miércoles, 23 de marzo de 2016

OBSESIÓN: CAPITULO 4





Pedro


NUNCA ANTES SENTÍ ALGO TAN caliente, ajustado y perfecto. Sí, había estado con otras mujeres antes, por más que odiara admitirlo. Había empezado a tener sexo a una edad temprana, en un vano intento por olvidar mi lujuria por ella. Pero ninguna de ellas se parecía a la imagen que había creado en mi mente, y mucho menos se comparaban con ella ahora.


Ella me sostuvo la mirada durante todo el tiempo que pudo. 


Sus ojos se pusieron vidriosos del dolor y el placer al penetrarla por primera vez. Pero luego, rompí esa barrera, que la había mantenido segura de mí durante 18 años, y ella se dio vuelta, gritando, mientras mi cuerpo deliraba de placer.


Durante años pensé en hacerla mía. Cada vez que decía mi nombre, la imaginaba rogando por mi pene. Y por las noches, cuando estaba solo, escuchándola dormir pacíficamente en la habitación continua, pensaba en deslizarme por su puerta y coger esa estrecha vagina hasta hacerla llorar. Quería ser la fuente de su tormento y su
rapto, y en ese momento, lo era. Ella me pertenecía.


Ella estaba tan apretada que casi no podía encajar mi pene. 


Tuve que empujar fuerte y rápido, y a medida que cada centímetro de mi miembro se deslizaba dentro suyo, ella se cerraba a mí alrededor, como si su vagina estuviera intentando expulsarme al mismo tiempo que lo aferraba y lo acercaba aún más.


Se sentía condenadamente bien.


Mis caderas se estrellaron contra su pelvis. Su suave y pequeña vagina aceptaba todo mi castigo, entregándose a mi pene como una profesional. Tomé una de sus piernas y enrosqué su tobillo por detrás de mi cuello, para obtener un mejor ángulo y llegar más profundo. Cogerla más fuerte. 


Cogí a esa perra con tanta fuerza que tuve que inclinarme sobre su cuerpo suave y dispuesto, y aferrarme del altar para no caerme.


Golpeé dentro de ella, perdiendo por completo el sentido y mi auto control, hasta que lo único que existía era el exquisito sabor de sus pechos. Sus pezones estaban duros y rosados. Al rodar mi lengua sobre ellos sabían dulces y un poco salados; luego, un poco metálicos, al tomarlos entre mis dientes. Su rodilla estaba sobre mi hombro, empujando su pequeña vagina fuertemente sobre mi pene. 


Agarré sus exuberantes y firmes caderas, presionando
más profundamente en su interior, acompañado por el sonido de sus gritos.


Pedro, continuaba llamando; su voz suave y breve, como una plegaria. Arrugó el paño blanco del altar con sus puños. Tiró de él sin querer, revelando la oscura y lustrada madera que se encontraba debajo. La cruz encima de nosotros estaba hecha de la misma madera.


¿Estaría mirando Dios como tomaba su vagina virgen? ¿Sabría que estaba yendo demasiado rápido y fuerte para ella? ¿Escucharía su llanto silencioso? ¿Sus latidos gritando mi nombre mientras la arrastraba conmigo en mi oscura y pecaminosa obsesión?


Nunca me perdonarían por esto. Lo sabía, mientras la parte posterior de mis piernas comenzaba a doler por la fuerza con la cual me impulsaba dentro de su cuerpo puro. Lo supe al apretar los dientes, superar lo perfecta que se veía retorciéndose debajo de mí, girando sus mejillas para no dejarme ver sus lágrimas. Ella no se merecía esto. De algún modo, en el fondo de mi mente sabía que estaba mal. 


Que me odiaría a mí mismo. Que la haría odiarme.


Pero la deseaba, y deseaba que Dios vea el monstro que había construido. Quería poseer cada parte de su cuerpo hasta no poder separarlo del mío, que mi fantasma tiña cada una de sus experiencias sexuales, hasta que la memoria de este acto se encontrara tan entrelazada con su cuerpo que no pudiera experimentar ningún tipo de placer físico sin recordar este momento.


Pedro.


El sonido de su voz diciendo mi nombre me sacó del hechizo. Miré sus ojos vidriosos y me detuve.


Sus mejillas estaban húmedas y rosadas, y su cabello estaba pegado a los costados de su rostro. Intentó llevar el borde del paño del altar sobre sus pechos. Aún era modesta, a pesar de todo esto. Ella lucía impoluta; como un ángel.


Había devastado a un ángel.


Mi ángel.


–No tienes que detenerte– dijo ella rápidamente.


– ¿Por qué me dejas hacerte esto?


–Te amo–. Su vagina se tensó al decirlo y yo gemí, penetrándola más profundo.


–Te gusta hacer esto, ¿no es así Pedro?


No podía responder. Ni siquiera podía mirarla. Los músculos de mis piernas se tensaron, y mi pene palpitaba con el deseo de bombear dentro de ella como si fuera una puta, como si no me importara su cuerpo, sino sólo para mi propio placer.


Dios, era horrible. Desagradable; no merecía tocarla. 


Comencé a retirarme pero ella me tomó de los brazos,
sosteniéndome cerca.


–Si te gusta, no puede ser tan malo– susurró ella. –Confío en ti.


No deberías confiar en mí. Jadeé, luchando por reprimir el impulso de volver a tomarla.


Algo suave rozó mi mandíbula, sus labios.


–Por favor, no estés tan triste. Mi cuerpo es tuyo. Haz lo que quieras con él. Aceptaré todo lo que me des, incluso el dolor.


Clavé mis dedos en sus costados, entre los huesos de sus costillas. Ella gimió, pero no me pidió que me detenga. Tomé sus senos, apretándolos y tirándolos hacia arriba, del mismo modo en que deseaba hacerlo en la bañera. Ella no me pidió que me detenga. Los tomé mientras me incliné hacia adelante, usándolos como barras para cogerla con más fuerza.


Dejé de pensar. Todo se desvaneció, salvo por la sensación de su vagina cerrada alrededor de mi pene, aún más tensa que mi puño. Comenzó a secarse y tiró con más fuerza. Se sentía mucho mejor así, podía sentir la fricción de cada músculo dentro suyo presionando sobre mi miembro. Era algo cruel, tener sexo con tanta fuerza sin que esté lo suficientemente húmeda, pero lo único que hizo fue morderse su perfecto labio inferior.


Hice un puño con la tela sobre sus manos. Ambos con los músculos tensos, en posición; sus piernas aferradas a mí alrededor; mi trasero y mis piernas tan tensas y doloridas del movimiento hacia adelante y hacia atrás. Impulsé mis caderas hacia ella, rompiendo su virginidad, y sentí como mi semen se acumulaba.


Y me dejé ir dentro de ella.


Ella lo aceptó.


Mi orgasmo atravesó todo mi cuerpo; un fuego incandescente y pecaminoso. Todo mi cuerpo cantó y sentí como si estuviera hecho de luz a medida que mi semen se disparó dentro de su virgen vagina.


Colapsé sobre ella. Su pecho presionaba contra mis mejillas, firme y suave. Su olor era dulce, a pastel de manzanas y calabaza. A juventud y felicidad. Sin embargo, al mismo tiempo, su corazón latía con tanta rapidez que temí que no pudiera contenerse.


Yo le había hecho esto.


Ella tragó y se cubrió con el paño blanco, envolviéndose con él como si fuera una capa.


–¿Terminó?


Su pecho vibró, ligeramente, con su voz suave y entrecortada. ¿Terminó? ¿Realmente me había preguntado eso? ¿Qué tipo de monstruo era yo?


Ninguna mujer me había preguntado eso sin rodeos. Pedían por más. Hablaban de manera sensual. Se arrullaban y corrían sus dedos sobre mi pecho.


Moví mis caderas, retirando mi pene de su interior. Lo reposé sobre sus muslos. Aún estaba duro. Dios, un minuto más y probablemente estaría listo para más. Siempre había mantenido el control. Siempre. Pero no ahora.


No con aquello que más deseaba; no cuando era lo más importante.


Aferré sus hombros.


–Lo siento tanto, Paula.


–No digas eso–. Pasó sus dedos por mis brazos, envolviéndonos con ese maldito paño del altar. Se movió por encima de mi cabeza, recordándome a una fortaleza hecha por un niño. Alguna vez, había hecho eso para ella. Una mañana que no queríamos ir a la iglesia, me había deslizado dentro de su cama y había cubierto nuestras cabezas con las sábanas. Le dije que era nuestro pequeño mundo y que nadie nos encontraría.


Pero mamá y papá nos encontraron, por supuesto. Siempre lo hacían. No había ningún lugar al que pudiéramos ir en donde estuviéramos solos. El mundo siempre interfería.


– Yo soy la que debería sentirlo, Pedro. No debería haberte seguido. Si hubiera sabido que esto te entristecería tanto, no me hubiese ofrecido.


Mi visión se tornó de negro. ¿Realmente se echaba la culpa? ¿Por qué tenía que ser una maldita santa? Sólo me hacía sentir más culpable por haberla violado en un lugar sagrado. De repente, mi cuerpo se sintió frío, con la excepción de los lugares en donde nuestra piel aún se tocaba.


Di algunos pasos hacia atrás, dejándola ir. Ella se sentó y envolvió la manta alrededor de sus hombros.


– ¿Pedro?


Ella estaba preocupada por mí. Probablemente debería estarlo. Yo actuaba de manera tan extraña, y casi no podía mantenerme en pie.


–Aquí– dije yo, tomando su vestido del piso. – Ponte esto.


Ella asintió y se deslizó del altar para bajarse. Colocó el vestido sobre su cabeza y comenzó a abotonar los botones. Sus dedos estaban un poco torpes. Nunca la había visto sin control, nunca se distraía al hacer pequeñas cosas mundanas.


Pedro, ¿Qué hay acerca de mi ropa interior?


Miré la prenda de seda rosada descartada. Era costosa.
Linda. Todas sus prendas interiores eran así, y sí, yo era el pervertido que hurgaba en los cajones de su mejor amiga para mirar sus bragas cuando ella no se encontraba cerca. 


Aún así, no podía evitarlo. Eran tan suaves y olían tan dulce, igual que ella. Encajaban a la perfección. No podía evitar pensar que ella siempre usaba prendas de ese estilo, que siempre sería frívola, rosada e inocente. Quería darle un mundo lleno de esas cosas, y quería estar dentro de ese mundo con ella.


No tenía el derecho. No lo había tenido antes, y especialmente no ahora, pero mi cuerpo lo deseaba. Todo lo que siempre había amado estaba fuera de mi alcance. Las circunstancias me habían convertido en un ladrón, y habían opacado incluso mis momentos más preciados; los minutos que había pasado con ella en mis brazos, en donde sólo me pertenecía a mí y yo a ella. Esa ilusión simple y perfecta amenazaba destruirme.


–No puedes volver a usar estas– le dije, recogiendo la ropa interior. No eran su mejor prenda, pero aún eran hermosas, suaves y olían dulce y rosado. Parecía mal que estuviera sin ellas.


–Pero no estoy usando nada–. Ella miró hacia abajo, sonrojándose, como si no pudiera imaginarse salir sin ropa interior. Supongo que no podía.


–Nadie lo sabrá–, le dije, intentando esbozar una sonrisa.


Ella se abrazó en la oscuridad. Era tan bonito y todo lo que deseaba hacer era abrazarla, de modo que volví a mirar hacia el altar.


Estaba rojo.


Ella siguió mi mirada y también lo vio.


– ¡Oh, no! ¿Qué sucedió?


La miré durante un largo momento sin responder. Realmente eras inocente, pensé para mí mismo. Nunca quise que el mundo te tocase. Pero ya eras demasiado inocente sin mi ayuda. No, eras incluso más inocente de lo que hubiese imaginado y, al final, fui yo, aquel que juró protegerte, quien te introdujo a dichas cosas.


Se arrastró cerca de mí.


–Tengo miedo, Pedro. No comprendo la razón, pero estoy dolorida y tengo frío.


Me permití abrazarla. Demasiado pronto, no se me permitiría siquiera tocarla. Pero en este lugar, en donde nos encontrábamos solos, era sólo yo quien podía confortarla de esta pesadilla que había creado.


–No te preocupes. Déjame ver tus piernas.


–Oh, pienso que no...


–Vamos– le insistí, levantando su falda.


Ella se encogió de hombros. Por un momento, me sentí tan a disgusto conmigo mismo que no pude moverme.


–No te preocupes. No voy a volver a lastimarte–. Nunca más.


–No es eso–, respondió demasiado rápido. –Sólo me siento halagada.


Tomé el borde del retablo.


–Necesitamos limpiar la sangre de entre tus piernas. No querrás manchar tu vestido, también.


– Oh, esta cosa vieja– musitó ella. –Espera, ¿qué estás haciendo? No puedes hacer algo así con eso. Lo vas a
arruinar.


–Ya está arruinado.


Ella comenzó a temblar.


Pedro. ¿Qué vamos a hacer?



De repente, sentí que estaba hablando sobre algo más que sólo de lo que íbamos a hacer en ese momento, aquí y ahora, con el blanco retablo. Sentí que estaba hablando acerca de lo que íbamos a hacer cuando volviésemos a casa y viéramos a sus padres. A nuestros amigos. Mañana, el día siguiente, y el siguiente. Diez años a partir de ahora, cuando ambos tuviéramos nuestra familia y no el uno al otro, y este día fuese sólo una pesadilla distante para ella y la única cosa que me mantenía con vida a mí.


Le había dicho que nunca me perdonaría después de esto. 


Que cada vez que alguien la toque, pensaría en mí.


Pero la verdad era lo opuesto. Había sellado este momento en lo profundo de mi corazón y, cuando estuviera solo,
cerraría mis ojos para recordarlo.


Ya había usado a otras chicas a modo de reemplazo, pero después de esta noche, el fantasma de su tacto me acecharía cada vez que posara mis manos sobre otra mujer; esa inocencia, amor y confianza perfectos.


Una inocencia que yo mismo había destruido. Un amor del que había sacado ventaja. Una confianza que había
traicionado.


–No te preocupes por el retablo– le dije. –Nos desharemos de él.


– ¿Qué quieres decir?


–Lo voy a enterrar en el bosque.


–No en el bosque, Pedro– exclamó ella, tomándome de las mangas. – No en el bosque. El bosque es peligroso. Podrías...


–No iré tan lejos. Puedes volver a casa sin mí–. Probablemente sería mejor si volviésemos separados.


–¿Y qué hay acerca de mi ropa interior?
Por un momento pensé en quedármela, pero sería algo peligroso. Si este momento salía expuesto en algún momento...bueno, no quería siquiera pensar en las consecuencias. Esta pasión era algo peligroso. No dejaría que nadie la lastime. Ni siquiera mis pasiones. Toda esta aventura estaría mejor enterrada.


Tomé ambas prendas y dejé la iglesia. Escuché los pasos de Paula detrás de mí.


–Te dije que no me sigas.


Ella mantuvo sus manos detrás de su espalda y se balanceó con los pies.


– Lo siento, es sólo que no puedo dejarte. Tengo miedo de volver sola a casa.


Probablemente fuera cierto. A veces, aún actuaba como si tuviera diez años. Me hacía sentir como un enorme y maldito pervertido, pero...entonces, no era como si alguna otra cosa pudiera hacerme sentir peor después de lo que había hecho esta noche.


– Está bien– gruñí, y me dirigí hacia el bosque.


Ella me observó mientras cavaba.


– ¿Estás seguro de que está bien?


Me detuve, reposando la pala sobre la tierra.


–Nadie puede encontrarlas, nunca.


Ella inspiró, manteniendo el aire.


–Está bien, Pedro.


Dios, era tan inocente. Ella me buscaba para todo. Aún me amaba. Todavía confiaba en mí, a pesar de todo.


Debía romper ese amor y esa confianza, pero no era lo suficientemente fuerte, porque esa parte egoísta de mí
deseaba ese amor. Si fuera una mejor persona...si fuese más fuerte...rompería su corazón en este momento. Pero
no podía hacerlo. Era inútil en lo que se refería a ella.


¿Qué sería de nosotros?


Enterré ambas prendas juntas. Probablemente debería haberlas enterrado por separado, pero se estaba hacienda tarde y Paula parecía tener frío. Además, nadie se acercaba al bosque, nunca.


Levanté la pala.


– ¿Lista para volver?


–Por supuesto– sonrió ella. –Pedro, no me alejes más. Te he extrañado.


No dije nada y seguí caminando. Ella se tambaleó a mi lado y yo la agarré para evitar que se caiga.


–Te amo– dijo ella.


Mi cuerpo se vio sacudido. Quería inmovilizarla contra los árboles y decirle que la amaba, abriéndome camino a través de su delicioso, dulce y abierto cuerpo. Pero no era algo que pudiese volver a hacer.


–Vamos– le dije. –Vamos yendo–. Y los dos volvimos a casa.




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