sábado, 20 de febrero de 2016

ANIVERSARIO: CAPITULO 19




—Coco, ¿no me digas que eso que estoy viendo es un huevo? —Paula estaba asomada a la cerca del corral de los avestruces más pequeños.


Coco y Christian —Paula los había llamado así por Coco Chanel y por Christian Dior—, llevaban ya un mes en Chaves, pero Paula jamás se había metido en su corral. Y tampoco en el de Phoebe y Phineas. Aquellos pájaros tan
grandes y con unas garras tan peligrosas la asustaban. Pedro ya le había explicado el daño que podían llegar a hacer a un ser humano y ella no tenía ninguna intención de comprobarlo por sí misma.


Pero allí estaba aquel huevo adorable. Pedro se iba a llevar una agradable sorpresa cuando llegara al rancho.


Tenía intención de pasarse por allí al medio día y Paula estaba deseando verlo.


El motivo de la visita era que los primeros tres huevos ya habían sido sacados de la incubadora y colocados en el criadero, pues se esperaba para ese día la aparición del
primer polluelo.


En opinión de Pedro, sería entonces cuando empezaría el trabajo de verdad.


Paula suspiró. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había visto Pedro. Y aunque habían comido algunas veces juntos, no habían vuelto a tener citas como la de aquella noche de ensueño.


Mientras esperaba la llegada de Pedro, estuvo pensando en todo lo que había hecho durante el mes que había transcurrido desde que habían ido a cenar a Wainright Inn.


Había llamado a las esposas de los rancheros para invitarlas a café, y aunque todas habían agradecido educadamente la invitación, ninguna de ellas se había comprometido a 
acercarse a Chaves.


Cuando Pedro le había preguntado por el encuentro que tenía previsto, ella le había explicado que pensaba hacerlo el sábado por la tarde, pero que no podía asegurar que acudiera ninguna de las mujeres a las que habían invitado. 


Ese mismo día, le había llamado la madre de Pedro para decirle que asistiría encantada y al día siguiente habían llamado prácticamente todas las demás para confirmar la hora de la cita.


Paula sabía que tanto Pedro como su madre habían tenido mucho que ver en que al final todas las invitadas hubieran podido acercarse a Chaves, pero no se le había ocurrido hacer ningún comentario al respecto.


Para su sorpresa, el motivo por el que Paula pensaba que las mujeres de los rancheros no tenían el menor interés en ella, su trabajo de diseñadora, en realidad había servido para romper el hielo desde el primer momento. Casi todas ellas se
dedicaban a coser prendas guateadas que subastaba en actividades benéficas y habían mostrado mucho interés en los diseños de Paula. En cuanto los habían visto, la habían invitado a unirse a su grupo de costura y, en aquella ocasión, la joven había aceptado inmediatamente.


Desde entonces, se había reunido con ellas un par de veces. Y, lejos de manifestar rechazo hacia las atrevidas propuestas que la joven había elaborado para sus ropas, se habían mostrado encantadas. Paula tenía que reconocer que se había visto obligada a abandonar sus prejuicios sobre ellas.


Coco se acercó a la verja del corral, haciéndola volver a la realidad y a su problema más inmediato: Coco había puesto un huevo y Pedro todavía no había llegado.


En realidad, no había ninguna razón por la que no pudiera sacarlo ella. Y si lo hacía, le ahorraría a Pedro un tiempo que podría emplear tomando algo con ella.


Antes de dejarse vencer por el miedo, Paula abrió la verja y entró en el corral.


Caminando lentamente, se acercó hacia el roble que crecía entre los dos corrales.


Phineas había escogido aquel lugar para formar su nido, y debía haberle hablado a Christian sobre ello, pues el huevo de Coco también estaba allí.


Sin apartar los ojos de los pájaros, continuó caminando lentamente hacia el huevo, pero no consiguió pasar desapercibida. Cuando ya era demasiado tarde comprendió que los avestruces iban a pensar que había llegado el momento de la comida.


Y así fue, pues en cuanto la vieron, se dirigieron corriendo hacia ella.


Paula tomó aire, obligándose a mantener la calma. Pedro y el resto de los rancheros habían entrado muchas veces en los corrales y jamás les había ocurrido nada. Lo único que tenía que hacer era tomar el huevo y salir.


—¡Hola! —Saludó a los pájaros intentando imitar el acento texano, por si así les daba más confianza—. Hola, Coco, felicidades. Ni siquiera sabía que estabas ya a punto de poner un huevo. Deberías haber dicho algo; Phoebe y yo te podríamos haber hecho un regalo.


Las avestruces la miraban fijamente, batiendo de vez en cuando sus enormes pestañas.


Paula ya no quería llevarse el huevo. Lo único que quería era salir cuanto antes, pero para ello tendría que volver hasta la puerta.


—Os diré algo. Voy a dejaros solos para que podáis celebrar la puesta del huevo y dejaré que sea Pedro el que se lo lleve.


Aunque estaba hablando con Coco, fue Phoebe la que la escupió desde su corral.


—Eh, ¿por qué haces eso? —Paula retrocedió asqueada—. Ni siquiera estoy en tu casa. ¿Y alguna vez te he quitado alguno de tus huevos? Jamás.


Los dos pájaros sisearon algo, que por supuesto ella no consiguió comprender.


La situación no podía ser más incómoda.


—De acuerdo —levantó las manos—, me voy.


Dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta, aumentando la velocidad de sus pasos al darse cuenta de que los avestruces caminaban tras ella.


Y de pronto sintió que una de ellas le había dado un picotazo en el trasero. Inmediatamente, soltó un chillido y se volvió.


Asustada, Coco retrocedió, pero Christian se acercó de nuevo a sus vaqueros.


En aquella ocasión, la joven consiguió contener el grito.


—¿Qué estás haciendo? —le espetó—. ¡Y encima delante de tu esposa! Debería darte vergüenza.


Pero el pájaro, no sólo no estaba avergonzado, sino que estaba dispuesto a repetir el picotazo.


Paula comenzó a correr asustada, convencida de que Christian estaba harto del pienso y había decidido incorporar a su dieta un complemento más jugoso.


—¡Paula! —la joven recibió la llamada de Pedro con un alivio indescriptible.


—¡Me está siguiendo!


El vaquero corrió entonces hasta el corral.


—¿Estás herida?


Antes de que tuviera tiempo de contestar, Christian le había dado un nuevo picotazo.


—Es por tus vaqueros —Pedro entró en el corral, la agarró del brazo y le hizo darse la vuelta—. Venga, sal corriendo.


—Pero…


—Sal, Paula.


Aunque odiaba desertar de aquella manera, Paula obedeció.


Poco después, Pedro se reunía con ella.


—¿Qué ha pasado? —le preguntó—. ¿Qué estabas haciendo metida en el corral?


—Coco ha puesto un huevo y quería sacarlo.


Pedro se le iluminó el semblante.


—¿De verdad? Eso es maravilloso. Su madre empezó a poner muy pronto y ha llegado a poner noventa huevos por temporada.


Paula hizo un esfuerzo para no enfadarse; en vez de consolarla, como debería estar haciendo, a Pedro no se le ocurría otra cosa que ponerse a hablar de avestruces.


—La verdad es que no confiaba en que el bueno de Christian fuera apto para este trabajo, ¿sabes?


Paula no respondió, se frotó el trasero e hizo una mueca.


—Oh, ¿estás bien, Paula?


Ya era un poco tarde para preguntarlo, pero Paula estaba dispuesta a perdonarle cualquier cosa.


—Sobreviviré. ¿Pero por qué me ha picado?


—Supongo que le han gustado los remaches de tus vaqueros. Recuerda que son capaces de comerse cualquier cosa que brille. Mira mis vaqueros —Paula los miró y
comprobó que les había quitado todos los remaches.


—¿También intentaron picarte a ti?


—Yo sufrí esa experiencia con Phoebes y Phineas, por eso procuro tener mucho cuidado con la ropa que llevo cuando estoy cerca de ellos.


—Y yo pensaba que con acordarme de quitarme las joyas ya estaba todo resuelto.


—Procura no olvidarte tampoco de los botones.


—De acuerdo —miró su blusa—. Supongo que debería agradecerle que no me haya intentado arrancar ninguno de estos —eran unos botones de cerámica hechos a mano.


—Pues sí —Pedro alargó la mano, como si quisiera tocar uno, pero debió pensárselo mejor, se metió la mano en el bolsillo y carraspeó—. Bueno, voy a sacar ese huevo. ¿Dónde estaba?


—Al lado del árbol.


Pedro abrió la verja y comentó, sacudiendo la cabeza:
—Ese árbol va a darnos problemas cuando empiecen a caer las bellotas. Tendremos que preocupar mantener la zona limpia para que los pájaros no coman demasiadas.


Paula asintió, pensando en la interminable lista de precauciones que había que tener con los avestruces.


Después de recuperar el huevo, Pedro lo llevó al criadero y lo dejó en la incubadora.


—Me parece que el asunto de los avestruces va a funcionar, Paula.


—Pero si siempre lo has pensado.


Pedro sonrió.


—Sí, pero ahora estoy empezando a creerlo de verdad. 



La joven puso los brazos en jarras y lo miró fingiendo estar indignada.


—¿Quieres decir que nos has estado mintiendo a todos?


—No eso no, pero tengo que reconocer que yo también he tenido algunos días bajos.


A Paula le resultaba imposible imaginarse a Pedro Alfonso dudando de su proyecto.


—Los avestruces no son tan fuertes como parecen. Pueden sufrir muchas enfermedades. Por ejemplo, si incubas los huevos en una solución demasiado fría, el interior se contrae y pueden penetrar bacterias en el cascarón. Y cuando nazcan los polluelos, tendremos que enfrentarnos a nuevos problemas. Además, tendremos que encontrar compradores —suspiró—. A veces resulta muy duro continuar con esto.


—Pero tú nunca te das por vencido.


—Y tú eres en gran parte responsable de ello.


Pedro jamás sabría lo gratas que habían sido aquellas palabras para Paula.


—Me recuerdo constantemente que te mudaste aquí porque te convencí de que el proyecto era viable.


—Recuerda que mi abuelo no me dejó muchas opciones entre las que elegir.


—Pero siempre podías haber decidido no venir —insistió Pedro. Le acarició la mejilla, Y Paula percibió el olor a desinfectante de sus dedos.


Al segundo siguiente, ya se había olvidado del olor a desinfectante y de todo lo que tenía que ver con los avestruces. Pedro iba a besarla y ella deseaba aquel beso más que cualquier otra cosa en el mundo.


—Tú me das fuerzas para continuar, Paula —susurró antes de rozar sus labios.


A pesar de la magia del beso, Paula se sentía incómoda. No entendía que Pedro la considerara su fuerza cuando ella se sentía como una carga para él. A pesar de sus nuevas habilidades culinarias y de su trabajo para el taller de costura, para cualquiera era evidente que no era la persona más adecuada para vivir en un rancho.


Paula apretó los ojos con fuerza y se estrechó contra Pedro, intentando profundizar el beso y olvidándose de aquellos tristes pensamientos.


Pedro la abrazó con fuerza y enterró la cabeza en su cuello.


—A veces no sé cómo he podido arreglármelas antes de que empezaras a formar parte de mi vida.


Paula se tensó involuntariamente. Los sentimientos de Pedro hacia ella eran mucho más profundos de lo que pensaba. Pero ella no podía quedarse en Chaves para darle fuerzas. Tenía otros planes, planes que la alejarían definitivamente de él.


Pedro la soltó inmediatamente y le preguntó:
—¿Qué te pasa?


—Yo… —empezó a contestar Paula. ¿Cómo podía decirle que no se enamorara de ella?


Justo en ese momento se oyó un leve crujido. Paula se agarró con fuerza a Pedro y miró a su alrededor, temiendo que pudiera ser una rata.


Pedro se echó a reír.


—Definitivamente, no eres una persona que esté acostumbrada a los animales.


—No y nunca lo seré… ¡Mira, el huevo se ha movido! —Señaló hacia el criadero—. ¡Se está moviendo solo!


Sin soltar a Paula, Pedro se volvió para mirar.


—¡Eh! —sonrió—. Parece que nuestro primer polluelo quiere ver cómo es el mundo.


Paula no tenía idea de que el nacimiento de un ave pudiera ser algo tan delicado. Ni de que durara tanto. Y mucho menos que necesitaría tanta vigilancia.


—¿Recuerdas que te dije que el aire de la bolsa interior podía durar unas treinta horas? —Le preguntó Pedro—. Pues bien, en cuanto se acaba el aire, el polluelo tiene que romper el cascarón con el pico para tomarlo del exterior. Si vemos que tarda demasiado, tendremos que ayudarlo.


—¿Y qué sucede cuando están en libertad? En ese momento no tienen a nadie que pueda acercarse a ayudarlos.


Pedro se encogió de hombros.


—No todos los polluelos sobreviven. Además, un noventa por ciento de los huevos caen en manos de depredadores.


—Oh. Bueno, ¿y una vez que el polluelo haya conseguido sacar el pico ya está todo solucionado?


—La verdad es que es la primera vez que veo nacer un polluelo, pero tengo entendido que la membrana interior puede ser tan gruesa y pegajosa como el pegamento. Cuando salga, tendremos que lavar al polluelo —se quedó mirando a otro huevo que estaba al lado del que había empezado a moverse—. Ese huevo también ha empezado a moverse.


Se volvió hacia Paula con los ojos brillantes y una enorme sonrisa. Estaba tan emocionado que ella no pudo menos que devolverle la sonrisa.


—¿Por qué no abrimos ya el huevo?


—Podríamos herir al pájaro.


En cuanto apareció el primer agujero en el huevo, Pedro tomó unas tenazas para agrandarlo.


—Me cuesta creer que consigan salir ellos solo. El cascarón parece de hierro.


Paula fue a la casa a preparar café. Aunque debían ser casi las doce, aquella noche prometía ser muy larga.


—El otro huevo no parece tan activo como éste —le comentó a Pedro cuando regresó mientras le pasaba una taza de café.


—Ya lo he notado —frunció el ceño—. Espero que el polluelo esté bien colocado.


—¿Quieres decir que sólo hay una postura correcta para salir del huevo?


—Claro —la miró muy serio—. Si la bolsa de aire y el pico no están en el mismo sentido, el polluelo no puede respirar.


Dejó la taza de café y se quedó mirando el segundo huevo, que prácticamente no se movía.


—Esto no me gusta.


Tomó un martillo y utilizando las tenazas como un cincel, golpeó suavemente el huevo. No sucedió nada y golpeó entonces más fuerte.


Paula respingó. ¿Qué ocurriría si hería al polluelo?


—Vigila el otro huevo por mí, ¿quieres?


A esas alturas, Paula ya podía ver la cabeza entera del polluelo.


—Parece que está descansando. Debe de estar agotado.


—No puede descansar demasiado. Si la membrana está mucho tiempo expuesta al aire se endurece.


Al final, consiguió agujerear el cascarón y levantó el huevo para examinar su contenido bajo la luz.


Soltó un juramento, bajó el huevo de nuevo y se puso a romper el cascarón por el lado contrario.


—El polluelo está boca abajo.


—¿Y eso sucede muy a menudo?


Pedro se secó con el brazo el sudor de la frente.


—No. Simplemente hemos tenido mala suerte —y continuó abriendo el cascarón.


—¿Aún está vivo? —preguntó la joven cuando el polluelo asomó el pico.


—No estoy seguro, pero creo que sí. Oye, Paula…


—¿Sí?


—Si consigues encontrar un par de tenazas, ¿por qué no te encargas de ir rompiendo el cascarón del primer huevo? Me sentiré más tranquilo cuando vea al polluelo fuera.


—¿Yo?


—Si no te importa —sonrió con cansancio y Paula salió inmediatamente a buscar la caja de herramientas de su abuelo.


Cuando regresó, el pájaro del que se estaba ocupando Pedro ya tenía medio cuerpo fuera. Estaba vivo, pero parecía muy débil.


El de Paula no había progresado.


—No sé si es una buena señal o no —comentó Pedro—. Como no tengo ninguna experiencia en esto, supongo que tendremos que hacerlo todo por intuición. ¿Por que no lo ayudas a romper el cascarón?


Durante la siguiente hora, trabajaron en silencio. Lo único que se oía era los crujidos de los cascarones al romperse.


Cuando el polluelo de Paula consiguió salir del todo, la joven tenía ya las muñecas y las manos doloridas.


—¡Qué grande es! —se sentía como una comadrona.


—Y cuando tenga tres meses habrá ganado unas cuantas libras, ya lo verás — comentó Pedro, mientras acercaba al polluelo que había sacado a una zona más calurosa.


—Tu polluelo no tiene tan buen aspecto.


—Ya. Bueno, ahora tenemos que lavarlos y después les pondremos una señal de identificación. Aquí tengo un chip —se volvió hacia la estantería para sacar un aparatito parecido al que se utilizaba para agujerearse las orejas—. Con esto les implantaremos un microchip en el cuello que los identifique teniendo en cuenta el sexo, la carga genética y la fecha de nacimiento.


—Estás bromeando. ¿También vas a poder utilizarlo para controlarlos? ¿Estamos acaso criando avestruces-robot?


—Paula —se echó a reír—, eso sólo nos servirá para cuidarlos adecuadamente.
En cuanto empiezan a crecer, es prácticamente imposible averiguar la edad que tienen. Además, queremos evitar que haya demasiados procesos endogámicos.


—Entonces, ¿qué vamos a hacer? ¿Vamos a pintarlos de rosa y de azul? —le preguntó, mientras pensaba ya en los nombres para los nuevos polluelos.


—Ya nos dirá el veterinario lo que tenemos que hacer —se acercó a ella y le rodeó la cintura con los brazos—. Gracias, Paula —le dio un beso en la frente—. Has estado magnífica.


Paula se estrechó contra él, pensando que sí, que había estado magnífica, pero que además había disfrutado durante las horas que había estado trabajando con Pedro.


El sol empezaba a asomar por el horizonte cuando Pedro y Paula salieron del criadero de avestruces, convencidos ya de que los polluelos iban a sobrevivir a la dura experiencia del nacimiento.


—Voy a prepararte el desayuno más grande que hayas comido en toda tu vida —le anunció Paula.


—Estoy dispuesto a comérmelo —Pedro parecía cansado—. Si no te importa, podemos prescindir de los huevos.


Paula subió riendo los escalones del porche.


—Puedes contar con ello.


Al subir, encontró algo que sobresalía por la ranura de la puerta de la casa.


—¿Qué es eso? —Pedro se agachó, sacó un sobre y se lo tendió.


En cuanto vio la dirección del remitente, Paula se quedó helada.


—Es de la Academia —el corazón le latía a toda velocidad.


—Parece que viene de muy lejos —comentó Pedro.


—De Francia —originalmente había sido enviada a su dirección de Nueva York, y desde allí había llegado hasta Chaves—. ¿Y por qué no me la han dejado en el buzón?


—Mabel, la administradora de correos, debe haber pensado que era algo importante, y ha debido dejártelo aquí antes de ir al trabajo esta mañana.


—Qué amable de su parte.


Había llegado el momento de abrir la carta. Realmente no podía haberla recibido en un momento mejor. Si eran buenas noticias, podría compartirlas con Pedroy si eran malas, él la haría sentirse mejor.


Con manos temblorosas, Paula abrió el paquete y buscó la carta en su interior.


Nos complace comunicarle… fue todo cuanto leyó antes de que se le llenaran los ojos de lágrimas.





ANIVERSARIO: CAPITULO 18




Paula jamás se habría imaginado que en medio de ninguna parte pudiera haber una joya de restaurante como aquél.


El Wainright Inn podía presumir, entre otras muchas cosas, de chef francés y de una extensa lista de vinos.


Paula había elegido para la noche uno de sus modelos favoritos, un traje negro, e iba acompañada por un hombre alto y maravillosamente atractivo. La vida parecía sonreírle de nuevo.


—No suelo tomar vino —le comentó Pedro en cuanto estuvieron sentados en la terraza—. Y algo me dice que entiendes mucho más que yo sobre ese tema.


—Sí, he hecho un par de cursos sobre enología —le confirmó Paula.


—Entonces, elige tú.


Paula lo miró sorprendida.


—¿De verdad quieres que pida yo? —la mayor parte de los hombres que conocía no se habrían atrevido a admitir su falta de conocimientos sobre cualquier tema.


—Claro. Y hasta estoy dispuesto a no beber bourbon.


Paula sonrió y miró la carta.


—Dios mío —la lista de vinos era casi tan larga como la guía telefónica


—Si quieres, puedes consultar con el señor Wainright y preguntarle qué vinos está sirviendo esta noche. Así podrás probar unos cuantos. Después pediremos la comida dependiendo del vino que hayas elegido.


Paula estaba en la gloria. ¿Cuántas veces había tenido en su vida una oportunidad como aquélla?


Arropada por la entusiasta y sabia ayuda del señor Wainright, pasó quince minutos maravillosos escogiendo el vino y la comida. De vez en cuando miraba a Pedro.


—Continúa —le decía él—. Me estoy divirtiendo mucho escuchándoos.


Después de pedir la cena, Paula volvió a sentarse.


—Gracias.


—De nada.


Pedro, esto es… —no encontraba las palabras adecuadas para definirlo.


—¿Cómo estar en casa?


La joven se echó a reír.


—No he comido en un sitio como éste en toda mi vida.


—Pero supongo que se parece más a los lugares a los que estás acostumbrada —comentó Pedro.


La llegada del camarero con la comida le dio a Paula tiempo para pensar en la respuesta. No quería que Pedro pensara que estaba sufriendo en Chaves, pero la verdad era que tampoco se había adaptado verdaderamente a la vida del rancho.


—Venir a vivir aquí ha supuesto un gran cambio en mi vida, y tengo que admitir que echo de menos algunas cosas de la ciudad. Pero también encuentro otras compensaciones.


Y una de ellas estaba sentada en ese momento frente a ella. 

Vestido con una camisa blanca y un traje oscuro, Pedro era, exactamente, su tipo. Cuando hablaba, lo
hacía con una voz grave y aterciopelada que la embriagaba, al tiempo que le decía con la mirada que la encontraba deseable y no le importaba que lo supiera.


Durante la cena, Paula estuvo hablando de su vida y de sus sueños, quebrantando la norma que aparecía en todas las revistas sobre buenas costumbres que recomendaba animar a los hombres a hablar de sí mismos.


Pero no le importó. Se sentía maravillosamente bien, mejor que desde hacía semanas. Quizá el vino tuviera algo que ver con aquella sensación. O quizá no. El caso era que no le importaba.


Le habría gustado que aquella noche no tuviera fin, pero, por supuesto, lo tuvo.


En el postre, el encargado de los vinos les llevó un par de copas de un vino con cierto gusto a naranja.


Paula cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás para saborearlo.


—Oh. Este es el mejor, el que más me ha gustado.


Pedro la miró sonriente.


—Así que te gusta ése, ¿no?


—Mmm —era un vino dulce y sabroso, un tipo de vino fácil de beber—. ¿No quieres?


Pedro sacudió la cabeza.


—Tengo que conducir.


—Entonces, pruébalo —le llevó la copa a los labios.


Sin apartar los ojos de los de Paula, Pedro se mojó los labios.


—Ahora saboréalo —le dijo la joven en un susurro.


Y Pedro obedeció.


Paula tragó saliva. ¿Qué demonios hacía coqueteando con Pedro? Aquello no tenía sentido, estaba llevando la situación hasta un punto en el que sería casi imposible dar marcha atrás, Y, se recordó, al cabo de unos meses, volaría a París y no quería dejar su corazón detrás.


Murmuró una excusa, y se dirigió hacia el tocador, dispuesta a tener una seria conversación consigo misma.


Pedro no era un hombre capaz de jugar con las mujeres. 


Cualquier otro, habría pensado que Paula estaba en la posición ideal para tener una aventura intrascendente con ella, pero Pedro era un hombre de principios, incapaz de pensar en aventuras pasajeras.


Por otra parte, era imposible que Paula hubiera mal interpretado la mirada que había visto en su rostro aquella noche, y tampoco su propia respuesta. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, se sentía deseable y atractiva.


Podía llegar a enamorarse de Pedro, se dijo de repente. Y terminar viviendo el resto de su vida en un rancho.


No, estaba exagerando. Tenía que ir a París, y mejor sería que no lo olvidara.


Y la atracción que sentía por aquel vaquero podía ser perfectamente atribuible a los efectos del sol de Texas, o al hecho de que posiblemente debía de ser el único hombre disponible en kilómetros a la redonda. Ese era el problema. 


Y ella no iba a enamorarse de nadie.


Abrió su bolso de mano, sacó el pintalabios y pintó su boca de rojo. Así se parecía más a la Paula de Nueva York. Añadiría también algo de sombra a sus ojos.


Y, en cuanto saliera, iba a olvidarse de las risitas y las miradas intencionadas. Haría que Pedro comprendiera que disfrutaba de su compañía, pero que no pretendía que
fuera nada más que un amigo. Sólo eso, un amigo.


Cuando llegó a la mesa, Pedro se levantó.


—¿Nos vamos?


La joven asintió y Pedro posó la mano en su espalda, que el escote del vestido dejaba al descubierto. Fue tal la impresión que sufrió Paula que tuvo que contenerse para no estrecharse en ese momento contra él.


Cuando vio que se marchaban, el señor Wainright se acercó a ellos y le entregó a Paula un paquete.


—Son tres botellas de ese vino dulce que tanto te ha gustado —le explicó Pedro al ver su mirada interrogante.


—¡Pedro! —olvidando sus buenas intenciones, le rodeó el cuello con los brazos y le plantó un beso en la mejilla, dejándole la marca del carmín, que intentó limpiar después con los dedos.


Pedro le apartó la mano, pero antes de soltársela se la besó.


Se quedaron mirándose el uno al otro, bloqueando inconscientemente la puerta, hasta que el señor Wainrigh carraspeó discretamente y les abrió la puerta.


La brisa nocturna rompió el hechizo; al darse cuenta de lo que había ocurrido, ambos se echaron a reír.


Paula había mantenido un largo monólogo durante la cena, así que estaba decidida a hacer hablar a Pedro durante la hora de viaje que tenían hasta el rancho.


—¿Cómo es posible que todavía no haya una señora Alfonso? —le preguntó de pronto.


Pedro no pareció darle demasiada importancia a la pregunta.


—En una ocasión estuvo a punto de haber una.


—¿Y qué sucedió?


—Éramos demasiado jóvenes. Yo estaba a punto de terminar los estudios.


—¿Qué estudiaste? —lo interrumpió Paula.


—Gerencia de ranchos.


Naturalmente, debería habérselo imaginado.


—Yo tenía tres años más que ella, y nos comprometimos cuando ella estaba todavía en el instituto. A mí me quedaba otro año de estudios y ella decidió que salir a estudiar fuera en vez de esperarme aquí.


—Y conoció a otro.


—Al cabo de un tiempo sí, pero sobre todo, descubrió que el mundo era mucho más grande que Texas y que estaba deseando conocerlo. Retrasamos la boda otro año para que ella pudiera seguir estudiando y entonces fue cuando conoció a otro.


—Lo siento.


—No, fue lo mejor que podía pasar.


Pero él todavía seguía enamorado de ella. Y por eso no se había vuelto a casar.


En la mente de Paula sonaron campanas de advertencia. 


Evidentemente, Pedro era un hombre que no se tomaba el amor a la ligera. Antes Paula lo sospechaba, pero ya tenía la prueba definitiva.


—¿Cómo se llamaba?


—Se llamaba Trisha Steven. Se casó con un tipo llamado Abernaty. Ahora vive en San Francisco.


Trisha Steven.


—¿Es la hija de Pablo?


Pedro asintió.


En ese caso, pensó Paula, debían haber tenido una separación amistosa, puesto que Pablo y su esposa continuaban muy unidos a Pedro


—¿Y cómo es que tú no te has casado? —le preguntó entonces él.


—Pienso hacerlo, pero no hasta que haya conseguido ir a París. Y la verdad es que el viaje se está retrasando más de lo que pensaba.


Después de aquella declaración, ambos se quedaron en silencio, perdido cada uno de ellos en sus propios pensamientos. Las únicas luces con las que se encontraban eran las de los escasos coches con los que se cruzaban. En el cielo había más estrellas de las que Paula había visto en toda su vida; las estrellas le recordaban el vestido de noche que estaba diseñando y el vestido le hacía pensar en París. 


En menos de un año, consiguiera o no la beca, podría vender el rancho y trasladarse a París. Sus sueños por fin llegarían a hacerse realidad.


Y después, ¿qué? Llegar a París no era ninguna garantía de alcanzar el éxito y la verdad era que jamás había pensado en lo que ocurriría después de aquel viaje.


Poder estudiar en París ya le parecía una meta suficientemente ambiciosa.


Y, gracias a su abuelo y al hombre que estaba sentado en ese momento a su lado, estaba a punto de alcanzarla.


Debió de quedarse dormida, porque sintió una sacudida justo en el momento en el que el jeep abandonó el asfalto para meterse en el camino de grava que conducía a la casa del rancho. Qué vergüenza.


—No puede decirse que te haya hecho mucha compañía —musitó, esperando que no se le hubiera corrido la pintura de labios.


—Hoy has tenido mucho trabajo.


—Y a ti todavía te quedan otros veinte kilómetros hasta tu casa. ¿Quieres pasar a tomar un café?


Esperaba que rechazara la invitación, pero Pedro aparcó el coche al lado de la casa y apagó el motor. Cuando él salió del jeep, Paula aprovechó para comprobar el estado de su maquillaje en el espejo retrovisor. Afortunadamente no estaba tan mal como temía.


Ninguno de los dos dijo nada mientras subían los escalones del porche.


Después de abrir la puerta principal, Paula encendió la luz y miró rápidamente hacia el cuarto de estar. Aquella misma tarde había sustituido las lámparas y algunos muebles por los que ella había llevado de Nueva York.


Al ver el resultado, Pedro soltó un silbido.


—Mira lo que has hecho con este lugar. Hay que reconocer que tienes un don especial para combinar colores y tejidos.


—Más me vale, teniendo en cuenta mi profesión —palmeó el sofá y le pidió a Pedro que se sentara mientras preparaba el café.


En aquella ocasión, cuando volvió con la bandeja, encontró a Pedro despierto.


Estuvieron hablando de forma muy agradable. Pedro no se quedó mucho tiempo, pero fue un final perfecto para una noche perfecta.


Al final, Paula lo acompañó hasta la puerta. Durante los últimos minutos de conversación, había observado que Pedro seguía el movimiento de sus labios con la mirada mientras ella hablaba. Si decidía besarla antes de irse, la relación que parecían haber iniciado aquella noche cambiaría de forma considerable.


Antes de salir, Pedro se dio la vuelta y se quedaron mirándose a los ojos en silencio.


—Estoy pensando que me gustaría besarte para darte las buenas noches — musitó Pedro con una voz apenas audible.


—Y yo estoy esperando que lo hagas —susurró Paula en respuesta, olvidando todas las resoluciones tomadas en el tocador del restaurante.


Pedro inclinó la cabeza y Paula miró hacia arriba. En el momento en el que sus labios se encontraron, Paula tuvo que aferrarse a su cuello para no perder el equilibrio. Y aquel gesto tuvo el feliz efecto de mostrarle a Pedro su abandono.