miércoles, 23 de marzo de 2016

OBSESIÓN: CAPITULO 5






Paula


NO PODÍA DORMIR. Tomé la almohada y la puse junto a mi cabeza, intentando matar el deseo de presionarla contra mis doloridas piernas. No sabía si algo así aliviaría o incrementaría esta fiebre.


Mamá y papá se habían sorprendido al vernos llegar juntos a casa. No habíamos estado pasando el suficiente tiempo juntos, habían dicho, y luego mamá había reprendido a Pedro por dejarme de lado sólo porque era más grande y comenzaba a mirar a las chicas.


No me gustó como dijo mirar a las chicas. Me hacía pensar que Pedro hacía lo que había hecho conmigo con otras mujeres. ¿A eso se debían todas las miradas y guiños sarcásticos? Odiaba pensar que tocaba a otra mujer en un lugar prohibido como ese. Que se revelaba ante otra persona. En cualquier otra aliviando su fiebre.


Pero sabía que las otras chicas se sentían afiebradas al mirarlo. Algunas de mis amigas lo sentían. Les gustaba mirarlo trabajar en el campo. Les gustaban su largo y esbelto cuerpo, y sus músculos. Decían que deseaban tocarlo y sus mejillas se sonrojaban al hacerlo.


Sí, él hacía que las otras chicas se sintiesen afiebradas. No era nada especial.


Pero yo deseaba que lo fuera.


Quería preguntarle a mi madre qué quería decir. Quería decirle que él era mío. Pero no podía hacerlo. Pedro había dicho que no debía contarle a nadie lo sucedido, e incluso si no lo hubiera hecho, sabía que era algo que estaba mal. Que era pecado. Algo por lo cual nunca sería perdonada.


Ya habíamos arruinado el retablo. Ese era un pecado por el cual nunca sería perdonada. Habíamos hecho algo en la casa de Dios que no debía hacerse. Lo sabía. Lo supe apenas lo hicimos, mientras mi cuerpo gritaba de dolor y aceptaba el pecado de Pedro. Y una parte de mí lo había disfrutado...había disfrutado el dolor, la sensación de ser abierta, de estar tan cerca suyo. Me gustaba su manera de jadear. La expresión retorcida de su rostro al entrar dentro de mí. La mirada oscura de sus ojos, como si yo fuera lo único que existiese en este mundo. Lo único que importaba. 


Quería esa mirada para mí misma, siempre. Deseaba poseer esa mirada del mismo modo en el cual él me poseía.


Y de ese modo, había cometido un pecado mayor que él, quien sólo había buscado aliviar su fiebre, porque había aceptado su pecado y lo había añadido a mi propio deseo de pecar una y otra vez.


Fue una larga y extraña cena. Tenía tanta hambre, pero era difícil comer. Me era difícil estar tan cerca de Pedro.


Mirar sus manos sosteniendo el tenedor, o mirar sus labios al comer o al hablar. Recordaba esas manos sobre mi cuerpo. Sus labios en mis pechos. Recordaba cómo presionaba sus dedos en mi piel, produciendo hematomas.


Sí, era difícil sentarse debido a que estaba tan dolorida y llena de moretones provocados por sus dedos y sus dientes. 


Pero todo mi pecado estaba oculto detrás de este vestido que había usado tantas otras veces. Mi vestido no debería tener ningún significado para mí, pero ahora lo significaba todo, porque mi vida había cambiado radicalmente mientras lo tenía puesto.


Pero Pedro había mantenido la compostura. Y cuando mi madre le había mencionado que algo andaba mal, él simplemente le había contestado que yo no me sentía bien y que me había acompañado a dar un paseo. Ella había quedado satisfecha con eso. Me había dicho que termine rápido de comer y que me fuese a la cama, que vendría en un rato para ver cómo estaba.


De modo que corrí hacia arriba después de la cena y me metí en la cama. Permití que mi madre me arrope y que me dé un beso en la mejilla. Pero algo se sentía mal. Ahora, este secreto se interponía entre nosotras.


Un secreto que nunca debía revelarle a nadie.


Un secreto que nunca olvidaría.


Ahora, lejos de Pedro, lejos de mis padres, aún no me sentía compuesta ni segura. Él se encontraba en la
habitación contigua, durmiendo probablemente. Mis padres dormían, también.


Me levanté. Si él estaba durmiendo, estaría bien mirarlo, ¿no es así? No lo perturbaría. No lo asustaría. Sólo quería verlo durante algunos segundos.


Me arrastré hacia mi puerta y la abrí.


Crujió. Al entrar en el pasillo, las tablas también crujieron. Me quedé helada. ¿Y si alguien me escuchaba? ¿Qué diría?


Pero no hubo ningún movimiento. Todos se encontraban en la cama, excepto yo.


Llegué hasta la puerta de Pedro; levanté mi puño pero no golpeé. Reposé mis labios sobre la madera. Él se encontraba del otro lado, durmiendo. Él estaba allí, sin saber la agitación que había provocado en mí. El dolor aún crecía dentro de mí. Lo sentía, aunque sabía que no debía. 


E incluso a sabiendas de que estaba mal, y de que era la
misma fuente de su dolor, aún lo deseaba. Quería sentir la dicha de ser desgarrada. De perderme a mí misma. Lo deseaba, incluso cuando sabía que nos destruiría a ambos.


Giré la perilla de la puerta y la abrí.


***

Pedro 


ME ENCONTRABA EN MEDIO DE intentar ignorar la mayor erección que había tenido. Ya había acabado tres veces después de la cena. A mi pene no parecía importarle. Cada vez se ponía más y más duro. Sabía que ceder y masturbarme hasta el orgasmo no iba a funcionar. Tenía que ignorarlo. Olvidarlo.


Sí, claro. Dolía estar recostado sobre mi espalda. Dolía estar de lado. Necesitaba tener sexo con ella. Otra vez.


Dios mío, acababa de hacerlo. Ella era una virgen y, sin embargo, mi cuerpo palpitaba con el deseo de abrir su puerta de una patada y tomarla mientras sus padres dormían en la habitación contigua. Era patético.


Escuché algo. Me quedé helado. Pasos. Uno, dos, después nada.


Mis ojos aún se estaban cerrados, mi cuerpo ensañado. No, no podía ser, pensé. Esperé para ver si escuchaba algo más, pero no hubo ningún sonido.


Dios, ¿qué estaba mal conmigo? ¿Ahora alucinaba imaginando que ella vendría a mí? Incluso si lo hacía, todo lo que haría sería enviarla de vuelta a su habitación, en donde debería estar.


O, al menos, eso me dije que haría.


Y luego, volví a escuchar los pasos.


¿Qué demonios? Alcé la vista sólo para verla, el origen de mi miseria, parada en medio de mi habitación.


Llevaba una pequeña prenda de noche. La tela era tan suave y fina que podía ver el contorno de sus senos a través de ella. Sus pezones rosados lucían violetas bajo la luz. Estaban duros.


–Pedro– susurró. Sonaba como un gemido para mis oídos.


Oh, Dios, esto no está sucediendo. Por favor, dime que no está sucediendo. ¿Cómo demonios iba a hacer lo correcto cuando ella se presentaba mientras yo estaba luchando por controlar una tremenda erección?


–No estás aquí– susurré a modo de respuesta.


Pedro– repitió ella, como si no me hubiese escuchado. 


Quizás no estaba allí en realidad. Quizás, finalmente me
había vuelto loco. Loco de desearla tanto. Dios, estaba enfermo. Necesitaba sofocar mi deseo y, cualquiera que escuchase mis pensamientos estaría de acuerdo conmigo.


Pedro– dijo ella de vuelta, dando un paso hacia mí. Más cerca. Me alejé contra la pared, lo más lejos de ella
posible. No era demasiado lejos. Sabía que debería lanzarme por la ventana, pero mi cuerpo se encontraba demasiado tieso como para moverme.


Ella se inclinó sobre la cama. Su mano tocó mi mano, y toda mi piel se erizó.


No, esto definitivamente no era un sueño. No tenía tanta suerte.


Pedro– dijo ella otra vez.


Sí, ese era mi nombre. Luego, continuó afirmando lo evidente.


–Es tarde y aún te encuentras despierto.


–Tú también– respondí.


Ella suspiró y se mantuvo de pie.


Dios, se va, pensé, pero nuevamente, no tuve tanta suerte. 


Ella sentó su trasero redondo sobre la cama junto a mí. Y Dios, era un trasero precioso y firme, también.


–No puedo dormir– dijo ella.


Mi pene se retorció. Por favor que no sea la razón que pienso que es, rogué.


Pero lo era.


–Mi fiebre volvió– susurró ella. –Sentía tanto calor durante la cena. Me dolía tanto que casi no podía estar sentada y, ahora, incluso yacer en la cama me lastima.


Oh, Dios, ¿realmente tenía que escuchar esto? Yo no tenía un autocontrol ilimitado. Apenas si tenía cierto control,
como lo había comprobado con mi pequeño episodio anterior. Había tenido sexo con ella como si fuese una prostituta, y ahora estaba de vuelta, después de su primera vez, prácticamente desnuda, sobre mi cama, casi...tocándome...


Pedro, pienso que no hemos desterrado el pecado esta tarde. Aún está allí.


¿De qué demonios estaba hablando?


Pedro– susurró ella, volviéndose hacia mí, presionando sus senos contra mi pecho.


Bien, esto debía parar, inmediatamente.


–Sal de mi habitación– le dije lo más amablemente que pude.


Ella se echó hacia atrás como si hubiera sido abofeteada.


– ¿Qué?


–Necesitas salir de aquí– le dije con un grito ahogado. Dios, esto era tan difícil. ¿No lo veía ella? Su trasero estaba justo al lado de mi pene, que estaba tratando de salirse de mis pantalones.


–Es que yo pensé, el dolor...


La tomé por las muñecas.


– ¿Pensaste qué? ¿Que podías entrar en la habitación de un hombre por la noche y que todo estaría bien?


–No lo sé– balbuceó ella.


La miré. Ella necesitaba entender que nunca más debía venir a mí de esta manera. Esto nunca terminaría bien.


Nunca. Necesitaba asustarla y, aparentemente, hoy no lo había hecho lo suficientemente bien.


– ¿Nunca nadie te dijo que no debes entrar en la habitación de un hombre de noche?


–Bueno, sí...


– ¿Sabes por qué? – la interrumpí.


Sus mejillas se sonrojaron. Podía verlo incluso bajo la luz de la luna. Si fuera de día, si el sol estuviese en lo alto, serían de un delicioso tono de rosa. Rosa como sus manzanas, sus pezones, su vagina...


No podía hacer esto. Tomé su muñeca y la arrastré sobre la cama, atrapándola debajo de mí.


– ¿Qué estás haciendo? – ella lloró.


Puse mi mano encima de su boca.


–Necesitas permanecer en silencio. Nadie puede encontrarte aquí, ¿comprendes eso? ¿Quieres meternos a ambos en problemas?


Ella negó con la cabeza.


Tiré de su brazo hacia arriba y, con la mano aún sobre su boca, la empujé hacia la pared opuesta. Mi erección se encontraba justo contra su precioso trasero, con una mano en sus pechos y la otra en su boca.


– ¿Escuchas eso? – susurré en sus oídos.


Ella asintió. Su piel se sentía tan suave bajo mis labios. 


Mucho más suave que mi boca.


–Eso son mamá y papá durmiendo en la habitación contigua– le susurré. –Nunca deben saber lo que sucedió entre nosotros. Nunca jamás.


Ella tragó. Intentó mover su boca.


–No–. La presioné con más fuerza contra la pared. –No tienes permitido hablar. Ninguna palabra.


Mientras luchaba contra mí, apoyaba inconscientemente su trasero sobre mi pene. Sentía sus firmes músculos apretando contra la cabeza de mi miembro a través de mis pantalones delgados. Empujé más profundo dentro de ella, mostrándole que a pesar de lo mucho que intentara mantenerme alejado, igual podría tomarla.


– ¿Quieres que te muestre, pequeña? – pregunté. La oscuridad que había intentado suprimir reptaba dentro de mí, amenazando consumirme. No, ya me había consumido. 


Me incliné y mordí su cuello, con fuerza. Ella intentó
gritar, pero amortigüé sus gemidos con la mano.


Busqué el pañuelo en mis bolsillos y lo metí dentro de su boca. Era el mismo que le daba cuando ella estaba triste. El que ella limpiaba a diario para mí. Aquel en el que había bordado con amor, una P dentro de un corazón.


Ella decía que la P era por Pedro, y que el corazón representaba su eterno amor por mí.


¿Me seguirás amando después de esto, querida Paula? 


Pensé mientras subía mis manos por su vestido. Ella
gimió a medida que mis dedos se extendieron sobre su piel desnuda, agarrando ese bonito y firme trasero.


–Sabes lo que voy a hacerte, ¿no es así? ¿Es por ello que viniste a mí? ¿Eres una pequeña puta detrás de toda esa dulzura e inocencia? ¿Quieres ser mi puta? – Empujé mi mano por su cadera y luego dentro de su prenda de noche. Su piel se erizó. Deslicé dos dedos dentro de su vagina. Sus pequeños músculos ya se abrazaban a su alrededor, trabajando con ellos como lo harían con mi pene en algunos momentos. Ella gritó mientras yo los movía hacia dentro y hacia fuera, de placer, sorpresa, dolor, o de una combinación de las tres.


– ¿Quieres ser mi pequeña puta? – repetí.


Ella no tenía idea del significado de la palabra. Sabía eso, pero comprendía lo suficiente, o eso creía, para hacerse la idea de lo que le estaba pidiendo. Arqueó su cabeza hacia atrás, mostrándome sus ojos sorprendidos.


Clavé mis dedos en su vagina y luego los deslicé fuera. Los lamí, sonriendo ante sus grandes ojos.


–Tienes una vagina tan húmeda. Apuesto que me dejarías tomarte ahora mismo, contra la pared. ¿Quieres mostrarme que tan puta eres ahora mismo? – Empujé mis dedos debajo del pañuelo, sumergiéndolos en su boca.


Su lengua retrocedió. Ella no estaba acostumbrada a su dulce sabor, o quizás sólo se sentía avergonzada de lo mucho que me deseaba.


Maldición, era demasiado, ver mi dedo deslizarse entre esos labios carnosos. Empujé mi dedo hasta el fondo de su garganta, sentí sus arcadas, e imaginé mi pene deslizándose dentro y fuera de esa perfecta boca.


No, tenía que lastimarla para que se vaya. Esto no podía continuar. Si alguien lo descubriera...


–Bueno, ¿Paula? No entres en la habitación de un hombre a menos que estés lista– estornudé, bajando de ella y arrastrándola sobre sus pies.


Ya está, eso debería haberla asustado. No podía pensar en ninguna mujer que aceptara ese tipo de abuso de nadie. Ahora, todo lo que tenía que hacer era irse antes de que yo perdiese mi cordura y le hiciese todo lo que había prometido.


–Yo...– su voz era temblorosa. Ella tragó. Me di la vuelta, para verla moviendo sus dedos a cada lado de sus pies, retorciéndose las manos en el dobladillo de su vestido, elevándolo por encima de sus rodillas.


Pedro– dijo ella, intentando mantener su voz clara. –Quiero ser tu pequeña puta.


Ella no me miró al decirlo. Parecía saber, instintivamente, que era algo malo, algo que no debía decir, y mi pequeña Paula nunca hacía algo que no era correcto. Era incapaz de ello.


Hasta ahora.


Mi miembro estaba tan duro. No me di cuenta de que me había bajado los pantalones hasta que lo tenía bombeando en mi mano. Di un paso hacia ella. Ella tembló, pero no se echó atrás.


Buena chica.


Mi corazón latía demasiado rápido, haciendo palpitar mi garganta. Hasta mi cabeza latía.


–Ponte de rodillas– le demandé. ¿De dónde había salido esa voz? ¿Ese deseo? No tenía importancia, lo deseaba, aunque sabía que estaba mal, sabía que era algo imposible; y ella accedió.


– ¿Así que quieres ser mi puta? – le pregunté mientras frotaba su mejilla con mi mano. Ella cerró los ojos y giró su rostro sobre mi palma, besándola con sus labios dulces y suaves. Ella no tenía idea de lo que estaba a punto de suceder. A una parte de mí le gustaba ser quien iba a mostrarle; el hecho de que no sabía. Y otra parte quería asustarla, no porque era lo mejor para ambos, sino porque esta obsesión distaba de ser pura. Ya no era un niño pequeño, que se satisfacía con sonrisas secretas, flores y frutas. Ni siquiera su cuerpo podía saciarme. Incluso su
sumisión...


– Quiero ser lo que deseas que sea – susurró ella.


Pasé mi pulgar por sus labios. Su lengua salió.


– Después de esta noche, vas a arrepentirte de tu elección.


– No, no lo haré.


– Sí, lo harás–. Tomé la parte posterior de su cabeza y la llevé hacia mi pene. Mi miembro la golpeó en el ojo y ella pestañeó. Bajo la luz de la luna, podía ver mi líquido preseminal bajo sus pestañas, como si fuera un hada capturada y condenada a la tierra. Ella me miró con una expresión reverente en esos profundos ojos azules, como si estuviese drogada.


Hice un puño con su cabello y ella volvió a pestañear del dolor. Tenía que lograr que nunca más volviese a mí.


Debía asegurarme de que esto no volviese a suceder. 


Porque si sucedía otra vez...temía lo que fuera capaz de
hacer. Casi no podía contener esta obsesión, y si ella seguía viniendo a mí en lugar de alejarse, nunca acabaría y
seríamos descubiertos.


No podía dejar que eso sucediese.


– Abre la boca.


– ¿Por qué? – preguntó ella, y le di una cachetada. El brillante líquido preseminal se esparció sobre su mejilla, volviendo púrpura su piel.


– Nada de hablar. No tienes permitido emitir ningún sonido. No a menos que te haga una pregunta directa.


Ella asintió.


– Ahora abre la boca para que pueda coger tu rostro.


Ella lloró, pero lo hizo. Me pregunté si sabía lo que esto significaba, si era posible que alguna vez lo hubiese hecho con otro hombre. Esa sensación me llenó con una ira tan intensa que por un momento fui incapaz de moverme, no pude hacer nada más que mirarla, imaginar otro pene en su boca, aquellos labios y su boca complaciendo a otro hombre, siendo su pequeña puta.


Mi mano tomó su cabello con más fuerza. No me di cuenta de la fuerza con la cual la estaba tomando hasta que ella gimió.


– Lo siento, no volveré a decir nada más– ella dijo rápidamente. – Solo duele.


Aflojé la presión. ¿Qué tipo de monstruo era? No era de mi incumbencia con quién estaba ella. No podía tenerla.


Después de esta noche, nunca más volvería a ser mía.


Mis manos temblaron.


– Esos sonidos...puedes hacerlos cuando quieras. Sólo no los hagas demasiado fuerte. Mamá y papá pueden
escucharnos.


Ella asintió.


– Mantén la boca abierta– le dije, y deslicé mi miembro dentro de ella.


Sus labios se cerraron a mí alrededor como una ventosa. 


Estrellé la punta contra su lengua.


– Sólo succiona, así...– murmuré, cerrando los ojos. – Gira tu lengua alrededor. Bésalo con tus labios. Continúa besándolo. Al igual que un chupetín.


La referencia al chupetín dio en el clavo. Sus labios presionaron a mí alrededor y ella giró su lengua perezosamente. Comenzó a chuparlo, con una sonrisa, al igual que hacía con los chupetines. Tomó la base y la sostuvo, mientras comenzaba a lamer desde la base hasta la punta. Dios, como si esa imagen no fuera lo suficientemente erótica, nunca más iba a poder verla comer dulces.


La dejé jugar por un momento más, hasta que el dolor se hizo insoportable en mi pecho. Yo deseaba esto; esto.


Estos pequeños y dulces momentos de exploración. 


Observarla acostumbrarse a mi longitud. Facilitarla en el sexo.


Deseaba este cariño. Si sólo no fuera mi gemela de espíritu, y pudiéramos hacer esto sin que nadie dictara lo que
estaba bien o mal, porque no estaría mal. Y entonces, no habría más dolor.


Pero no valía la pena pensar en posibilidades que nunca se convertirían en realidad.


Tomé su cabeza y la acerqué, hasta que su boca estuvo justo encima de mis bolas. Ella tomó una de ellas dentro de su boca, jugueteando con la lengua. Un disparo de placer me invadió, mientras ella me lamía y emitía pequeños
sonidos desde el fondo de su garganta por intentarlo con tanto esmero. Dios, era demasiado.


Gemí al llevar la punta de mi pene lo más lejos posible dentro de su boca. Estaba comenzando a suavizarme con ella. No podía hacer eso. Necesitaba ser duro, para que ella me temiese tanto como para mantenerse alejada, porque cada vez que viniese a mí, no iba a ser capaz de decir que no.


Sus ojos se llenaron de lágrimas. Una mezcla de lágrimas, líquido preseminal y saliva, derramándose por su boca y su barbilla. Intenté ignorarlo; los sentimientos confusos y entreverados dentro de mí, y me permití ceder ante la
oscuridad que siempre se encontraba presente, debajo de mí. 









OBSESIÓN: CAPITULO 4





Pedro


NUNCA ANTES SENTÍ ALGO TAN caliente, ajustado y perfecto. Sí, había estado con otras mujeres antes, por más que odiara admitirlo. Había empezado a tener sexo a una edad temprana, en un vano intento por olvidar mi lujuria por ella. Pero ninguna de ellas se parecía a la imagen que había creado en mi mente, y mucho menos se comparaban con ella ahora.


Ella me sostuvo la mirada durante todo el tiempo que pudo. 


Sus ojos se pusieron vidriosos del dolor y el placer al penetrarla por primera vez. Pero luego, rompí esa barrera, que la había mantenido segura de mí durante 18 años, y ella se dio vuelta, gritando, mientras mi cuerpo deliraba de placer.


Durante años pensé en hacerla mía. Cada vez que decía mi nombre, la imaginaba rogando por mi pene. Y por las noches, cuando estaba solo, escuchándola dormir pacíficamente en la habitación continua, pensaba en deslizarme por su puerta y coger esa estrecha vagina hasta hacerla llorar. Quería ser la fuente de su tormento y su
rapto, y en ese momento, lo era. Ella me pertenecía.


Ella estaba tan apretada que casi no podía encajar mi pene. 


Tuve que empujar fuerte y rápido, y a medida que cada centímetro de mi miembro se deslizaba dentro suyo, ella se cerraba a mí alrededor, como si su vagina estuviera intentando expulsarme al mismo tiempo que lo aferraba y lo acercaba aún más.


Se sentía condenadamente bien.


Mis caderas se estrellaron contra su pelvis. Su suave y pequeña vagina aceptaba todo mi castigo, entregándose a mi pene como una profesional. Tomé una de sus piernas y enrosqué su tobillo por detrás de mi cuello, para obtener un mejor ángulo y llegar más profundo. Cogerla más fuerte. 


Cogí a esa perra con tanta fuerza que tuve que inclinarme sobre su cuerpo suave y dispuesto, y aferrarme del altar para no caerme.


Golpeé dentro de ella, perdiendo por completo el sentido y mi auto control, hasta que lo único que existía era el exquisito sabor de sus pechos. Sus pezones estaban duros y rosados. Al rodar mi lengua sobre ellos sabían dulces y un poco salados; luego, un poco metálicos, al tomarlos entre mis dientes. Su rodilla estaba sobre mi hombro, empujando su pequeña vagina fuertemente sobre mi pene. 


Agarré sus exuberantes y firmes caderas, presionando
más profundamente en su interior, acompañado por el sonido de sus gritos.


Pedro, continuaba llamando; su voz suave y breve, como una plegaria. Arrugó el paño blanco del altar con sus puños. Tiró de él sin querer, revelando la oscura y lustrada madera que se encontraba debajo. La cruz encima de nosotros estaba hecha de la misma madera.


¿Estaría mirando Dios como tomaba su vagina virgen? ¿Sabría que estaba yendo demasiado rápido y fuerte para ella? ¿Escucharía su llanto silencioso? ¿Sus latidos gritando mi nombre mientras la arrastraba conmigo en mi oscura y pecaminosa obsesión?


Nunca me perdonarían por esto. Lo sabía, mientras la parte posterior de mis piernas comenzaba a doler por la fuerza con la cual me impulsaba dentro de su cuerpo puro. Lo supe al apretar los dientes, superar lo perfecta que se veía retorciéndose debajo de mí, girando sus mejillas para no dejarme ver sus lágrimas. Ella no se merecía esto. De algún modo, en el fondo de mi mente sabía que estaba mal. 


Que me odiaría a mí mismo. Que la haría odiarme.


Pero la deseaba, y deseaba que Dios vea el monstro que había construido. Quería poseer cada parte de su cuerpo hasta no poder separarlo del mío, que mi fantasma tiña cada una de sus experiencias sexuales, hasta que la memoria de este acto se encontrara tan entrelazada con su cuerpo que no pudiera experimentar ningún tipo de placer físico sin recordar este momento.


Pedro.


El sonido de su voz diciendo mi nombre me sacó del hechizo. Miré sus ojos vidriosos y me detuve.


Sus mejillas estaban húmedas y rosadas, y su cabello estaba pegado a los costados de su rostro. Intentó llevar el borde del paño del altar sobre sus pechos. Aún era modesta, a pesar de todo esto. Ella lucía impoluta; como un ángel.


Había devastado a un ángel.


Mi ángel.


–No tienes que detenerte– dijo ella rápidamente.


– ¿Por qué me dejas hacerte esto?


–Te amo–. Su vagina se tensó al decirlo y yo gemí, penetrándola más profundo.


–Te gusta hacer esto, ¿no es así Pedro?


No podía responder. Ni siquiera podía mirarla. Los músculos de mis piernas se tensaron, y mi pene palpitaba con el deseo de bombear dentro de ella como si fuera una puta, como si no me importara su cuerpo, sino sólo para mi propio placer.


Dios, era horrible. Desagradable; no merecía tocarla. 


Comencé a retirarme pero ella me tomó de los brazos,
sosteniéndome cerca.


–Si te gusta, no puede ser tan malo– susurró ella. –Confío en ti.


No deberías confiar en mí. Jadeé, luchando por reprimir el impulso de volver a tomarla.


Algo suave rozó mi mandíbula, sus labios.


–Por favor, no estés tan triste. Mi cuerpo es tuyo. Haz lo que quieras con él. Aceptaré todo lo que me des, incluso el dolor.


Clavé mis dedos en sus costados, entre los huesos de sus costillas. Ella gimió, pero no me pidió que me detenga. Tomé sus senos, apretándolos y tirándolos hacia arriba, del mismo modo en que deseaba hacerlo en la bañera. Ella no me pidió que me detenga. Los tomé mientras me incliné hacia adelante, usándolos como barras para cogerla con más fuerza.


Dejé de pensar. Todo se desvaneció, salvo por la sensación de su vagina cerrada alrededor de mi pene, aún más tensa que mi puño. Comenzó a secarse y tiró con más fuerza. Se sentía mucho mejor así, podía sentir la fricción de cada músculo dentro suyo presionando sobre mi miembro. Era algo cruel, tener sexo con tanta fuerza sin que esté lo suficientemente húmeda, pero lo único que hizo fue morderse su perfecto labio inferior.


Hice un puño con la tela sobre sus manos. Ambos con los músculos tensos, en posición; sus piernas aferradas a mí alrededor; mi trasero y mis piernas tan tensas y doloridas del movimiento hacia adelante y hacia atrás. Impulsé mis caderas hacia ella, rompiendo su virginidad, y sentí como mi semen se acumulaba.


Y me dejé ir dentro de ella.


Ella lo aceptó.


Mi orgasmo atravesó todo mi cuerpo; un fuego incandescente y pecaminoso. Todo mi cuerpo cantó y sentí como si estuviera hecho de luz a medida que mi semen se disparó dentro de su virgen vagina.


Colapsé sobre ella. Su pecho presionaba contra mis mejillas, firme y suave. Su olor era dulce, a pastel de manzanas y calabaza. A juventud y felicidad. Sin embargo, al mismo tiempo, su corazón latía con tanta rapidez que temí que no pudiera contenerse.


Yo le había hecho esto.


Ella tragó y se cubrió con el paño blanco, envolviéndose con él como si fuera una capa.


–¿Terminó?


Su pecho vibró, ligeramente, con su voz suave y entrecortada. ¿Terminó? ¿Realmente me había preguntado eso? ¿Qué tipo de monstruo era yo?


Ninguna mujer me había preguntado eso sin rodeos. Pedían por más. Hablaban de manera sensual. Se arrullaban y corrían sus dedos sobre mi pecho.


Moví mis caderas, retirando mi pene de su interior. Lo reposé sobre sus muslos. Aún estaba duro. Dios, un minuto más y probablemente estaría listo para más. Siempre había mantenido el control. Siempre. Pero no ahora.


No con aquello que más deseaba; no cuando era lo más importante.


Aferré sus hombros.


–Lo siento tanto, Paula.


–No digas eso–. Pasó sus dedos por mis brazos, envolviéndonos con ese maldito paño del altar. Se movió por encima de mi cabeza, recordándome a una fortaleza hecha por un niño. Alguna vez, había hecho eso para ella. Una mañana que no queríamos ir a la iglesia, me había deslizado dentro de su cama y había cubierto nuestras cabezas con las sábanas. Le dije que era nuestro pequeño mundo y que nadie nos encontraría.


Pero mamá y papá nos encontraron, por supuesto. Siempre lo hacían. No había ningún lugar al que pudiéramos ir en donde estuviéramos solos. El mundo siempre interfería.


– Yo soy la que debería sentirlo, Pedro. No debería haberte seguido. Si hubiera sabido que esto te entristecería tanto, no me hubiese ofrecido.


Mi visión se tornó de negro. ¿Realmente se echaba la culpa? ¿Por qué tenía que ser una maldita santa? Sólo me hacía sentir más culpable por haberla violado en un lugar sagrado. De repente, mi cuerpo se sintió frío, con la excepción de los lugares en donde nuestra piel aún se tocaba.


Di algunos pasos hacia atrás, dejándola ir. Ella se sentó y envolvió la manta alrededor de sus hombros.


– ¿Pedro?


Ella estaba preocupada por mí. Probablemente debería estarlo. Yo actuaba de manera tan extraña, y casi no podía mantenerme en pie.


–Aquí– dije yo, tomando su vestido del piso. – Ponte esto.


Ella asintió y se deslizó del altar para bajarse. Colocó el vestido sobre su cabeza y comenzó a abotonar los botones. Sus dedos estaban un poco torpes. Nunca la había visto sin control, nunca se distraía al hacer pequeñas cosas mundanas.


Pedro, ¿Qué hay acerca de mi ropa interior?


Miré la prenda de seda rosada descartada. Era costosa.
Linda. Todas sus prendas interiores eran así, y sí, yo era el pervertido que hurgaba en los cajones de su mejor amiga para mirar sus bragas cuando ella no se encontraba cerca. 


Aún así, no podía evitarlo. Eran tan suaves y olían tan dulce, igual que ella. Encajaban a la perfección. No podía evitar pensar que ella siempre usaba prendas de ese estilo, que siempre sería frívola, rosada e inocente. Quería darle un mundo lleno de esas cosas, y quería estar dentro de ese mundo con ella.


No tenía el derecho. No lo había tenido antes, y especialmente no ahora, pero mi cuerpo lo deseaba. Todo lo que siempre había amado estaba fuera de mi alcance. Las circunstancias me habían convertido en un ladrón, y habían opacado incluso mis momentos más preciados; los minutos que había pasado con ella en mis brazos, en donde sólo me pertenecía a mí y yo a ella. Esa ilusión simple y perfecta amenazaba destruirme.


–No puedes volver a usar estas– le dije, recogiendo la ropa interior. No eran su mejor prenda, pero aún eran hermosas, suaves y olían dulce y rosado. Parecía mal que estuviera sin ellas.


–Pero no estoy usando nada–. Ella miró hacia abajo, sonrojándose, como si no pudiera imaginarse salir sin ropa interior. Supongo que no podía.


–Nadie lo sabrá–, le dije, intentando esbozar una sonrisa.


Ella se abrazó en la oscuridad. Era tan bonito y todo lo que deseaba hacer era abrazarla, de modo que volví a mirar hacia el altar.


Estaba rojo.


Ella siguió mi mirada y también lo vio.


– ¡Oh, no! ¿Qué sucedió?


La miré durante un largo momento sin responder. Realmente eras inocente, pensé para mí mismo. Nunca quise que el mundo te tocase. Pero ya eras demasiado inocente sin mi ayuda. No, eras incluso más inocente de lo que hubiese imaginado y, al final, fui yo, aquel que juró protegerte, quien te introdujo a dichas cosas.


Se arrastró cerca de mí.


–Tengo miedo, Pedro. No comprendo la razón, pero estoy dolorida y tengo frío.


Me permití abrazarla. Demasiado pronto, no se me permitiría siquiera tocarla. Pero en este lugar, en donde nos encontrábamos solos, era sólo yo quien podía confortarla de esta pesadilla que había creado.


–No te preocupes. Déjame ver tus piernas.


–Oh, pienso que no...


–Vamos– le insistí, levantando su falda.


Ella se encogió de hombros. Por un momento, me sentí tan a disgusto conmigo mismo que no pude moverme.


–No te preocupes. No voy a volver a lastimarte–. Nunca más.


–No es eso–, respondió demasiado rápido. –Sólo me siento halagada.


Tomé el borde del retablo.


–Necesitamos limpiar la sangre de entre tus piernas. No querrás manchar tu vestido, también.


– Oh, esta cosa vieja– musitó ella. –Espera, ¿qué estás haciendo? No puedes hacer algo así con eso. Lo vas a
arruinar.


–Ya está arruinado.


Ella comenzó a temblar.


Pedro. ¿Qué vamos a hacer?



De repente, sentí que estaba hablando sobre algo más que sólo de lo que íbamos a hacer en ese momento, aquí y ahora, con el blanco retablo. Sentí que estaba hablando acerca de lo que íbamos a hacer cuando volviésemos a casa y viéramos a sus padres. A nuestros amigos. Mañana, el día siguiente, y el siguiente. Diez años a partir de ahora, cuando ambos tuviéramos nuestra familia y no el uno al otro, y este día fuese sólo una pesadilla distante para ella y la única cosa que me mantenía con vida a mí.


Le había dicho que nunca me perdonaría después de esto. 


Que cada vez que alguien la toque, pensaría en mí.


Pero la verdad era lo opuesto. Había sellado este momento en lo profundo de mi corazón y, cuando estuviera solo,
cerraría mis ojos para recordarlo.


Ya había usado a otras chicas a modo de reemplazo, pero después de esta noche, el fantasma de su tacto me acecharía cada vez que posara mis manos sobre otra mujer; esa inocencia, amor y confianza perfectos.


Una inocencia que yo mismo había destruido. Un amor del que había sacado ventaja. Una confianza que había
traicionado.


–No te preocupes por el retablo– le dije. –Nos desharemos de él.


– ¿Qué quieres decir?


–Lo voy a enterrar en el bosque.


–No en el bosque, Pedro– exclamó ella, tomándome de las mangas. – No en el bosque. El bosque es peligroso. Podrías...


–No iré tan lejos. Puedes volver a casa sin mí–. Probablemente sería mejor si volviésemos separados.


–¿Y qué hay acerca de mi ropa interior?
Por un momento pensé en quedármela, pero sería algo peligroso. Si este momento salía expuesto en algún momento...bueno, no quería siquiera pensar en las consecuencias. Esta pasión era algo peligroso. No dejaría que nadie la lastime. Ni siquiera mis pasiones. Toda esta aventura estaría mejor enterrada.


Tomé ambas prendas y dejé la iglesia. Escuché los pasos de Paula detrás de mí.


–Te dije que no me sigas.


Ella mantuvo sus manos detrás de su espalda y se balanceó con los pies.


– Lo siento, es sólo que no puedo dejarte. Tengo miedo de volver sola a casa.


Probablemente fuera cierto. A veces, aún actuaba como si tuviera diez años. Me hacía sentir como un enorme y maldito pervertido, pero...entonces, no era como si alguna otra cosa pudiera hacerme sentir peor después de lo que había hecho esta noche.


– Está bien– gruñí, y me dirigí hacia el bosque.


Ella me observó mientras cavaba.


– ¿Estás seguro de que está bien?


Me detuve, reposando la pala sobre la tierra.


–Nadie puede encontrarlas, nunca.


Ella inspiró, manteniendo el aire.


–Está bien, Pedro.


Dios, era tan inocente. Ella me buscaba para todo. Aún me amaba. Todavía confiaba en mí, a pesar de todo.


Debía romper ese amor y esa confianza, pero no era lo suficientemente fuerte, porque esa parte egoísta de mí
deseaba ese amor. Si fuera una mejor persona...si fuese más fuerte...rompería su corazón en este momento. Pero
no podía hacerlo. Era inútil en lo que se refería a ella.


¿Qué sería de nosotros?


Enterré ambas prendas juntas. Probablemente debería haberlas enterrado por separado, pero se estaba hacienda tarde y Paula parecía tener frío. Además, nadie se acercaba al bosque, nunca.


Levanté la pala.


– ¿Lista para volver?


–Por supuesto– sonrió ella. –Pedro, no me alejes más. Te he extrañado.


No dije nada y seguí caminando. Ella se tambaleó a mi lado y yo la agarré para evitar que se caiga.


–Te amo– dijo ella.


Mi cuerpo se vio sacudido. Quería inmovilizarla contra los árboles y decirle que la amaba, abriéndome camino a través de su delicioso, dulce y abierto cuerpo. Pero no era algo que pudiese volver a hacer.


–Vamos– le dije. –Vamos yendo–. Y los dos volvimos a casa.