Estaban en la sombrerería buscando unos guantes para regalárselos a Sara, que Clara se empeñaba en probarse aunque su hermana tuviese las manos mucho más grandes que las suyas. Por eso Paula pensó que lo que en realidad estaba haciendo era poner de excusa a la otra para poder comprarse unos guantes nuevos. Llevaban toda la tarde juntas porque Ricardo había tenido que acceder a la petición del marido de Clara, que intercedió para que le levantara el castigo esa tarde, y la dejase salir a pasear con su amiga. El tema de conversación se dirigió todo el tiempo en cómo descubrir la identidad del hombre con el que Paula tuvo su interludio amoroso. Todas sus teorías y lucubraciones giraron en torno al amante misterioso de Pau. Ella pensaba que no podía ser otra persona que un criado de la casa de su tío Rodolfo y por eso Clara había estado investigando cuántos hombres, que pudieran acercarse a la descripción de la joven, trabajaban en la casa. Había descubierto que sólo podían ser dos: el mayordomo y el asistente del propio Rodolfo. Paula le había dicho a Clara que descartaba al mayordomo porque era muy mayor, pero su amiga no quería dejar ningún cabo suelto, pensaba que la otra no querría reconocer haber intimado con un anciano, pero, claro, en el estado en el que se suponía que estaba Paula esa noche, totalmente ebria y sin ver nada, cualquier cosa podría haber ocurrido. Por supuesto en ningún momento mencionó al marqués.
—¿Estás segura?
—Lo cierto es que no —contestó Paula mientras observaba cómo Clara se probaba el quinto par de guantes—, pero las probabilidades son altas.
—¿Por qué?
—Es un hombre joven, y él lo era.
—¿Cómo estás tan segura de que es joven? —le preguntó la rubia sin mirarla. Al no obtener respuesta de su amiga, la miró expectante, pero la expresión de Paula le dio la respuesta que necesitaba—. Creo que mejor no quiero saberlo. Y no hables de tu amante en pasado, parece como si estuviese muerto.
—¡Clara! —protestó.
—Será mejor que vayamos a casa de tu tío ahora mismo, necesitamos tener un rostro cuanto antes.
—No creo, no estoy preparada aún.
—Pues deberías, tienes que dar con ese hombre —le indicó—. Imagina qué le dirás a Ricardo si llega a enterarse de que podrías estar embarazada de un desconocido incluso para ti. Si tenemos la más mínima posibilidad de encontrarlo, mejor empezar en este mismo momento. Debemos aprovechar que tu hermano te ha dejado salir, lo cierto es que no entiendo por qué me tiene tanta inquina.
Paula decidió no sacarla de la ignorancia. Richardo, el paradigma del decoro y las formas, no soportaba a Clara porque, según él, era caprichosa, consentida y escandalosa.
¡Ah!, y lo más importante: una mala influencia para ella.
—¿Tú tía Marianne estará en casa? —le preguntó la otra ignorando los pensamientos de Paula.
—Creo que sí, aunque ella y Rodolfo van a venir a quedarse unos días con nosotros por unas reformas que quieren hacer.
—Entonces nos vamos a su casa ahora mismo, tenemos que encontrar a tu hombre.
Sin embargo, cuando hablaban de su hombre, no podía evitar pensar en Alfonso.
—Podrías decirlo de otra forma, suena tan vulgar.
—Podría llamarlo de otra forma —le dijo con sonrisa pícara—; de hecho, tengo una palabra en la cabeza desde el mismo instante en que me confesaste tu travesura, pero, si llego a decírtela, entonces sí que te sonaría vulgar.
—¡Mi hermosa lady Penfried! —Una voz conocida para Clara y peligrosa para Paula captó su atención—. Querida sobrina. ¡Qué agradable sorpresa!
—Tío. —Paula no había vuelto a ver a Rodolfo desde la cena en casa de su hermano, la noche siguiente de que la sacara de aquel burdel de alta estopa. Se sonrojó cuando éste la miró con complicidad. Seguramente también era conocedor de cómo su hermano se la llevó completamente borracha de casa de Clara, y que la había castigado sin salir y sin tener contacto con la joven.
—Me alegra saber que te han levantado la pena, querida. Y usted —le dijo a Clara con mirada desvergonzada—, tan encantadora como siempre, querida dama.
—Me alaga con sus palabras —le dijo Clara poniendo aquella mirada tan conocida para Paula. La rubia, sabedora de su arrebatadora belleza, la utilizaba con los hombres cuando quería conseguir algo—. Lo cierto es que ha debido de ser el destino quien lo ha puesto en nuestro camino, ¿verdad Pau? —Miró a la pelirroja, quien no pudo sino colocarse bien sus odiados lentes sin saber qué es lo que se proponía su amiga—. En este mismo instante nos dirigíamos a su casa, queríamos saludar a su esposa.
—¿De verdad? —preguntó contrariado—. Marianne ha salido temprano a hacer unas compras para dejarlo todo listo antes de mudarnos a casa de mi estimado sobrino.
—Vaya, una verdadera lástima, lo cierto es que es culpa nuestra porque no habíamos avisado de nuestra visita —se excusó Clara mientras Paula intentaba hacerle señas para que no siguiera por ese camino. Ella no pensaba ir a hablar con el asistente de su tío. ¿Cómo se llamaba? Ni siquiera podía recordar su nombre—. En fin, tendremos que dejarlo para otra ocasión.
—Si quieren pueden acompañarme a casa y esperar allí a mi esposa, no creo que se demore mucho.
Paula detectó cierto cinismo en el tono de voz de su tío, pero ¿a qué podía deberse? Su tía Marianne era la persona más buena y encantadora que ella hubiese conocido y, después de su madre, era a quien ella más quería; aparte de al demonio rubio que la acompañaba.
—No querríamos ser una molestia, tío.
—Tú nunca serás una molestia para mí, Pau.
Algo en la forma en cómo Rodolfo miró a la joven puso en guardia a Clara, quien estaba más acostumbrada al flirteo y a las insinuaciones que su amiga. Y no le gustó nada lo que vio en la mirada de aquel hombre. Sin embargo, Paula no se percató del interés que su tío parecía profesarle desde la noche en que la descubrió en el burdel de la tal Emilia.
—Creo que será una estupenda idea, nos acompañará hasta su casa —intervino Clara—; después podrá irse a realizar sus recados mientras nosotras esperamos a su esposa.
Paula por poco se atraganta de la risa que le entró. Su amiga prácticamente acababa de ordenarle a su tío que las llevara a su casa y se marchara de allí después, no molestándolas más. Y al parecer, por la cara de asombro que puso el otro, había entendido perfectamente la situación; no obstante, actuó como si recibir órdenes de lady Penfried
fuera lo más normal del mundo.
—Será un placer —le dijo tendiéndole el brazo a Clara y mirando por encima de la cabeza de ésta a Paula.
****
Paula se encontraba sentada en el escritorio de su tío Rodolfo como si fuera algo natural, mientras Clara andaba por la casa intentando sonsacar información a los criados con respecto al asistente de éste. Se humedeció el labio inferior y esperó a que el joven hombre hiciera acto de presencia en el despacho. Clara había sido la encargada de hacerle llegar el mensaje de que la señorita Chaves quería hablar con él.
Lo malo era que no tenía nada que decirle.
Cuando el hombre llegó a su encuentro, ella se ajustó las lentes para poder verlo mejor y se llevó una decepción. ¿De verdad podía ser él con quien había perdido su inocencia?
Sin saber por qué, se sintió mal. «A ver, Pau, ¿cómo se llamaba?» Ni siquiera lograba recordar su nombre, por lo que pensó que eso no era buena señal. Una joven siempre recordaba el nombre de un hombre que la hubiese impresionado, y a éste lo había visto algunas veces, aunque nunca se había fijado en él. De quien sí se acordaba, y bien, era de Alfonso. Por lo tanto…
—Señorita —la saludó el hombre entrando en la habitación y dejando la puerta entreabierta, como mandaban las normas de la decencia—. ¿Deseaba preguntarme algo?
¿Clara le había dicho que deseaba preguntarle alguna cosa?
A veces sentía deseos de estrangularla. Se fijó en él, evaluándolo. Lo cierto era que no resultaba mal parecido, aunque no era alguien en el que ella se hubiera fijado.
Rubio, de ojos oscuros y…, vaya, era alto. Y el hombre de aquella noche también era alto. Aquello pintaba mal, podría ser éste a quien andaba buscando, y ella podría estar encinta, por lo que tendría que casarse con él si resultaban ciertas sus sospechas. Tuvo ganas de morirse. Al menos su prometido, Melbourne, era atractivo.
—Señor… —¡No conseguía recordar su nombre!
—Colin Carter —la ayudó con una sonrisa y ella pensó que reírse no le favorecía en absoluto. Volvió a considerar que era una mala mujer.
Y perversa.
—Por supuesto —le dijo volviendo a sonreír ella también.
—¿Quería preguntarme algo, señorita? Lady Penfried me ha dicho que me apresurara a acudir a su encuentro, que era muy importante.
Paula tragó saliva y se levantó de su asiento dirigiéndose al lugar en el que el señor Carter estaba parado. Puesto que éste no daba indicios de reconocer nada, tendría que actuar ella. Lo que recordaba bien de su amante ocasional era el aroma que desprendía su piel, por lo que debía acercarse lo suficiente para oler su cuello. Decidió que no le quedaba otra opción si quería acabar con aquello de una vez. También le había tocado una cicatriz al final de la espalda, justo antes del nacimiento del trasero. Y recordó que era un hombre bien formado, fibroso.
Se dirigió al hombre con paso decidido, quien se asustó un poco cuando la dama se acercó tanto a él, aunque se mantuvo firme.
—Señor Carter —le dijo cuando llegó hasta donde estaba—, ¿puedo pedirle un favor?
Por la expresión del señor Carter, Paula pensó que no sabía si echarse a llorar o salir corriendo. El pobre estaría decidiendo si sería acertado negarle algo a la sobrina de sus patrones.
—¿Señorita? —le preguntó sin aliento cuando Paula le puso una mano enguantada en el antebrazo para comprobar la dureza de éste.
—¿Podría —prosiguió ignorando el hecho de que el pobre estuviera temblando—, podría inclinarse un poco para que pueda olerlo?
Ya estaba. Ya se lo había preguntado. ¡Qué bochorno!
El hombre la miró con los ojos abiertos como platos. Y, de un momento a otro, su expresión pasó de ser asustadiza a decidida.Paula pensó con angustia que éste había creído que ella le estaba insinuando algún tipo de cita amorosa.
Aunque, por otro lado, se alegró de que este hombre no despertara sus sentidos como había hecho su amante y, mejor reconocerlo de una vez, lord Alfonso.
—Como usted desee —le dijo mirándola a los ojos e inclinándose un poco para que ella pudiera aspirar su aroma más cómodamente, al tiempo que apoyaba su mano en la que ella mantenía apoyada en su antebrazo.
Paula no dijo nada, sólo sintió deseos de salir de allí lo más rápido posible; por eso, cerró los ojos y se apresuró a oler el cuello del hombre. Respiró aliviada. Aquel olor a… a…, no sabía muy bien a qué olía, pero desde luego no como el hombre que andaba buscando. Su brazo tampoco era duro y musculoso…
—¿Interrumpo? —Pedro entró en la estancia sin pedir permiso.
El señor Carter se apartó de ella de un salto, como si le quemara, y a ella le dieron ganas de echarse a reír si no fuese porque el intruso no era otro que el amigo del marido de Clara, y de su propio hermano. Aquel hombre tan atractivo como odioso, que siempre tenía que andar cerca de ella. Que le había hecho aquello esa misma mañana sin ningún tipo de reparo... «Y al que incitaste de forma escandalosa», se dijo. No habían vuelto a encontrarse desde entonces, y ella agradeció que fuera así, porque no quería hablar con ese hombre de sus insaciables apetitos. Con él, no.
—Por supuesto que no, lord Alfonso —respondió Carter, para luego mirarla a ella—, ¿ha terminado, señorita? —La cara del pobre era de tal desconsuelo que Pau asintió con una sonrisa para tranquilizarlo, y éste, después de hacer una inclinación de cabeza, salió de allí tan rápido como pudo.
—Pobre Colin. Veo que no pierdes el tiempo —le dijo Pedro a la joven con semblante serio mientras se acercaba, demasiado, a ella.
—Yo, yo… no sé a qué se refiere. —Maleducado. No estaba bien visto hacer ese tipo de comentarios a una dama.
—Vamos, querida Paula —repuso acercándose a ella tanto como ella lo había hecho antes con el pobre señor Carter, provocándola, consiguiendo ponerle la piel de gallina—, ¿quieres que yo también me incline hacia ti para que puedas olerme?
Colocó su pequeña mano enguantada sobre su antebrazo y la obligó a mantenerla allí cuando ella quiso retirarla. No por vergüenza, sino por miedo a su propia reacción si seguía acosándola.
—¿Cómo se atreve a tratarme así? —le preguntó sorprendida por la dureza de ese brazo y porque ese hombre odioso no la respetase en lo más mínimo.
—No puedo creerme que vayas a comportarte como una cobarde. —Pedro se inclinó hasta que su mirada estuvo a la altura de la de ella—, después de lo que nos…
—Pau, ¿ha resultado? —Clara entró en tromba en la habitación, interrumpiendo las palabras del hombre, quien se apartó de la pelirroja en un santiamén—. ¿Qué haces tú aquí? —le preguntó cuando se dio cuenta de quién estaba junto a su amiga.
Clara estaba dolida con Pedro porque, cuando se conocieron, la engañó diciéndole que se llamaba Pietri y que era un amigo, sin fondos, de su marido.
—¿Yo? —demandó él con aire inocente.
—Sí, tú, aún sigo enfadada contigo por decirle a Julian que me viste con esa dama, aparte de lo de tu mentira con respecto a quién eras.
—¿Dama? ¡Ah! Supongo que te refieres a Emilia. ¿Le has dicho que fui yo quien se lo dijo a su marido? —le preguntó a Paula sorprendido. Nunca pensó que fuera una cotilla. Pero era la única persona que se encontraba presente cuando él le comunicó a Julian con quién se estaba viendo su esposa.
Por lo tanto, no podía haber sido otra persona.
—Es que fue usted, lord Alfonso —le aclaró ella, envalentonada porque Clara también estuviese enfadada con él. Ese hombre conseguía que saliera a flote su vena peligrosa. La sensual y la malvada.
—Pero no deberías ir por ahí contando chismes —le regaño seductor—, tal vez te merezcas un cast…
—Ella puede hacer lo que quiera.
—Ya me he dado cuenta de ello —atajó Pedro—. Y estando tú detrás, no me sorprendo de nada.
Clara achicó los ojos indignada, Pedro sonrió con petulancia y Paula lo miró con furia. ¿Se estaba refiriendo a lo de esa mañana? Pues él tenía tanta culpa como ella.
—Aún no has respondido a mi pregunta —insistió Clara—, ¿qué haces aquí?
—Eso me gustará saber a mí también, ¿qué hace aquí? —interpeló Paula—. Mi tío no se encuentra, y usted se toma demasiadas libertades —le hubiera querido decir «conmigo»— en esta casa.
—¿Te ha pedido Julian qué me sigas? —preguntó Clara furiosa.
Pedro evitó, no sin poco esfuerzo, echarse a reír al verse acosado a preguntas por aquellas dos.
—No, a la última pregunta —le dijo a Clara—. En cuanto a las otras dos —miró de nuevo a Paula con demasiado descaro para el gusto de ésta; después de todo, apenas se habían visto un par de veces, o quizá tres—, suelo acudir a esta casa de forma asidua, y he venido a recoger algo que perdí… —le hizo un completo repaso con aquella penetrante mirada—... la otra noche.
Cuando dijo eso último la miró a los ojos, y ella aguantó la respiración y se quedó muda. Le iba a dar algo. ¿Quería decir que… que podía ser él? No, imposible, por supuesto que no podía ser. Ese hombre insufrible... Sin embargo, lo que había dicho, sus confianzas con ella, la forma tan descarada que tenía de dirigirse a ella, su forma de tocarla aquella mañana… Su amiga, aun siendo la más estratega de las dos, no había parecido percatarse de ese detalle, por lo que sólo podía ser producto de su imaginación. Su exagerada imaginación le estaba jugando una mala pasada.
En su desesperación por encontrar a ese hombre, en pensar que ella no era tan perversa como para entregarse a dos hombres distintos con tanta pasión, pensaba que cualquiera podría serlo. Incluso el marqués.
—Muy bien —intervino Clara salvando la situación—, nosotras nos vamos. Lady Marianne se demora demasiado y tenemos que regresar a casa.
A su amiga se le notaba que estaba molesta con Pedro por lo de Emilia y por engañarla con su nombre, y Paula sabía que realmente era así, porque no se esmeraba en disimular su rabia.
—Puedo acompañarlas —se ofreció el hombre rubio con ese acento que lo caracterizaba.
Clara lo miró furiosa.
—Será mejor que no —dijo sonriente a una Clara enfadada.
—Me asombra tu perspicacia. —Y tomando a Paula de la mano, salieron las dos de allí, dejando a ese hombre, riéndose a carcajadas, tras ellas.
En cuanto se hubieron marchado, Pedro corrió a buscar a Carter; tenía algo urgente que hablar con él, necesitaba saber si había encontrado lo que andaban buscando, además de comentar la escena que había presenciado antes en el despacho del imbécil de Rodolfo. No quería que volviera a repetirse. Le iba a prohibir acercarse a Paula.
Colin no le había servido de mucha ayuda.
Lo contrató aconsejado por Ricardo, pero ahora ya no estaba tan seguro. Él estaba convencido de que el tío de su amigo era quien andaba detrás de todo pero ¿cómo demostrarlo? Los accidentes, por llamarlos de alguna forma, habían comenzado cuando se hizo público su compromiso con la condesa Sofía Marcow, del más antiguo linaje de la nobleza rusa; pero, claro, nadie sabía que aquello no era más que una estratagema orquestada por su padre para descubrir quién estaba detrás de los asesinatos que se estaban produciendo en el palacio real. Sin embargo, allí en Londres, se habían hecho más asiduos desde hacía una semana más o menos, y no conseguía explicarse el motivo.
Suspiró con desesperación. Él quería seguir con su vida de noble caballero inglés sin que nadie tuviera que venir a perturbarla de ninguna manera. Había hablado con el zar, y habían llegado a la conclusión de que había muchos intereses implicados en hacer público el matrimonio de éste con la madre de Pedro, hacía ya treinta años, y del que nació él mismo; por tanto, debería ser el verdadero heredero.
A pesar de todo, su madre le había hecho prometer a su padre, Nicolás Pavlovich, hijo del zar Pablo I y la reina Sofía Dorotea de Wurtemberg, que, si ella fallecía durante el parto, él volvería a casarse, su matrimonio quedaría en secreto, y su hijo o hija sería criado y educado por sus padres, quienes lo presentarían como un hijo propio. Y según su padre, y sus propios abuelos, ello había sido así porque su madre, lady Elizabeth Alfonso, única hija de los marqueses de Alfonso, había sido testigo silencioso, durante su corto noviazgo, y posterior y secreto matrimonio, de lo desdichado que había sido Nicolás al verse obligado a ser nombrado zar de Rusia.
Elizabeth no quería esa desdicha para su hijo no nato y, por lo tanto, había decidido que, si ella no estaba allí para brindarle su amor y protegerlo de las traiciones y subterfugios de palacio, estaría más seguro, y sería más feliz, en Inglaterra, donde sus padres lo educarían y criarían como un hijo propio, como el heredero de un marquesado.
A pesar de ello, Pedro, a petición del propio Nicolás, había sido educado entre Londres y Moscú y, cuando acabó sus estudios, se le concedió un cargo en el consulado británico en Rusia, que ocupó hasta que se tornó demasiado aburrido para él, quien aguantó algunos años más sólo para que su padre pudiera seguir manteniendo el contacto directo con su persona.
Y sin explicarse cómo, alguien había descubierto su verdadera ascendencia (hasta él mismo tenía que reconocer que era el vivo retrato del zar a sus años) e incluso habían robado de casa de su abuelo el acta matrimonial de su madre y su auténtica acta de nacimiento. Su abuelo, el difunto marqués de Alfonso y vizconde de Specy, títulos que ahora ostentaba el propio Pedro, nunca destruyó los papeles que confirmaban su ascendencia, y los tenía bien guardados en su mansión de Bath, pues pensaba que algún día su nieto podría querer hacerlos públicos. Nada más lejos de los pensamientos del propio joven.
Y, a partir de ese momento, su vida se había tornado en caos.
El mismísimo zar había recibido un anónimo donde se le exigía una suma desorbitada de dinero a cambio de dichos documentos, pero, a la vez, los opositores a la prole engendrada con Carlota de Prusia, la zarina actual y únicamente reconocida, intentaban conseguirlos para desestabilizar la vida política del país. Causa ésta por la que su vida, sospechaba que motivado por el miedo de los seguidores de Carlota y su hijo mayor Alejandro de que pudiera ocurrírsele la idea de acudir a Rusia en calidad de heredero, estaba sufriendo incontables atentados.
Así que ahí estaba, comprometido con una exuberante e inmensamente rica condesa rusa que no conocía, investigando al tío de Ricardo, a quien sus informadores señalaban como el posible ladrón y extorsionador, y teniendo que estar constantemente velando por su vida.
¿Se le olvidaba algo más? Por supuesto, se había enredado, sin ser consciente de ello, con la hermana pequeña de quien le estaba ayudando a recuperar los preciados documentos que podrían dar la paz a su vida, y a un imperio. Y lo más extraño era que, por lo visto, la chica trataba de ponérselo fácil, ignorándolo completamente, haciendo ver que nunca habían mantenido ningún tipo de encuentro, y lo ridículo era que él quería esa complicación, y eso era lo más frustrante.
Y, por descontado, su deseo insatisfecho, que ya estaba empezando a resultar doloroso.
Estaba sentada en el soleado salón, desde donde podía escuchar a su hermano Ricardo refunfuñar con respecto a los exagerados vicios de su tío Rodolfo. Por lo visto éste había gastado una gran suma de dinero en diversas casas de juego, firmando pagarés a nombre de su sobrino, a sabiendas de que éste, debido al empeño que ponía en que no se relacionase ninguna actuación reprobable con su apellido, haría frente a dichas deudas para que nadie tuviese nada que comentar sobre su familia. Y su sobrino, pensó ella, estaba que echaba humo porque ya le tenía unas cuantas guardadas a su querido tío. Como, por ejemplo, el matrimonio con su dulce Marianne.
Podía verlo desde su posición, sentado detrás del enorme escritorio de roble que había en el opulento despacho, ojeando las facturas que se veía obligado a afrontar en defensa del buen nombre de su familia, y con la puerta abierta lo suficiente como para poder vigilarla. ¡Vigilarla!
Pero si no hacía otra cosa que deambular por el enorme corredor para después sentarse con un libro junto al gran ventanal que daba a uno de los jardines de la gran, y aburrida, casa. Llevaba así todo el día a consecuencia de su castigo. Y no es que fuera una dura penitencia, pero sí lo suficiente como para volverla loca teniendo en cuenta su desesperada situación. Ella necesitaba que Clara la ayudara.
Lo que había hecho era demasiado delicado como para comentarlo con Marianne, quien no dejaba de ser su tía, y aunque también fuese joven, y su amiga, no se fiaba de que no corriese a contárselo a Ricardo, sobre todo después de la escena que presenció la noche de la cena. El motivo de su castigo había sido que Ricardo la había encontrado en estado de absoluta embriaguez en casa de su amiga, sacándola de allí en brazos para devolverla a su hogar. Y en cuanto su hermano la hubo llevado a casa, sana y salva según él, le echó tremendo sermón acerca de la decencia y del saber estar, así como un sinfín de razones por las que tenía la obligación de mantener un comportamiento ejemplar e intachable, que según él era totalmente indispensable para su apellido. Y después la castigó sin salir a ningún evento social donde no fuese acompañada por él mismo, ni ir a pasear o recibir las visitas de su amiga. Por eso estaba tan molesta: ella tenía que encontrar a ese hombre con urgencia, y hablar con él, y, sin embargo, la habían castigado sin salir como si se tratara de una niña pequeña.
En un principio se había enfadado, incluso discutió un poco, pero, como siempre hacía con las personas que eran importantes para ella, decidió que tampoco era un precio tan alto a pagar para tener contento a Ricardo. Después de todo, no era su hermano, sino el hijo del hombre que se casó con su madre. Paula era consciente de que debía estarle agradecida al actual conde de Hastings porque siguiera velando por ella una vez fallecidos los padres de ambos. Y tenía que reconocer que éste la apreciaba, le demostraba afecto, y hasta se preocupaba por ella a pesar de ser tan rígido, por lo que la mayoría de las veces se encontraba soñando despierta, pensando que Ricardo era realmente su hermano.
Dejó su novela y se dispuso a mirar a través del cristal de la enorme ventana. Estaba un poco desesperaba por salir, puesto que aún tenía que hablar con Clara. Se suponía que entre las dos intentarían reparar, en lo que fuera posible, el daño que ella misma se había causado con su inconsciencia.
Entre las dos darían con el hombre de esa noche, y después
verían qué hacer. Pero primero tendrían que encontrarlo.
—Te estoy viendo, Pau. —Ricardo parecía querer pagar con ella el disgusto que le había provocado su tío.
—Sólo estoy mirando por la ventana.
—Recuerda mis palabras —le dijo—, eres una mujer comprometida, y no me hagas describirte de nuevo en qué estado te encontramos, tanto tu prometido como yo, y otras tantas personas, junto con esa malcriada.
—Esa malcriada es mi mejor amiga —refunfuñó.
—No creo haberte oído.
Ricardo estaba insoportable esa tarde.
—He dicho que recuerdo perfectamente el bochorno que sentiste al verme así —repitió las palabras una vez más—, y que te prometí que no volvería a suceder.
—Pues no lo olvides, debemos velar por el buen nombre de la familia. Afortunadamente, Alfonso y Melbourne son hombres discretos y dados a las situaciones poco convencionales.
—Por supuesto.
Paula hablaba mecánicamente, lo solía hacer cuando Ricardo se ponía tan pesado. Le decía las palabras correctas en el momento oportuno, y él parecía tranquilizarse.
—Así que no creo que se origine ningún escándalo por esa parte.
—Si supieras—soltó bajito.
—De otro lado está la cuestión del escándalo de tu amiga en ese lugar. Por lo visto iba acompañada de otra mujer a la que todo el mundo intenta ponerle rostro. —Ricardo la miró directamente desde su lugar en el amplio escritorio y Pau dio un respingo. ¿Estaba hablando de esa noche? Por suerte para ella, nadie parecía conocer su identidad.
¡Como llegue a enterarse de que era yo, me mata!
—Clara no me ha dicho nada —se apresuró a contestar—, y no creo que lo haga. No sería correcto.
El hombre se quedó observándola durante unos segundos intentando descubrir cuánta verdad había en sus palabras.
—Sólo espero que tú no tengas nada que ver con ello, o me veré obligado a tomar medidas drásticas.
Ricardo no hablaba en serio y Pau lo sabía, pero siempre habían mantenido ese juego en el que él la amenazaba y ella se dejaba amedrentar, o al menos fingía hacerlo.
—Acabarías matándome —dijo con una sonrisa que provocó que él también sonriese.
—Exactamente.
Paula sabía que el hombre no hablaba en serio, pero no por ello podía dejar de preocuparse. Desde que el padre de Ricardo muriera, poco después que su madre, siempre pensó que el nuevo lord se desharía de ella por considerarla una molestia; después de todo era un hombre joven que se veía obligado a velar por una jovencita a quien no unía ningún lazo de sangre. Y ese miedo siempre estaba presente, por eso se desvivía en complacer al que consideraba su hermano.
—Ricardo —lo llamó apartándose de la enorme ventana y entrando en el lugar de trabajo de éste—, ¿te sentirías muy defraudado si rehusara casarme con Melbourne?
La miró como queriendo descubrir a qué venía aquella extraña pregunta. Ese matrimonio lo había concertado su padre hacía ya cinco años con el propio Melbourne, y él estaba dispuesto a hacer honor a la palabra dada.
—Mucho.
Paula no pudo evitar sentir que un nudo se formaba en su garganta, un nudo provocado por todos los acontecimientos vividos en los últimos días y que la última palabra dicha por él, único hombre, aparte de su difunto padrastro, que se había preocupado por ella en toda su vida, había acabado por ahogarla.
—¿Ocurre algo que yo deba saber? —le preguntó preocupado por la expresión de tristeza, y espanto, de su hermana.
—No, claro que no —se apresuró a responder—. Sólo que había estado pensando que tal vez no le guste a mi prometido —mintió—, puede que incluso no le caiga bien.
Lo que en realidad no le iba a sentar bien a Melbourne era conocer de la pérdida de su inocencia, pensó con ironía.
—Le gustarás —le dijo para tranquilizarla—. No te preocupes por eso, es un buen hombre y te tratará bien, y estará encantado con los beneficios que le reportará este matrimonio.
—¿Te refieres a mi dote? —Aquello no hacía sino empeorar la situación. Con una cuantiosa dote de por medio, el hombre no estaría dispuesto a dejarla marchar.
La miró y se preocupó un poco al verla tan desdichada. Por ello, se levantó de su asiento y se acercó a ella. Él la quería de verdad, siempre le había caído bien ese bebé llorón que pronto dejó patente que era poseedora de una escasa visión, por lo que solía ir tropezándose y dándose golpes de forma habitual. Y Ricardo se había visto obligado, sin querer, a estar pendiente de cada uno de sus pasos para que no se hiciera daño. Sin embargo, ese sentimiento de protección se hizo más fuerte cuando su padre, a la edad de diecisiete años, lo llamó a su despacho para confesarle que la pequeña Paula era en realidad su hija y no del difunto sir Frederic Chaves, a quien el conde había matado en un duelo para acabar casándose con la hermosa señora Chaves, madre de la niña. Por lo tanto, realmente era su hermana. Su única hermana. Y a partir de ese día, Ricardo decidió que alguien debía procurar dar respetabilidad a su apellido por el bien de ambos, y tendría que empezar por él mismo, dado que su progenitor era un completo inconsciente. También decidió guardar el secreto del origen de Paula, pero sólo para protegerla de los comentarios malintencionados de las damas de su entorno social, quienes no dudarían en despedazarla sólo por distraerse. Incluida la que su hermana consideraba su mejor amiga, la más chismosa de todas las mujeres que conocía. Estaba convencido de que era mejor ser la hija legítima de un simple caballero que la bastarda de un conde, que para empeorar la situación fue concebida en adulterio.
—Me refiero a ti —dijo levantándole el rostro hacia él y dándole un delicado beso en la mejilla—. Anda, ahora pórtate bien y sigue leyendo. Hoy no estoy para muchos sentimentalismos.
Paula respondió dándole un fuerte abrazo, y luego se marchó al jardín, agradecida porque Ricardo la quisiera cuando ella no se lo merecía. Después de la conversación mantenida con su hermano, decidió que debía encontrar a su hombre misterioso cuanto antes, tenía que tener una solución preparada para cuando todo se descubriese, así él no sufriría tanto. Por eso se dedicó a hacer recuento de todo lo que podía recordar de su amante y de aquella noche, para más tarde contárselo a Clara.
Ella iba a dar con él.
Lo iba a encontrar e intentaría arreglarlo todo; pero…
¿cómo?
«Si es que soy una mala mujer.»
*****
Pedro se dirigió a casa de lord Hastings para informarle de los últimos descubrimientos que había hecho con respecto a su tío. Todo indicaba que Rodolfo tenía amigos en la corte rusa y que, últimamente, sus ingresos habían subido inexplicablemente, así como sus gastos, los cuales parecían no tener fin. Él no tenía dudas de que de ese hombre partía todo, aunque aún no sabía cómo lo había hecho. La pregunta era: ¿cómo había descubierto su parentesco con el zar? Nadie, que él conociera, sabía de ese lazo; todos sospechaban y murmuraban que podía ser su bastardo, pero nadie podía imaginarse que su madre fue la primera zarina, su esposa secreta, eso sí, pero esposa finalmente. Y se encontró una grata sorpresa.
***
Se arrodilló en el suelo intentando recuperar, a tientas, sus anteojos. Cayeron en la tierra cuando se agachó a recoger una peineta que se había soltado de su cabello, deshaciendo por un lado su elaborado peinado, y se había perdido entre los rosales. No le importó mancharse el delicado vestido de mañana con la tierra mojada por la fina llovizna caída durante la noche; en ese momento todo su empeño iba dirigido a recuperar su visión.
—Todo esto que me pasa es un castigo por ser una mala mujer, lo sé. —Paula hablaba consigo misma cuando estaba molesta por algo o, como en ese instante, decidida a hacer algo—. Aún no me explico cómo nadie se ha dado cuenta de la vergüenza que he traído a la familia. —Se sentó sobre sus talones, decidiendo dónde podría estar su apreciado aparato de visión, pasándose una mano por la frente en un gesto de frustración, la cual se le quedó manchada de barro, junto con el dobladillo y la falda de su vestido—. Y aún es más vergonzoso porque no tengo el más mínimo remordimiento. Lo único que quiero es conocer al que pudiera ser el posible padre de mi hijo en el caso de que hubiera alguna consecuencia. —«Y repetir lo que hice.»
—¿Puedo ayudarla?
Paula alzó rápidamente el rostro hacia el lugar del que procedía aquella imponente voz. La había reconocido de inmediato, era uno de los problemas añadidos a sus ya extraordinarias circunstancias. No podía ser otro que lord Alfonso. Entrecerró los ojos para intentar enfocar la imagen, pero fue inútil. Sin sus lentes sólo veía bultos. Aunque sin duda podía imaginárselo: inmaculado como siempre. Con su brillante pelo rubio cortado perfectamente a la moda, con betas un poco más oscuras en las puntas, y esa mirada directa y transparente que parecía decirle tantas cosas, o al menos es lo que presentía, cuando la miraba tan abiertamente. La hacía sentir deseada, hermosa, osada.
Parecía que hasta compartieran algún secreto.
«¡Ay, Pau! Un hombre así, marqués, inmensamente rico y apuesto como el diablo, nunca se fijaría en la hija de un simple caballero sin ningún atractivo como tú, así que no imagines que siente el más mínimo interés.» Un sonido lastimero surgió de su garganta y, cuando se dio cuenta de ello, empezó a toser para disimularlo, provocando con ello que Pedro se arrodillara junto a ella, preocupado por su salud.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó mientras se agachaba junto a ella en el suelo del jardín aplastando, sin darse cuenta, las lentes que ella andaba buscando.
Pedro había decidido la tarde anterior que no perdería su tiempo con la hermana de Hastings. La chica había demostrado tan poco interés en él, desde su interludio amoroso, que lo había desconcertado. No esperaba que se echara en sus brazos delante de todo el mundo, pero al menos sí que no lo tratara con tal indiferencia cuando estaban a solas, lo cual, por cierto, se estaba volviendo una costumbre para ella. Él, que se ponía duro como una piedra cada vez que la veía, tenía que soportar que ésta no le dedicara ni una simple sonrisa de cortesía, con lo que su interés se acrecentaba. A veces le daban ganas de hacer algún comentario obsceno, sobre sus dotes íntimas, delante de los demás, aunque sólo fuera por darle una lección, pero se contenía, no era tan ruin. Aunque ella se lo merecía; después de todo, lo había utilizado para saciar su deseo y, a continuación, lo había desechado. «Como has hecho tú con tantas mujeres», se dijo.
Y sin querer, ahí que se la habían vuelto a encontrar y, a pesar de todas las promesas que se había hecho de ignorarla, no había podido pasar de largo y tratarla como si no existiese, como ella solía hacer con él. Por el contrario, se acercó para hablarle mientras la observaba sin que ella le prestase la más mínima atención. Al verla sentada en el suelo, con el peinado desecho y sin esas horribles lentes, le recordó a la apasionada mujer con la que él había querido mantener una relación clandestina, la misma que se había entregado con total desenfreno, perdiendo la inocencia en la mesa de la cocina de una casa extraña. Y se volvió a excitar.
Necesitaba acercarse a ella, hablarle junto al oído, relatarle todas y cada una de las cosas que le gustaría hacerle y todos los sensuales sueños que había tenido con ella como única protagonista. Eso fue lo que lo empujó a acercarse, quería que ella supiera que él estaba ahí, y que estaba esperando algún gesto por su parte para hablar de lo ocurrido entre ellos. Para hacer que volviera a ocurrir. Que algo tan sublime no quedara en el olvido.
—Creí que había entendido que no tiene permiso para tutearme —le contestó con desagrado.
Paula era consciente de que su comportamiento con el hombre no era racional, pero era mejor así, que pensara que le resultaba molesto a que se diera cuenta de que a ella, como a la mayoría de las féminas que conocía, le resultaba tremendamente atractivo. ¡Si hasta se hubiese lanzado a su boca para que la besara nuevamente! Sin embargo, a diferencia de las demás mujeres, Paula había descubierto que ella no era alguien que podía controlar sus apetitos, como quedó demostrado hacía pocas noches con un desconocido, y como le ocurrió la otra noche con Alfonso, cuando éste la abrazó para besarla o, mejor dicho, la besó, y ella sintió de nuevo ese calor y esos sofocos. Y esa necesidad que la consumía… Respiró hondo haciendo un esfuerzo por controlarse. «Si es que soy una mala mujer. Me ha ocurrido ya con dos hombres diferentes, ¿pasará lo mismo con cualquier hombre que se me acerque para seducirme? ¿Tan débil soy? Y Ricardo pensando que el tío Rodolfo es la oveja negra.»
—Pues yo creo que me he ganado el derecho de hacerlo —le dijo.
Pedro no entendía nada. ¿Por qué esa inquina sin sentido hacia él? ¿Y por qué lo miraba entrecerrando los ojos?
—Pues no sé cómo ha podido suceder algo así.
Ante ese comentario, quien se enfadó fue él. Bueno, en realidad no sabía si era enfado u otra cosa, pero tenía ganas de zarandearla. «Quizá porque he estado metido entre tus piernas», le hubiera gustado decirle, pero eso sería demasiado grosero hasta para él.
—No creo que fuese tan desagradable.
—Yo no he dicho que usted sea desagradable.
—Me refiero a lo que pasó. —Decidió que alguno de los dos debía hacer frente de una vez a lo ocurrido. Después de todo, nadie se había enterado, y la joven parecía estar muy a gusto con que nadie le reprochara su falta de decencia—. Y a la forma en cómo me tratas desde entonces.
¡Vaya hombre susceptible! Ella sólo lo trataba como a los demás, el que la hubiese pillado espiando a su hermano y a Marianne no significaba que tenía que olvidar el decoro, mucho menos el que la hubiese besado. Además, ella no le había dado permiso para tutearla. ¿Por qué no lo podía entender? No quería ser su amiga porque podía volver a comportarse como una mala mujer, sentía que con él podía volver a dejarse llevar por la lujuria, y aún tenía un problema que resolver.
—Usted —recalcó el trato— parece ser demasiado susceptible.
—¿Susceptible, yo? —Se giró un momento y entonces se percató de que había pisado algo porque oyó cómo se rompía un cristal.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Paula cuando percibió el sonido y se dio cuenta de lo que había ocurrido—. ¡Mis lentes! Apártese, por favor. —Intentó empujarlo, pero él permaneció donde estaba, y al tocarlo sintió una descarga eléctrica.
Pedro también la sintió, y de nuevo estaba excitado, su miembro daba saltitos entre sus pantalones. ¿Y si la besaba, ahora? Lo cierto era que deseaba hacerlo. Lo deseó en cuanto la vio despeinada, sucia y sin sus horribles anteojos.
Sin esa sosería que la caracterizaba. Ya no le parecía la tonta niña remilgada de la cena de hacía unas noches, ahora era verdaderamente su ninfa del amor. Claro que ayudó mucho el hecho de haberla visto completamente borracha junto con la peligrosa Clara. Le picaban las manos, sentía un hormigueo insoportable. ¡Por Dios bendito! Daría lo que fuera por meter la cara entre sus delgadas piernas.
—Apártame —la retó con una suavidad engañosa. Estaba a un tris de besarla con todo el deseo y ansia que sentía. Como volviera a tocarlo…
—Usted no es muy inteligente, ¿verdad? —Paula había hecho esa pregunta en serio y el hombre se quedó descolocado.
—¿Me estás insultando? —Desde luego que aquella muchacha tenía valor.
—Sólo hago una observación —si pensaba que iba a retractarse, iba listo—. Creo que ha aplastado mis lentes, sin las cuales apenas puedo ver, y en vez de ayudarme a encontrarlas sigue con sus jueguecitos de libertino. Esta usted en mi casa, lord Alfonso, y si me coloca en una situación comprometida, sólo habrá un camino. Recuerde que soy una dama. —También pensó que una dama sin virtud, pero él no tenía por qué saberlo, mucho menos que hubiese dado lo que fuera porque la tomara y acallara sus falsas protestas con un tórrido beso, y mucho más.
—Al parecer, usted es mucho más que yo, de todo. —Estaba enfadado y Paula entendió que era porque lo había puesto en su sitio, ya que se apartó y la ayudó a recuperar sus preciados anteojos.
Todo lo contrario de la conclusión a la que había llegado Paula, Pedro estaba que echaba humo porque ella seguía actuando como si no hubiera existido nada entre ellos y no porque hubiese tratado de insultarlo. Para ella no había ocurrido absolutamente nada. Es más, le había recordado que podía obligarlo a casarse con ella, y eso lo enfureció todavía más. Por eso se quedó observando cómo ella se ponía su artilugio sobre el pequeño puente de la nariz e intentaba calibrar los daños sufridos por éste mientras contaba mentalmente para poder contener su deseo.
—¡Vaya! —exclamó cuando vio que uno de los cristales estaba completamente hecho añicos—. Creo que tendré que comprar otras, éstas ya no sirven, ¿no cree?
Pedro sonrió sin poder evitarlo, evaporándose parte de su malhumor. Al verla con el pelo nuevamente recogido, y con sus lentes puestas, donde un ojo se veía perfectamente a través del cristal, y el otro no, debido a lo roto que estaba, no pudo evitar divertirse con lo cómico de la situación. ¿Cómo era posible que aquella muchacha lo hiciera sentirse de aquella forma tan contradictoria?
—Déjame que te regale unas nuevas —se ofreció seductor—; después de todo, ha sido culpa mía que estén rotas.
—Mejor se lo diré a Ricardo, no sé si le parecerá bien que un hombre que no es mi prometido me haga un regalo tan personal.
«A quien no le parece bien es a mí, teniendo en cuenta que mi monte de Venus está cobrando vida por momentos.»
—¿Personal? —Por el tono de su voz se notaba que él sabía que no quería el regalo y que estaba poniendo una excusa.
—Debo preguntárselo a mi hermano —insistió.
—De acuerdo, vayamos a preguntarle a tu maldito hermano —accedió contrariado—. Ahora deja que te ayude a levantarte —se ofreció poniéndose de pie. Necesitaba tocarla, aunque fuera de forma casual.
Justo en el momento en el que Paula volvió a alzar la cabeza hacia él para rechazar su ayuda —no quería perder el poco control sobre su insaciable sensualidad—, vio cómo algo caía del techo hacia donde estaban y que iba a chocar justo en el cráneo del hombre. En ese instante no pudo avisarle, sólo actuar. Se abalanzó sobre Pedro, olvidando todo sobre lo que se estaba intentando convencer momentos antes, con todo el peso de su cuerpo, hasta lograr desestabilizarlo, consiguiendo así que se apartara de la trayectoria del objeto, y que al hacerlo se la llevara consigo, por lo que acabaron los dos tirados entre los rosales, con un sinfín de espinas clavadas en los brazos, con arañazos en cara y cuello, y con las piernas entrelazadas.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó ella preocupada al ver su cara de sorpresa. «¡De nuevo este ardor, esta calentura!»
—Creo que sí, ¿y tú estás bien?
Pedro estaba enhiesto y ella lo percibió, y de forma inconsciente pegó el centro de sus anhelos a aquel prominente bulto.
—Un poco maltrecha —sonrió Paula, quien había vuelto a perder sus lentes—, pero creo que bien. Mis anteojos son los que creo que no han sobrevivido esta vez —le indicó con pesar, pero el hombre pudo percibir la carga sexual en su voz.
Pedro observó aquella dulce sonrisa y se quedó como en trance cuando se percató de que ella estaba buscándolo.
Era la primera vez que la veía sonreír de verdad. Y se dio cuenta de que era hermosa. Mucho. Pero Paula apenas era consciente de lo que hacía, su cuerpo estaba tomando el control, y se encontró moviendo las caderas sinuosamente contra el cuerpo de Alfonso, que estaba encima del suyo.
Éste la miró a los ojos y vio el ansia en ellos, la necesidad de ser poseída, de poseer.
Y no lo dudó.
Le puso una mano en el esbelto cuello, como recordó que había hecho anteriormente, y ella volvió a inclinar la cara hacia su mano; acto seguido le introdujo un dedo en la boca y ella lo succionó, suavemente. El hombre no podía dejar de observarla, de contemplar las expresiones que cruzaban por el rostro de la mujer, tanta sensualidad, tanta lujuria… ¿de verdad estaba volviendo a ocurrir? Le metió la mano entre las piernas, al descubierto debido a la posición en que se encontraban, sin pensar, sin medir las consecuencias de sus actos, sin miedo a ser descubiertos, y subió hasta donde éstas se unían, buscando la ansiada abertura, la cueva de sus delicias. Le metió dos dedos, sin pensar, sin temor, a la vez que le daba pequeños mordisquitos en los labios mientras ella intentaba atrapar la boca del hombre con un hambre voraz. Poseída. Soltó un gruñido de satisfacción cuando la oyó gemir y tomarle el brazo para que se hundiera aún más en ella mientras alzaba las caderas para recibirlo, y pudo sentir la humedad de su cuerpo recorrerle la piel, aquel líquido, caliente, que almizcló el ambiente, confundiéndose entre el aroma de las rosas. Introdujo sus dedos profundamente, arrastrado por ella, que lo instaba a hacerlo, moviéndolos en una imitación perfecta de lo que deseaba hacer con otra parte de su cuerpo mientras le metía la lengua hasta lo más profundo de su garganta. Al cabo de un momento ella se relajó y, con sus dedos todavía dentro del cuerpo de la joven, pudo sentir las palpitaciones de su feminidad satisfecha, por la llegada al clímax por parte de ella, y esa sensación lo excitó aún más.
Pensó que ahora Paula no podría ignorar esa pasión que los unía.
—Gracias —le dijo Alfonso mirándola a los ojos, pero ella lo esquivó, avergonzada. Ambos sabían que no sólo le estaba agradeciendo haberlo salvado.
—De nada —le respondió, con la voz embotada —, la verdad es que debo reconocer que ha sido toda una aventura. —Sonrió más abiertamente, intentando parecer mundana, distante, y él tuvo que cerrar los puños para no atraerla hacia su cuerpo y besarla de nuevo con pasión.
Por su parte, Paula pareció percibir algo de peligroso en él porque en seguida se incorporó por sí misma, sin ayuda, apartándolo de su cuerpo, de nuevo.
—¿Qué ha podido pasar? —le preguntó como al descuido, volviendo al tema que los había llevado a esa situación, actuando como si no hubiese ocurrido nada íntimo entre ellos.
La pregunta de ella lo hizo salir del estado en el que se encontraba, recobrando de inmediato la cordura. Entonces miró la enorme piedra, la cual había caído un poco a su izquierda, pero que le habría dado de lleno en el cráneo de no ser por Paula, y se hizo una idea de lo que podía haber sucedido.
—Supongo que habrá sido un accidente —le dijo para tranquilizarla y maldiciendo porque adoptara nuevamente esa actitud distante. «¿Por qué lo hace?»
—Por supuesto. ¿Puede levantarse? —Se preocupó de que aún siguiese tirado entre los espinosos rosales mientras ella se había levantado sin problemas.
Paula no quería hablar de lo que acababa de ocurrir y el hombre se percató de ello. Sin embargo, no iba a permitirle ignorarlo nuevamente.
—Paula tenemos que hablar de…
Se oyeron unas voces masculinas y unos pasos apresurados que acudían corriendo hacia ellos.
—¡Alfonso! —exclamó Julian, quien venía acompañado por el hermano de Pau, y que miraba extrañado a su amigo.
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Ricardo a ella, con cara de preocupación.
—Un accidente —lo tranquilizó sonriente—, alguna piedra del tejado que estaría suelta.
—Tu hermana me ha salvado la vida, Hastings.
Ricard la miró sorprendido y Julian alzó una poblada ceja oscura, mirando a Pedro, intrigado, puesto que al hombre no le pasó desapercibido el semblante sonrosado y relajado de la joven, y el estado, más que evidente, de excitación de su amigo.
Afortunadamente el conde estaba tan preocupado por la salud de su hermana que no pareció notar nada.
—Yo sólo vi que algo caía del cielo y le iba a dar a lord Alfonso en toda la cabeza —explicó avergonzada—, así que actué para evitarlo, y nos caímos en mi intento por salvarlo. Nada más.
Esas dos simples palabras, «nada más», dichas con intención, fueron muy claras para el hombre. Lo había vuelto a utilizar.
—¿Tú estás bien? —Paula pensó que su hermano estaba exagerándolo todo.
—Muy bien.
—Vamos dentro, debería revisarte un médico —le ordenó.
—Pero Ricardo…
—Vamos.
Y se llevó de allí a una contrariada Paula, a quien le hubiese gustado estar segura de que el rubio se encontraba bien y aclarar que aquello había sido un error, un acto impulsado por sus inestables sentidos. Por otra parte, estaba eufórica con su acción. ¡Lo había salvado de morir bajo una enorme piedra! Había vuelto a actuar por sí misma, y además se encontraba muy relajada por el momento de excesiva lujuria que acababa de experimentar. Esto sí que no se lo pensaba contar a Clara, si no, ¿qué pensaría de ella? «Pues, que eres una mala mujer. ¡Sí, pero cómo me gusta serlo! Pues mejor que empieces a controlarte, o tendrás un problema con los hombres.»
Julian se quedó observando a su amigo un poco más hasta que le tendió la mano para ayudarlo a levantarse.
—¿Más accidentes? —le preguntó serio.
—Parece ser que así es. Y tú, ¿qué haces aquí?
—He venido a interceder ante Hastings para que levante el castigo de Paula. Al menos en lo de dejar que vea a mi esposa.
Julian parecía divertido y Pedro no lo entendió.
—¿Te parece gracioso que no quiera que su hermana sea amiga de Clara? —preguntó extrañado.
—Lo que no me parecería normal es que quisiera. Cuando esas dos andan juntas, siempre hay algún pobre tonto en su punto de mira.
Julián continuó sonriendo y Pedro se preguntó si no sería él el objeto de las maquinaciones de ambas. Después de todo, primero lo utilizaban y luego lo ignoraban. ¿Era ésa una treta para volverlo loco? Conociendo a la mujer de Penfried, estuvo seguro de que sí, y seguramente Paula era igual.
«No me gusta —volvió a convencerse—. Nada.»