jueves, 24 de diciembre de 2015

UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 16





Pedro se sentía como si el tiempo se hubiera detenido mientras esperaba a que Paula le diera una respuesta; una respuesta que, conociéndola, ¡bien podría ser propinarle una patada en la entrepierna en lugar de elegir alguna de las otras dos opciones que le había ofrecido con tanta arrogancia! La única justificación que encontraba para esa arrogancia era el deseo que sentía por hacerle el amor; sin embargo, dudaba que la fiera de Paula lo viera como una excusa razonable.


Tenía la mandíbula apretada, la frente aún apoyada contra la de Paula y los brazos sobre la ventana. Seguía conteniéndose para no entrar en contacto con su cuerpo mientras esperaba una respuesta, mientras esperaba a que decidiera qué pasaría a continuación.


Paula deslizó nerviosa la lengua sobre sus labios hasta que se detuvo al ver que Pedro tenía la mirada clavada en su boca. Respiró entrecortadamente y le dijo con un susurro:
–Me va a entrar dolor de cuello por estar mirándote… ¿Qué estás haciendo? –preguntó atónita cuando él posó las manos sobre su cintura antes de arrodillarse frente a ella. La brusquedad del movimiento la obligó a sujetarse a sus hombros.


–¿Mejor así? –preguntó él, que ahora había quedado a la altura de sus pechos.


«Mejor» no era exactamente la palabra que Paula habría empleado; habría descrito su actual posición como «muy peligrosa».


Ahora estaba tan cerca que podía ver el fuego en las profundidades de esos ojos chocolate, la oscuridad de su pelo cayéndole atractivamente hacia un lado sobre la frente, y esos labios esculpidos separados de un modo tan tentador.


La calidez de sus manos sobre su cintura parecía arder a través del algodón de su camiseta. Unas manos grandes. 


Tanto, que casi le cubrían toda la cintura.


Paula se había sentido rodeada por Pedro antes, pero ahora mismo se sentía completamente abrumada por su proximidad, por el calor de sus manos, y el fuego de su mirada.


–¿Eres consciente de que esto no va a cambiar nada, verdad?


–No quiero cambiar nada. Estoy más que satisfecho con el punto donde estamos ahora mismo –le aseguró con voz ronca y bajando la mirada hacia donde sus dedos estaban levantando lentamente la camiseta de Paula dejando expuesta la sedosa piel de su abdomen–. Muy satisfecho, de hecho… –murmuró contra su piel y deslizando los labios sobre ella.


Eso no era a lo que se había referido, y Pedro lo sabía, pero Paula dejó de pensar en ese instante al sentir sus labios y su lengua moviéndose delicadamente sobre su piel.


Arqueó la espalda con un gemido y se aferró a sus hombros mientras él movía las manos ahora bajo su camiseta y las posaba sobre sus pechos, cubiertos únicamente por un sujetador de encaje negro.


–Eres preciosa, Paula. Llevo demasiado tiempo pensando en esto… –le subió la camiseta más todavía para poder besarle los pechos–. Y en esto… –se la quitó y la tiró al suelo con la mirada cargada de deseo. Se la quedó mirando unos segundos antes de bajarle una copa del sujetador y dejarle expuesto el pecho con ese puntiagudo y rosado pezón–. ¡Y en esto! –añadió apoyando las manos en la cadera a la vez que cubría la cúspide de ese pecho desnudo con el calor de su boca.


Un fuego se desató en el interior de Paula dificultándole la respiración mientras sentía la lengua de Pedro sobre su pezón y una humedad entre los muslos; enredó los dedos en su cabello y lo acercó más a sí, necesitando más, deseando más.


Recibiendo más mientras Pedro le desabrochaba el sujetador antes de pasar a besarle el otro pecho.


–¿Podríamos, al menos, apartarnos de la ventana? Nos pueden ver desde fuera –dijo demasiado excitada como para poder frenar por completo lo que estaban haciendo.


El aliento de Pedro cubrió con calor la humedad de su pecho al apartarse para decirle:
–Las ventanas son completamente reflectantes. Nadie puede vernos desde fuera. Solo nosotros podemos verlos a ellos.


–Ah… ¡Oh! –exclamó sin aliento cuando las manos de Pedro corrieron a desabrocharle los vaqueros y bajarle la cremallera.


Aún agachado y sin dejar de mirarla, la despojó de sus deportivas antes de bajarle los pantalones y quitárselos por completo.


Paula nunca se había sentido tan expuesta, tan deseada, como ahora mientras la devoraba con esa ardiente mirada.


Pedro coló las manos bajo el encaje negro a la vez que inhalaba su aroma, un perfume que aumentó su excitación y le exigió que la liberara, y reclamara lo que sabía que era suyo.


Una sola mirada al rostro de Paula había bastado para hacerla ruborizarse y provocarle un febril brillo en los ojos. 


Ella le tiró suavemente del pelo cuando él apartó a un lado el encaje negro y dejó que sus dedos encontraran la piel desnuda que se ocultaba debajo. Tenía el vello húmedo de excitación mientras desplazaba los dedos más abajo para acariciarla. Paula gimió de placer y separó las piernas.


Pedro quería saborearla, sentirla cuando llegara al clímax. 


Quería, necesitaba…


–¿Sabrás que quiero quitarte estas braguitas, verdad?


–Eres tú el que lleva demasiada ropa encima, Pedro –se quejó Paula desesperada por tocar su piel desnuda del mismo modo que él la estaba tocando. Quería deslizar las manos sobre sus hombros, explorar la dureza de su torso y de su abdomen, saborear el calor de su piel bajo sus labios–. Por favor, Pedro.


–Desnúdame –la invitó él con la voz ronca mientras la miraba expectante.


Qué guapo estaba, tan salvaje y seductor como un dios pagano, con la oscuridad de su pelo despeinada por las caricias de ella, los ojos oscuros y resplandeciendo, las mejillas sonrojadas, los labios ligeramente inflamados.


La admiración en la mirada de Pedro mientras la observaba disipó cualquier vergüenza que pudiera haber sentido por el hecho de estar casi desnuda frente a un hombre por primera vez.


Sin embargo, las manos le temblaban ligeramente mientras se movieron para quitarle la corbata, desabrocharle los botones de la camisa, quitársela y dejarla caer al suelo.


Se quedó sin aliento al ver sus musculados hombros, una «V» de vello negro cubriéndole el pecho y trazando el camino hasta su plano abdomen antes de desaparecer bajo la cinturilla de los calzoncillos.


–Eres una belleza –murmuró Paula mientras lo acariciaba.


–Creo que eso me corresponde decírtelo yo a ti –le contestó Pedro con voz ronca.


Esbozó una sonrisa completamente pícara al levantarse para tomar a Paula en sus brazos y llevarla al sofá antes de disponerse a quitarse el resto de la ropa.


Sin ningún tipo de vergüenza, Paula vio cómo se descalzaba y se quitaba los calcetines y los pantalones, que arrojó al suelo sin miramiento, como si no hubieran costado tanto como lo que ella ganaba en un mes. Si antes le había parecido una belleza, ahora, ataviado únicamente con unos ceñidos boxers negros que revelaban un alargado bulto debajo, le resultaba el hombre más pecaminosamente hermoso que había visto en su vida: unos hombros y un torso anchos y musculosos, una cintura fina, unos muslos esbeltos y poderosos, y unas piernas largas y cubiertas levemente de un vello oscuro.


Pedro sintió la dolorosa inflamación de su miembro en respuesta a la mirada de Paula y, al instante, se quitó los calzoncillos. Paula tomó aire profundamente mientras permaneció desnudo frente a ella, que lo miraba con abierto deseo.


Un deseo al que Pedro fue incapaz de resistirse cuando se acercó con la respiración entrecortada y Paula, sonrojada de pasión, deslizó ligeramente los dedos sobre la sedosidad de su erección hasta su bulboso extremo. Apretó la mandíbula y cerró los puños en el instante en que Paula se inclinó hacia delante y cerró la mano alrededor de su miembro antes de humedecerse los labios distraídamente y agachar la cabeza muy despacio para lamerlo.


–Increíble… –murmuró Pedro con la respiración entrecortada y el cuerpo completamente rígido de tensión–. ¿Intentas matarme,Paula?


–Tienes un sabor delicioso –susurró ella–. Dulce y salado también –mantuvo la mano cerrada a su alrededor antes de tomarlo por completo en su boca.


–¡Intentas matarme! –exclamó Pedro arqueando la espalda y enredando las manos en su pelo mientras se deslizaba lentamente en esa húmeda y ardiente caverna; la risa de Paula vibró por su palpitante miembro.


Paula no se había imaginado nada que pudiera saber así de bien, que la pudiera hacer sentir tan bien. Se sentía valiente y totalmente fortalecida por la desinhibida respuesta de Pedro, que movía las caderas al ritmo de su cabeza y cada vez de un modo más apremiante.


–Tienes que parar, Paula –le dijo posando los dedos sobre la desnudez de sus hombros–. Si no, voy a dejarme llevar por completo antes de que, siquiera, hayamos empezado.


Al alzar la mirada para verlo, él tenía los ojos de un negro intenso, las mejillas encendidas y un gesto atribulado. Aun así, Paula se sentía reacia a soltarlo de inmediato y deslizó los labios sobre su miembro para ejercer presión en su extremo. Él emitió un gemido estrangulado.


–Ahora es mi turno para torturarte –añadió cuando por fin Paula se apartó y lo miró con ojos inocentes–. Y te advierto –murmuró con decisión al ponerse de rodillas entre sus muslos separados–. No pienso parar –agachó la cabeza y succionó profundamente un puntiagudo pezón mientras con la mano acariciaba suavemente el otro.


El placer se extendió por Paula como un reguero de pólvora ante semejante asalto a sus sentidos. Echó la cabeza atrás contra el sofá, arqueó la espalda y dejó que siguiera devorando y acariciando sus pezones a la vez que un intenso calor, como lava derretida, se propagaba entre sus muslos. Comenzó a mover las caderas contra Pedro suplicándole que la tocara.


Él gimió y deslizó los labios hasta su abdomen, le agarró las caderas y buscó con su lengua ese punto inflamado de deseo entre su vello.


Ella se quedó sin respiración, el calor la devoró con la primera caricia de Pedro, que movía la lengua sin piedad y sin cesar sobre ese pequeño y palpitante bulto.


Paula gemía mientras arqueaba las caderas al ritmo de esa implacable lengua; al instante, Pedro bajó la mano, hundió dos dedos en su interior y los movió a la par que las caricias de su lengua hasta que Paula sintió cómo el placer la engullía por completo haciéndola quebrantarse en mil pedazos.


–¿Estás bien? –le preguntó él con preocupación al tenderse en el sofá a su lado y abrazar su tembloroso cuerpo.


Paula, sumida de lleno en el orgasmo, había sido la cosa más bella que había oído y visto en su vida: pequeños sollozos, el rostro sonrojado, el cuello arqueado, los pechos hacia fuera, las caderas alzadas para seguir el ritmo de sus dedos con cada espasmo de placer. Un placer que Pedro había prolongado al máximo hasta ver unas lágrimas deslizarse sobre sus mejillas.


–Estoy bien –le respondió con voz temblona y tendida en sus brazos–. Mejor que bien –añadió–. Ha sido lo más increíble… no tenía ni idea… ha sido verdaderamente increíble.


–Intento complacer, señora –dijo él con una suave sonrisa.


–¡Pues lo has hecho! Lo haces –se corrigió mientras le acariciaba el hombro–. Ha sido increíble. ¿Vamos a parar ahora?


–De eso nada. Solo voy a darte tiempo para recuperarte. Pareces un poco abrumada.


–¿Un poco? –su risa sonó temblorosa–. ¡Podría volverme adicta a tanto placer!


–Estás haciendo maravillas con mi ego, Paula –murmuró él.


–Yo también digo la verdad siempre –le aseguró.


Pedro frunció el ceño, no quería que ninguno ahondara en la razón por la que él había hecho ese comentario antes, no cuando estaban juntos y de un modo tan íntimo. Ya se preocuparían por el pasado, y por el futuro, más adelante.


–¿Es que ninguno de tus otros amantes te ha complacido tanto? –bromeó.


–¿Qué otros amantes? –preguntó enroscando los dedos en el vello de su pecho.


Se quedó mirándola y viéndola esbozar una sonrisa de satisfacción a la vez que le pellizcaba un pezón haciendo que gimiera y que su erección se inflamara ante la caricia.


–Eso te gusta mucho –le susurró ella con satisfacción acariciando con el calor de su aliento su húmeda piel.


–Sí –respondió él–.Paula…


–Ahora no, Pedro –le dijo con mirada suplicante; sus manos se veían muy pálidas contra la bronceada piel de él–. No quiero hablar, ni pensar, solo quiero saborearte un poco más –dijo moviéndose sinuosamente sobre su cuerpo hasta arrodillarse entre sus muslos y posar las manos sobre su miembro.


Pedro se incorporó ligeramente y la agarró de las muñecas para detener esas hipnotizantes caricias antes de que fuera demasiado tarde.


–Aún no, Paula. Yo… ¿Has tenido otros amantes? –le preguntó con cautela.


–¿No será este el momento en que confesamos nuestras antiguas relaciones, no? ¡Porque preferiría saltarme lo de tener que oír todas tus anteriores conquistas!


Pedro también lo prefería.


–No estamos hablando de mí, Paula…


–Pues entonces tampoco vamos a hablar de mí. Suéltame, Pedro


–Paula, ¿estás tomando anticonceptivos?


–Nunca he tomado. No me digas que un hombre como tú no lleva encima un par de preservativos.


–Paula, ¿podrías responderme? –se sentó llevándola hacia sí y mirándola intensamente mientras le agarraba las manos–. ¿Cuántos amantes has tenido?


–¿Por qué tienes que saberlo?


–Porque es importante, ¡maldita sea! Necesito que respondas a esa pregunta, Paula.


–¿Es que estoy haciendo algo mal? Hace unos minutos parecías muy contento…


–Lo estaba, Paula. Estoy muy contento.


–Pues no lo parece.


–Puede que sea porque evitas responder a mi pregunta –dijo suspirando exasperado.


Paula se sentó frente a él con una absoluta despreocupación ante el hecho de estar desnuda. Pedro había visto, tocado y lamido partes de su cuerpo a las que nadie había accedido nunca, así que era un poco tarde para sentirse avergonzada ahora.


–De acuerdo, acabemos con esto cuanto antes –suspiró–. No, no he tenido ningún amante, lo cual responde a tu segunda pregunta, ¿no? Porque si no he estado con ningún hombre, obviamente, nunca he tenido la necesidad de tomar anticonceptivos.


Él la soltó y se levantó bruscamente.


–¿No has estado con nadie?


–No, hasta esta noche.


–¡Maldita sea! –se pasó una nerviosa mano por el pelo y empezó a caminar de un lado para otro–. Deberías habérmelo dicho,Paula.


–¿Y por qué? –le preguntó mientras él comenzaba a vestirse–. ¿Pedro?


–Dame un minuto, por favor.


–Creo que esta noche hemos sido dos los que hemos hecho esto, no solo yo. Y no recuerdo que te hayas molestado en preguntarme nada de esto antes de que nos desnudáramos.


No, no lo había hecho. Y la única excusa que tenía era que Paula lo afectaba tanto que no le dejaba pensar en ninguna otra cosa cuando la tenía en sus brazos.


–Paula, no habría… no habría presionado tanto de haber sabido tu falta de… experiencia –dijo con delicadeza.


–¿Qué significa eso?


–Por un lado, que no te habría hecho el amor en mi despacho.


–¿Y por qué no?


–Porque tu primera vez debería haber sido en una cama, y a ser posible, en una cama con dosel…


–Nunca pensé que fueras un romántico, Pedro.


–No te burles de mí, Paula. Ahora no.


–¡No soy yo la que ha echado a perder este momento! –le gritó levantándose; se giró y comenzó a vestirse. Y cuando el sujetador pareció ofrecerle algo de resistencia, se lo guardó en un bolsillo con impaciencia antes de ponerse la camiseta y atusarse el pelo.


–Podría haberte hecho daño, Paula –dijo con gesto atribulado.


–Eso podrías haberlo pensado hace cinco años –le contestó con amargura mientras se calzaba–. Además, no creo que ninguno estuviera pensando con claridad hace unos minutos y, sinceramente, no creía que tuviera que haberte dado una lista de mis credenciales como amante antes de que nos pusiéramos con esto.


Él suspiró al verla agarrar el bolso.


–No puedes marcharte así…


–¡Pues mira cómo lo hago!


–¿Por qué estás tan enfadada, Paula? ¿No podemos hablar antes de que te vayas? Por favor.


–No creo que tengamos nada de qué hablar. Hemos tenido un… encuentro y ahora, obviamente, ha terminado.


Para Pedro no había sido simplemente un encuentro. Independientemente de lo que pensara Paula y de las amantes que hubiera tenido él, nunca había experimentado nada remotamente parecido al placer que ella le había dado esa noche. Era tan bella que le arrebataba el aliento. Receptiva a más no poder. Y las caricias de sus manos, el roce de sus labios sobre su cuerpo, sobre su miembro, habían resultado tan increíblemente excitantes que casi le habían hecho perder el control.


–Tengo la sensación de que este también ha sido tu primer encuentro.


Ella se ruborizó.


–He estado un poco ocupada los últimos cinco años, ¿de acuerdo? Construyendo una nueva vida para mi madre y para mí en Gales. Estudiando mi carrera. Trabajando para pagar los préstamos de los estudios y el alquiler, y pintando como una loca en mi tiempo libre. Además, me habría visto obligada a explicarle mi pasado a cualquiera con quien hubiera tenido una relación seria y eso es algo que nunca he querido hacer. Lo siento si eso me convierte en una amante pésima, pero…


–No eres pésima, Paula –la interrumpió con fervor–. ¡Ni mucho menos! Es solo que… me sorprende que me hayas elegido precisamente a mí para ser el primero.


–Precisamente a ti. Supongo que es un poco irónico, pero si te paras a pensarlo, tiene cierto sentido. Tú ya conoces mi pasado, sabes quién soy, quién era mi padre, y eso significa que no tengo que confesarte nada.


En unos pocos minutos todo había vuelto a cambiar entre ellos una vez más, y volvía a mostrarse a la defensiva y hostil. ¿O tal vez esa mujer tan susceptible era la auténtica Paula?


Por primera vez en su vida, Pedro no sabía qué hacer.


–¿Podríamos cenar juntos mañana por la noche? –le preguntó vacilante.


–No, si vamos a terminar haciendo balance de lo que ha pasado esta noche. No.


–¡Maldita sea, Paula! –dijo exasperado–. Estoy intentando solucionar las cosas, pero me vendría muy bien un poco de colaboración por tu parte.


–Es un poco tarde para eso, ¿no crees?


–Lo estoy intentando de veras, Paula.


–¿Y cómo piensas solucionar las cosas?


–Nos hemos saltado un par de pasos dentro de una relación y me gustaría empezar de nuevo.


–Hemos tenido un encuentro sexual, Pedro, no una relación –un encuentro que le había cambiado la vida, aunque tenía la sensación de que había sido el propio Pedro el que había hecho de esa noche algo tan especial; no solo era un amante excepcional y experimentado, sino uno cariñoso y considerado. Incluso con su falta de experiencia, Paula sabía que no todos los hombres eran así, así que tal vez, en lugar de estar discutiendo con él, debería haber estado dándole las gracias por tratarla con tanta consideración.


Y tal vez lo haría… si no fuera porque estaba muy confusa tras haber permitido que todo eso sucediera. Tampoco entendía por qué Pedro se había mostrado así por su falta de experiencia.


Por otro lado, no podía permitirse involucrarse más emocionalmente de lo que estaba con Pedro porque ¿cómo iba a explicarle a su madre todo lo que había pasado?


–Te agradezco la invitación, Pedro y entiendo lo que intentas decir, pero no estoy interesada en llevar esto más lejos.


–¿Que no estás interesada en llevar esto más lejos?


–No. Has dicho que estás dispuesto a olvidar el pasado, así que sugiero que ambos hagamos lo mismo con lo que acaba de pasar. Vamos a olvidar que esto ha pasado.


Pedro nunca había conocido a una mujer que se pareciera remotamente a Paula Chaves. Y tampoco recordaba que ninguna lo hubiera puesto tan furioso como ella estaba haciendo ahora.


Primero lo había excitado tanto que los dos habían estado a punto de tener sexo sin protección en el sofá de su despacho, y ahora estaba ignorándolo. ¡Increíble! Lo tenía tan aturdido que ni siquiera sabía qué sentía por ella. Lo único que sabía era que quería volver a estar con ella.


–Cenaremos mañana por la noche –repitió con firmeza.


–No.


–¿Es que ya tienes una cita mañana por la noche?


Paula enarcó las cejas furiosa.


–Tengo tres días libres en el trabajo así que mañana por la mañana me voy a mi casa a ver a mi madre y a mi padrastro. Esa, además, es la razón por la que me he quedado trabajando hasta tarde con Eric –añadió con tono desafiante.


–Entiendo –murmuró él lentamente al no querer volver a sumirse en esa conversación.


–¿Y cómo vas a ir?


–En tren.


–Deja que te lleve…


–¡No seas ridículo, Pedro! Ya de por sí es un grave error que nos hayamos visto otra vez, así que lo último que quiero es que mi madre te vea presentándote en su casa mañana.


–¿Estás diciendo que ni siquiera sabe que vas a participar en la exposición?


–¡No sabría ni por dónde empezar a decirle que he vuelto a tener relación con tu familia!


–¡Maldita sea, Paula! Tu madre nunca me ha odiado como me odias tú.


–Eso no puedes saberlo.


Pero Pedro sí lo sabía. Sin embargo, parecía que Maria Harper nunca había puesto a su hija al tanto de sus reuniones después de que William entrara en prisión.


–Paula, tu padre…


–¡No quiero hablar de él! –le gritó con furia en la mirada.


–Paula era un hombre, no un santo. Solo un hombre. No se permitió que sus delitos anteriores salieran a relucir en el juicio para no predisponer el veredicto, pero seguro que sabes que tu padre era un timador profesional.


–¿Cómo te atreves?


–Y no solo eso, sino que él mismo se buscó su destino.


–Eso ya me lo has dicho.


–Pero lo digo de forma literal. Paula, la razón por la que fui a tu casa un par de veces fue para intentar convencerlo de que no siguiera adelante con la venta del cuadro. Porque, aunque aún no tenía todas las pruebas, sabía aquí dentro –dijo llevándose una mano al corazón– que el cuadro era una falsificación. La mañana siguiente a que lo visitara una segunda vez, los titulares sobre la existencia del cuadro ya abarrotaban todos los periódicos.


–¿Estás diciéndome que fue mi padre el que acudió a la prensa?


–Bueno, yo sí que no lo hice. Y si no fui yo, tuvo que ser él. Si no me crees…


–¡Por supuesto que no te creo!


–Pues entonces pregúntale a tu madre. Dile que te cuente todos los años que padeció en silencio las maquinaciones y timos de tu padre. Tienes que preguntárselo, Paula.


–¡Yo no tengo por qué hacer nada! Creo que… te odio por las cosas que has dicho esta noche.


Pedro no tuvo más opción que verla marchar y aceptar que si lo único que Paula podía ofrecerle era odio, entonces lo tomaría.











miércoles, 23 de diciembre de 2015

UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 15




Paula, siéntate aquí, coloca la cabeza entre las rodillas y respira, ¡maldita sea! Sí, eso es –dijo mientras ella respiraba entrecortadamente–. ¿Pero es que tienes algo en contra de mi whisky de treinta años?


Se agachó para recoger el vaso que Paula había tirado ante el peligro de desmayarse por completo y agarró un trapo para secar la moqueta.


–¿Qué has dicho? –preguntó al oírla murmurar algo.


–He dicho –dijo alzando su pálida cara– que me importa una mierda tu whisky de treinta años.


–Dudo que no te importe cuando te descuente de la venta de tus cuadros el precio de una botella –le aseguró secamente al agacharse a su lado.


–¿Qué venta? –le preguntó bruscamente incorporándose ahora que había pasado el peligro de desmayo–. ¿Cómo has podido hacerlo? –continuó en tono acusatorio sin dejarlo responder–. ¿Cómo has podido decirme algo así… sin la más mínima advertencia?


–¿Qué clase de advertencia debería haberte dado, Paula? –dijo al levantarse y soltar el paño empapado sobre el mueble bar–. «Ah, por cierto, creo que los dos nos hemos visto antes en una sala de tribunal abarrotada» o mejor «Te pareces mucho a Sabrina Harper, la hija de…». Y no vuelvas a desmayarte, Paula –la advirtió al verla palidecer aún más.


–No voy a desmayarme –se levantó bruscamente–. ¿Desde cuándo lo sabes?


–¿Que Paula Chaves es Sabrina Harper?


–¡Sí!


–Desde el principio.


–¿Desde…? ¡No me creo que hayas hecho esto!


–¿Por qué?


–Porque… Bueno, porque… ¡Porque no! ¡Nunca habría llegado tan lejos en la competición si hubieras sabido desde el principio quién era!


–Admito que mi hermano Rafael me advirtió, pero yo decidí…


–¿Tu hermano Rafael también sabe quién soy? –le preguntó con incredulidad.


–¿Sabes, Paula? Vamos a llegar mucho más lejos con esta conversación si trabajamos sobre el hecho de que yo siempre digo la verdad sin importarme las consecuencias –añadió con dureza.


Y una de esas consecuencias había sido que su padre entrara en prisión. Ninguno lo mencionó, pero ahí estaba el hecho.


–Fue Miguel el que te reconoció en un principio. Te vio cuando viniste a la entrevista con Eric aquel primer día y después se lo contó a Rafa, que me lo contó a mí.


–Vaya, sois un grupito de espías, ¿eh? –comentó a la defensiva aún completamente aturdida por el hecho de que lo hubiera sabido desde el primer día.


Y era algo que aún le costaba asumir porque si de verdad era así, entonces la había elegido como finalista para la exposición sabiendo exactamente quién y qué era.


Se la había comido con los ojos aquel día en ese mismo despacho sabiendo quién era. La había llevado a cenar sabiendo quién era. La había besado en su coche sabiendo quién era.


Y no le encontraba sentido a nada de eso.


–No creo que insultarnos a mis hermanos y a mí vaya a ayudarnos a llevar esta conversación.


Mientras estaba en Roma sin dejar de pensar en ella, Pedro había decidido que una vez volviera a Londres la verdad tenía que salir a la luz, y que si Paula no se la contaba, tendría que hacerlo él.


Estaba claro que lo despreciaba, e incluso tal vez lo odiaba, por el papel que había desempeñado en el juicio de su padre pero, sin embargo, por mucho que lo odiara, la atracción que sentía por él era innegable. Y él no encontraba el modo de que su relación prosperara si la verdad de la identidad de Paula permanecía oculta.


Por supuesto, siempre existía la posibilidad de que su relación tampoco prosperara después de que hubieran hablado del tema, pero Pedro sabía que no podían seguir con esa mentira, que cuanto más permitiera que se prolongara en el tiempo, menos oportunidades habría de que Paula y él pudieran llegar a una especie de entendimiento.


–Paula, te he pedido que confíes en mí y hables conmigo muchas veces –le recordó.


Ella abrió los ojos de par en par.


–¿Y te referías a esto? ¿A que te confesara que soy Sabrina Harper, la hija de William Harper?


–Sí.


–¡Es lo más ridículo que me has dicho nunca!


Él esbozó una burlona sonrisa.


–Pero es la verdad.


–¿Y en qué universo creías que eso podía pasar? –al parecer, Pedro había esperado de verdad que llegara a confiar en él tanto como para contárselo–. Eso nunca iba a pasar.


Él respiró hondo.


–Pues… es una pena.


–No veo por qué –le contestó con actitud desafiante–. Por suerte para ti tenéis un candidato de reserva para la Exposición de Nuevos Artistas, así que no tendréis problemas con eso una vez te concedas el placer de echarme…


–No pienso echarte, Paula, y lamento que pienses que eso pudiera ser un placer para mí –la interrumpió bruscamente pasándose una mano por el pelo–. Además, ¿por qué demonios iba a hacer eso cuando eres, con diferencia, la mejor artista de la exposición?


–¿Por qué? –le preguntó–. ¡Soy la hija de William Harper!


–Y, como ya te he dicho, lo supe cuando te eligieron como una de las seis finalistas.


Sí, y eso seguía sin tener sentido para ella. El nombre de su padre estaba tan envuelto en el escándalo que su madre había decidido cambiarles el apellido a las dos después de que él muriera. No podía creerse que Pedro quisiera arriesgarse a sacarlo a relucir exponiendo los cuadros de la hija de William y, mucho menos, intencionadamente.


Lo miró con recelo, de nuevo consciente de lo imponente que resultaba su presencia. Estuviera donde estuviera, destacaba, y eso había quedado patente durante el juicio de su padre, donde incluso el juez que veía el caso lo había tratado con una deferencia y un respeto que no le había mostrado a nadie más en el juicio. Y eso, sin duda, le había dado peso a las pruebas que Pedro tenía contra su padre. 


Por otro lado, tampoco habría hecho falta porque no había duda de la culpabilidad del hombre, no solo por haber intentado vender una falsificación, sino por haberla encargado en un primer lugar, haber pagado a un artista polaco una miseria por pintarla y después intentar vendérsela por millones a Pedro.


–Paula, incluso sin la ayuda de Miguel, habría sabido quién eras en cuanto te hubiera visto…


–Pues no entiendo cómo cuando mi nombre y mi aspecto son tan distintos a comparación de hace cinco años.


–Es improbable que pueda olvidarme de la joven que me miró con tanto odio durante días. Ya solo esos ojos te habrían delatado.


Paula tampoco lo había olvidado nunca, aunque por razones muy distintas.


Pedro Alfonso había sido el hombre más carismático e intrigante que había visto en su vida. Pero era más que eso; él era más que eso. Había despertado algo dentro de una tímida Sabrina de dieciocho años y con sobrepeso que había ocupado sus fantasías durante semanas antes del arresto de su padre y meses después de que el juicio hubiera llegado a su fin.


Las mismas fantasías que habían llenado todas sus noches desde que lo había visto hacía una semana. El mismo deseo que había vuelto a despertar en su interior unos minutos antes en el sótano en cuanto había oído su voz. El mismo deseo que la había dejado sin aliento cuando se había girado para mirarlo. El mismo deseo que ahora la recorría solo con ver cómo esa camisa se ajustaba tan bien a sus anchos hombros y a su cintura y cómo los pantalones sastre le caían elegantemente por la cadera. Ese hombre despertaba el deseo en su interior solo con estar en la misma habitación que ella.


–¿Cómo está tu madre, Paula?


–¿Por qué lo preguntas? –le dijo a la defensiva y con recelo.


Él se encogió de hombros.


–Porque me gustaría saberlo.


–Mi madre está bien. Se volvió a casar hace dos años y está muy feliz.


–Me alegro.


Pedro, si te sientes culpable…


–No es eso –la interrumpió bruscamente–. Maldita sea, Paula, no tengo nada, absolutamente nada, por lo que sentirme culpable. ¿Que si lamento el modo en que sucedió todo y cómo se vieron afectadas tu vida y la de tu madre? Sí, lo lamento. Pero tu padre fue el culpable, Paula, no yo. ¿Que si siento que muriera en prisión unos meses después? Sí, por supuesto que sí. Pero yo no lo metí ahí. ¡Se metió él solo con sus actos!


Sí, era cierto, y una parte de Paula nunca había perdonado a su padre por ello. Era algo con lo que tenía que vivir.


–¡Me besaste la noche antes de que arrestaran a mi padre! –le recordó en tono acusatorio.


Él cerró los ojos brevemente antes de volver a abrirlos.


–Lo sé, y quería decírtelo. A pesar de que la policía y mis abogados me advirtieron que no hablara del caso con nadie, ¡estuve a punto de contártelo aquella noche! Casi me mató no hacerlo –dijo sacudiendo la cabeza.


–No te creo.


–No –dijo aceptando esas palabras con pesar–. Intenté verte. En contra del consejo de mis abogados, intenté verte después de que arrestaran a tu padre, durante el juicio, después del juicio. ¡Lo intenté! Quería explicártelo. Nunca quise hacerte daño –le aseguró con fervor.


–Pero lo hiciste de todos modos.


–Ya te he dicho que no tuve opción, ¡maldita sea!


Tal vez no la había tenido, pero eso no impedía que Paula no le guardara rencor por no haberle contado nada. Por haberla besado aquella noche. Por haberle roto el corazón al
día siguiente…


–No quería ni verte ni volver a hablar contigo. No tenías nada que pudiera querer oír.


–Lo supuse.


Ella respiró hondo.


–¿Y adónde nos lleva esto ahora?


–¿Adónde quieres que nos lleve?


A su cama. A su escritorio de mármol. Al sofá. ¡Contra la pared! No le importaba «dónde», con tal de que Pedro terminara lo que había empezado en el coche. El deseo que había sentido entonces no era nada comparado con lo que sentía ahora, tras días sin verlo, sin estar con él.


Y se odiaba por ello. Odiaba que, a pesar de todo, siguiera sintiéndose así, siguiera deseándolo.


Se humedeció los labios con la punta de la lengua.


–Necesito saber… si lo de estos últimos días ha sido una especie de juego sucio, un acto de venganza por lo que mi padre…


–¡Yo podría preguntarte lo mismo! –le contestó con aspereza y rabia en esos profundos ojos marrones a la vez que apretaba los labios y tensaba la mandíbula. Tenía el cuerpo rígido por la tensión, y los puños cerrados, antes de agarrar el vaso de whisky y beberse el contenido de un trago–. Es más, mis hermanos insisten en ello.


–¡Pues entonces pregunta, maldita sea! –le gritó temblorosa.


–¿Por qué lo has hecho, Paula? ¿Por qué has participado en una competición dirigida por nuestra galería, la misma que ayudó a que tu padre entrara en prisión?


Paula respiró hondo y palideció ante la dureza de las palabras de Pedro.


Ahora la verdad había quedado completamente al descubierto y no había vuelta atrás, ya no podía engañarse, ya no podía rendirse ante el deseo asegurándose que no pasaba nada porque Pedro no tenía la más mínima idea de quién era. Porque sí que lo sabía. Siempre lo había sabido.


–¿La verdad?


–Dadas las circunstancias, no me conformaré con menos.


–Estaba desesperada. Soy una artista desconocida que lo que más quiere es triunfar y el mejor modo de hacerlo es exponer en la galería de Londres más prestigiosa.


–Gracias –aceptó con cierta sorna.


La rabia de Paula se encendió ante el sarcasmo.


–¡Estaba diciendo una realidad, no lanzándote un cumplido!


Pedro lo sabía. Conocía a Paula. No tanto como le gustaría, pero sí que sabía que era decidida, valiente y orgullosa; todos ellos, rasgos que podía admirar. ¡Eran la belleza y su atractivo los que lo destruían!


–No, Dios no quiera que puedas llegar a lanzarme un cumplido –dijo al dejar el vaso sobre el mueble bar y alejarse mirando con anhelo la botella de whisky. La enigmática Paula podía hacer que un hombre se diera a la bebida por mucho que a ese hombre, concretamente Pedro, le advirtieran que no perdiera el norte estando a su lado.


Ella se giró y se situó frente al gran ventanal con las manos en los bolsillos traseros de los vaqueros.


–¡Créeme, nada que no fuera eso podría haberme animado a acercarme a ti o a tu galería!


–Tal vez, después de todo, sería preferible un poco menos de sinceridad por tu parte.


–¿Qué quieres que haga, Pedro? ¿Que me retire discretamente de la exposición?


–Ya te he dicho que esa no es una opción –contestó secamente.


Ella se giró lentamente.


–¿Entonces qué opciones tengo?


Esa era una buena pregunta.


Después de haber tomado la decisión de ponerle fin a esa farsa, Pedro había visualizado los posibles escenarios una y otra vez en el vuelo de vuelta de Roma. Y había encontrado dos únicos resultados.


Resultado número uno: el mejor sin duda para Paula era que siguieran ciñéndose a una relación estrictamente profesional y que ella expusiera sus cuadros en la galería el mes siguiente.


Resultado número dos: el que menos le gustaba a Pedro y según el cual Paula se alejaba de inmediato de la galería, de la exposición y de él.


Había un tercer resultado, el que Pedro quería a pesar de saber que nunca sucedería. Según ese, Paula continuaba con la exposición y los dos accedían a dejar el pasado atrás y a seguir por donde lo habían dejado el viernes,


Un resultado que, tras el contundente comentario de Paula, Pedro sabía que era pura fantasía.


–¿Qué está pasando entre Eric y tú?


Ella se quedó atónita y batiendo sus largas pestañas sobre esos ojos grises.


–¿Cómo dices?


Los días que Pedro había pasado en Roma intentando convencer a un anciano conde para que le vendiera los frescos habían sido un calvario ya que no había dejado de pensar en el problema de qué hacer con Paula en lugar de concentrarse en la tarea que tenía entre manos. Y durante su vuelo de regreso no había hecho más que darle vueltas a la conversación que tenía pendiente con ella.


Solo había pasado por la galería un momento para dejar unos documentos en el despacho antes de dirigirse al apartamento de Paula y se había quedado sorprendido cuando el vigilante de seguridad le había dicho que la señorita Chaves y el señor Sanders seguían en el edificio. 


Bajar al sótano y ver a Paula allí con Eric tan relajada, riéndose con él mientras la invitaba a tomar algo, no había mejorado en absoluto el talante taciturno de Pedro.


–Si decides seguir adelante con la exposición y con la norma de ceñirnos al negocio, entonces esa regla se aplicará a todos los empleados de esta galería, no solo a mí –le dijo con dureza.


–Yo no… ¿Estás sugiriendo…? ¿Crees que Eric y yo tenemos algo? ¿Algo romántico?


Sí, sí que se le había pasado por la cabeza.


Eric Sanders solo era un año o dos mayor que Pedro y bastante guapo. Además, era un experto en arte altamente cualificado y respetado, y Arcángel tenía la suerte de contar con él.


Aun así, Pedro sabía que no dudaría en encontrar el modo de despedirlo si resultaba que Paula y él tenían una relación.


Paula lo miraba incrédula. Era el mismo hombre al que casi había permitido que le hiciera el amor en su coche solo unos días antes; un desliz que aún la hacía excitarse cada vez que lo recordaba… ¡y lo había recordado mucho desde el viernes!


¿De verdad Pedro pensaba que podía haber estado con otro hombre en los días que él había estado en Roma?


–Si te molestaras en buscar un poco más de información personal sobre tus empleados, entonces sabrías que Eric está comprometido con una chica encantadora que se llama Wendy ¡y que los dos van a casarse dentro de tres meses!


–Resulta que sí lo sé.


Ella abrió los ojos de par en par.


–Y aun así piensas que los dos hemos… Piensas muy mal de mí, ¿verdad?


Pensaba en ella demasiado para su tranquilidad mental.


–Estoy cansado e irritable y aún no he cenado.


–¿Y esa es tu excusa para acusarme de tener una relación con un hombre que está felizmente comprometido con otra mujer?


Pedro apretó los dientes. Sin duda era la única explicación que estaba dispuesto a admitir en ese momento, porque admitir que sentía celos de otro hombre no era ninguna opción.


–Sí, lo es.


Ella sacudió la cabeza con impaciencia.


–Creo que nos estamos desviando del tema importante.


–¿Es que no te parece importante que esté muerto de hambre? –preguntó enarcando las cejas con gesto burlón.


–Acabas de dejar caer una bomba sobre mi cabeza al decirme que has sabido quién era desde el principio, así que no, que estés muerto de hambre es lo último que me importa. Como tampoco me importa que estés cansado e insultantemente irritable.


Debería haber seguido sus instintos cuando habían entrado en el despacho; es decir, ¡debería haberla desnudado, haberla tomado en sus brazos y haberla tendido sobre el escritorio antes de hacerle el amor con fervor! Eso era lo que debería haber hecho.


Lo que aún quería hacer… ¡Cuánto lo deseaba!


La miró y echó a caminar hacia ella con un brillo de decisión en su oscura e intensa mirada.


Pedro, ¿qué estás haciendo? –dio un paso atrás y se topó con la frialdad de la ventana.


–Lo que debería haber hecho en cuanto volví a verte –le respondió colocando las manos sobre el cristal de la ventana, a ambos lados de su cabeza, y capturándola en el círculo que formaban sus brazos. Su aliento fue como una cálida caricia sobre sus mejillas mientras esos profundos ojos marrones la poseían y hacían que le resultara imposible apartarse de la intensidad de su mirada.


El corazón le golpeteaba contra el pecho y no podía respirar, no podría haberse movido ni aunque alguien hubiera gritado «¡Fuego!». Porque el único fuego que le importaba estaba justo ahí, entre los dos, ardiendo fuera de control.


–Habría sido algo incómodo teniendo en cuenta que Eric estaba en la misma habitación –dijo intentando aligerar la tensión que crepitaba entre los dos.


–¿Tengo pinta de que me importe quién más pudiera haber en la habitación?


El temerario brillo de la mirada de Pedro fue la respuesta a su pregunta.


–¿Eres consciente de que esto, sea lo que sea, va a complicar una situación ya imposible de por sí?


Él asintió brevemente.


–¡Y ahora mismo me apetece mucho complicarlo todo!


Paula tragó saliva antes de deslizar la lengua sobre sus labios.


–¿Sabías que tienes la costumbre de hacer eso? –le susurró Pedro

.
–¿Sí? –respondió ella con otro susurro; el edificio estaba tan vacío a esas horas que era como si estuvieran solos en el mundo. Ellos dos eran lo único que importaba en ese momento.


–Umm –asintió él hipnotizado por sus labios–. Y cada vez que lo haces, quiero sustituir tu lengua con la mía.


–¿Ah, sí? –Paula no podía moverse, el corazón le latía cada vez más deprisa según la iba invadiendo una oleada de calor, inflamando los labios entre sus muslos, prendiendo fuego a su vientre, hinchando sus pechos y tensando sus pezones contra la camiseta antes de que ese calor se propagara por la esbeltez de su cuello y por sus mejillas.


–Umm –Pedro asintió de nuevo sin dejar de mirarla–. Y creo que ahora mismo tienes dos opciones.


–¿Y cuáles son?


Él sonrió.


–Una, puedes sacarme de aquí y llevarme a cenar. Dos, y esta es mi favorita, nos quedamos aquí y satisfacemos otra clase de apetito.


Actuando en contra del buen juicio, ¡la segunda opción también era la favorita de Paula!


Allí y en ese mismo instante porque sabía que después cambiaría de opinión. Sin embargo, ahora parecía que no existía el tiempo, que no había ni pasado ni futuro, solo el presente, mientras su cuerpo se excitaba con expectación y deseo. Deseo por Pedro. Por el roce de sus manos. Por el roce de sus labios sobre su piel. Por todas partes.


–También hay una tercera opción: me voy sin más –dijo forzándose a resistirse a ese deseo.


–Esta vez no.


–Pero…


–Nada de peros, Paula–posó la frente contra la suya y ahora esos ojos marrones quedaron cautivadoramente cerca–. Tú eliges, Paula, ¡pero te advierto que elijas rápido! –añadió.


Paula se sentía rodeada por él, capturada por él; su presencia física, su calor, la presión de ese musculoso cuerpo que tenía tan peligrosamente cerca. Tan cerca que supo que ya había decidido por ella.








UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 14






–¿Whisky?


Paula estaba en mitad del elegante despacho de Pedro viendo cómo se quitaba la chaqueta y la dejaba sobre una silla antes de acercarse al mueble bar. En el ascensor habían estado en completo silencio.


–Es un poco pronto para mí, gracias. A menos que pienses que me puede hacer falta.


Pedro no dijo nada mientras sirvió dos vasos de whisky y le acercó el suyo a Paula.


Los últimos cuatro días habían sido un éxito en el terreno laboral, pero no tanto en el personal, ya que no había logrado sacársela de la cabeza. No había dejado de pensar en esa última noche en la que el deseo de ambos se había descontrolado tanto como sabía que volvería a descontrolarse a pesar del acuerdo que ella había propuesto y al que él había accedido a regañadientes. La había deseado cinco años atrás y aún la deseaba. Y eso era algo de lo que no se había podido desprender esa noche que había pasado en Roma con la bella Lucia, cuando la había acompañado hasta su casa y se había marchado en lugar de quedarse a pasar la noche con ella, como habría hecho en condiciones normales. No había tenido el más mínimo deseo de acostarse con la belleza morena porque Paula era la mujer que deseaba. En sus brazos, en su cama. ¡En su poder! Y eso no sucedería nunca mientras los sucesos del pasado siguieran acechando en las sombras.


–Vas a necesitarlo. Los dos –añadió dando un buen sorbo mientras el perfume especiado de Paula invadía sus sentidos.


Ella agarró el vaso y bebió sin molestarse en ocultar el temblor de su mano.


–¿Qué tal Roma?


–Tan preciosa como siempre –se apartó de ella y se situó de espaldas a uno de los ventanales; necesitaba poner espacio entre los dos, entre él y ese insidioso perfume que lo invadía–. He tenido que insistir mucho, pero al final he logrado adquirir los dos magníficos frescos que había ido a buscar.


–¿Ah, sí? –preguntó sorprendida.


–Ya te dije que era un viaje de negocios.


–Bueno, ¿de qué querías hablar? –le preguntó forzándose a mostrarse animada.


–Sabrina Harper.