viernes, 5 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 14





Estaban en la sombrerería buscando unos guantes para regalárselos a Sara, que Clara se empeñaba en probarse aunque su hermana tuviese las manos mucho más grandes que las suyas. Por eso Paula pensó que lo que en realidad estaba haciendo era poner de excusa a la otra para poder comprarse unos guantes nuevos. Llevaban toda la tarde juntas porque Ricardo había tenido que acceder a la petición del marido de Clara, que intercedió para que le levantara el castigo esa tarde, y la dejase salir a pasear con su amiga. El tema de conversación se dirigió todo el tiempo en cómo descubrir la identidad del hombre con el que Paula tuvo su interludio amoroso. Todas sus teorías y lucubraciones giraron en torno al amante misterioso de Pau. Ella pensaba que no podía ser otra persona que un criado de la casa de su tío Rodolfo y por eso Clara había estado investigando cuántos hombres, que pudieran acercarse a la descripción de la joven, trabajaban en la casa. Había descubierto que sólo podían ser dos: el mayordomo y el asistente del propio Rodolfo. Paula le había dicho a Clara que descartaba al mayordomo porque era muy mayor, pero su amiga no quería dejar ningún cabo suelto, pensaba que la otra no querría reconocer haber intimado con un anciano, pero, claro, en el estado en el que se suponía que estaba Paula esa noche, totalmente ebria y sin ver nada, cualquier cosa podría haber ocurrido. Por supuesto en ningún momento mencionó al marqués.


—¿Estás segura?


—Lo cierto es que no —contestó Paula mientras observaba cómo Clara se probaba el quinto par de guantes—, pero las probabilidades son altas.


—¿Por qué?


—Es un hombre joven, y él lo era.


—¿Cómo estás tan segura de que es joven? —le preguntó la rubia sin mirarla. Al no obtener respuesta de su amiga, la miró expectante, pero la expresión de Paula le dio la respuesta que necesitaba—. Creo que mejor no quiero saberlo. Y no hables de tu amante en pasado, parece como si estuviese muerto.


—¡Clara! —protestó.


—Será mejor que vayamos a casa de tu tío ahora mismo, necesitamos tener un rostro cuanto antes.


—No creo, no estoy preparada aún.


—Pues deberías, tienes que dar con ese hombre —le indicó—. Imagina qué le dirás a Ricardo si llega a enterarse de que podrías estar embarazada de un desconocido incluso para ti. Si tenemos la más mínima posibilidad de encontrarlo, mejor empezar en este mismo momento. Debemos aprovechar que tu hermano te ha dejado salir, lo cierto es que no entiendo por qué me tiene tanta inquina.


Paula decidió no sacarla de la ignorancia. Richardo, el paradigma del decoro y las formas, no soportaba a Clara porque, según él, era caprichosa, consentida y escandalosa. 


¡Ah!, y lo más importante: una mala influencia para ella.


—¿Tú tía Marianne estará en casa? —le preguntó la otra ignorando los pensamientos de Paula.


—Creo que sí, aunque ella y Rodolfo van a venir a quedarse unos días con nosotros por unas reformas que quieren hacer.


—Entonces nos vamos a su casa ahora mismo, tenemos que encontrar a tu hombre.


Sin embargo, cuando hablaban de su hombre, no podía evitar pensar en Alfonso.


—Podrías decirlo de otra forma, suena tan vulgar.


—Podría llamarlo de otra forma —le dijo con sonrisa pícara—; de hecho, tengo una palabra en la cabeza desde el mismo instante en que me confesaste tu travesura, pero, si llego a decírtela, entonces sí que te sonaría vulgar.


—¡Mi hermosa lady Penfried! —Una voz conocida para Clara y peligrosa para Paula captó su atención—. Querida sobrina. ¡Qué agradable sorpresa!


—Tío. —Paula no había vuelto a ver a Rodolfo desde la cena en casa de su hermano, la noche siguiente de que la sacara de aquel burdel de alta estopa. Se sonrojó cuando éste la miró con complicidad. Seguramente también era conocedor de cómo su hermano se la llevó completamente borracha de casa de Clara, y que la había castigado sin salir y sin tener contacto con la joven.


—Me alegra saber que te han levantado la pena, querida. Y usted —le dijo a Clara con mirada desvergonzada—, tan encantadora como siempre, querida dama.


—Me alaga con sus palabras —le dijo Clara poniendo aquella mirada tan conocida para Paula. La rubia, sabedora de su arrebatadora belleza, la utilizaba con los hombres cuando quería conseguir algo—. Lo cierto es que ha debido de ser el destino quien lo ha puesto en nuestro camino, ¿verdad Pau? —Miró a la pelirroja, quien no pudo sino colocarse bien sus odiados lentes sin saber qué es lo que se proponía su amiga—. En este mismo instante nos dirigíamos a su casa, queríamos saludar a su esposa.


—¿De verdad? —preguntó contrariado—. Marianne ha salido temprano a hacer unas compras para dejarlo todo listo antes de mudarnos a casa de mi estimado sobrino.


—Vaya, una verdadera lástima, lo cierto es que es culpa nuestra porque no habíamos avisado de nuestra visita —se excusó Clara mientras Paula intentaba hacerle señas para que no siguiera por ese camino. Ella no pensaba ir a hablar con el asistente de su tío. ¿Cómo se llamaba? Ni siquiera podía recordar su nombre—. En fin, tendremos que dejarlo para otra ocasión.


—Si quieren pueden acompañarme a casa y esperar allí a mi esposa, no creo que se demore mucho.


Paula detectó cierto cinismo en el tono de voz de su tío, pero ¿a qué podía deberse? Su tía Marianne era la persona más buena y encantadora que ella hubiese conocido y, después de su madre, era a quien ella más quería; aparte de al demonio rubio que la acompañaba.


—No querríamos ser una molestia, tío.


—Tú nunca serás una molestia para mí, Pau.


Algo en la forma en cómo Rodolfo miró a la joven puso en guardia a Clara, quien estaba más acostumbrada al flirteo y a las insinuaciones que su amiga. Y no le gustó nada lo que vio en la mirada de aquel hombre. Sin embargo, Paula no se percató del interés que su tío parecía profesarle desde la noche en que la descubrió en el burdel de la tal Emilia.


—Creo que será una estupenda idea, nos acompañará hasta su casa —intervino Clara—; después podrá irse a realizar sus recados mientras nosotras esperamos a su esposa.


Paula por poco se atraganta de la risa que le entró. Su amiga prácticamente acababa de ordenarle a su tío que las llevara a su casa y se marchara de allí después, no molestándolas más. Y al parecer, por la cara de asombro que puso el otro, había entendido perfectamente la situación; no obstante, actuó como si recibir órdenes de lady Penfried
fuera lo más normal del mundo.


—Será un placer —le dijo tendiéndole el brazo a Clara y mirando por encima de la cabeza de ésta a Paula.



****

Paula se encontraba sentada en el escritorio de su tío Rodolfo como si fuera algo natural, mientras Clara andaba por la casa intentando sonsacar información a los criados con respecto al asistente de éste. Se humedeció el labio inferior y esperó a que el joven hombre hiciera acto de presencia en el despacho. Clara había sido la encargada de hacerle llegar el mensaje de que la señorita Chaves quería hablar con él.


Lo malo era que no tenía nada que decirle.


Cuando el hombre llegó a su encuentro, ella se ajustó las lentes para poder verlo mejor y se llevó una decepción. ¿De verdad podía ser él con quien había perdido su inocencia? 


Sin saber por qué, se sintió mal. «A ver, Pau, ¿cómo se llamaba?» Ni siquiera lograba recordar su nombre, por lo que pensó que eso no era buena señal. Una joven siempre recordaba el nombre de un hombre que la hubiese impresionado, y a éste lo había visto algunas veces, aunque nunca se había fijado en él. De quien sí se acordaba, y bien, era de Alfonso. Por lo tanto…


—Señorita —la saludó el hombre entrando en la habitación y dejando la puerta entreabierta, como mandaban las normas de la decencia—. ¿Deseaba preguntarme algo?


¿Clara le había dicho que deseaba preguntarle alguna cosa? 


A veces sentía deseos de estrangularla. Se fijó en él, evaluándolo. Lo cierto era que no resultaba mal parecido, aunque no era alguien en el que ella se hubiera fijado. 


Rubio, de ojos oscuros y…, vaya, era alto. Y el hombre de aquella noche también era alto. Aquello pintaba mal, podría ser éste a quien andaba buscando, y ella podría estar encinta, por lo que tendría que casarse con él si resultaban ciertas sus sospechas. Tuvo ganas de morirse. Al menos su prometido, Melbourne, era atractivo.


—Señor… —¡No conseguía recordar su nombre!


—Colin Carter —la ayudó con una sonrisa y ella pensó que reírse no le favorecía en absoluto. Volvió a considerar que era una mala mujer.


Y perversa.


—Por supuesto —le dijo volviendo a sonreír ella también.


—¿Quería preguntarme algo, señorita? Lady Penfried me ha dicho que me apresurara a acudir a su encuentro, que era muy importante.


Paula tragó saliva y se levantó de su asiento dirigiéndose al lugar en el que el señor Carter estaba parado. Puesto que éste no daba indicios de reconocer nada, tendría que actuar ella. Lo que recordaba bien de su amante ocasional era el aroma que desprendía su piel, por lo que debía acercarse lo suficiente para oler su cuello. Decidió que no le quedaba otra opción si quería acabar con aquello de una vez. También le había tocado una cicatriz al final de la espalda, justo antes del nacimiento del trasero. Y recordó que era un hombre bien formado, fibroso.


Se dirigió al hombre con paso decidido, quien se asustó un poco cuando la dama se acercó tanto a él, aunque se mantuvo firme.


—Señor Carter —le dijo cuando llegó hasta donde estaba—, ¿puedo pedirle un favor?



Por la expresión del señor Carter, Paula pensó que no sabía si echarse a llorar o salir corriendo. El pobre estaría decidiendo si sería acertado negarle algo a la sobrina de sus patrones.


—¿Señorita? —le preguntó sin aliento cuando Paula le puso una mano enguantada en el antebrazo para comprobar la dureza de éste.


—¿Podría —prosiguió ignorando el hecho de que el pobre estuviera temblando—, podría inclinarse un poco para que pueda olerlo?


Ya estaba. Ya se lo había preguntado. ¡Qué bochorno!


El hombre la miró con los ojos abiertos como platos. Y, de un momento a otro, su expresión pasó de ser asustadiza a decidida.Paula pensó con angustia que éste había creído que ella le estaba insinuando algún tipo de cita amorosa. 


Aunque, por otro lado, se alegró de que este hombre no despertara sus sentidos como había hecho su amante y, mejor reconocerlo de una vez, lord Alfonso.


—Como usted desee —le dijo mirándola a los ojos e inclinándose un poco para que ella pudiera aspirar su aroma más cómodamente, al tiempo que apoyaba su mano en la que ella mantenía apoyada en su antebrazo.


Paula no dijo nada, sólo sintió deseos de salir de allí lo más rápido posible; por eso, cerró los ojos y se apresuró a oler el cuello del hombre. Respiró aliviada. Aquel olor a… a…, no sabía muy bien a qué olía, pero desde luego no como el hombre que andaba buscando. Su brazo tampoco era duro y musculoso…


—¿Interrumpo? —Pedro entró en la estancia sin pedir permiso.


El señor Carter se apartó de ella de un salto, como si le quemara, y a ella le dieron ganas de echarse a reír si no fuese porque el intruso no era otro que el amigo del marido de Clara, y de su propio hermano. Aquel hombre tan atractivo como odioso, que siempre tenía que andar cerca de ella. Que le había hecho aquello esa misma mañana sin ningún tipo de reparo... «Y al que incitaste de forma escandalosa», se dijo. No habían vuelto a encontrarse desde entonces, y ella agradeció que fuera así, porque no quería hablar con ese hombre de sus insaciables apetitos. Con él, no.


—Por supuesto que no, lord Alfonso —respondió Carter, para luego mirarla a ella—, ¿ha terminado, señorita? —La cara del pobre era de tal desconsuelo que Pau asintió con una sonrisa para tranquilizarlo, y éste, después de hacer una inclinación de cabeza, salió de allí tan rápido como pudo.


—Pobre Colin. Veo que no pierdes el tiempo —le dijo Pedro a la joven con semblante serio mientras se acercaba, demasiado, a ella.


—Yo, yo… no sé a qué se refiere. —Maleducado. No estaba bien visto hacer ese tipo de comentarios a una dama.


—Vamos, querida Paula —repuso acercándose a ella tanto como ella lo había hecho antes con el pobre señor Carter, provocándola, consiguiendo ponerle la piel de gallina—, ¿quieres que yo también me incline hacia ti para que puedas olerme?


Colocó su pequeña mano enguantada sobre su antebrazo y la obligó a mantenerla allí cuando ella quiso retirarla. No por vergüenza, sino por miedo a su propia reacción si seguía acosándola.


—¿Cómo se atreve a tratarme así? —le preguntó sorprendida por la dureza de ese brazo y porque ese hombre odioso no la respetase en lo más mínimo.


—No puedo creerme que vayas a comportarte como una cobarde. —Pedro se inclinó hasta que su mirada estuvo a la altura de la de ella—, después de lo que nos…


—Pau, ¿ha resultado? —Clara entró en tromba en la habitación, interrumpiendo las palabras del hombre, quien se apartó de la pelirroja en un santiamén—. ¿Qué haces tú aquí? —le preguntó cuando se dio cuenta de quién estaba junto a su amiga.


Clara estaba dolida con Pedro porque, cuando se conocieron, la engañó diciéndole que se llamaba Pietri y que era un amigo, sin fondos, de su marido.


—¿Yo? —demandó él con aire inocente.


—Sí, tú, aún sigo enfadada contigo por decirle a Julian que me viste con esa dama, aparte de lo de tu mentira con respecto a quién eras.


—¿Dama? ¡Ah! Supongo que te refieres a Emilia. ¿Le has dicho que fui yo quien se lo dijo a su marido? —le preguntó a Paula sorprendido. Nunca pensó que fuera una cotilla. Pero era la única persona que se encontraba presente cuando él le comunicó a Julian con quién se estaba viendo su esposa.


 Por lo tanto, no podía haber sido otra persona.


—Es que fue usted, lord Alfonso —le aclaró ella, envalentonada porque Clara también estuviese enfadada con él. Ese hombre conseguía que saliera a flote su vena peligrosa. La sensual y la malvada.


—Pero no deberías ir por ahí contando chismes —le regaño seductor—, tal vez te merezcas un cast…


—Ella puede hacer lo que quiera.


—Ya me he dado cuenta de ello —atajó Pedro—. Y estando tú detrás, no me sorprendo de nada.


Clara achicó los ojos indignada, Pedro sonrió con petulancia y Paula lo miró con furia. ¿Se estaba refiriendo a lo de esa mañana? Pues él tenía tanta culpa como ella.


—Aún no has respondido a mi pregunta —insistió Clara—, ¿qué haces aquí?


—Eso me gustará saber a mí también, ¿qué hace aquí? —interpeló Paula—. Mi tío no se encuentra, y usted se toma demasiadas libertades —le hubiera querido decir «conmigo»— en esta casa.


—¿Te ha pedido Julian qué me sigas? —preguntó Clara furiosa.


Pedro evitó, no sin poco esfuerzo, echarse a reír al verse acosado a preguntas por aquellas dos.


—No, a la última pregunta —le dijo a Clara—. En cuanto a las otras dos —miró de nuevo a Paula con demasiado descaro para el gusto de ésta; después de todo, apenas se habían visto un par de veces, o quizá tres—, suelo acudir a esta casa de forma asidua, y he venido a recoger algo que perdí… —le hizo un completo repaso con aquella penetrante mirada—... la otra noche.


Cuando dijo eso último la miró a los ojos, y ella aguantó la respiración y se quedó muda. Le iba a dar algo. ¿Quería decir que… que podía ser él? No, imposible, por supuesto que no podía ser. Ese hombre insufrible... Sin embargo, lo que había dicho, sus confianzas con ella, la forma tan descarada que tenía de dirigirse a ella, su forma de tocarla aquella mañana… Su amiga, aun siendo la más estratega de las dos, no había parecido percatarse de ese detalle, por lo que sólo podía ser producto de su imaginación. Su exagerada imaginación le estaba jugando una mala pasada. 


En su desesperación por encontrar a ese hombre, en pensar que ella no era tan perversa como para entregarse a dos hombres distintos con tanta pasión, pensaba que cualquiera podría serlo. Incluso el marqués.


—Muy bien —intervino Clara salvando la situación—, nosotras nos vamos. Lady Marianne se demora demasiado y tenemos que regresar a casa.


A su amiga se le notaba que estaba molesta con Pedro por lo de Emilia y por engañarla con su nombre, y Paula sabía que realmente era así, porque no se esmeraba en disimular su rabia.



—Puedo acompañarlas —se ofreció el hombre rubio con ese acento que lo caracterizaba.


Clara lo miró furiosa.


—Será mejor que no —dijo sonriente a una Clara enfadada. 


—Me asombra tu perspicacia. —Y tomando a Paula de la mano, salieron las dos de allí, dejando a ese hombre, riéndose a carcajadas, tras ellas.


En cuanto se hubieron marchado, Pedro corrió a buscar a Carter; tenía algo urgente que hablar con él, necesitaba saber si había encontrado lo que andaban buscando, además de comentar la escena que había presenciado antes en el despacho del imbécil de Rodolfo. No quería que volviera a repetirse. Le iba a prohibir acercarse a Paula.


Colin no le había servido de mucha ayuda.


Lo contrató aconsejado por Ricardo, pero ahora ya no estaba tan seguro. Él estaba convencido de que el tío de su amigo era quien andaba detrás de todo pero ¿cómo demostrarlo? Los accidentes, por llamarlos de alguna forma, habían comenzado cuando se hizo público su compromiso con la condesa Sofía Marcow, del más antiguo linaje de la nobleza rusa; pero, claro, nadie sabía que aquello no era más que una estratagema orquestada por su padre para descubrir quién estaba detrás de los asesinatos que se estaban produciendo en el palacio real. Sin embargo, allí en Londres, se habían hecho más asiduos desde hacía una semana más o menos, y no conseguía explicarse el motivo. 


Suspiró con desesperación. Él quería seguir con su vida de noble caballero inglés sin que nadie tuviera que venir a perturbarla de ninguna manera. Había hablado con el zar, y habían llegado a la conclusión de que había muchos intereses implicados en hacer público el matrimonio de éste con la madre de Pedro, hacía ya treinta años, y del que nació él mismo; por tanto, debería ser el verdadero heredero. 


A pesar de todo, su madre le había hecho prometer a su padre, Nicolás Pavlovich, hijo del zar Pablo I y la reina Sofía Dorotea de Wurtemberg, que, si ella fallecía durante el parto, él volvería a casarse, su matrimonio quedaría en secreto, y su hijo o hija sería criado y educado por sus padres, quienes lo presentarían como un hijo propio. Y según su padre, y sus propios abuelos, ello había sido así porque su madre, lady Elizabeth Alfonso, única hija de los marqueses de Alfonso, había sido testigo silencioso, durante su corto noviazgo, y posterior y secreto matrimonio, de lo desdichado que había sido Nicolás al verse obligado a ser nombrado zar de Rusia. 


Elizabeth no quería esa desdicha para su hijo no nato y, por lo tanto, había decidido que, si ella no estaba allí para brindarle su amor y protegerlo de las traiciones y subterfugios de palacio, estaría más seguro, y sería más feliz, en Inglaterra, donde sus padres lo educarían y criarían como un hijo propio, como el heredero de un marquesado.


A pesar de ello, Pedro, a petición del propio Nicolás, había sido educado entre Londres y Moscú y, cuando acabó sus estudios, se le concedió un cargo en el consulado británico en Rusia, que ocupó hasta que se tornó demasiado aburrido para él, quien aguantó algunos años más sólo para que su padre pudiera seguir manteniendo el contacto directo con su persona.


Y sin explicarse cómo, alguien había descubierto su verdadera ascendencia (hasta él mismo tenía que reconocer que era el vivo retrato del zar a sus años) e incluso habían robado de casa de su abuelo el acta matrimonial de su madre y su auténtica acta de nacimiento. Su abuelo, el difunto marqués de Alfonso y vizconde de Specy, títulos que ahora ostentaba el propio Pedro, nunca destruyó los papeles que confirmaban su ascendencia, y los tenía bien guardados en su mansión de Bath, pues pensaba que algún día su nieto podría querer hacerlos públicos. Nada más lejos de los pensamientos del propio joven.


Y, a partir de ese momento, su vida se había tornado en caos.


El mismísimo zar había recibido un anónimo donde se le exigía una suma desorbitada de dinero a cambio de dichos documentos, pero, a la vez, los opositores a la prole engendrada con Carlota de Prusia, la zarina actual y únicamente reconocida, intentaban conseguirlos para desestabilizar la vida política del país. Causa ésta por la que su vida, sospechaba que motivado por el miedo de los seguidores de Carlota y su hijo mayor Alejandro de que pudiera ocurrírsele la idea de acudir a Rusia en calidad de heredero, estaba sufriendo incontables atentados.


Así que ahí estaba, comprometido con una exuberante e inmensamente rica condesa rusa que no conocía, investigando al tío de Ricardo, a quien sus informadores señalaban como el posible ladrón y extorsionador, y teniendo que estar constantemente velando por su vida.


¿Se le olvidaba algo más? Por supuesto, se había enredado, sin ser consciente de ello, con la hermana pequeña de quien le estaba ayudando a recuperar los preciados documentos que podrían dar la paz a su vida, y a un imperio. Y lo más extraño era que, por lo visto, la chica trataba de ponérselo fácil, ignorándolo completamente, haciendo ver que nunca habían mantenido ningún tipo de encuentro, y lo ridículo era que él quería esa complicación, y eso era lo más frustrante. 


Y, por descontado, su deseo insatisfecho, que ya estaba empezando a resultar doloroso.





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