miércoles, 13 de enero de 2016

DESTINO: CAPITULO 11





Algo había cambiado entre ellos. Paula se dio cuenta a la mañana siguiente. Esperaba que, tras su conversación nocturna, Pedro se mostrara más reservado. De hecho, necesitaba desesperadamente que mantuviera las distancias y rompiera el vínculo que había surgido entre ellos. Pero no lo rompió. Y se puso nerviosa al notar que el ambiente estaba tan cargado como si hubieran hecho el amor.


Sin embargo, su nerviosismo no impidió que se comiera todos los bollos que Pedro había dejado encima de la mesa. Estaba harta de que se atiborrara de bollería industrial, y le pareció una buena forma de impedirlo. Pero Pedro se aferró al refresco que había sacado de la nevera cuando ella se lo quiso quitar.


–De ninguna manera –dijo él–. Necesito el refresco.


–Está bien, tómatelo… ¿Te apetece un poco de fruta?


–Preferiría comer papel.


Los chicos rompieron a reír, encantados con el enfrentamiento de los dos adultos.


–En ese caso, te puedo ofrecer unos copos de avena… 


Pedro frunció el ceño.


–¿Qué demonios es esto? ¿Una especie de castigo?


–Si yo fuera tú, aceptaría los copos de avena –intervino David–. Cuando se pone saludable, no hay nada que hacer. Pero, si le sigues la corriente, es posible que el fin de semana esté más tolerante y prepare unas crepes.


–Serás traidor… –dijo Paula con una sonrisa–. Por cierto, ¿alguien sabe dónde está Joaquin? ¿Aún no se ha levantado?


Joaquin apareció en ese preciso momento y se sentó a la mesa, tan lejos de Pedro como le fue posible. Era obvio que estaba enfadado con él.


–Buenos días, Joaquin –dijo Pedro.


El adolescente respondió al saludo en voz baja, sin apartar la vista de su cuenco de cereales, y guardó silencio hasta que terminó de desayunar. Entonces, se levantó de la mesa con la evidente intención de marcharse.


–Espera –volvió a hablar Pedro.


–Me tengo que ir.


–Aún tienes unos minutos. Pero, si se hace tarde, te llevaré yo mismo al instituto.


Joaquin miró a Ann, que declaró:
–Siéntate y escucha lo que te quiere decir.


El joven se sentó a regañadientes.


–He estado pensando y se me ha ocurrido una idea – empezó Pedro–. Sospecho que a un chico de tu edad le vendría bien un poco de dinero…


Los ojos de Joaquin brillaron con interés, pero se limitó a encogerse de hombros.


–He pensado que podrías trabajar en la obra por las tardes, cuando salgas de clase.


Joaquin lo miró con hostilidad.


–¿Yo? ¿Trabajar para ti? Ni lo sueñes –bramó.


–Joaquin, esa no es forma de hablar a Pedro –protestó Paula–. Deberías prestarle atención.


–¿Por qué? No es más que un soborno para ganarse mi confianza.


Pedro hizo caso omiso del comentario y habló como si el adolescente no hubiera dicho nada.


–Tendrías un salario decente y aprenderías algo nuevo. Hasta es posible que te guste y te ayude a tomar una decisión sobre lo que quieres hacer en la vida.


Joaquin volvió a mirar a Paula.


–¿Tengo que hacerlo? –le preguntó.


Paula suspiró.


–No, no tienes que hacerlo si no quieres. Pero piénsalo con detenimiento. Muchos chicos de tu edad darían cualquier cosa por una oportunidad como la que Pedro te ha ofrecido. Es una forma de ganar experiencia, antes de decidir si quieres hacer una carrera.


–¿Una carrera? –dijo con desprecio–. Ninguna universidad me aceptaría.


–¿Por qué no? Tienes buenas notas –dijo Paula con paciencia–. Además, trabajar con Pedro sería una forma de conseguir el dinero que necesitas. Piénsalo bien.


–Eso es todo lo que te pido. Que te lo pienses –intervino
Pedro–. Háblalo con tus amigos y pregúntales qué les parece… Seguro que algunos ya tienen experiencia laboral. Me puedes dar tu respuesta esta noche.


Joaquin asintió.


–Está bien. ¿Ya me puedo ir?


–Por supuesto –dijo Paula, que empezaba a estar cansada de su actitud.


Cuando el adolescente se fue, ella se giró hacia Pedro y dijo:
–Empiezo a pensar que tienes razón. Cada vez se muestra más hostil. Puede que me haya equivocado con él.


–No te preocupes por Joaquin. Ahora es asunto mío.


Pedro se levantó de la mesa.


–No quiero que te molestes. Joaquin es responsabilidad mía – dijo Paula.


Él le puso una mano en el hombro.


–No, ya no es responsabilidad tuya. Tiene edad suficiente para empezar a hacerse cargo de sus cosas –dijo–. En fin… Que tengas un buen día, Paula.


Pedro se marchó y Paula se quedó pensando en Joaquin, más preocupada que nunca. Ya no estaba tan segura de que pudieran hacer algo por ayudarlo. Pero, evidentemente, lo tenían que intentar.


Pedro estaba esperando a Joaquin cuando el chico salió del instituto, en compañía de una jovencita esbelta y de pelo oscuro. Parecía muy contento; pero, al ver a Pedro, se puso serio al instante.


–¿Qué estás haciendo aquí?


–He pensado que podíamos terminar nuestra conversación.


–No tengo nada que decirte.


Pedro sonrió.


–No lo dudo, pero yo tengo algo que decirte a ti.


–Pues déjalo para más tarde. Ahora estoy ocupado.


–No importa, Joaquin –intervino la chica, que sonrió a Pedro–. De todas formas, me tengo que ir a casa.


–Está bien. Te llamaré más tarde.


–Genial…


En cuanto la joven se fue, Joaquin miró a Pedro con dureza.


–¿A qué viene esto? No quiero que mis amigos piensen que estoy bajo vigilancia de una especie de policía.


–No creo que tu amiga piense eso. Y, si lo pensara, estoy seguro de que la sacarías de su error –dijo Pedro–. Entre tanto, quiero hablar contigo. Sobre Paula.


Joaquin dudó.


–¿Paula? ¿Es que le ha pasado algo?


–No le ha pasado nada, pero está muy preocupada por ti.


–Está preocupada porque tú te has dedicado a emponzoñar nuestra relación. Todo iba bien hasta que llegaste.


–No. A ti te iba bien –puntualizó.


–¿Y no es lo mismo?


–En absoluto –dijo–. Anda, sube a la camioneta. Hablaremos de camino.


–¿De camino adónde?


–A tu nuevo trabajo.


–Ya te he dicho que no quiero trabajar contigo.


Pedro intentó no perder la paciencia.


–Joaquin, solo quiero que no desaproveches tu potencial. Eres un chico inteligente y podrías hacer grandes cosas. Además, Paula se ha esforzado mucho por ayudarte… ¿No crees que estás en deuda con ella?


–Paula no se ha quejado nunca de mí –le recordó.


–Porque te quiere. Incluso es posible que te quiera demasiado.


–¿Qué significa eso?


–Que no se queja porque no te quiere presionar. Pero yo creo que ya no eres un niño, que eres perfectamente capaz de soportar más presión.


–Puedo soportar lo que sea –dijo con orgullo.


–Pues demuéstralo. Acepta el trabajo que te he ofrecido. Y no te preocupes por mí… no estarás a mis órdenes.


Joaquin comprendió que le había tendido una trampa y que no tenía escapatoria, salvo que quisiera dar la impresión de que no estaba a la altura del desafío.


–De acuerdo. Lo intentaré. Pero, si no me gusta, lo dejaré de inmediato.


–Me parece justo.


Pedro lo llevó a la obra y le presentó a Teo, el capataz, quien le puso a trabajar rápidamente. A las seis de la tarde, Joaquin estaba agotado y cubierto de polvo, pero su beligerancia había disminuido tanto que, cuando Pedro se ofreció a llevarlo a casa, dijo:
–Por qué no. A fin de cuentas, vamos al mismo sitio.


Al llegar a casa, Joaquin cruzó la cocina sin detenerse.Paula intentó pararlo, pero Pedro se lo impidió.


–Deja que se vaya. Se sentirá mejor cuando se haya dado una ducha. Ya cenará después.


–¿Ha aceptado el trabajo?


–Con algunas reticencias.


–No lo habrás presionado, ¿verdad?


–Solo un poco.


–Pero…


–Deja de preocuparte, Paula –la interrumpió–. Hemos quedado en que, si no le gusta el trabajo, lo puede dejar cuando quiera.


Ella asintió y Pedro se fue a hacer lo mismo que el adolescente, darse una ducha.


Cuando ya se había refrescado y cambiado de ropa, entró en el salón y descubrió que Paula se había sentado en el suelo con Tomas y Melisa. Estaban haciendo un rascacielos con piezas de colores, aunque no parecía muy estable.


Pedro los observó durante unos minutos, entretenido con el gesto de concentración de Melisa y la sonrisa encantada de Paula.


–Será mejor que reforcéis la esquina sudoeste –aconsejó a Tomas.


–Este edificio es nuestro. Si quieres uno, constrúyete uno – dijo Paula con humor.


–Ya tengo uno, y es mucho más grande.


–Que sea más grande no significa que sea mejor.


–Puede que no, pero el mío durará veinte años por lo menos, y el vuestro no se sostendrá más de veinte segundos.


Justo entonces, el pequeño edificio se tambaleó bajo el peso de una pieza roja que Tomas acababa de poner en la parte superior. Por fortuna, Pedro reaccionó con rapidez y puso una pieza extra en la base de la torre, que dejó de temblar.


–Ya está. Tan firme como el Empire State Building.


–¿El Empire State Building es tan alto? –preguntó Tomas.


–Es altísimo.


–Yo quiero verlo –dijo Melisa.


–Bueno, puede que algún día vayamos a Nueva York… 


–Yo quiero verlo –insistió la niña.


–Algún día –repitió Pedro con firmeza–. Por cierto, ¿alguien sabe qué hay de cenar?


–¡Dios mío! ¡La cena! –exclamó Paula.


Paula se levantó tan deprisa que dio un golpe a la torre y la derribó. Melisa se puso a gimotear al instante, pero Tomas se lo tomó con tranquilidad y empezó a recoger las piezas.


–Te ayudaré a recogerlas mientras Paula sirve la cena –dijo Pedro.


–Si no me aterrorizara la idea de que te encargues tú de la comida, te enviaría a la cocina ahora mismo –afirmó ella–. Hay que ser verdaderamente machista para dar por sentado que las mujeres tenemos que servir la mesa mientras los hombres se dedican a construir rascacielos.


Pedro rompió a reír.


–Eh, yo no he insinuado eso… A decir verdad, creo que Melisa podría llegar a ser una gran profesional de la arquitectura. Incluso es posible que le dé unas cuantas lecciones, para que siga mis pasos en el futuro.


Paula lo miró con desconcierto, y Pedro se dio cuenta de que sus apelaciones a un futuro lejano la incomodaban más que sus caricias. Y quizá tuviera motivos para sentirse incómoda. Al fin y al cabo, su presencia en la casa era temporal. Aquello no era el principio de una relación duradera. Pero Pedro se preguntó cómo serían las cosas si terminaban juntos; qué se sentiría al saber que Paula Chaves estaría siempre a su lado.


Sin embargo, a Pedro le extrañó que Paula recelara tanto del futuro. ¿Habría sufrido alguna experiencia amarga en tal sentido? No tenía forma de saberlo, porque ella conocía muchos de sus secretos, pero él desconocía los suyos.


Después de cenar, Paula se fue a acostar a los chicos y Pedro salió al porche y se sentó en la hamaca. Llevaba un rato allí, contemplando las estrellas, cuando oyó que la puerta crujía.


–¿Pau?


–Sí.


–Ven a sentarte conmigo.


Ella dudó.


–Oh, vamos. Hay sitio parar los dos.


–No lo creo. Además, debería limpiar los platos.


–Los platos pueden esperar; pero el cielo, no. Puede que no vuelva a ser el mismo. Puede que alguna de las estrellas se caiga…


–Me sorprendes, Pedro Alfonso. No sabía que tuvieras alma de poeta.


–Ya te he dicho que estoy lleno de sorpresas. Pero ven, siéntate conmigo… –insistió–. No me digas que tienes miedo de un poeta.


Paula soltó una carcajada y se acercó a él. Pedro la agarró de la muñeca y tiró de ella de tal forma que se cayó encima y terminó con los senos apretados contra su pecho. Paula se asustó y retrocedió a toda prisa.


–No te vayas –le rogó él–. Siéntate a mi lado.


Ella volvió a dudar, pero se sentó a su lado y apoyó la cabeza en su hombro.


–Mira, Pau, una estrella fugaz… Pide un deseo.


–No me digas que crees en esas cosas –declaró con sarcasmo.


–Bueno, nunca se sabe. Y, en cualquier caso, prefiero no despreciar los guiños de la diosa Fortuna.


–¿De la diosa Fortuna? ¿Te gusta el juego?


Pedro lo pensó un momento y dijo:
–Sí, supongo que sí.


–¿Y cuál es tu juego preferido? ¿El póquer? ¿El blackjack?
¿Las carreras de caballos? –se interesó.


–El amor.


A Paula se le hizo un nudo en la garganta.


–El amor no es un juego.


–Pues siempre he amado como si lo fuera –afirmó él–. ¿Y tú? ¿Has estado enamorada alguna vez?


–Una. Hace mucho.


–¿Qué pasó?


–Que me abandonó.


Pedro frunció el ceño.


–No lo entiendo. ¿Cómo es posible que un hombre en su sano juicio abandone a una mujer tan maravillosa como tú?


–No hay mucho que entender. Solo era un jovencito de veintidós años. No estaba preparado para vivir con una mujer que estaba esperando un hijo.


La voz de Paula no había cambiado sustancialmente, pero Pedro se dio cuenta de que estaba llorando y se emocionó. Si no hubiera sido consciente de que necesitaba hablar, la habría tomado entre sus brazos.


–Estábamos comprometidos –continuó ella–, pero se asustó cuando le dije que me había quedado embarazada. Él tenía muchos planes. Quería ir a la universidad y estudiar Medicina. Yo le intenté convencer de que saldríamos adelante en cualquier caso, pero rompió nuestra relación y se marchó esa misma noche.


Paula soltó una carcajada cargada de amargura.


–No lo volví a ver. ¿Y sabes qué es lo más terrible de todo? Que, al día siguiente, perdí al bebé. Si se hubiera quedado veinticuatro horas más, habríamos seguido juntos.


–Y habrías sido terriblemente infeliz. Ese chico era un idiota.


–Es posible, pero yo estaba tan enamorada que me hundí por completo


–Y decidiste que ningún hombre te volvería a causar tanto dolor.


Paula sacudió la cabeza.


–No mientas, Pau. Si no fuera verdad lo que he dicho, habrías mantenido más relaciones amorosas. Pero, en lugar de eso, llenaste tu vida de niños abandonados.


–¿Quién está haciendo ahora de psicólogo?


–Supongo que yo –admitió–. ¿Lo hago muy mal?


–No, no demasiado.


–Pau…


Ella le puso un dedo en los labios y lo acalló.


–No sigas,Pedro. Ahora sabes más de mi pasado, pero eso no cambia nada entre nosotros.


–¿Estás segura de ello?


Pedro le dio un beso cariñoso y repitió:
–¿Estás segura?


Los grandes y azules ojos de Paula, enmarcados en pestañas de color azabache, se clavaron en él de tal modo que el hilo de lo que iba a decir se perdió entre las provocativas imágenes que asaltaron su imaginación.


Nervioso, tragó saliva y dijo:
–Será mejor que te acuestes y duermas un poco.


Ella asintió.


–Sí, será mejor.


Durante un momento, Pedro tuvo la sensación de que Paula no se quería ir. Pero entonces, ella se levantó y desapareció en el interior de la casa.


Una hora después, él entró en la cocina con la esperanza de que ya se hubiera acostado, y se sorprendió al ver que estaba limpiando el fregadero y que se había cambiado de ropa. Ahora llevaba una camiseta tan grande que le tapaba los muslos, y unos calcetines amarillos que ocultaban sus pantorrillas.


Pedro pensó que admirar sus piernas era demasiado peligroso, así que desvió la vista hacia sus manos. Pero fue un error. Se imaginó sometido a las caricias de aquellos dedos y se excitó de tal forma que tuvo miedo de lo que pudiera pasar. Si Paula no se marchaba en menos de cinco minutos, renunciaría a sus buenas intenciones y le haría el amor allí mismo.


Paula se dio la vuelta de repente y lo miró con inseguridad, como si hubiera adivinado sus pensamientos.



–Pensé que te habías ido a la cama –dijo ella.


Pedro se acercó como atraído por un imán y le acarició el cabello.


–¿Sabes lo que me estás haciendo, Pau?


Ella asintió.
–Te deseo –siguió él–. Quiero que seas mía. Ahora. Esta noche.


Ella asintió de nuevo y él perdió el control. Se inclinó, le acarició el cuello y la besó con apasionamiento, arrancándole suaves gemidos de placer que destrozaron sus últimas defensas con la fuerza de un maremoto.


–Será maravilloso, Pau. Te lo prometo… –Lo sé –susurró contra sus labios.


Pedro llevó una mano a sus senos y le frotó un pezón, que se endureció enseguida. Después, se lo mordió con dulzura y la acarició entre las piernas, rítmicamente. Paula gimió y se arqueó contra sus dedos.


Entonces, él alzó la mirada. Ella había echado la cabeza hacia atrás, ofreciéndole su cuello desnudo, y respiraba con la boca abierta, casi jadeando. Consciente de su excitación, Pedro insistió de nuevo en las caricias; pero, esta vez, por debajo de la camiseta y sin más barrera que la seda de las braguitas.


Al sentir su humedad, se estremeció y supo que, si no se detenían, harían el amor en la cocina de la casa. Y quizás fue eso lo que le detuvo. O quizás, la breve expresión de pánico de Paula, que desapareció enseguida.


Apartó la mano y le bajó la camiseta.


–¿Pedro? –preguntó ella con perplejidad.


Él suspiró y le dio un beso en la frente, arrepintiéndose de haber roto la magia.


–No te preocupes, Pau. No pasa nada.


–Pero quiero hacer el amor contigo… 


–Lo sé. Y quiero lo mismo que tú.


–Si eso es cierto, ¿por qué has parado?


–Porque sería un error. Sé que no estás buscando una aventura amorosa. Buscas una relación larga, y yo no te la puedo dar.


–Soy una mujer adulta –le recordó con firmeza–. Soy perfectamente capaz de tomar mis propias decisiones, y te aseguro que no espero nada de ti. Solo quiero tu afecto.


Él sonrió.


–Puede que lo creas ahora, pero sospecho que mañana por la mañana te arrepentirías de haber hecho el amor conmigo. Los dos nos sentiríamos culpables –dijo–. Anda, acuéstate antes de que cambie de opinión.


Ella se giró hacia el fregadero como si tuviera intención de seguir limpiando.


–Acuéstate de una vez, Pau. Yo terminaré de limpiar.


–Esta es mi casa, Pedro.


–¿Y qué quieres decir con eso?


–Que las órdenes las doy yo. Si alguien se tiene que ir a la cama, tendrás que ser tú –declaró, orgullosa.


Él la miró un momento y asintió.


–Está bien. Si quieres que me vaya, me iré.







DESTINO: CAPITULO 10




Cuando Pedro volvió de enseñar la obra a Pablo y Tomas, descubrió que la cocina de la casa estaba hecha un desastre. Había restos de mantequilla en la encimera, síntoma inequívoco de que los chicos se habían preparado unos sándwiches, y un rastro de leche que iba desde el frigorífico hasta la mesa.


Era evidente que Paula no había llegado todavía. 


Pedro se alegró de no haberla esperado, porque había considerado la posibilidad de llevarla a la obra con los chicos. Pero Pablo y Tomas habían insistido en salir cuanto antes y él no tuvo más remedio que ceder.


Ya estaba limpiando la encimera cuando Joaquin apareció.


–Lo iba a limpiar yo –dijo a la defensiva.


–No te preocupes. Pero ¿por qué no limpias la leche del suelo? Si la pisa alguien, se podría resbalar…


–Si tienes tantas ganas de limpiar la cocina, hazlo tú.


Joaquin salió de la cocina y pegó un portazo que acabó con la paciencia de Pedro. Rápidamente, lo siguió al porche y exclamó:
–¡Vuelve ahora mismo, Joaquin!


El chico se dio la vuelta, se acercó a él y lo miró a los ojos con ira. Pedro pensó que era muy valiente, aunque su actitud dejara mucho que desear. No le llegaba ni a los hombros, pero se enfrentaba a él sin miedo.


–¿Y qué vas a hacer si me niego? –bramó el joven.


–No querrás que conteste a esa pregunta, ¿verdad? –replicó Pedro, muy serio–. Vuelve dentro, limpia la leche y márchate a tu habitación. Y, entre tanto, reflexiona un poco sobre tus modales. Porque si faltas al respeto a Paula como me has faltado a mí, te aseguro que te voy a dar una buena lección.


–Vaya, un tipo duro… –ironizó Joaquin–. Haznos un favor a todos: márchate a Miami y déjanos en paz.


A pesar de sus palabras, el chico regresó a la cocina, limpió la leche del suelo y se fue a su habitación. Cuando se quedó a solas, Pedro se preparó un sándwich, abrió una cerveza y se sentó a esperar a Paula, aunque sin dejar de dar vueltas a lo sucedido.


Joaquin era un buen problema. Pero empezaba a creer que no estaba tan necesitado de disciplina como de algo que le diera seguridad y confianza en sí mismo. Hablaría con él y le ofrecería la posibilidad de trabajar en la obra por la tarde, cuando saliera de clase. Un poco de esfuerzo y de dinero en los bolsillos podía hacer maravillas. Luego, se lo comentaría a Paula. Y si le parecía bien, le buscaría el empleo.


Al pensar en ella, le pareció curioso que ahora ardiera en deseos de charlar con alguien. Nunca había sentido ningún placer especial por el hecho de volver a casa después del trabajo. Sin embargo, eso había cambiado. Desde que vivía con Paula, contaba los minutos que faltaban para salir de la oficina y departir con ella sobre cualquier cosa. En parte, porque siempre tenía algo interesante que decir; y, en parte, porque cada día le gustaba más.


La encontraba tan atractiva que, durante el partido de fútbol, no había hecho otra cosa que imaginar el calor de su piel y el contacto de sus labios. Y luego, cuando se dieron las buenas noches, tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para limitarse a darle un beso en la frente y no asaltar su boca con pasión.


Pero ¿dónde se había metido? Se estaba haciendo tarde y no llegaba.


Como ya conocía las rutinas de la casa, se levantó y se dirigió al salón con intención de acostar a los más pequeños. 


Melisa estaba viendo la televisión, mientras Tomas y Pablo jugaban con sus coches de juguete. Pero era obvio que la niña estaba muerta de sueño, así que miró a los chicos y dijo con firmeza:
–Hora de acostarse…


Tomas y Pablo protestaron, pero Melisa se limitó a extender las manos hacia él. Pedro se acercó y la tomó en brazos con delicadeza.


–Venga, chicos. Recoged los juguetes y marchaos a la cama.


–¿Sin bañarnos?


Pedro gimió. ¿Cómo era posible que lo hubiera olvidado?


Miró a Melisa con detenimiento y consideró la posibilidad de acostarla sin bañarla antes. A decir verdad, no parecía que necesitara un baño. Seguía tan limpia como cuando Paula la había ayudado a vestirse por la mañana. Pero de los chicos no se podía decir lo mismo. Estaban cubiertos de mugre, de la cabeza a los pies.


–Bañaos vosotros mientras yo acuesto a Melisa –contestó–. Y llamadme si tenéis algún problema con el grifo.


Al llegar a la habitación de la niña, le quitó la blusa y los pantalones y buscó el pijama.


–¿Dónde está Paula? –preguntó Melisa.


–Volverá pronto –le prometió–, y vendrá a darte un beso de buenas noches.


–¡Quiero ver a Paula! –protestó.


–Lo sé, preciosa. Pero no te preocupes. Estará aquí antes de que te des cuenta.


Pedro le puso el pijama con dificultades, porque la pequeña se resistía y no dejaba de preguntar por Paula. Al final, logró su objetivo, la metió en la cama y se despidió.


–Dulces sueños, Melisa.


–¡Quédate!


Él apagó la luz de la habitación y dijo:
–Estaré aquí mismo, preciosa…


–¡Quédate! –insistió, con tono de pánico.


Pedro se acercó a la cama y se sentó a su lado.


–Tranquila, no pasa nada. Estoy contigo.


Melisa sollozó un poco y se puso de lado, tan encogida como tensa. Pedro se acordó de las largas y solitarias noches de su infancia, siempre con su madre ausente y alguna niña en el salón. Su dormitorio estaba tan oscuro que veía monstruos por todas partes. Y como no quería que Melisa tuviera miedo, se levantó y encendió la luz de la mesita de noche.


–¿Así está mejor?


La niña asintió y se relajó al instante. Pedro se inclinó sobre ella, extrañamente emocionado, y le dio un beso en la mejilla.


–Duerme bien –susurró.


Melisa suspiró y se metió el pulgar en la boca. Él se quedó en el dormitorio unos minutos más, hasta que la niña se durmió. Entonces, salió al pasillo y se dirigió al cuarto de baño, cuyo suelo estaba perdido de agua. Pero los chicos se habían bañado y no habían causado ningún estropicio.


–A la cama –les ordenó.


–¿Nos vas a acostar tú?


–Está bien…


Al cabo de unos minutos, la casa estaba sumida en el silencio. Pedro abrió la puerta del dormitorio de David y se asomó. El chico estaba haciendo sus deberes.


–No te acuestes muy tarde.


–Descuida.


–Me habría gustado que vinieras con nosotros a la obra… 


–Y a mí. Pero tenía cosas que hacer.


Pedro asintió.


–Bueno, podemos ir otro día.


–Sí, claro.


Pedro cerró la puerta, entristecido por la actitud distante de David, que entendía perfectamente. No se había quedado en casa porque tuviera cosas que hacer, sino por miedo a cometer algún error durante la visita a la obra de Marathon. 


Nadie se enfadaba con un estudiante ejemplar. Nadie se quitaba de encima a un chaval de trece años que ni
siquiera hacía ruido. Se encerraba en su habitación, haciendo los deberes, porque así no se arriesgaba al rechazo.


Mientras limpiaba el cuarto de baño, Pedro se dijo que encontraría la forma de que David participara en más actividades. Luego, se dirigió a la cocina, sacó una cerveza del frigorífico y se sentó en la hamaca del porche a esperar a Paula. –¿Dónde diablos estará? –se preguntó en voz alta.


La conocía lo suficiente como para saber que no habría dejado solos a los chicos sin un motivo importante. Pero entonces cayó en la cuenta de que, en realidad, no los había dejado solos. Joaquin estaba en casa. De hecho, se había encargado de preparar la cena a los demás.


A pesar de ello, se preguntó qué habría pasado si alguno de los pequeños se hubiera puesto enfermo de repente o si Melisa se hubiera despertado y se hubiera puesto a llorar. 


Era una suerte que hubiera vuelto pronto a casa, porque estaba seguro de que Joaquin no habría sabido qué hacer.


Cuanto más lo pensaba, más se enfadaba. Incluso se acordó de su madre, cuyo pánico a la soledad y a las responsabilidades maternas la llevaban a abandonar la casa todas las noches, dejándolo al cuidado de alguna niñera. Al parecer, su marido se había cansado de sus infidelidades y se había separado de ella cuando ni siquiera llevaban un año juntos. Pero Pedro no sabía mucho al respecto, porque se había ido antes de que él naciera.


Desgraciadamente, el carácter de su madre había terminado por determinar la actitud de Pedro hacia las mujeres. 


Disfrutaba con ellas y apreciaba su belleza del mismo modo en que un amante de los vinos apreciaba un buen caldo, pero no se arriesgaba a mantener relaciones largas. En el fondo, pensaba que todas las mujeres eran como su madre.


Creía que no estaban hechas para el compromiso.


Se levantó de la hamaca y empezó a caminar de un lado a otro, preocupado. ¿Habría sufrido un accidente?


Ya estaba pensando en llamar a la policía cuando se le ocurrió que Joaquin podía saber algo sobre la ausencia de Paula, así que caminó hasta su dormitorio y entró. Pablo estaba en la cama, pero no había ni rastro del adolescente.


Momentos después, un coche se detuvo en el vado de la casa. Faltaban pocos minutos para la medianoche.


–Gracias por traerme –dijo Paula en el exterior, como si se estuviera despidiendo de alguien–. Ha sido una velada de lo más interesante, Sebastian.


Pedro frunció el ceño. ¿Sería posible que hubiera quedado con un hombre? Era lo que parecía, y no pudo evitar un tono de sarcasmo cuando Paula entró en la casa.


–¿Te has divertido?


Él no había encendido la luz de la cocina; y Paula, que no lo podía ver, preguntó:
–¿Pedro?


–¿Quién voy a ser si no?


–¿Va todo bien?


–Sí, maravillosamente –dijo con brusquedad–. Pero la próxima vez que necesites una niñera, será mejor que la contrates.


Ella se puso tensa.


–¿De qué diablos estás hablando? –dijo a la defensiva–. Joaquin se ha quedado a cargo de los niños… 


–¿Joaquin? No me digas.


–Hablé con él y me prometió que se encargaría de todo.


–Y lo hizo, pero se ha ido sin decirme que ibas a salir con un hombre.


–¿Salir con un hombre? He estado en una reunión del ayuntamiento, Pedro –le explicó–. Intenté llamarte, pero me saltó el contestador automático de tu móvil. Además, supuse que Joaquin te diría dónde estaba.


Tras unos segundos de silencio incómodo, ella añadió:
–¿Estás enfadado porque he salido con Sebastian?


–Por mí, puedes salir con quien quieras –bramó–. Tu vida amorosa no es asunto mío.


–Eso es cierto. No lo es –dijo, molesta–. Pero ¿por qué estás tan alterado? Ni siquiera esperaba que cuidaras de los niños.


–Yo no estoy alterado.


–¿Ah, no? ¿Y cómo dirías que estás? –preguntó con paciencia.


Pedro intentó analizar las emociones que lo embargaban. El alivio al descubrir que Paula se encontraba bien había dado paso a un acceso de celos. Pero, naturalmente, no estaba dispuesto a admitirlo.


–Estaba preocupado. Nada más.


–Pues lo siento mucho… Pensé que Joaquin te lo contaría. He tenido que ir a Key West, a un acto sobre prospecciones petrolíferas. Pero te prometo que, la próxima vez, te dejaré un mensaje en el contestador.


Él asintió en silencio.


–¿Te apetece una taza de té? –continuó ella.


Pedro sonrió a pesar de sí mismo. Paula parecía pensar que una taza de té era una buena cura para todo.


–No, gracias. Prefiero seguir con mi cerveza.


Él se sentó en una silla y la observó mientras ella se preparaba un té. No daba la impresión de que su comportamiento la hubiera irritado. De hecho, estaba tan tranquila que su tranquilidad lo relajó del todo.


Al cabo de un par de minutos, se sentó a su lado y preguntó:
–¿Dónde está Joaquin?


–No lo sé. Se ha ido a alguna parte.


–¿Que se ha ido? –dijo, aparentemente despreocupada–. ¿Por qué estás tan seguro?


–Porque he ido hace un rato a su habitación y no estaba.


Paula se encogió de hombros.


–Bueno, seguro que está en el muelle. Siempre va cuando se enfada por algo –declaró–. ¿Qué ha pasado?


–Hemos tenido un pequeño enfrentamiento. Por culpa de su actitud, para variar.


–¿No crees que eres demasiado duro con él? No es más que un adolescente.


–Lo sé, y se me ha ocurrido una idea. ¿Qué te parece si le ofrezco un empleo? Podría trabajar después de clase. Ganaría un poco de dinero y, con suerte, desarrollaría su sentido de la responsabilidad.


Los ojos de Paula se iluminaron.


–¿Harías eso por Joaquin?


–Sí, ¿por qué no?


–Porque pensaba que no confiabas en él.


Pedro no se molestó en negarlo.


–Y no confío en él. Pero es posible que solo necesite una oportunidad.


Paula se inclinó hacia delante y lo tomó de la mano.


–No sabes cuánto te lo agradezco, Pedro. Es justo lo que necesita.


Pedro no supo qué hacer ante su demostración repentina de afecto. Si hubiera estado con otra, habría pensado que quería coquetear con él. Pero, conociendo a Paula, sabía que era un gesto tan puramente amistoso como inocente.


Sin embargo, su reacción no tenía nada de inocente. El pulso se le había acelerado porque la deseaba.


–Paula… –empezó a decir.


Paula pareció darse cuenta de lo que pasaba, porque apartó la mano al instante y cambió el rumbo de la conversación.


–Bueno, ¿qué has estado haciendo en mi ausencia?


–Poca cosa. Como sabes, llevé a Pablo y a Tomas a la obra. Y se lo han pasado en grande… A Tomas le ha gustado tanto que ahora dice que quiere ser albañil de mayor. Se ha dormido con el casco que le he regalado.


–Seguro que están encantados contigo.


–Por desgracia, no conseguí que David viniera con nosotros.


–No me sorprende. Pero gracias por intentarlo.


Pedro se cansó de hablar de cosas irrelevantes y decidió afrontar el problema que había surgido entre ellos.


–Eso no es lo que estás pensando, ¿verdad?


–No.


–Pues adelante. Dilo.


Ella suspiró.


–Estabas muy enfadado cuando he llegado a casa. No era simple preocupación. ¿Qué te ha pasado, Pedro?


Pedro tuvo la sensación de que le estaba hablando en calidad de psicóloga, como si él fuera uno de sus pacientes. 


Y le molestó tanto que dijo:
–¿Has estado leyendo manuales de autoayuda?


Paula no contestó. Se limitó a mirarlo con intensidad, hasta que él se encogió de hombros y se sinceró.


–Puede que estuviera un poco celoso.


Ella sonrió.


–Tu respuesta me halaga, pero no me convence demasiado
–dijo.


–¿Es que no me crees?


–Bueno… Digamos que no me pareces un hombre precisamente inseguro. En el caso hipotético de que yo te interesara, no te sentirías mal por el hecho de que haya salido con otro hombre. Lo verías como un reto.


Pedro pensó que su análisis tenía parte de verdad.


–Me asombra que seas tan perceptiva. Parece cosa de magia…


Ella volvió a sonreír.


–Soy psicóloga, Pedro. Lo mío no tiene nada que ver con la magia. Pero aún no has contestado a mi pregunta. Tengo la impresión de que tu enfado no guardaba relación con los celos, sino con algo muy distinto… con el resentimiento –declaró–. ¿Me equivoco?


Pedro sacudió la cabeza.


–No, no te equivocas.


–¿Y de dónde viene ese resentimiento? –preguntó con dulzura.


Él no dijo nada. De repente, sentía la absurda necesidad de llorar. Una necesidad que lo incomodó, porque no había derramado una sola lágrima en más de veinticinco años. No había llorado desde que se dio cuenta de que llorar no servía de nada.


–¿Pedro?


–No sé… Supongo que me dio por pensar en ciertas cosas que creía superadas.


–Y te has vuelto a sentir traicionado.


Él la miró a los ojos.


–Es posible. Cuando era niño, me dejaban solo con demasiada frecuencia.


–Lo siento, Pedro.


–No tienes por qué sentirlo. No me has abandonado a mí, sino a los chicos.


–Los chicos no estaban solos. Te tenían a ti.


–No es lo mismo.


–Pero es igual de bueno.


Pedro escudriñó su cara, incapaz de creer que su réplica hubiera sido sincera. Pero solo encontró sinceridad.


En ese momento, tuvo una revelación tan repentina como desconcertante. Se sentía más cerca de Paula que de ninguna de las mujeres con las que se había acostado. Y habría dado cualquier cosa por poder abrazarla y sentir su calor.


Quizá fuera que estaba madurando.


O, quizá, que corría directamente hacia el desastre.