miércoles, 23 de marzo de 2016

OBSESIÓN: CAPITULO 6





Paula


CONTINUÉ TOSIENDO, más bien, intenté toser, pero su longitud siempre estaba ahí, bloqueando mi garganta.


¿Cómo podía continuar respirando? Esa cosa larga y dura entre sus piernas continuaba entrando y saliendo. Intenté pasar mi lengua sobre él, como me había dicho. Intenté mantener mis labios firmemente a su alrededor. Pero estiraba mi garganta. El fondo de mis ojos me quemaba al igual que mis mejillas y mis labios. Era tan difícil mantener mis labios a su alrededor, como un anillo.


La parte posterior de mi cabeza dolía mientras él tiraba de mi cabello, forzándome hacia atrás y hacia adelante sobre él. Las bolas debajo de su longitud rebotaban sobre mi barbilla, y su almizcle se extendía sobre mi labio inferior. Todo su ser sabía salado, como piel inundada de sudor. Pronto, lo único que pude hacer fue mantener mi boca abierta mientras él empujaba hacia atrás y hacia adelante, con sus manos a cada lado de mi rostro.


Entonces, él se retiro y me empujó sobre el suelo.


– Sobre tus manos y tus rodillas– demandó.


Lo miré, mi garganta estaba tan dolorida. Era difícil procesar todo lo que estaba diciendo...


– Ahora–. Tomó mi cabello y empujó mi rostro hacia el suelo. 


– En cuatro patas, como una perra.


Lloré como una perra al hacer lo que me pedía. Las tablas del piso crujieron cuando él se arrodilló detrás de mí.


Sus manos se movieron por la parte posterior de mis muslos. 


Estaban mojadas. No, esa soy yo, me di cuenta.


Estaba mojada, por alguna razón, y ese dolor que me acechaba al aventurarme en su habitación había regresado


Se esparcía por todo mi cuerpo, haciendo que mis costillas, mi estómago y mis partes privadas se sientan doloridos; tan doloridos que palpitaban de calor. Su respiración sobre mi piel, se sentía como el hielo.


– Recuerdas lo que voy a hacerte, ¿no es así?


Él metió un dedo dentro de mí y yo gemí.


– No contestaste a mi pregunta– me desafió él, pellizcándome al deslizar su dedo hacia adelante y hacia atrás dentro de mi lugar privado. Se sentía extraño estar tan abierta; que él me mire y lo sepa todo de mí. Mi cuerpo era un instrumento para su juego y él sabía cómo jugar mucho mejor que yo, a pesar de que fuese mío. Era como si
incluso mis placeres más vergonzosos y secretos le perteneciesen.


– Lo recuerdo– lloriqueé. Ese dolor que me había destrozado. El dolor que me acechaba, manteniéndome despierta con un temor y una añoranza que no llegaba a comprender. El dolor que sólo mi amado Evan podía darme.


– ¿Sabes lo que es este lugar? – Presionó sus dedos aún más adentro de mi lugar prohibido. Dobló su dedo, golpeando un lado. Casi me desmayo del placer.


– Esta es tu vagina–. Su voz sonaba rasposa. Silencio.


Mi vagina, pensé, apretando a su alrededor. La palabra tenía un cierto dejo de belleza. Ahora tenía un nombre para mi placer y mi debilidad.


– Voy a coger tu vagina–. Él susurró esas palabras de la misma manera en la cual lo había hecho al decir en dónde había escondido mamá el tarro de galletas cuando éramos niños. Lloré cuando pasó su longitud entre mis piernas, dejándola entrar y salir de mi zona prohibida; no, de mi vagina.


– ¿Sabes cómo se llama esto?


– No– gemí.


–Este es mi pene, y voy a coger tu vagina con él, al igual que lo hice con tu boca. Del mismo modo en el que lo hice en la iglesia.


Temblé, recordando la sensación de él moviéndose dentro y fuera de mí. Él puso esa cosa en mi entrada; no, su pene en mi vagina. Mi cerebro parecía canturrear mientras repetía las palabras nuevas, en silencio. No me atrevía a decirlas. Decirlas parecía demasiado atrevido. Así que me recosté sobre los codos, arqueando mi espalda hacia él,
preparándome para la invasión. Él estaba a punto de cogerme. A punto de romperme. A punto de...


Estrelló su pene en lo profundo de mi vagina. Grité, demasiado fuerte, y traté de dar un salto hacia adelante, pero él me agarró de las caderas manteniéndome quieta. No podía escapar. Sus dedos se clavaron en mi piel.


Dejarían moretones o, más precisamente, agudizarían las lesiones anteriores. Intenté rodar mis caderas hacia adelante, pero él las empujó hacia abajo, hasta que los huesos de mis caderas y mis tetas estuvieron sobre el suelo.


Mi estómago golpeaba las frías tablas de madera al respirar, dificultando inspirar profundamente. Él se puso de rodillas y separó sus piernas, lo que hizo que mis muslos se separasen tanto como para hacerme sentir que me partía.


El entró un poco y volvió a salir, probando mi vagina con su pene.


– Dios, eres una puta mojada y apretada– gimió él. – Tan buena puta para mi pene.


Mi corazón dio un salto ante su alabanza. No me importaba cuán degradante era...que yo estuviese en el suelo abierta para él, y completamente a su merced. Era una buena puta para su pene.


Lentamente se retiró de mí, dándome tiempo para que mi vagina pudiese sentir toda su longitud. Gemí y mis manos se cerraron en forma de puños.


Él se rio.


– Te gusta eso, ¿no puta? Si estuviésemos solos, te haría gritar–. Él cayó sobre mi espalda y luego empujó su mano sobre mi rostro. Había algo en su mano...el pañuelo que había descartado para poder coger mi rostro. Me amordazó con él y su persistente sabor salado fue reemplazado por el del algodón seco.


Sus palmas se extendieron sobre mi trasero, apretándolo mientras lo sostenían contra el suelo par que yo no pudiese mover mi vagina. Y entonces, empezó a cogerme.


Correcto. Así se llamaba. Sexo. Él me estaba cogiendo o, más precisamente, a mi vagina.


Sus dedos se clavaron en mis mejillas al gemir. Mi rostro se movía hacia atrás y hacia adelante sobre el suelo, irritando mi piel y empujando el pañuelo más profundo dentro de mi garganta. Comencé a tener arcadas, al igual que como había sucedido con mi rostro, pero él no se dio cuenta. Incluso sin ahogar mis gritos, dudo que me escuchase, ya que estaba teniendo sexo conmigo velozmente.


– Mamá y papá están en la habitación contigua durmiendo– murmuró en mis oídos. – Se horrorizarían si se dieran cuenta de lo puta que eres.


Se detuvo por un momento y, justo por debajo de su respiración dificultosa, pude escuchar los ronquidos de mi padre en la siguiente habitación. Mi vagina lo apretó con más fuerza.


– Te gusta eso, ¿no puta? ¿Te gusta ser una sucia putita?


Mi torso tembló cuando su barba rozó la parte posterior de mis hombros. Me gustaba eso. Me gustaba ser su pequeña niña buena, en la siguiente habitación, cogiendo en silencio. Me gustaba que fuera mi gemelo de espíritu quien profanara la inocencia que intentaban tan duro proteger. Me gustaba que fuese él quien la había tomado, y que esta noche en la cena, nadie se había dado cuenta. Y me gustaba ese poder oscuro que se cernía sobre él. El dolor que me daba...el dolor en mis caderas, el abrasador peso en mis huesos, el dolor en mi vagina. Me gustaba porque lo merecía por tentarlo...por desear tentarlo. Sí, quería arrastrarlo, profundo en el pecado, para poder obtener más placer de él. Quizás, había intentado ser buena durante tanto tiempo porque sabía que era mala.


– Eres mi puta. Mañana, cuando te mires al espejo, verás las marcas que dejé sobre tu piel y, mientras más intentes ocultarlas del resto del mundo, más consciente serás de ellas. Tu cuerpo me pertenece, ahora.


Apreté su pene con más fuerza. Quería envolver todo mi cuerpo a su alrededor, porque sabía que le gustaba que su putita apretara su pene con fuerza. Eso era lo que lo hacía cogerme con más fuerza.


Él se estrelló dentro de mí, empujando mi cuerpo hacia el suelo. Mis costillas ardían. No podía respirar, no podía sentir nada más que su peso encima de mí, y la longitud de su pene, mientras cogía mi vagina rítmicamente.


– ¿Quieres ser mía? – él preguntó, con la voz tensa y corta.


– Sí– murmuré dentro del pañuelo. Me pregunté si podía oírme. Palabras más oscuras y secretas surgieron dentro de mí; palabras que no tenía la fortaleza para decir y no las diría incluso si la tuviese. Sí. Quiero ser tuya. Te amo, por siempre y para siempre. Aceptaré este dolor y lo convertiré en placer.


***


Pedro 


MÁS TEMPRANO ESE MISMO DÍA, había tenido sexo con ella en el altar de Dios. La había tomado como si fuese una puta de temporada en lugar de una virgen. Usé su cuerpo hasta dejarlo en bruto. Pero cuando estaba sobre el suelo de mi habitación, ni siquiera la traté con mayor respeto. Sabía que era nueva; que esta era sólo su segunda vez y, sin embargo, no escuché las súplicas de mi mente pidiéndome que me detenga. Sostuve sus labios al montarla por detrás, como un animal en celo.


Sus piernas estaban tensas en contra de mí, y se tensaron aún más mientras la empujaba hacia abajo, forzándola a apretarse aún más alrededor de mi pene. Una de sus mejillas estaba frente a mí y la otra sobre el suelo, aunque aún podía darme cuenta de que estaban sonrojadas. Una precaria arcada se derramó entre sus labios. Sus pestañas se agitaron mientras ella intentaba mantener los ojos abiertos para poder mirarme.


Dios, era hermosa. Mi cuerpo temblaba al tomar su cuerpo dulce y suave. No la merecía. Me sentía como un ladrón, robándola de sus padres, forzándola a darme aquello que nunca le debería dar a nadie. Ella poseía un tipo de belleza etérea que hacía ponerse incómodos a los hombres, como si nunca fuesen capaces de tocarla. Incluso cuando me encontraba dentro de ella, me sentía de ese modo, como si estuviera por encima de mí. Debajo de mí.


Me impulsaba a cogerla más fuerte. La tomé, como si mis manos pudiesen encadenarla a la habitación. Como si pudiera mantenerla en secreto junto a mí, por siempre; el elegante balanceo de sus caderas, su pequeña cintura, su cabello largo y ondulado que lucía como la plata bajo la luz de la luna.


Murmuré en sus oídos, no palabras de amante, sino aquellas de un hombre loco hambriento. Palabras de posesión y de oscuridad. Palabras de obsesión. Que era mía en nuestra casa, incluso cuando sus padres dormían en la habitación contigua, que podía tenerla cuando quisiera, que siempre sería mía. Palabras de ilusión, de anhelo.


Palabras que nunca serían ciertas; palabras que me acechaban.


Odiaba decirlas. No quería esta obsesión. El deseo se combinaba con el temor de ser descubiertos. No deseaba un romance prohibido. La deseaba como mi esposa, no esta niña jadeante, llorosa y esforzándose debajo de mí; intentando complacerme a su propio costo.


¿A esto había llegado mi amor? ¿Me atrevería incluso a llamarlo amor? A una parte de mí le gustaba tenerla como una puta llorosa y no le importaba si estaba unida a mí por medio del miedo, o del dolor, o de la vergüenza, siempre y cuando estuviera atada a mí.


Sus tobillos estaban cruzados alrededor de mis pantorrillas mientras la sostenía sobre el suelo. Realmente deberías irte, pensé mientras tiraba de su cabello. Sus lágrimas habían lavado la mayor parte de mi líquido preseminal. Me incliné para besarla, pero mordí su cuello. 


Sentí su corazón latir con fuerza en contra de mi lengua al
estrellarme dentro de ella. Latía más rápido de lo que podía cogerla, y sonaba más fuerte que las tablas agrietadas del suelo.


– Eres mía– le dije y, en mi corazón repetí: quiero que seas mía.


– Siempre serás mía–. Sólo por ahora, por esta noche. 


Después de esta noche, te habrás ido. No quiero que
te vayas.


Ella jadeó cuando yo me estremecí encima de ella, derramando mis semillas en su vagina. Mi miembro palpitaba en su interior, mientras esa mezcla de temor y placer me recorría el cuerpo. Colapsé encima de ella, haciendo a un lado el cabello de su espalda, antes de reposar mi rostro entre sus omóplatos húmedos. Intenté imaginar un tiempo en el que no tuviese que dejarla. Pero ese momento no podía durar por siempre, ni siquiera por un momento más.


Te amo, pensé.


– Deberías irte, ahora.


– No puedo moverme contigo encima– respondió ella con suavidad.


Me di la vuelta sobre mi espalda. Ella se apoyó sobre los codos y me miró. Su cabello caía sobre sus hombros y sobre su rostro, ocultando sus lágrimas.


– ¿Te gustó eso? – le pregunté antes de poder detenerme.


– Sí– dijo ella rápidamente. Demasiado rápido.


– No me mientas–. La tomé del brazo, para evitar que se pare y se vaya; exactamente lo que le había pedido.


– Me gustó– tembló ella.


Dios, me odiaba a mí mismo.


– Deberías mantenerte alejada de mí, Paula–. Dije su nombre para poner distancia entre nosotros. – No soy de fiar alrededor tuyo.


– No sabes lo que estás diciendo.


– Creo que sí lo sabes.


Ella me miró y la dejé irse. Después de un momento, tomó su prenda de noche y se la puso por encima de la
cabeza. Hizo una pausa en la puerta antes de salir.


– No lo odié– susurró, y luego corrió por el pasillo, hacia la noche. No confié en seguirla.






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