Desearía haberlo hecho también–. Sacó una llave de su bolsillo.


Hice un esfuerzo para ponerme de pie, arrastrándome hacia las barras.


– ¿Qué es eso?


–Te voy a sacar de aquí– respondió secamente.


– ¿Qué?


– Después, vamos a salvarla.


Mi corazón comenzó a golpear en mi garganta.


–Paula– susurré.


Oscar suspiró.


–Te patearía, pero parece que ya has recibido el suficiente castigo, y no quiero mandarte a la tumba hasta que ella no esté libre. Ven o quédate aquí. No voy a esperarte, y tampoco te voy a llevar.


Me obligué a ponerme de pie, haciendo una mueca con cada paso. Pero lo seguí por la puerta, adentrándonos en la noche, hacia la brillante y roja iglesia.