viernes, 25 de marzo de 2016
OBSESIÓN: CAPITULO 11
Pedro
ME ENCERRARON EN la celda del pueblo. Olía a los borrachos que habían estado allí, probablemente hacía no más de una noche, dado el vómito que aún estaba incrustado en la paja debajo de mí. Traté de mantener una respiración superficial para evitar lesionar aún más mis costillas. Había orinado sangre antes, algo que nunca era bueno, pero nada en lo que tuviera tiempo de pensar ahora.
Doblé piezas de paja e intenté forzar la cerradura. Había buscado algo de metal, pero sin suerte. En realidad, no era bueno forzando cerraduras, y era inútil intentar hacerlo con paja, pero no pude detenerme.
Iban a matar a la mujer que amaba. Tenía que salvarla.
Deseé ser lo suficientemente pequeño para poder pasar entre las barras que me encerraban. Por un momento, pensé que podía hacerlo y empujé mi cabeza con más y más fuerza entre las barras. El delirio me estaba alcanzando. Ya había alucinado con su presencia; con ella sosteniendo mi cabeza mientras yacía en el suelo cuando me trajeron. Pero no, no nos encerrarían en la misma celda. Ella estaba en algún otro lugar.
La iglesia.
Y la iban a quemar.
La cerradura hizo ruido. El corazón se me iba a salir del pecho. Empujé contra la puerta.
No se movió.
Golpeé mis hombros contra la puerta, pateando hacia adelante con mis pies, ignorando el creciente dolor dentro de mí. ¿Por qué mierda había cedido? ¿Por qué simplemente no la había mandado lejos? ¿Por qué ella siempre tenía que seguirme? ¿Por qué tenía que ser tan gentil? ¿Por qué tenía que amarla? Si simplemente la hubiese ignorado, aún estaría viva. Si la odiara, todavía estaría viva.
Estaba oscureciendo. Muy oscuro. Todavía no me habían traído una vela, así que esta noche estaría solo con mi cuerpo roto, el piso de madera y el olor del vómito de otro hombre. Con suerte, tendría una hemorragia interna y moriría pronto. Deseaba que me quemasen junto a ella.
Poder sostenerla mientras las llamas nos consumían. No, rompería su cuello apenas encendieran el fuego, y luego la sostendría en mis brazos mientras enfrentaba solo el dolor y la condena de nuestro pecado. Sería y siempre lo había sido, mi pecado. Ella no había hecho nada más que seguirme cuando yo estaba triste, intentando aliviar mi dolor.
Escuché el crujir de una puerta a lo largo del pasillo.
–Paula– llamé, aunque mi mente consciente sabía que no podía ser ella.
– ¿Pedro?
Bien, esa voz baja de barítono ciertamente no era Paula. Era una voz que no quería volver a escuchar nunca más.
–Desearía que te la hubieras llevado antes, Oscar– admití. Me mataba decir esas palabras, pensar que cualquier otro hombre además de mí pudiera tocarla, pero si se la hubiese llevado, aún estaría aquí.
–Desearía haberlo hecho también–. Sacó una llave de su bolsillo.
Hice un esfuerzo para ponerme de pie, arrastrándome hacia las barras.
– ¿Qué es eso?
–Te voy a sacar de aquí– respondió secamente.
– ¿Qué?
– Después, vamos a salvarla.
Mi corazón comenzó a golpear en mi garganta.
–Paula– susurré.
Oscar suspiró.
–Te patearía, pero parece que ya has recibido el suficiente castigo, y no quiero mandarte a la tumba hasta que ella no esté libre. Ven o quédate aquí. No voy a esperarte, y tampoco te voy a llevar.
Me obligué a ponerme de pie, haciendo una mueca con cada paso. Pero lo seguí por la puerta, adentrándonos en la noche, hacia la brillante y roja iglesia.
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