miércoles, 13 de enero de 2016

DESTINO: CAPITULO 10




Cuando Pedro volvió de enseñar la obra a Pablo y Tomas, descubrió que la cocina de la casa estaba hecha un desastre. Había restos de mantequilla en la encimera, síntoma inequívoco de que los chicos se habían preparado unos sándwiches, y un rastro de leche que iba desde el frigorífico hasta la mesa.


Era evidente que Paula no había llegado todavía. 


Pedro se alegró de no haberla esperado, porque había considerado la posibilidad de llevarla a la obra con los chicos. Pero Pablo y Tomas habían insistido en salir cuanto antes y él no tuvo más remedio que ceder.


Ya estaba limpiando la encimera cuando Joaquin apareció.


–Lo iba a limpiar yo –dijo a la defensiva.


–No te preocupes. Pero ¿por qué no limpias la leche del suelo? Si la pisa alguien, se podría resbalar…


–Si tienes tantas ganas de limpiar la cocina, hazlo tú.


Joaquin salió de la cocina y pegó un portazo que acabó con la paciencia de Pedro. Rápidamente, lo siguió al porche y exclamó:
–¡Vuelve ahora mismo, Joaquin!


El chico se dio la vuelta, se acercó a él y lo miró a los ojos con ira. Pedro pensó que era muy valiente, aunque su actitud dejara mucho que desear. No le llegaba ni a los hombros, pero se enfrentaba a él sin miedo.


–¿Y qué vas a hacer si me niego? –bramó el joven.


–No querrás que conteste a esa pregunta, ¿verdad? –replicó Pedro, muy serio–. Vuelve dentro, limpia la leche y márchate a tu habitación. Y, entre tanto, reflexiona un poco sobre tus modales. Porque si faltas al respeto a Paula como me has faltado a mí, te aseguro que te voy a dar una buena lección.


–Vaya, un tipo duro… –ironizó Joaquin–. Haznos un favor a todos: márchate a Miami y déjanos en paz.


A pesar de sus palabras, el chico regresó a la cocina, limpió la leche del suelo y se fue a su habitación. Cuando se quedó a solas, Pedro se preparó un sándwich, abrió una cerveza y se sentó a esperar a Paula, aunque sin dejar de dar vueltas a lo sucedido.


Joaquin era un buen problema. Pero empezaba a creer que no estaba tan necesitado de disciplina como de algo que le diera seguridad y confianza en sí mismo. Hablaría con él y le ofrecería la posibilidad de trabajar en la obra por la tarde, cuando saliera de clase. Un poco de esfuerzo y de dinero en los bolsillos podía hacer maravillas. Luego, se lo comentaría a Paula. Y si le parecía bien, le buscaría el empleo.


Al pensar en ella, le pareció curioso que ahora ardiera en deseos de charlar con alguien. Nunca había sentido ningún placer especial por el hecho de volver a casa después del trabajo. Sin embargo, eso había cambiado. Desde que vivía con Paula, contaba los minutos que faltaban para salir de la oficina y departir con ella sobre cualquier cosa. En parte, porque siempre tenía algo interesante que decir; y, en parte, porque cada día le gustaba más.


La encontraba tan atractiva que, durante el partido de fútbol, no había hecho otra cosa que imaginar el calor de su piel y el contacto de sus labios. Y luego, cuando se dieron las buenas noches, tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para limitarse a darle un beso en la frente y no asaltar su boca con pasión.


Pero ¿dónde se había metido? Se estaba haciendo tarde y no llegaba.


Como ya conocía las rutinas de la casa, se levantó y se dirigió al salón con intención de acostar a los más pequeños. 


Melisa estaba viendo la televisión, mientras Tomas y Pablo jugaban con sus coches de juguete. Pero era obvio que la niña estaba muerta de sueño, así que miró a los chicos y dijo con firmeza:
–Hora de acostarse…


Tomas y Pablo protestaron, pero Melisa se limitó a extender las manos hacia él. Pedro se acercó y la tomó en brazos con delicadeza.


–Venga, chicos. Recoged los juguetes y marchaos a la cama.


–¿Sin bañarnos?


Pedro gimió. ¿Cómo era posible que lo hubiera olvidado?


Miró a Melisa con detenimiento y consideró la posibilidad de acostarla sin bañarla antes. A decir verdad, no parecía que necesitara un baño. Seguía tan limpia como cuando Paula la había ayudado a vestirse por la mañana. Pero de los chicos no se podía decir lo mismo. Estaban cubiertos de mugre, de la cabeza a los pies.


–Bañaos vosotros mientras yo acuesto a Melisa –contestó–. Y llamadme si tenéis algún problema con el grifo.


Al llegar a la habitación de la niña, le quitó la blusa y los pantalones y buscó el pijama.


–¿Dónde está Paula? –preguntó Melisa.


–Volverá pronto –le prometió–, y vendrá a darte un beso de buenas noches.


–¡Quiero ver a Paula! –protestó.


–Lo sé, preciosa. Pero no te preocupes. Estará aquí antes de que te des cuenta.


Pedro le puso el pijama con dificultades, porque la pequeña se resistía y no dejaba de preguntar por Paula. Al final, logró su objetivo, la metió en la cama y se despidió.


–Dulces sueños, Melisa.


–¡Quédate!


Él apagó la luz de la habitación y dijo:
–Estaré aquí mismo, preciosa…


–¡Quédate! –insistió, con tono de pánico.


Pedro se acercó a la cama y se sentó a su lado.


–Tranquila, no pasa nada. Estoy contigo.


Melisa sollozó un poco y se puso de lado, tan encogida como tensa. Pedro se acordó de las largas y solitarias noches de su infancia, siempre con su madre ausente y alguna niña en el salón. Su dormitorio estaba tan oscuro que veía monstruos por todas partes. Y como no quería que Melisa tuviera miedo, se levantó y encendió la luz de la mesita de noche.


–¿Así está mejor?


La niña asintió y se relajó al instante. Pedro se inclinó sobre ella, extrañamente emocionado, y le dio un beso en la mejilla.


–Duerme bien –susurró.


Melisa suspiró y se metió el pulgar en la boca. Él se quedó en el dormitorio unos minutos más, hasta que la niña se durmió. Entonces, salió al pasillo y se dirigió al cuarto de baño, cuyo suelo estaba perdido de agua. Pero los chicos se habían bañado y no habían causado ningún estropicio.


–A la cama –les ordenó.


–¿Nos vas a acostar tú?


–Está bien…


Al cabo de unos minutos, la casa estaba sumida en el silencio. Pedro abrió la puerta del dormitorio de David y se asomó. El chico estaba haciendo sus deberes.


–No te acuestes muy tarde.


–Descuida.


–Me habría gustado que vinieras con nosotros a la obra… 


–Y a mí. Pero tenía cosas que hacer.


Pedro asintió.


–Bueno, podemos ir otro día.


–Sí, claro.


Pedro cerró la puerta, entristecido por la actitud distante de David, que entendía perfectamente. No se había quedado en casa porque tuviera cosas que hacer, sino por miedo a cometer algún error durante la visita a la obra de Marathon. 


Nadie se enfadaba con un estudiante ejemplar. Nadie se quitaba de encima a un chaval de trece años que ni
siquiera hacía ruido. Se encerraba en su habitación, haciendo los deberes, porque así no se arriesgaba al rechazo.


Mientras limpiaba el cuarto de baño, Pedro se dijo que encontraría la forma de que David participara en más actividades. Luego, se dirigió a la cocina, sacó una cerveza del frigorífico y se sentó en la hamaca del porche a esperar a Paula. –¿Dónde diablos estará? –se preguntó en voz alta.


La conocía lo suficiente como para saber que no habría dejado solos a los chicos sin un motivo importante. Pero entonces cayó en la cuenta de que, en realidad, no los había dejado solos. Joaquin estaba en casa. De hecho, se había encargado de preparar la cena a los demás.


A pesar de ello, se preguntó qué habría pasado si alguno de los pequeños se hubiera puesto enfermo de repente o si Melisa se hubiera despertado y se hubiera puesto a llorar. 


Era una suerte que hubiera vuelto pronto a casa, porque estaba seguro de que Joaquin no habría sabido qué hacer.


Cuanto más lo pensaba, más se enfadaba. Incluso se acordó de su madre, cuyo pánico a la soledad y a las responsabilidades maternas la llevaban a abandonar la casa todas las noches, dejándolo al cuidado de alguna niñera. Al parecer, su marido se había cansado de sus infidelidades y se había separado de ella cuando ni siquiera llevaban un año juntos. Pero Pedro no sabía mucho al respecto, porque se había ido antes de que él naciera.


Desgraciadamente, el carácter de su madre había terminado por determinar la actitud de Pedro hacia las mujeres. 


Disfrutaba con ellas y apreciaba su belleza del mismo modo en que un amante de los vinos apreciaba un buen caldo, pero no se arriesgaba a mantener relaciones largas. En el fondo, pensaba que todas las mujeres eran como su madre.


Creía que no estaban hechas para el compromiso.


Se levantó de la hamaca y empezó a caminar de un lado a otro, preocupado. ¿Habría sufrido un accidente?


Ya estaba pensando en llamar a la policía cuando se le ocurrió que Joaquin podía saber algo sobre la ausencia de Paula, así que caminó hasta su dormitorio y entró. Pablo estaba en la cama, pero no había ni rastro del adolescente.


Momentos después, un coche se detuvo en el vado de la casa. Faltaban pocos minutos para la medianoche.


–Gracias por traerme –dijo Paula en el exterior, como si se estuviera despidiendo de alguien–. Ha sido una velada de lo más interesante, Sebastian.


Pedro frunció el ceño. ¿Sería posible que hubiera quedado con un hombre? Era lo que parecía, y no pudo evitar un tono de sarcasmo cuando Paula entró en la casa.


–¿Te has divertido?


Él no había encendido la luz de la cocina; y Paula, que no lo podía ver, preguntó:
–¿Pedro?


–¿Quién voy a ser si no?


–¿Va todo bien?


–Sí, maravillosamente –dijo con brusquedad–. Pero la próxima vez que necesites una niñera, será mejor que la contrates.


Ella se puso tensa.


–¿De qué diablos estás hablando? –dijo a la defensiva–. Joaquin se ha quedado a cargo de los niños… 


–¿Joaquin? No me digas.


–Hablé con él y me prometió que se encargaría de todo.


–Y lo hizo, pero se ha ido sin decirme que ibas a salir con un hombre.


–¿Salir con un hombre? He estado en una reunión del ayuntamiento, Pedro –le explicó–. Intenté llamarte, pero me saltó el contestador automático de tu móvil. Además, supuse que Joaquin te diría dónde estaba.


Tras unos segundos de silencio incómodo, ella añadió:
–¿Estás enfadado porque he salido con Sebastian?


–Por mí, puedes salir con quien quieras –bramó–. Tu vida amorosa no es asunto mío.


–Eso es cierto. No lo es –dijo, molesta–. Pero ¿por qué estás tan alterado? Ni siquiera esperaba que cuidaras de los niños.


–Yo no estoy alterado.


–¿Ah, no? ¿Y cómo dirías que estás? –preguntó con paciencia.


Pedro intentó analizar las emociones que lo embargaban. El alivio al descubrir que Paula se encontraba bien había dado paso a un acceso de celos. Pero, naturalmente, no estaba dispuesto a admitirlo.


–Estaba preocupado. Nada más.


–Pues lo siento mucho… Pensé que Joaquin te lo contaría. He tenido que ir a Key West, a un acto sobre prospecciones petrolíferas. Pero te prometo que, la próxima vez, te dejaré un mensaje en el contestador.


Él asintió en silencio.


–¿Te apetece una taza de té? –continuó ella.


Pedro sonrió a pesar de sí mismo. Paula parecía pensar que una taza de té era una buena cura para todo.


–No, gracias. Prefiero seguir con mi cerveza.


Él se sentó en una silla y la observó mientras ella se preparaba un té. No daba la impresión de que su comportamiento la hubiera irritado. De hecho, estaba tan tranquila que su tranquilidad lo relajó del todo.


Al cabo de un par de minutos, se sentó a su lado y preguntó:
–¿Dónde está Joaquin?


–No lo sé. Se ha ido a alguna parte.


–¿Que se ha ido? –dijo, aparentemente despreocupada–. ¿Por qué estás tan seguro?


–Porque he ido hace un rato a su habitación y no estaba.


Paula se encogió de hombros.


–Bueno, seguro que está en el muelle. Siempre va cuando se enfada por algo –declaró–. ¿Qué ha pasado?


–Hemos tenido un pequeño enfrentamiento. Por culpa de su actitud, para variar.


–¿No crees que eres demasiado duro con él? No es más que un adolescente.


–Lo sé, y se me ha ocurrido una idea. ¿Qué te parece si le ofrezco un empleo? Podría trabajar después de clase. Ganaría un poco de dinero y, con suerte, desarrollaría su sentido de la responsabilidad.


Los ojos de Paula se iluminaron.


–¿Harías eso por Joaquin?


–Sí, ¿por qué no?


–Porque pensaba que no confiabas en él.


Pedro no se molestó en negarlo.


–Y no confío en él. Pero es posible que solo necesite una oportunidad.


Paula se inclinó hacia delante y lo tomó de la mano.


–No sabes cuánto te lo agradezco, Pedro. Es justo lo que necesita.


Pedro no supo qué hacer ante su demostración repentina de afecto. Si hubiera estado con otra, habría pensado que quería coquetear con él. Pero, conociendo a Paula, sabía que era un gesto tan puramente amistoso como inocente.


Sin embargo, su reacción no tenía nada de inocente. El pulso se le había acelerado porque la deseaba.


–Paula… –empezó a decir.


Paula pareció darse cuenta de lo que pasaba, porque apartó la mano al instante y cambió el rumbo de la conversación.


–Bueno, ¿qué has estado haciendo en mi ausencia?


–Poca cosa. Como sabes, llevé a Pablo y a Tomas a la obra. Y se lo han pasado en grande… A Tomas le ha gustado tanto que ahora dice que quiere ser albañil de mayor. Se ha dormido con el casco que le he regalado.


–Seguro que están encantados contigo.


–Por desgracia, no conseguí que David viniera con nosotros.


–No me sorprende. Pero gracias por intentarlo.


Pedro se cansó de hablar de cosas irrelevantes y decidió afrontar el problema que había surgido entre ellos.


–Eso no es lo que estás pensando, ¿verdad?


–No.


–Pues adelante. Dilo.


Ella suspiró.


–Estabas muy enfadado cuando he llegado a casa. No era simple preocupación. ¿Qué te ha pasado, Pedro?


Pedro tuvo la sensación de que le estaba hablando en calidad de psicóloga, como si él fuera uno de sus pacientes. 


Y le molestó tanto que dijo:
–¿Has estado leyendo manuales de autoayuda?


Paula no contestó. Se limitó a mirarlo con intensidad, hasta que él se encogió de hombros y se sinceró.


–Puede que estuviera un poco celoso.


Ella sonrió.


–Tu respuesta me halaga, pero no me convence demasiado
–dijo.


–¿Es que no me crees?


–Bueno… Digamos que no me pareces un hombre precisamente inseguro. En el caso hipotético de que yo te interesara, no te sentirías mal por el hecho de que haya salido con otro hombre. Lo verías como un reto.


Pedro pensó que su análisis tenía parte de verdad.


–Me asombra que seas tan perceptiva. Parece cosa de magia…


Ella volvió a sonreír.


–Soy psicóloga, Pedro. Lo mío no tiene nada que ver con la magia. Pero aún no has contestado a mi pregunta. Tengo la impresión de que tu enfado no guardaba relación con los celos, sino con algo muy distinto… con el resentimiento –declaró–. ¿Me equivoco?


Pedro sacudió la cabeza.


–No, no te equivocas.


–¿Y de dónde viene ese resentimiento? –preguntó con dulzura.


Él no dijo nada. De repente, sentía la absurda necesidad de llorar. Una necesidad que lo incomodó, porque no había derramado una sola lágrima en más de veinticinco años. No había llorado desde que se dio cuenta de que llorar no servía de nada.


–¿Pedro?


–No sé… Supongo que me dio por pensar en ciertas cosas que creía superadas.


–Y te has vuelto a sentir traicionado.


Él la miró a los ojos.


–Es posible. Cuando era niño, me dejaban solo con demasiada frecuencia.


–Lo siento, Pedro.


–No tienes por qué sentirlo. No me has abandonado a mí, sino a los chicos.


–Los chicos no estaban solos. Te tenían a ti.


–No es lo mismo.


–Pero es igual de bueno.


Pedro escudriñó su cara, incapaz de creer que su réplica hubiera sido sincera. Pero solo encontró sinceridad.


En ese momento, tuvo una revelación tan repentina como desconcertante. Se sentía más cerca de Paula que de ninguna de las mujeres con las que se había acostado. Y habría dado cualquier cosa por poder abrazarla y sentir su calor.


Quizá fuera que estaba madurando.


O, quizá, que corría directamente hacia el desastre.







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