jueves, 24 de marzo de 2016

OBSESIÓN: CAPITULO 7





Paula


ROSALINDA Y YO CAMINAMOS desde nuestro stand de manzanas en la villa hacia los campos. Vamos a mirar cómo trabajan los muchachos, dijo ella. Les íbamos a llevar el almuerzo. Ella había preparado dos porciones de sándwiches, frutas y vegetales. Uno era para que yo le diese a Oscar. El otro se lo quería dar a Pedro.


– No sabía que fueras tan cercana a Pedro– dije yo.


Ella se sonrojó.


– Bueno, tengo cierta debilidad por él, sabes. Pasamos algún tiempo juntos este verano.


Agarré con fuerzas la cesta para Oscar. ¿Qué estaba mal conmigo? ¿Por qué mi cuerpo reaccionaba de esta manera? Pero aunque no quería pensar acerca de ello, conocía la respuesta, de modo que aferré la canasta contra mi cuerpo, intentando desvanecer la pregunta. ¿Habría ella estado con Pedro? ¿Sería ella su pequeña puta? ¿La tocaría él como me tocaba a mí? ¿La poseería como me poseía a mí?


Caminamos en silencio durante algunos momentos. Noté su pequeña sonrisa, la forma en la cual no parecía darse cuenta del viento soplando el polvo sobre su rostro, la alegría en sus ojos. Por primera vez, odié la felicidad de mi amiga. No quería que ella lo tuviese...no si se trataba de Pedro.


– Casi llegamos–. Ella no podía contener la emoción. Asentí ausente, y miré hacia adelante.


Pedro y Oscar estaban recogiendo trigo juntos. Movían la hoz hacia un lado y el otro, sus músculos brillaban bajo el sol. Desde atrás, si ignorabas la diferencia de altura, casi parecían hermanos. Ambos tenían el mismo cabello oscuro. Me pregunté si Rosalinda reconocería a Pedro de espaldas, más allá de quién se encontrara a su alrededor.


Yo siempre podía. Mi cuerpo siempre lo reconocía; siempre se sentía atraído por él. Incluso antes de antes de los eventos del día anterior, yo siempre había estado cerca de él. Quizás, demasiado cerca.


Rosalinda se adelantó. Su sombrero cayó, dejando fluir su cabello rojo. Era de un color tan lindo...del color de las manzanas. Me pregunté si a Pedro le gustaba. Pensé si correría sus dedos a lo largo de él, si lo agarraría al coger su rostro.


No, no podía pensar así. Mi corazón latía con fuerza dentro de mi pecho. Me estaba volviendo loca. No tenía ninguna prueba de que hubiesen hecho esas cosas juntos. 


Solo se trataba de mi loca imaginación. Aún así, incluso
si no hubiesen hecho nada, no tenía importancia. Ella podía correr a él así. Ella podía caer en sus brazos, y nadie diría nada. Si yo hiciese esas cosas, hablarían acerca de que estaba demasiado cerca de mi gemelo de espíritu.


No era justo. Yo quería poder ser tan libre y abierta con mis sentimientos hacia él, como lo era ella.


– “¡Pedro! – gritó ella. Bajó su canasta y saltó sobre su espalda, envolviendo los brazos alrededor de su cuello.


Pedro tropezó unos pasos hacia adelante; luego se dio vuelta y la atrapó entre sus brazos. Él sonrió brevemente, dijo su nombre y, luego levantó la vista y me vio.


Su rostro se volvió frío de repente, pero Rosalinda no lo notó. Ella siguió hablando acerca de algo enérgicamente, mientras se volvía para recoger la canasta y entregársela a él.


Sus ojos estaban posados sobre los míos. Me congelé, y por un momento se sintió como si el tiempo se hubiese detenido para nosotros...que estábamos solos, juntos, pero separados. ¿Por qué era que su mirada me llenaba de
anhelo y de tristeza? ¿Por qué lucía tan triste?


– Paula– una voz suave y masculina sobre mi izquierda, me llamó.


Miré a Oscar. Él era atractivo, de una manera familiar, con mejillas fuertes y una boca amplia. Las chicas hablaban mucho acerca de esa boca y de las cosas que podía hacer, o que quizás pudiese hacer. Yo siempre había amado sus ojos, de un color marrón oscuro y gentiles, al igual que los de Pedro.


– Hola Oscar–. Miré a Pedro e inspiré profundamente. – Traje tu almuerzo.


Pedro agarró su cesta con tanta fuerza que parecía que iba a romperse.


– Gracias, Sarah– respondió Oscar suavemente, tomándola de mis manos. – Huele delicioso.


– En realidad, Rosalinda la hizo–. Miré hacia abajo a la tierra. Tanto Pedro y Oscar me estaban mirando, y mis mejillas se sentían tan acaloradas.


Oscar tocó mi brazo.


– Bueno, gracias por traérmela.


Escuché una conmoción proveniente de la dirección de Pedro.


– Vamos– gruñó, y Rosalinda chilló. Alcé la vista justo a tiempo para ver como la arrastraba cerca del bosque en el borde del campo. Ella miró hacia atrás y me dio un guiño antes de desaparecer con él.


Mis músculos se tensaron. Quería correr tras ellos, pero ¿qué resolvería eso? Si lo hiciera, habría habladurías.


No debería ser tan impulsiva. ¿Qué estaba mal conmigo?


Oscar se sentó a mi lado sobre un montículo de heno.


– ¿Trajiste algo para ti?


Chasqueé mi mandíbula y negué con la cabeza. No confiaba en mí misma para hablar.


– Puedes comer un poco de lo mío, si quieres–. Extendió la mano y tomó una bandeja con pan, queso y salame.


Me sentí tan mal al mirar el sándwich de jamón y mantequilla que le había hecho Rosalinda.


– Sabes, puedo comer ese y tú comes este, si quieres.


– No, este es perfecto– sonrió Oscar. – Muchas gracias por dármelo.


En realidad no era para tanto. Quería decírselo, pero sólo pensar en hacerlo me hacía sentir incómoda, porque sabía que él me diría que era justo lo que quería con esa pequeña sonrisa suya, y yo no sabía cómo responder a eso. Miré hacia la arboleda en donde habían desaparecido Pedro y Rosalinda. ¿Qué estarían haciendo allí?


Estarían...no, no podía pensar acerca de eso. Hice un puño con mi vestido.


– ¿Hay algo que te esté molestando, Paula?


Correcto. Estaba aquí con Oscar. Casi lo había olvidado.


Miré nuevamente hacia el bosque. Esto me estaba volviendo loca. Tenía que saber...no, no podía traerlo aquí, con él. ¿Pero cómo podía soportar no hacerlo? Pedro y Rosalinda, estaban ahí afuera, haciendo...


– Oscar, ¿puedo hacerte una pregunta? – comencé lentamente.


Él permaneció en silencio durante un momento, probablemente me estaría estudiando. Creo que lo estaba
asustando. Me estaba asustando a mí misma.


–Por supuesto, Paula. Puedes decirme cualquier cosa.


Pedro y Rosalinda. ¿Están...ella está...?– Mi pecho subía y bajaba. Mi visión estaba borrosa. El calor insoportable de repente se sintió en la parte posterior de mi cuello. Mi vestido se pegaba a mi piel húmeda, y debajo de ella, mi cuerpo me picaba y me ardía.


– Paula–. El frotó mi espalda. Debería ser un gesto tranquilizador. Pero me hacía sentir picazón y un ardor
terrible en la piel.


–Oscar– dije su nombre para darme confianza, creo. –¿Rosalinda es la putita de Pedro?


Su mano dejó de moverse.


–Es él...están ellos...es...quiero decir... ¿está cogiendo su rostro ahora? ¿Está metiendo su pene en su vagina?


Silencio.


Comencé a temblar. De repente, todo el calor que había estado inundando mi cuerpo se sintió frío, como el hielo.


Pareció una eternidad antes de que él comenzara a hablar.


–¿Qué dijiste?


–Me escuchaste– susurré yo. –Por favor, no me hagas repetirlo.


Más silencio.


– ¿En dónde escuchaste esas palabras, Paula?


Mis mejillas se sonrojaron. Sentí su mano formar un puño junto a mi piel. Algunas hebras de mi cabello quedaron atrapadas en su puño. No había sido a propósito, por supuesto. Estaban pegadas a mi espalda y probablemente habían quedado atrapadas en su mano al frotarla, pero ahí estaban, tirando de mí con su puño. El dolor me recordó a aquella vez en la iglesia, anoche, cuando Pedro había metido su pene en mi vagina. Cuando había susurrado esas palabras que sabía que no debía repetir.



Había tomado esas palabras como misteriosas y hermosas. Impactantes. En ese momento, me pregunté si eran palabras que sólo nosotros dos compartíamos, porque parecían explicar perfectamente esa cosa frágil, dolorosa y exquisita que existía entre ambos.


Pero él se había ido con otra mujer, y yo había dicho esas palabras en voz alta, a otro...otro que obviamente conocía su significado y que lo enojaba. De repente, la magia que había teñido a esas palabras se había perdido y parecían comunes...no, menos que comunes; como si algo hermoso había sido destrozado y arrojado a la basura a regañadientes.


–Paula, ¿en dónde escuchaste esas palabras? – repitió él.


Me puse de pie.


–No quiero hablar más acerca de esto.


Él me agarró por las muñecas.


–No, debes decirme exactamente en dónde las escuchaste.


–No quiero–. Bajé la vista. Mi garganta se sentía tensa y mis ojos excesivamente secos. Había demasiado polvo en el campo. Irritaba mis corneas, dificultándome la visión.


No traté de soltarme de su mano. No sé por qué. Odiaba su agarre y, sin embargo, no podía moverme. Una sensación perturbadora y caliente brotaba en mi estómago.


–Paula– el bajó la voz. – ¿Alguno de los chicos del pueblo te está molestando?


–No. No es nada de eso.


–Puedes decírmelo. Si quieres.


–No fue un chico del pueblo.


Él ahogó un suspiro. Su agarre se tensó sobre mí.


– ¿Fue una mujer?


– ¡No! Oscar, no es nada. Olvídate de ello.


El se puso de pie. Por un momento, dejó de agarrar mi muñeca. Tendría que haber corrido entonces, pero no lo hice. Por el contrario, me puse de pie, tan quieta como antes, mientras él puso sus manos sobre mi hombro y me giró para ponerme frente a él.


– ¿Cómo puedo olvidarme de algo como eso?


Mi labio inferior tembló. Él dio un paso hacia atrás; su agarre se aflojó y cayó sobre mis manos.


–Lo siento– dijo él. –No sé qué me pasó.


–Está bien. Debería irme.


Pero él no me soltó.


–No voy a dejarte ir hasta que me digas en dónde lo escuchaste.


–No quiero–. Ahora mi voz temblaba. Él se estremeció por un momento, pero me di cuenta por la mirada determinada en sus ojos, y el pesar en ellos, que no iba a dejar que me fuera hasta que lo hiciese.


–Sólo dímelo, Paula. Fue un chico, ¿no es así? ¿Te dice cosas que te hacen sentir incómoda?


–Basta– protesté.


Él tragó y su voz se endureció.


– ¿Alguna vez te hizo cosas que te hicieron sentir incómoda?


– ¡Dije basta!


–Paula, ¿quién es? ¿Es Jose?


– ¡No, no es Jose! – Si mis manos estuviesen libres, habría cubierto mi boca con ellas. Acababa de admitir que había escuchado a alguien decir esas palabras. No, no sólo a alguien, sino a un hombre.


Mi mente daba vueltas mientras los ojos de Oscar se estrechaban.


– ¿Quién es?


–No es alguien malo– dije rápidamente.


–Yo seré el juez de eso.


– ¡No te incumbe!


– ¡Maldición si no! – Alzó la vista en dirección a los árboles. 


–¿Sabes lo que haría Pedro si supiera que alguien te
está hablando de ese modo?


– ¡A él no le importa! – grité.


– ¡Un cuerno que no le importa! ¿Tienes alguna idea de lo que significa lo que acabas de decir? Ni siquiera quiero saber en dónde lo escuchaste.


–Entonces, déjame ir– le rogué.


Su nuez de Adán subía y bajaba.


–Paula, sólo dime.


Negué con mi cabeza y tropecé hacia adelante, cayendo en los brazos de Oscar.


–No, no importa. Sólo olvídate de lo que dije. Sólo sentía curiosidad por saber si él le hacía esas cosas a ella. Si él le decía esas cosas...


Ya no podía pensar. En mi cabeza, podía ver a Pedro y a Rosalinda moviéndose bajo la sombra de los grandes árboles. Sobre el suelo, con las rodillas sucias. Él, rompiendo su pollera y levantándola con urgencia por encima de sus caderas. El cuerpo de ella, aceptándolo mientras él la penetraba. 


¿Sus piernas se tensaban mientras lo hacían? ¿Su vagina le dolería? ¿Alimentaría él ese dolor con su pene hasta que le doliese? ¿Hasta que el dolor fuera tan fuerte que se sintiera bien y ella no quisiese que termine nunca?
¿La partiría en dos para luego volver a armarla? ¿Susurraría en sus oídos que ella le pertenecía, que siempre sería de él? ¿Marcaría a todas las chicas de ese modo? ¿Eso era lo que yo significaba para él?


Me aferré a la camisa de Oscar. Él me había soltado las muñecas cuando yo caí hacia adelante, y ahora sus manos estaban sobre mi espalda y él me estaba sosteniendo cerca de sí. Podía sentir el latido de su corazón. Me recordaba a Pedro, cuando había colapsado encima de mí en la iglesia.


En algún lugar de mi mente, vi su rostro cuando se estrelló contra mí, esa última vez en el altar. Vi la mirada reverente en sus ojos al observar mi cuerpo. Nunca había estado expuesta ante alguien de esa manera. No desde pequeña, y en ese entonces, también había sido con él. Y me sentía preciosa, sagrada, porque era delante de él que estaba desnuda; él que lo sabía todo acerca de mí, que siempre estaba ahí para mí.


–Pensé que esas cosas eran algo especial. Pensé que tenían otro significado. Nunca había sentido algo así antes. Él dijo que no debía contarle a nadie. Él dijo que todo quedaría arruinado si lo contaba.


Oscar me agarró con más fuerza.


–Puedes contarme, Paula. Puedes decirme cualquier cosa.


–No puedo. Le pertenezco ahora. Él tenía razón. Estoy arruinada.


Su corazón comenzó a latir con más velocidad.


– ¡No le perteneces a nadie salvo a ti misma! – Oscar dijo las palabras con firmeza. –Nadie puede arruinarte. Sin importar lo que te hagan, no pueden arruinarte.


– ¡No sabes lo que sucedió!


–Creo que tengo una buena idea– dijo con suavidad.


– ¡No, no la tienes! – Lo empujé para alejarlo y alcé la vista en dirección al bosque. –Sólo quería saber si él tendría otras putitas. Si él tenía sexo con el rostro de todas. Si él está en el bosque, cogiendo su rostro ahora. Si él...


–Espera, Paula. ¿Estás hablando de Pedro?


Me detuve. Mis ojos se abrieron y tropecé hacia atrás, con las manos sobre mi boca.


Oscar dio un paso hacia adelante.


–No– susurré.


Él elevó sus manos.


–No haré nada que no quieras–. Él tragó. –¿Fue Pedro quien te dijo esas cosas?


No pude mirarlo.


– ¿Él te hizo esas cosas, Paula? ¿Él te dijo que estabas arruinada?


No pude moverme. Tampoco mirarlo. Con suerte, no trataría de tocarme otra vez.


–No estás arruinada, Paula– dijo él con suavidad. –Pero quizás sea mejor que te vayas a casa ahora.


Alcé la vista para mirarlo.


– ¿Qué quieres decir?


–No estoy enojado contigo. Es sólo que creo que no deberías estar aquí cuando Pedro vuelva.


– ¿Por qué?


–Él y yo tenemos algunas cosas de que hablar–. Oscar me entregó el almuerzo desechado que yo no había terminado. Aquel que él me había dado cuando me senté. Su almuerzo. –Aquí, puedes llevarte esto contigo.


Lo tome, aunque probablemente no pudiera comerlo. No, tenía que hacerlo. Era un almuerzo hermoso. Costoso.


No debería desperdiciarse.


–Eres hermosa, Paula– dijo él, en el momento en el que di la vuelta para irme. –Y no importa lo que te dijo Pedro.


Nada en este mundo puede arruinarte. No le perteneces a él ni a nadie, sólo a ti misma.





miércoles, 23 de marzo de 2016

OBSESIÓN: CAPITULO 6





Paula


CONTINUÉ TOSIENDO, más bien, intenté toser, pero su longitud siempre estaba ahí, bloqueando mi garganta.


¿Cómo podía continuar respirando? Esa cosa larga y dura entre sus piernas continuaba entrando y saliendo. Intenté pasar mi lengua sobre él, como me había dicho. Intenté mantener mis labios firmemente a su alrededor. Pero estiraba mi garganta. El fondo de mis ojos me quemaba al igual que mis mejillas y mis labios. Era tan difícil mantener mis labios a su alrededor, como un anillo.


La parte posterior de mi cabeza dolía mientras él tiraba de mi cabello, forzándome hacia atrás y hacia adelante sobre él. Las bolas debajo de su longitud rebotaban sobre mi barbilla, y su almizcle se extendía sobre mi labio inferior. Todo su ser sabía salado, como piel inundada de sudor. Pronto, lo único que pude hacer fue mantener mi boca abierta mientras él empujaba hacia atrás y hacia adelante, con sus manos a cada lado de mi rostro.


Entonces, él se retiro y me empujó sobre el suelo.


– Sobre tus manos y tus rodillas– demandó.


Lo miré, mi garganta estaba tan dolorida. Era difícil procesar todo lo que estaba diciendo...


– Ahora–. Tomó mi cabello y empujó mi rostro hacia el suelo. 


– En cuatro patas, como una perra.


Lloré como una perra al hacer lo que me pedía. Las tablas del piso crujieron cuando él se arrodilló detrás de mí.


Sus manos se movieron por la parte posterior de mis muslos. 


Estaban mojadas. No, esa soy yo, me di cuenta.


Estaba mojada, por alguna razón, y ese dolor que me acechaba al aventurarme en su habitación había regresado


Se esparcía por todo mi cuerpo, haciendo que mis costillas, mi estómago y mis partes privadas se sientan doloridos; tan doloridos que palpitaban de calor. Su respiración sobre mi piel, se sentía como el hielo.


– Recuerdas lo que voy a hacerte, ¿no es así?


Él metió un dedo dentro de mí y yo gemí.


– No contestaste a mi pregunta– me desafió él, pellizcándome al deslizar su dedo hacia adelante y hacia atrás dentro de mi lugar privado. Se sentía extraño estar tan abierta; que él me mire y lo sepa todo de mí. Mi cuerpo era un instrumento para su juego y él sabía cómo jugar mucho mejor que yo, a pesar de que fuese mío. Era como si
incluso mis placeres más vergonzosos y secretos le perteneciesen.


– Lo recuerdo– lloriqueé. Ese dolor que me había destrozado. El dolor que me acechaba, manteniéndome despierta con un temor y una añoranza que no llegaba a comprender. El dolor que sólo mi amado Evan podía darme.


– ¿Sabes lo que es este lugar? – Presionó sus dedos aún más adentro de mi lugar prohibido. Dobló su dedo, golpeando un lado. Casi me desmayo del placer.


– Esta es tu vagina–. Su voz sonaba rasposa. Silencio.


Mi vagina, pensé, apretando a su alrededor. La palabra tenía un cierto dejo de belleza. Ahora tenía un nombre para mi placer y mi debilidad.


– Voy a coger tu vagina–. Él susurró esas palabras de la misma manera en la cual lo había hecho al decir en dónde había escondido mamá el tarro de galletas cuando éramos niños. Lloré cuando pasó su longitud entre mis piernas, dejándola entrar y salir de mi zona prohibida; no, de mi vagina.


– ¿Sabes cómo se llama esto?


– No– gemí.


–Este es mi pene, y voy a coger tu vagina con él, al igual que lo hice con tu boca. Del mismo modo en el que lo hice en la iglesia.


Temblé, recordando la sensación de él moviéndose dentro y fuera de mí. Él puso esa cosa en mi entrada; no, su pene en mi vagina. Mi cerebro parecía canturrear mientras repetía las palabras nuevas, en silencio. No me atrevía a decirlas. Decirlas parecía demasiado atrevido. Así que me recosté sobre los codos, arqueando mi espalda hacia él,
preparándome para la invasión. Él estaba a punto de cogerme. A punto de romperme. A punto de...


Estrelló su pene en lo profundo de mi vagina. Grité, demasiado fuerte, y traté de dar un salto hacia adelante, pero él me agarró de las caderas manteniéndome quieta. No podía escapar. Sus dedos se clavaron en mi piel.


Dejarían moretones o, más precisamente, agudizarían las lesiones anteriores. Intenté rodar mis caderas hacia adelante, pero él las empujó hacia abajo, hasta que los huesos de mis caderas y mis tetas estuvieron sobre el suelo.


Mi estómago golpeaba las frías tablas de madera al respirar, dificultando inspirar profundamente. Él se puso de rodillas y separó sus piernas, lo que hizo que mis muslos se separasen tanto como para hacerme sentir que me partía.


El entró un poco y volvió a salir, probando mi vagina con su pene.


– Dios, eres una puta mojada y apretada– gimió él. – Tan buena puta para mi pene.


Mi corazón dio un salto ante su alabanza. No me importaba cuán degradante era...que yo estuviese en el suelo abierta para él, y completamente a su merced. Era una buena puta para su pene.


Lentamente se retiró de mí, dándome tiempo para que mi vagina pudiese sentir toda su longitud. Gemí y mis manos se cerraron en forma de puños.


Él se rio.


– Te gusta eso, ¿no puta? Si estuviésemos solos, te haría gritar–. Él cayó sobre mi espalda y luego empujó su mano sobre mi rostro. Había algo en su mano...el pañuelo que había descartado para poder coger mi rostro. Me amordazó con él y su persistente sabor salado fue reemplazado por el del algodón seco.


Sus palmas se extendieron sobre mi trasero, apretándolo mientras lo sostenían contra el suelo par que yo no pudiese mover mi vagina. Y entonces, empezó a cogerme.


Correcto. Así se llamaba. Sexo. Él me estaba cogiendo o, más precisamente, a mi vagina.


Sus dedos se clavaron en mis mejillas al gemir. Mi rostro se movía hacia atrás y hacia adelante sobre el suelo, irritando mi piel y empujando el pañuelo más profundo dentro de mi garganta. Comencé a tener arcadas, al igual que como había sucedido con mi rostro, pero él no se dio cuenta. Incluso sin ahogar mis gritos, dudo que me escuchase, ya que estaba teniendo sexo conmigo velozmente.


– Mamá y papá están en la habitación contigua durmiendo– murmuró en mis oídos. – Se horrorizarían si se dieran cuenta de lo puta que eres.


Se detuvo por un momento y, justo por debajo de su respiración dificultosa, pude escuchar los ronquidos de mi padre en la siguiente habitación. Mi vagina lo apretó con más fuerza.


– Te gusta eso, ¿no puta? ¿Te gusta ser una sucia putita?


Mi torso tembló cuando su barba rozó la parte posterior de mis hombros. Me gustaba eso. Me gustaba ser su pequeña niña buena, en la siguiente habitación, cogiendo en silencio. Me gustaba que fuera mi gemelo de espíritu quien profanara la inocencia que intentaban tan duro proteger. Me gustaba que fuese él quien la había tomado, y que esta noche en la cena, nadie se había dado cuenta. Y me gustaba ese poder oscuro que se cernía sobre él. El dolor que me daba...el dolor en mis caderas, el abrasador peso en mis huesos, el dolor en mi vagina. Me gustaba porque lo merecía por tentarlo...por desear tentarlo. Sí, quería arrastrarlo, profundo en el pecado, para poder obtener más placer de él. Quizás, había intentado ser buena durante tanto tiempo porque sabía que era mala.


– Eres mi puta. Mañana, cuando te mires al espejo, verás las marcas que dejé sobre tu piel y, mientras más intentes ocultarlas del resto del mundo, más consciente serás de ellas. Tu cuerpo me pertenece, ahora.


Apreté su pene con más fuerza. Quería envolver todo mi cuerpo a su alrededor, porque sabía que le gustaba que su putita apretara su pene con fuerza. Eso era lo que lo hacía cogerme con más fuerza.


Él se estrelló dentro de mí, empujando mi cuerpo hacia el suelo. Mis costillas ardían. No podía respirar, no podía sentir nada más que su peso encima de mí, y la longitud de su pene, mientras cogía mi vagina rítmicamente.


– ¿Quieres ser mía? – él preguntó, con la voz tensa y corta.


– Sí– murmuré dentro del pañuelo. Me pregunté si podía oírme. Palabras más oscuras y secretas surgieron dentro de mí; palabras que no tenía la fortaleza para decir y no las diría incluso si la tuviese. Sí. Quiero ser tuya. Te amo, por siempre y para siempre. Aceptaré este dolor y lo convertiré en placer.


***


Pedro 


MÁS TEMPRANO ESE MISMO DÍA, había tenido sexo con ella en el altar de Dios. La había tomado como si fuese una puta de temporada en lugar de una virgen. Usé su cuerpo hasta dejarlo en bruto. Pero cuando estaba sobre el suelo de mi habitación, ni siquiera la traté con mayor respeto. Sabía que era nueva; que esta era sólo su segunda vez y, sin embargo, no escuché las súplicas de mi mente pidiéndome que me detenga. Sostuve sus labios al montarla por detrás, como un animal en celo.


Sus piernas estaban tensas en contra de mí, y se tensaron aún más mientras la empujaba hacia abajo, forzándola a apretarse aún más alrededor de mi pene. Una de sus mejillas estaba frente a mí y la otra sobre el suelo, aunque aún podía darme cuenta de que estaban sonrojadas. Una precaria arcada se derramó entre sus labios. Sus pestañas se agitaron mientras ella intentaba mantener los ojos abiertos para poder mirarme.


Dios, era hermosa. Mi cuerpo temblaba al tomar su cuerpo dulce y suave. No la merecía. Me sentía como un ladrón, robándola de sus padres, forzándola a darme aquello que nunca le debería dar a nadie. Ella poseía un tipo de belleza etérea que hacía ponerse incómodos a los hombres, como si nunca fuesen capaces de tocarla. Incluso cuando me encontraba dentro de ella, me sentía de ese modo, como si estuviera por encima de mí. Debajo de mí.


Me impulsaba a cogerla más fuerte. La tomé, como si mis manos pudiesen encadenarla a la habitación. Como si pudiera mantenerla en secreto junto a mí, por siempre; el elegante balanceo de sus caderas, su pequeña cintura, su cabello largo y ondulado que lucía como la plata bajo la luz de la luna.


Murmuré en sus oídos, no palabras de amante, sino aquellas de un hombre loco hambriento. Palabras de posesión y de oscuridad. Palabras de obsesión. Que era mía en nuestra casa, incluso cuando sus padres dormían en la habitación contigua, que podía tenerla cuando quisiera, que siempre sería mía. Palabras de ilusión, de anhelo.


Palabras que nunca serían ciertas; palabras que me acechaban.


Odiaba decirlas. No quería esta obsesión. El deseo se combinaba con el temor de ser descubiertos. No deseaba un romance prohibido. La deseaba como mi esposa, no esta niña jadeante, llorosa y esforzándose debajo de mí; intentando complacerme a su propio costo.


¿A esto había llegado mi amor? ¿Me atrevería incluso a llamarlo amor? A una parte de mí le gustaba tenerla como una puta llorosa y no le importaba si estaba unida a mí por medio del miedo, o del dolor, o de la vergüenza, siempre y cuando estuviera atada a mí.


Sus tobillos estaban cruzados alrededor de mis pantorrillas mientras la sostenía sobre el suelo. Realmente deberías irte, pensé mientras tiraba de su cabello. Sus lágrimas habían lavado la mayor parte de mi líquido preseminal. Me incliné para besarla, pero mordí su cuello. 


Sentí su corazón latir con fuerza en contra de mi lengua al
estrellarme dentro de ella. Latía más rápido de lo que podía cogerla, y sonaba más fuerte que las tablas agrietadas del suelo.


– Eres mía– le dije y, en mi corazón repetí: quiero que seas mía.


– Siempre serás mía–. Sólo por ahora, por esta noche. 


Después de esta noche, te habrás ido. No quiero que
te vayas.


Ella jadeó cuando yo me estremecí encima de ella, derramando mis semillas en su vagina. Mi miembro palpitaba en su interior, mientras esa mezcla de temor y placer me recorría el cuerpo. Colapsé encima de ella, haciendo a un lado el cabello de su espalda, antes de reposar mi rostro entre sus omóplatos húmedos. Intenté imaginar un tiempo en el que no tuviese que dejarla. Pero ese momento no podía durar por siempre, ni siquiera por un momento más.


Te amo, pensé.


– Deberías irte, ahora.


– No puedo moverme contigo encima– respondió ella con suavidad.


Me di la vuelta sobre mi espalda. Ella se apoyó sobre los codos y me miró. Su cabello caía sobre sus hombros y sobre su rostro, ocultando sus lágrimas.


– ¿Te gustó eso? – le pregunté antes de poder detenerme.


– Sí– dijo ella rápidamente. Demasiado rápido.


– No me mientas–. La tomé del brazo, para evitar que se pare y se vaya; exactamente lo que le había pedido.


– Me gustó– tembló ella.


Dios, me odiaba a mí mismo.


– Deberías mantenerte alejada de mí, Paula–. Dije su nombre para poner distancia entre nosotros. – No soy de fiar alrededor tuyo.


– No sabes lo que estás diciendo.


– Creo que sí lo sabes.


Ella me miró y la dejé irse. Después de un momento, tomó su prenda de noche y se la puso por encima de la
cabeza. Hizo una pausa en la puerta antes de salir.


– No lo odié– susurró, y luego corrió por el pasillo, hacia la noche. No confié en seguirla.