sábado, 23 de enero de 2016

UNA NOVIA DIFERENTE: CAPITULO 12





Paula soñaba que alguien golpeaba la puerta y llamaba... no a ella... no era su nombre... Hablaba en una lengua extranjera, fluida y agradable al oído, pero cada vez más fuerte. Paula se despertó y yació boca arriba, sonriente y satisfecha. Se estiró y sintió un calambre en los gemelos.


–¡Ay! –se tapó un bostezo con la mano y la sábana se deslizó hacia abajo. Estaba desnuda, en... ¿Dónde? Los recuerdos la invadieron de golpe justo cuando llamaron fuertemente a la puerta y se oyó la voz de una mujer, la misma voz que había oído en sueños.


–¡Pedro! ¡Pedro!


Paula no se había despertado aún del todo, pero reaccionó en una milésima de segundo. Se metió bajo el guiñapo de sábanas y formó un ovillo con su cuerpo en un desesperado intento por desaparecer.


Esperó con la respiración contenida y el corazón latiéndole a un ritmo frenético. Oyó unas pisadas en el suelo de madera y cómo los golpes en la puerta se hacían más y más fuertes. 


Convencida de que iba a ser descubierta, esperó con la resignación de una mujer condenada, preguntándose si sería menos humillante mostrarse antes de que la encontraran. 


¿Podría morir una persona de vergüenza? Siempre que no muriese antes asfixiada...


Su cerebro, cada vez más privado de oxígeno, imaginó varios titulares a cada cual más obsceno. Pero Pedro no permitiría que el asunto llegara a la prensa y acallaría todos los rumores para no añadir más ofensas al nombre de su familia.


La necesidad por llenarse los pulmones de aire era cada vez más acuciante. Tendría que decidir entre respirar y delatarse o ahogarse bajo las mantas. No tenía elección y abrió la boca para tomar aire, pero el sonido fue disimulado por el chirrido de una puerta al abrirse.


–¡Mamina!


Paula pegó las rodillas al pecho y se abrazó con fuerza, intentando ser lo más pequeña posible. Con un poco de suerte pasaría por un montón de mantas revueltas para cualquiera que la mirase. Siempre que no hiciera una estupidez como ponerse a toser...


Bajo las mantas hacía un calor agobiante y empezó a sudar copiosamente, pero fuera seguían hablando. Apretó los dientes y se concentró en respirar de manera superficial y silenciosa, mientras crecía el temor por ser descubierta.


No podía ni imaginarse lo humillante que sería la situación...


Justo cuando pensaba que no podía estar peor, sufrió un tirón en el gemelo y tuvo que morderse el labio para no gritar de dolor. El calambre fue tan intenso que a punto estuvo de delatarse, pero cuando el dolor empezó a disminuir se percató de que las voces se habían callado y que unos pasos se dirigían hacia la puerta.


–Ya puedes salir –le dijo Pedro después de que la puerta se cerrara.


Sonrió con sarcasmo cuando la cabeza de Paula asomó bajo las mantas, despeinada y con las mejillas coloradas. No se parecía en nada al ángel durmiente de rasgos perfectos al que Pedro había dejado descansar a regañadientes.


Paula sintió una sacudida en el pecho que la hizo olvidarse de la indignación. Si Pedro le sonriera más a menudo se encontraría en serios problemas... O mejor dicho, ya tenía
serios problemas. Consiguió mantener el ceño fruncido mientras él se apartaba de la pared.


–Mi abuela –le explicó, mirándola fijamente a los ojos.


–Eso ya me lo había imaginado. Lo que no me explico es por qué te has puesto a hablar con ella. Sabías que yo estaba...


–¿Debajo de las mantas?


–¿Qué otra cosa podía hacer? –le espetó ella. En un intento por conservar un mínimo de dignidad, sostuvo la sábana a la altura de los hombros y se sentó sobre las piernas, flexionando los dedos para aliviar los dolores de la pierna.


–Pues no sé... ¿Qué tal presentarte?


–Ah, claro, eso sí que habría estado bien. Hola, soy la mujer de su nieto... ¡No sé lo que le has contado de mí!


El resentimiento de Paula se mezcló con las libidinosas fantasías que la visión de su cuerpo le provocaba. Se veía que acababa de salir de la ducha, y seguramente no había oído los golpes en la puerta. Se había puesto un albornoz que le llegaba a la mitad del muslo y su piel, todavía salpicada de humedad, relucía como oro bruñido contra la tela negra.


–Creía que afrontabas casi todas las situaciones de una manera más directa.


Paula meneó la cabeza para sacudirse los eróticos recuerdos de la noche anterior y adoptó una expresión fría y serena.


–Lo que en su momento parecía una buena idea puede ser un grave error a la luz del día.


La mirada de Pedro la hizo encogerse.


–¿Eso ha sido para ti? ¿Un error?


El hecho de que él también lo viera como un error no mitigaba la indignación de Pedro. Él no se había escondido bajo las mantas, pero se había dado una ducha helada para eliminar el olor de Paula. Por desgracia no podía hacer lo mismo con los recuerdos de lo que habían hecho.


–No... lo de anoche... No me refiero a lo de anoche, sino a la boda. Lo de anoche fue... –se le quebró la voz. No podía decirle que había sido «especial» a un hombre que se había acostado con Dios sabía cuántas mujeres. Para él solo había sido sexo, pero para ella habían hecho el amor. Tragó saliva para no echarse a llorar. Debería estar agradecida de que su primera vez hubiese sido tan especial. Conocía a muchas mujeres que no habían tenido tanta suerte, y algunas historias la habían hecho reafirmarse en su castidad.


Pero hasta la noche anterior no había sabido lo que se estaba perdiendo... No sabía por qué lo había hecho, pero sí tenía la plena certeza de que si volviera a tener la oportunidad lo haría de nuevo.


–Una cosa no habría pasado sin la otra –dijo él.


Ella asintió con cautela, sin saber muy bien lo que quería decirle.


–Y tú seguirías siendo virgen –añadió Pedro, asqueado consigo mismo.


Pero mentiría si no reconociera la excitación que lo invadía al saber que había sido el primero. Era aquel instinto primario el que desataba los celos y el resentimiento porque ella le quitara importancia a lo ocurrido.


Paula puso los ojos en blanco y suspiró para intentar ocultar su incomodidad.


–¿Tenemos que hablar de esto?


–Lo siento si el tema te aburre, pero sí, tenemos que hablar.


Ella lo observó y ladeó la cabeza.


–¿Estás furioso conmigo porque era virgen? –le preguntó, riendo.


–Estoy furioso contigo por no habérmelo dicho antes –tragó saliva y se pasó una mano por el pelo mojado–. Podría haberte hecho daño –la pasión era una cosa, pero perder la cabeza con alguien sin experiencia no era algo de lo que se sintiera orgulloso. Si lo hubiera sabido habría sido mucho más delicado y...


Qué demonios... ¡si lo hubiera sabido no habría hecho nada!


Lo único que podía ver de ella era su coronilla. Había pegado la barbilla al pecho y el pelo le caía como una cortina de seda roja sobre el rostro. Pedro aspiró profundamente al recordar cómo aquellos cabellos le habían acariciado el pecho cuando... No, no podía seguir por ahí. Lo de la noche anterior había sido una excepción y basta. Se había dejado llevar por sus impulsos, pero no volvería a suceder.


Ella levantó la cabeza y se apartó el pelo con las dos manos para mirarlo con unos ojos brillantes como zafiros.


–No me lo hiciste... –sus carnosos labios se curvaron en una temblorosa y sexy sonrisa, y Pedro sintió que el corazón le daba un vuelco. No estaba preparado ni protegido para una sensación tan fuerte.


De pronto Paula soltó un grito ahogado de dolor.


–¿Qué pasa? ¿Qué te ocurre? –Pedro se sentó en la cama, donde ella había pegado la rodilla al pecho y se aferraba a la pantorrilla.


–¡Un tirón! –masculló entre dientes, blanca como la cera.


–¿Solo eso? –sintió una mezcla de alivio y compasión. Sabía por experiencia lo molesto que podía ser un tirón, sobre todo si a uno lo pillaba a un kilómetro de la costa.


–¿Solo? –repitió ella con voz ahogada. Si hubiera tenido algo a mano se lo habría arrojado a la cabeza. El dolor se había extendido hasta el pie y las contracciones musculares tiraban de los dedos hacia arriba. Paula se los agarraba en un desesperado intento por aliviar la agonía–. Puede que mi tolerancia al dolor sea nula, ¡pero me duele horrores! –se quejó, avergonzada por las lágrimas de debilidad que afluían a sus ojos.


–Lo sé. Permíteme.


–No puedo –sacudió la cabeza, negándose a soltarse el pie.


–Sí puedes –con mucha calma le hizo estirar la pierna sobre sus rodillas y empezó a masajearle el músculo agarrotado. 


Los movimientos de sus largos y hábiles dedos aliviaron inmediatamente el dolor, de modo que se recostó sobre las almohadas, cruzó los brazos sobre la frente y apretó con fuerza los párpados.


Pedro vio cómo la sábana se estiraba sobre los pechos al oscilar con la respiración. Pensó en lo que había debajo, y en ese momento ella abrió los ojos y emitió un gruñido de protesta.


–¡Me haces daño!


–Relájate –un consejo que a él mismo le estaba costando trabajo seguir. ¿En qué demonios había estado pensando la noche anterior... y qué pretendía hacer en esos momentos? ¿Fingir que no había sucedido nada? El recuerdo de su reacción aún estaba fresco en su cabeza.


Que se relajara, pensó ella con desdén. Qué fácil era para él decirlo. Volvió a cerrar los ojos mientras él apretaba los músculos de la pantorrilla.


–¡Ay! –se quejó de nuevo, pero mantuvo los ojos cerrados. 


La tensión empezaba a disminuir mientras los dedos de Pedro le recorrían los gemelos y la planta del pie, hasta que los músculos se relajaron y cesaron los espasmos en los dedos–. Mejor –murmuró, abriendo ligeramente los ojos–. Ya puedes parar.


Pero él no se detuvo y siguió masajeándole las piernas, subiendo lentamente por la cara interior de los muslos.


Sintió el suspiro que le estremecía el cuerpo y se llevó los pies a los labios para besarle la planta.


¿Quién se hubiera imaginado que un pie pudiera ser tan sexy?


¿Quién se hubiera imaginado, se preguntó ella, que la planta del pie fuese una zona erógena?


–¿Cómo es que nunca te has acostado con nadie?


–Me volví muy desconfiada después de que un hombre apareciera de la nada mientras me estaban seduciendo y me acusara de ser una fulana delante de todo el hotel –abrió un ojo a tiempo para ver cómo se quedaba pasmado al recordarlo–. Supongo que me hizo un favor al hacerme ver qué clase de consumado mujeriego era el hombre que me estaba llenando de pájaros la cabeza, pero de ahí a hacerle creer a todo el mundo que yo iba por ahí acostándome con hombres casados...


Pedro cerró los ojos con una mueca. Ya no veía a la mujer fatal de la que los hombres debían protegerse, sino a una víctima inocente.


–Qué tipo tan miserable –murmuró.


–Oh, sí... tanto como el otro.


–Pero seis años, Paula...


–¿No te dije que mi libido es casi inexistente?


Los dedos de Pedro se detuvieron un instante, pero enseguida reanudaron su ascenso por el muslo y su risa le provocó a Paula un hormigueo en el vientre.


–¿Qué viste en aquel baboso? –le preguntó mientras seguía subiendo, para luego retroceder sin llegar a satisfacer el deseo que palpitaba en su entrepierna. Paula giró la cabeza en la almohada y soltó un suspiro de placer y frustración.


–Tenía dieciocho años, Pedro. Él se fijó en mí desde el principio y me dedicó un trato especial. Ningún hombre se había interesado nunca tanto por mí, y es normal que me sintiera halagada... Hasta que un día advertí que algo no iba bien. Esperé hasta después de clase y le pregunté... –se llevó una mano a la cabeza–. Le pregunté cómo podía ayudarlo. Fue entonces cuando me confesó que se había enamorado de mí. Lo había estado ocultando porque era mi profesor y era mucho mayor que yo. Perdí la cabeza por él y por el secretismo que lo envolvía todo. Me parecía tan romántico... Después descubrí que al comienzo de cada curso tenía una aventura con una estudiante nueva. Todo el mundo lo sabía menos yo... Me convertí en el hazmerreír de la facultad.


Pedro apretó los puños. Si volvía a encontrarse con aquel adúltero embustero, no sabía lo que le haría.


Y él se había acostado con una virgen...


–Los dos éramos adultos y no hubo nada ilegal –añadió ella a modo de justificación–. Simplemente fui una estúpida.


–Se aprovechó de su posición –replicó Pedro–. Me sorprende que la universidad lo permitiera.


–No creo que el decano lo supiera, y de todos modos ya no permiten que los profesores se relacionen con las alumnas. Al año siguiente se armó un escándalo cuando la chica a la que sedujo después de mí intentó suicidarse. Por suerte no lo consiguió, pero él presentó la dimisión y creo que su mujer le pidió el divorcio.


–Siento lo que te dije aquella noche. Acababa de tener una discusión con mi madre, quien siempre consigue sacar lo peor de mí.


–Fue hace mucho tiempo –dijo ella, mirándolo con curiosidad–. Y al final tuve mi venganza, así que estamos en paz.


–Pero aquello te dejó cicatrices, y en parte yo soy responsable.


Ella estiró los brazos.


–También las has curado... –se dio la vuelta perezosamente y bostezó–. Debería volver a mi habitación y vestirme. No sé lo que pensará tu abuela.


–No olvides que estamos casados.


Paula frunció el ceño al mirarse el anillo.


–Pero no es real. Aunque supongo que ella no lo sabe.


–Mi abuela ya no está aquí. Por eso... –sonrió– se pasó antes, para despedirse. Va a quedarse unos días con su hermana, que se ha caído del caballo.


–¿Tu tía abuela se ha caído del caballo? ¿Cómo está?


–Está más preocupada por el caballo –apartó la colcha que momentos antes había calentado sus cuerpos y se levantó, totalmente indiferente a su desnudez. Paula, mucho más tímida, le recorrió ávidamente el cuerpo con la mirada.


Sus miradas se encontraron y ella bajó la suya y carraspeó.


 El contacto visual, aunque fugaz, bastaba para excitarla.


«Dios mío, me he vuelto insaciable».


–No pareces muy preocupado... –observó mientras se imaginaba que Pedro volvía a la cama, con ella–. ¿Es conveniente que siga montando a su edad?


Él se rio y se dirigió hacia la ventana, en dirección contraria a la que se imaginaba Paula. La abrió y un soplo de brisa impregnada de jazmín entró en la habitación.


–Margarita está empeñada en morir a lomos de un caballo y no se dejará convencer por nadie.


Ella percibió la preocupación bajo el tono jocoso y le tocó la espalda cuando él se sentó en la cama para ponerse los vaqueros. Casi enseguida se levantó y se subió la cremallera.


–¿Por qué no me odias, Paula?


Ella parpadeó unas cuantas veces, sorprendida por la pregunta.


–¿Cómo sabes que no te odio?


Él se giró y se puso a caminar por la habitación como un depredador.


–Porque tú eres incapaz de odiar.


–Destrocé tu boda y a punto estuve de costarte mil millones de dólares.


–Y yo te engañé para que te casaras conmigo.


–Eso ha tenido sus ventajas –admitió ella, mirando la cama deshecha–. Ya no tengo dieciocho años. Sabía lo que hacía, aunque no esperaba sacar nada bueno de esos dieciocho meses.


Él echó a andar hacia la cama, recordándole la imagen de un peligroso pirata con sus pies descalzos, su pecho dorado y musculoso y la barba incipiente oscureciéndole la recia mandíbula. Debería ser ilegal que un hombre fuera tan sexy...


–¿No has pensado que la regla de los dieciocho meses puede quedar sin efecto?


Confusa, Paula examinó su rostro en busca del amante sensible y apasionado que le había enseñado tanto sobre su cuerpo en una sola noche. Pero solo vio a un desconocido de rostro sombrío, ni rastro del hombre del que se había enamorado...


La sangre se le heló en las venas. No, no podía ser. No podía estar enamorada. Solo había sido sexo. Sexo sin amor...


–A menos que tomes la píldora.


Paula no entendía nada.


–¿Por qué iba a tomar la píldora?


–No he usado protección. Podrías quedarte embarazada.


Sus palabras la golpearon con la fuerza de un rayo. Ahogó una exclamación de horror y le respondió con una voz de hielo.


–¿Sueles tener aventuras de una noche sin protección?


Los ojos de Pedro destellaron y de sus labios brotó lo que debía de ser una palabrota.


–No, nunca lo había hecho sin protección. Lo siento.


Paula se sintió culpable por haberlo acusado tan duramente. 


Ella también se había dejado llevar por la pasión y no había pensado en las consecuencias.


–Yo también lo siento. Ha sido culpa mía tanto como tuya.


Pedro se echó a reír.


–No creo que mucha gente estuviera de acuerdo contigo... No eres una aventura de una noche. Eres mi mujer.


–Durante dieciocho meses.


–O más.


–¿Cómo dices? –se arrebujó con la colcha.


–Si te has quedado embarazada no habrá límite de tiempo. Es del todo impensable que a un hijo mío lo criara otro hombre.


Paula tardó unos segundos en hablar, y cuando lo hizo le salió una voz extrañamente serena... seguramente para compensar el caos que reinaba en su cabeza.


–No estoy embarazada –«y tampoco enamorada».


–Tienes razón. Seguramente no ocurra nada. Nos ocuparemos de ello cuando llegue el momento, si es que llega.


–Eres increíble... ¿Cómo quieres que piense en otra cosa y siga como si nada? ¡Sería una catástrofe! –siempre se había compadecido de las personas que seguían juntas por el bien de los hijos, y no quería convertirse en una de ellas.


Él apretó la mandíbula.


–¿Qué probabilidades hay de que estés embarazada?


Ella hizo un rápido cálculo mental y tragó saliva.


–Bastantes –admitió–. Oh, Dios mío... ¿Por qué tiene que ocurrir esto? –se cubrió la cara con las manos–. ¡No puedo tener un hijo!


–Cálmate –se sentó en la cama y la tomó de las manos–. Sé que no quieres tener hijos, pero...


–¿Quién ha dicho que no quiera tener hijos?


–Tú.


–No quiero concebirlos, quiero adoptarlos. Hay muchos niños abandonados que necesitan un hogar y una familia.


Él se pellizcó la nariz y cerró los ojos, sintiéndose despreciable.


–¿Qué? ¿Qué he dicho?


Él sacudió la cabeza en silencio.


–¿Y ahora qué? Tú fuiste quien dijo que se te daba bien improvisar.


–Y se me da bien, pero me estás distrayendo...


Paula siguió la dirección de su mirada y se cubrió rápidamente los pechos con la manta.


–¿Cómo puedes pensar en el sexo en un momento así?


–Puedo hacer muchas cosas a la vez –le aseguró él–. ¿Qué te parece esto? Acortamos la luna de miel y volvemos directamente a Mandeville, al menos hasta que estemos seguros. Tendremos que consultar a un ginecólogo. 
Seguramente haya cosas que debas hacer y otras que no.


–Basta. ¡No soy una incubadora! –había pasado de ser una mujer apetecible con la que él quería hacer el amor a ser... ¿una madre?


Una madre... Un escalofrío le recorrió el cuerpo.


Al menos ya tenía la respuesta a una de las preguntas que siempre se había hecho. Seguía sin saber lo que empujaba a una madre a abandonar a su hija, pero sí sabía que ella jamás lo haría.


Al pensar en la posibilidad de que pudiera estar embarazada supo que por nada del mundo renunciaría a su hijo. Pero ¿y Pedro? ¿Le pediría que lo hiciera? ¿Esperaría que abortase?


–¡No digas tonterías! –espetó él–. Oye, yo tampoco tenía pensado formar una familia, pero...


Paula quería echarse a llorar, pero lo que hizo fue abstraerse. 


La situación se le antojaba cruelmente irónica; toda su vida había protegido celosamente su corazón, y la primera vez que bajaba la guardia... No podría haber elegido un hombre peor. Al menos no se había enamorado de él.


«¿Seguro, Paula?»


–¿Qué pasa si estoy embarazada? Seguro que tienes un plan.


–¿No es evidente?


–No para mí.


–Estamos casados –le lanzó una mirada escrutadora–. Pareces sorprendida. ¿Qué creías que iba a decir?


Ella sacudió la cabeza.


–¿Qué hay del amor?


–No estamos hablando de flores y corazones, Paula. Estamos hablando de darle a nuestro hijo, en el caso de que venga, una buena educación y un entorno seguro.


–Puede que no esté embarazada –le recordó ella–. Lo más probable es que no lo esté.


Él asintió.


–Pero hasta que estemos seguros... ¿Mandeville?


Ella asintió de mala gana.






UNA NOVIA DIFERENTE: CAPITULO 11




Paula estaba convencida de que no podría pegar ojo, pero finalmente cayó rendida. No supo cuánto tiempo estuvo durmiendo, pero aún estaba oscuro cuando se despertó con el cuerpo empapado de sudor y el corazón desbocado. Los restos de la pesadilla se desvanecieron ante la realidad, mucho peor que el monstruo que la perseguía en sueños.


–¡Estoy casada!


Siempre había soñado con casarse, formar una familia y vivir junto a un hombre con quien pudiera bajar sus defensas y entregarse por completo. A veces lo veía en sueños, pero al despertar su rostro se desvanecía como el humo.


«¿Qué es lo que he hecho?».


Se incorporó en la cama, respirando con agitación y aferrando las sábanas arrugadas.


Había cometido un error, un terrible error.


«Dieciocho meses, Paula. Solo tienes que resistir durante dieciocho meses y luego podrás volver a tu vida. No volverás a verlo nunca más».


Se tumbó boca arriba y contempló las vigas oscuras contra el techo blanco. Había dejado abiertas las puertas del balcón, pero no entraba el menor soplo de aire y lo único que se oía era el suave giro del ventilador. El silencio la oprimía contra la cama, y la cabeza le daba vueltas mientras pensaba en lo que sucedería a continuación.


Intentó bloquear los pensamientos negativos. A Pedro le gustaban los perros y quería mucho a su abuela...


Por Dios, ¿cómo había llegado a aquella situación? Volvió a incorporarse y sintió que le rugía el estómago. Sabía por experiencia que un vaso de leche caliente era lo único que podría ayudarla a conciliar el sueño, de modo que se levantó y sacó de la bolsa lo primero que encontró: un bolero de encaje que se puso sobre el camisón.


El pasillo, con sus paredes llenas de arte moderno, seguía iluminado a intervalos por los candelabros de cobre que tanto la habían fascinado mientras Tomás la conducía a su habitación.


¿Hacia dónde seguir? ¿Izquierda o derecha? Recordó una virgen tallada en madera en lo alto de la escalera, pero no vio nada de eso a ningún lado del pasillo. Tan solo una interminable sucesión de puertas.


«Es inútil, Paula. Vuelve a la cama».


Pero aún no quería abandonar. En vez de hacer caso al sentido común, recorrió el pasillo hasta dar con un balcón de hierro forjado similar al que había en su habitación. Se dio la vuelta con un suspiro... y se quedó helada al ver una imagen espectral delante de ella. Un grito de espanto brotó de sus labios y se llevó la mano a la boca, y lo mismo pareció hacer el fantasma.


Solo entonces se dio cuenta de que estaba ante un espejo. 


Soltó una carcajada de alivio, pero aún temblaba por la impresión y se agarró al pomo de la puerta más cercana en busca de apoyo.


Aunque hubiera estado durmiendo, el grito lo habría despertado, un chillido de terror que le congeló la sangre.


–¿Paula...? –con el corazón desbocado, se levantó de un salto de la inmensa cama de roble y echó a correr hacia la puerta.


Por suerte la habitación no estaba del todo a oscuras, gracias a la pequeña lámpara de la mesa del rincón donde había dejado un libro abierto. Agarró el pomo y tiró con tanta fuerza que a punto estuvo de arrancar la hoja de las bisagras... arrastrando el peso adicional de la persona que estaba aferrada al otro lado del pomo.


Paula se vio arrastrada sin previo aviso al interior de la habitación. A duras penas consiguió mantener el equilibrio y sufrió una severa restricción de su campo visual. Una cosa era ver fantasmas, y otra muy distinta, y muchísimo más inquietante, era ver a Pedro en carne y hueso con unos boxers negros...


Levantó lentamente la mirada desde sus pies descalzos, cuanto más ascendía más calor la abrasaba por dentro, más mariposas sentía en el estómago y más fuerte le latía el corazón.


Era magnífico, sin un gramo de grasa que desluciera la perfección de sus músculos. Parecía una escultura que hubiese cobrado vida. Paula nunca había visto, ni imaginado, un hombre tan arrebatadoramente varonil. El cóctel de inquietud y excitación que le hervía en el estómago le impidió elaborar un pensamiento mínimamente racional.


–Iba a por un vaso de leche –se oyó decir a sí misma–. Pero vi un fantasma y... –lo miró a los ojos–. No un fantasma de verdad, claro, pero...


–Seguramente haya algunos fantasmas deambulando por la casa –le sostuvo la mirada y cerró la puerta con el pie.


Paula miró la puerta cerrada y volvió a girar bruscamente la cabeza hacia él.


Estaba nerviosa, cuando debería ser él quien lo estuviera. 


¿Cómo no iba a estarlo, cuando ella se dedicaba a vagar por la casa de noche vestida como...? Ni siquiera estando desnuda sería más provocativa que el camisón diáfano que llevaba puesto. La prenda no podía ser más recatada, con mangas largas y cerrada por el cuello con un lazo, pero estando a contraluz el tejido blanco se volvía transparente, tan fino que se podía distinguir el perímetro rosado de los pezones y la sombra entre los muslos...


Paula se humedeció los labios con la lengua e intentó mantener la compostura, pero fracasó estrepitosamente ante la ardiente mirada de Pedro.


–Qué habitación tan grande... –murmuró a modo de conversación.


Se encogió de vergüenza. No podría parecer más ridícula aunque lo intentara.


Pedro tuvo una imagen fugaz de su perfil clásico y su melena encendida bajo la atenuada luz del pasillo. Le recordó a una de esas vírgenes de las películas de terror antiguas a las que el héroe tenía que rescatar antes de que las sacrificaran.


Se pasó una mano por el pelo y esbozó una socarrona sonrisa para sacudirse el deseo de encima. Aquella mujer parecía pasar de una crisis emocional a otra, pero para él no había nada más importante que el autocontrol.


–¿Qué era tan importante que no podía esperar a mañana? –preguntó en tono burlón–. ¿Dónde es el fuego?


–¿Fuego? –repitió ella.


Si no había ninguno podría provocarlo ella... La sensualidad que irradiaba prendería cualquier cosa en un radio de cien metros. Pero por atractiva y tentadora que fuese, Paula Chaves no estaba destinada a compartir su lecho. Aunque para Pedro no fuera esencial mantener una relación estrictamente profesional, ella no era el tipo de mujer con quien se permitiera tener ningún tipo de aventura.


Pero le resultaría mucho más fácil contenerse si no fuera tan atractiva o si al menos tuviera algún defecto físico. Apartó la vista del camisón que empezaba a ceñirse con una carga electrostática a sus larguísimas piernas, volvió a fijarse brevemente en la sombra del pubis y se obligó a concentrarse en los muchos defectos que podían encontrarse en su personalidad.


Por ejemplo, su temperamento y cabezonería, pensó mientras empezaba a sudar. Pero sobre todo la exagerada emoción que le ponía a todo lo que hacía. Lloraba, reía, gritaba, luchaba sin la menor mesura. Pobre del hombre que intentara domesticarla... Haría falta la paciencia de un santo para acometer semejante desafío.


Aquella idea le hizo recordar algo que creía olvidado. El día que sus padres consiguieron que algo tan normal y corriente como un paseo ocupara los titulares de la prensa rosa. El momento en que su madre empujaba a su padre al lago fue inmortalizado por la cámara, al igual que la posterior reconciliación, pero lo que Pedro recordaba era la sensación de vergüenza y náuseas en el estómago y el deseo de salir corriendo.


Sus padres no se dieron cuenta de que su hijo de tres años había desaparecido hasta la noche.


El recuerdo le permitió recuperar algo más de control y dio un paso atrás.


A Paula le dio un vuelco el estómago al mirarlo. Parecía la versión moderna de un dios griego, con aquellos boxers ceñidos que poco espacio dejaban a la imaginación, aquel pelo negro en punta, aquella recia mandíbula oscurecida por una barba incipiente...


–Lo siento. Ha si... sido una equivocación.


–Posiblemente –corroboró él–. Tranquilízate, estás temblando –le agarró las manos y las apretó entre las suyas.


Seguramente lo hacía para calmarla, pero el efecto fue el contrario. Paula reaccionó como si la hubieran aguijoneado con un rejón, extendiendo los brazos para romper el contacto.


–Estaba buscando la cocina. ¿Voy a la derecha o a la izquierda?


Él no respondió, y Paula esperó hasta que el silencio se hizo insoportable.


–¿Has oído lo que he dicho?


–Ha sido un día muy largo. Le diré a Tomás que te lleve...


–¡No se te ocurra despertar al pobre hombre y dime cómo llegar a la cocina! –sacudió la cabeza, demasiado estresada para interpretar la extraña mirada de Pedro–. Por favor, Pedro.


–Si vas tú sola te perderás. Te acompañaré –dijo él, sin moverse.


–¡No!


–¡Sí! –los dos hablaron y se movieron al mismo tiempo, chocando el uno con el otro.


No se podían elegir los genes, pensó él. Y luchar contra la naturaleza era una batalla perdida...


–Después –murmuró, y la agarró para apretarla con fuerza contra él, con una mano en el trasero y la otra entrelazada en sus cabellos. Le tiró de la cabeza hacia atrás y pegó la boca a la suya.


Ella se rindió al instante, cálida y suave. Le echó los brazos al cuello y soltó un débil gemido mientras le devolvía el beso.


La pasión se hizo más y más salvaje hasta que Pedro la apartó con un gruñido y se dio la vuelta.


–Sal de aquí –le ordenó–. Huye mientras puedas.


El inesperado rechazo la dejó temblando. Aún sentía la fuerza de sus brazos y la dureza de su erección contra el vientre. Se mordió el labio y entonces decidió mandar el orgullo al infierno. No le importaba la imagen que pudiera darle. Lo deseaba, y si tenía que suplicarle que la aceptara lo haría, arriesgándose a que la rechazara.


–Déjame que me quede... Por favor, Pedro. No quiero marcharme –nunca había sentido un deseo tan fuerte en toda su vida. La excitación le hervía la sangre en las venas.


Él se dio la vuelta, la miró y con un gemido ronco la estrechó entre sus brazos y se la llevó a la cama. Allí se arrodilló junto a ella, apartándole los cabellos de la frente y la mejilla y esparciéndolos sobre la almohada. A Paula le dio un brinco el estómago al ver la intensa concentración reflejada en su rostro. Él se agachó y empezó a besarla suavemente, pasando la lengua por el labio inferior antes de introducirla en su boca para saborearla a conciencia. Llevó una mano hasta un pecho y lo apretó a través de la tela, acariciando el pezón con el pulgar. Acto seguido se lo metió en la boca, humedeciendo el tejido y arrancándole un gemido de placer.


Paula se arqueó, entrelazó los dedos en su pelo y se tensó un poco cuando él deslizó las manos bajo el camisón y las subió por sus muslos, pero enseguida se relajó y volvió a apoyar la cabeza en la almohada, porque las sensaciones eran maravillosas y se desataban en su interior como una tormenta eléctrica. La frenética escalada acabó bruscamente cuando él se incorporó, y ella abrió los ojos para manifestar su contrariedad.


–Llevas demasiada ropa –dijo él, y en cuestión de segundos la despojó de la pequeña chaqueta.


Sin darle tiempo para pensar, agarró el bajo del camisón con las dos manos y tiró con fuerza. La costura central se rasgó de abajo arriba hasta que lo único que sujetó las dos mitades fue el lazo. Manteniéndole la mirada y con una maliciosa sonrisa, le desató muy despacio el lazo y terminó de separar la prenda en dos. Paula cerró los ojos y aspiró su olor, cálido y almizclado, enloquecedoramente embriagador.


–Mírame.


Ella obedeció, y el deseo golpeó a Pedro con tanta fuerza que casi le detuvo el corazón. Era increíblemente hermosa y su cuerpo era una obra de arte, desde sus pechos, turgentes y perfectos, hasta las largas y esbeltas piernas que él se imaginaba rodeándolo por la cintura.


–¿Tienes idea de cuánto te deseo? –se quitó los boxers y su ego fue recompensado con una exclamación ahogada de Paula.


El primer contacto piel contra piel prendió una llamarada que se propagó velozmente por todo su cuerpo, y siguió ardiendo mientras él la besaba y tocaba. Se puso rígida un instante cuando le separó las piernas, pero se relajó al sentir el calor líquido que la recorría por dentro.


Él se tumbó de espaldas y ella empezó a explorarlo ávidamente con sus manos, fascinada por la virilidad y perfección de sus músculos. Experimentó una embriagadora sensación de poder femenino cuando le rodeó el miembro con los dedos y lo oyó gemir de placer. Tanto, que cuando él le apartó las manos y se las sujetó sobre la cabeza emitió un gemido de protesta.


–Tengo que guardar algo para ti –le susurró al oído–. Déjame dártelo todo, Paula.


–¡Sí, por favor!


Su desesperada súplica lo hizo gruñir de lujuria mientras la besaba.


–No me acosté con Adrian.


Él levantó la cabeza y la miró con ojos llameantes.


–Bien.


–Ni con nadie.


Él se quedó un momento inmóvil y con todos los músculos en tensión.


–Demasiado tarde... ¿Quieres que pare?


–No... No quiero –se estremeció por la expectación, pero se relajó al recibir la primera embestida. No sintió la temida explosión desgarradora, sino un placer indescriptible que colmaba hasta el último rincón de su cuerpo. Soltó un gemido y él empujó más, imitando con la lengua el movimiento de las caderas.


El instinto le hizo rodearle la cintura con las piernas mientras se arqueaba debajo de él, con todo el cuerpo apretado, clavándole los dedos en la espalda. Se aferró a él como si fuera lo único que pudiera salvarla del torbellino que amenazaba con desintegrarla. Las acometidas de Pedro aumentaron de velocidad e intensidad, colmándola de un placer cada vez mayor hasta que el orgasmo la sacudió con una fuerza arrolladora.


Se mantuvo agarrada a él y gritó su nombre una y otra vez mientras sentía cómo se vaciaba dentro de ella, antes de estremecerse una última vez y girarse de costado.


Por unos instantes se sintió perdida, pero entonces él la abrazó y le hizo apoyar la cabeza en su pecho. Paula se quedó dormida escuchando los latidos de su corazón.


Pedro esperó la sensación de vacío postcoital que siempre lo acuciaba a abandonar el lecho. Nunca lo reconocía conscientemente, pero si lo hiciera lo vería como un precio perfectamente razonable por conservar el control de sus actos y emociones.


Pero en vez del vacío experimentó una extraña sensación de paz. Antes de poder analizarla, sin embargo, se dio cuenta de que por primera vez en su vida no solo había perdido el control, sino que no había usado protección. No había sido premeditado, pero un sexto sentido le dijo que no podía esperarse el beneficio de la duda por parte de Paula.