domingo, 13 de diciembre de 2015

UNA NOVIA EN UN MILLÓN: CAPITULO 2




Paula!, necesito que vengas aquí delante un momento.


A Paula Chaves le pareció advertir un matiz de urgencia en la voz de su tía, y dejó a un lado en ese mismo instante las ramitas verdes que estaba utilizando en la preparación de un ramo. Salió de la trastienda preguntándose para qué se requeriría su presencia. Normalmente era su tía, dueña de la floristería, quien atendía a los clientes.


Sin embargo, nada más llegar al mostrador, la razón se hizo más que evidente. Su hijo Marcos, de dos años y medio, estaba allí de pie, su manita firmemente agarrada por la de una mujer anciana, pero no de una anciana cualquiera. Al reconocer a Isabella Valeri, a Paula el corazón casi le dio un vuelco.


Aunque la floristería se encontraba en Cairns, a unos setenta kilómetros al norte de Port Douglas, donde residían los Alfonso, toda la comunidad italiana de North Queensland conocía a aquella extraordinaria mujer y se le tenía un enorme respeto. Paula sintió que le recorría la espalda un escalofrío. ¿Qué habría hecho Marcos esa vez?


–¿Es usted la madre de este niño? –preguntó Isabella Valeri en un tono exigente. Su aristocrática figura estaba tensa en una actitud claramente desaprobadora.


–Sí –musitó la joven Apartó la vista de los inquisidores ojos oscuros de la anciana y bajó la cabeza hacia su hijo, que estaba observando a su captora con cierto pavor–. ¿Qué le has hecho a esta señora, Marcos?, ¿por qué no estás en el patio de atrás?


El niño, lejos de arredrarse ante una inminente regañina, la miró con aire triunfante y una sonrisa traviesa en los labios.


–Me encontré unas cajas y me subí en ellas y abrí la verja –confesó orgulloso de su ingenio.


Paula emitió un profundo suspiro exasperada.


–¿Y luego qué?


–Nada, me monté en mi bici.


–Iba pedaleando en su triciclo como un demonio por la calle y casi se me echa encima –lo acusó Isabella Valeri.


Paula se irguió, tratando de mantener la mayor dignidad posible.


–No sabe cuánto lo siento, señora Alfonso, y le agradezco muchísimo que lo haya traído de vuelta. Creía que estaba jugando en el patio.


–Parece que su hijo es un niño muy inquieto. En fin, los chicos son así, pero por eso mismo debería tenerlo más vigilado. Nunca se sabe lo que puede pasar.


Aquel consejo, ofrecido en un tono más suave, redujo la tensión de Paula considerablemente.


–Lo haré. Y gracias otra vez por traérmelo, señora Alfonso.


Sin embargo, la anciana no pareció contentarse con la disculpa y su propósito de enmienda. La estaba mirando de arriba abajo. Era como si la estuviera analizando punto por punto: el largo cabello castaño, los ojos ambarinos bordeados por espesas pestañas, los marcados pómulos, la generosa boca, el largo cuello, la curva de los senos bajo la blusa sin mangas, la estrecha cintura, realzada por el cinturón de la falda, las anchas caderas, las torneadas piernas, y finalmente los pies, calzados con unas sencillas sandalias.


Era algo bastante embarazoso. Seguramente estaba pensando que era una criatura descuidada que no se preocupaba de su hijo lo suficiente, pero aquello no era verdad, ella era una buena madre. Era solo que… a veces Marcos se portaba como un verdadero diablillo.


–Tengo entendido que es usted viuda.


Paula no se esperaba aquello, ni mucho menos que la matriarca de los Alfonso conociera su estado civil.


–Sí, lo soy –contestó confusa.


–¿Cuánto hace que falleció su esposo?


–Dos años.


–Tal vez el niño necesite la mano de un hombre.


Paula enrojeció furiosa por la implícita crítica.


–Marcos tiene varios tíos.


–Aún es usted una mujer joven, y atractiva. ¿No han intentado volver a cortejarla?


–No, yo… em… No he conocido a nadie que… Yo no… –balbució sintiéndose idiota por dar explicaciones, e incómoda por la fija mirada de la anciana.


–¿Estaba muy unida a su marido?


–Pues sí, claro que sí…


–Esto no es bueno para el chico… Usted trabajando en una tienda, incapaz de vigilarlo como es debido. Necesita a un hombre que la apoye, a un hombre que le alivie esa carga.


–Supongo que no me vendría mal –asintió Paula. ¿Qué otra cosa podía hacer? Rebatir a Isabella Valeri se le antojaba demasiado insolente, y no quería soliviantar a su tía, allí de pie, junto a ella, observando la escena en silencio. Al fin y al cabo le había hecho el favor de emplearla en la tienda… siempre y cuando Marcos se comportara. ¡Dios!, no quería ni pensar en la regañina que la esperaba cuando se marchara la anciana. Sin embargo, de pronto esta volvió a sorprenderla cambiando radicalmente de tema:
–También me han dicho que canta usted en las bodas.


–Sí –confirmó Paula anonadada. ¿Cómo sabía tantas cosas de ella?


–Su agente me envió una cinta. Tiene usted una voz muy bonita.


–Gracias –dijo Paula halagada.


–¿Sabe usted que pronto se celebrará una boda en Alfonso’s Castle?


–Sí, eso he oído –asintió Paula. La boda de uno de sus nietos, y según rumoreaban, sería todo un acontecimiento, con mucho lujo y glamour.


–Estoy buscando a una buena cantante, y he pensado en usted, pero antes preferiría hacer una prueba en el salón de baile. No hay la misma acústica que en un estudio de grabación.


¡El famoso salón de baile! Paula había oído innumerables historias acerca de la residencia de los Alfonso. ¿Estaría soñando? Aquella era la oferta más fabulosa que le habían hecho jamás. Seguramente le pagarían muy bien. De pronto se encontró haciendo castillos en el aire ante la excitante posibilidad.


–¿Qué me responde? ¿Vendría a una prueba el domingo por la tarde?


–Por supuesto –respondió Paula entusiasmada.


–Muy bien. La espero a las tres. Puede traer al muchacho con usted –ofreció la anciana bajando la mirada hacia Marcos. Aún lo tenía agarrado por la mano pero, sorprendentemente, como si el niño también comprendiera que era mejor no ofender a esa mujer, no había tratado de soltarse. De hecho, parecía fascinado por la autoridad con que aquella mujer hablaba a su mamá–. Vendrás a visitarme con tu madre, Marcos –le dijo la anciana.


–Oh, pero podría dejarlo a cargo de alguien –se apresuró a sugerir Paula saliendo de su ensueño. La preocupaba que el pequeño pudiera hacer alguna travesura que le estropeara la audición.


Isabella Valeri la miró reprobadora de nuevo.


–No hará tal cosa –ordenó. Sin embargo, como si se hubiera dado cuenta de la aspereza de su tono, sonrió, primero al crío, y luego a Paula–. Es un chiquillo encantador, me encantaría volver a verlo. Tomaremos el té en los jardines, y allí podrá corretear todo lo que quiera.


–Gracias, es muy amable por su parte.


–Ve con tu madre, Marcos –dijo la anciana al niño soltándole la mano y revolviendo su cabello rizado–. Y no vuelvas a salir con tu triciclo a la calle, no es un buen sitio para jugar. Puedes hacerte daño.


Obedientemente, el pequeño corrió junto a Paula y la tomó de la mano.


–¿Cuántos años tiene? –inquirió Isabella Valeri.


–Dos y medio.


–Pues montas muy bien para tu edad, jovencito –alabó amablemente la mujer volviendo a sorprender a Paula–. El triciclo está junto a la puerta –dijo mirando a la joven.


–Gracias.


–El domingo a las tres, no lo olvide –repitió imperiosamente.


–Estaremos allí, señora Alfonso. Y gracias una vez más.


*****

A las tres menos diez Paula estaba ya aparcando su pequeño Honda Swift bajo una de las pérgolas cargadas de buganvillas de Alfonso’s Castle. Aquella era la zona de aparcamiento de los visitantes, pero las demás plazas estaban vacías, lo cuál únicamente acrecentó su nerviosismo.


Volvió a comprobar por enésima vez que llevaba en el bolso la cinta con música de fondo que utilizaba para cantar. 


Aunque tal vez no le hiciera falta. Lo cierto era que no sabía muy bien qué se esperaba de ella, si que cantara con música o sin ella. Bueno, en cualquier caso había hecho bien llevándosela por si acaso. Se miró en el espejo retrovisor para asegurarse de que el maquillaje, más bien ligero, estuviera perfecto. Se había hecho un peinado especial para la ocasión, metiendo las puntas hacia dentro. El aspecto era muy importante, quería dar buena impresión. Había elegido un vestido amarillo limón sin mangas y cuello redondo que siempre la hacía sentirse elegante. Aquel día necesitaba más confianza que nunca.


Marcos se había quedado dormido en su asiento. Paula le desabrochó el cinturón de seguridad y lo despertó, zarandeándolo suavemente.


–¿Hemos llegado ya, mamá? –murmuró él soñoliento.


–Sí, anda vamos.


Mientras caminaban hacia la casa, los ojos del pequeño ascendieron como embrujados hacia lo alto de una torre teselada que coronaba la colina. Se decía que Federico Stefano Valeri, el padre de Isabella, la había hecho construir para que su esposa pudiera ver los barcos que llegaban al puerto y los campos de caña de azúcar.


–¿Podemos subir allí, mamá?


–Hoy no, Marcos, pero vamos a ver el salón de baile. Dicen que tiene esas enormes bolas de las salas de fiestas con muchos espejos chiquititos colgando del techo, y que el suelo está forrado con tablas de madera formando dibujos de fantasía.


El camino de losas hasta la casa estaba flanqueado por palmeras y terraplenes con exuberantes flores y plantas tropicales y, hasta donde alcanzaba la vista, los ojos se regalaban con vastas extensiones de verde y cuidado césped. Frente a la casa había un cenador con una fuente en el centro, en torno a la cual había algunas mesas y sillas. 


En una de ellas había sentadas tres personas, y Paula casi se echó atrás por un repentino nerviosismo al reconocer a Pedro Alfonso.


Las otras dos personas eran su abuela, Isabella Valeri, y una mujer joven que identificó como su prometida. La había visto en una fotografía, en las noticias de sociedad de cierto periódico, donde se hacía público el compromiso.


Sí, Pedro Alfonso ya pertenecía a una mujer, se recordó tratando de controlar su excitación. Hasta ese momento no había imaginado que llegaría siquiera a conocerlo, pero siempre le había parecido un hombre guapísimo.


Había amado muchísimo a Angelo, su esposo, pero, mientras que él había sido algo real, aquel hombre había sido siempre para ella esa fantasía inalcanzable y perfecta que todas las mujeres tienen con algún actor u otro hombre público.


En aquel momento, sin embargo, era muy real, y, al sentir sus ojos sobre ella, el corazón comenzó a latirle apresuradamente y notó que las piernas le temblaban ligeramente. Era guapísimo… Tan masculino, tan fuerte… 


Tenía un aire de autoridad e indomabilidad que parecía querer decir que podría hacer cualquier cosa que se propusiera.


Cuando sonrió al ver a Marcos caminando a su lado alegremente, una sonrisa afloró a sus labios, suavizando los marcados ángulos de su viril rostro, emitiendo un aura de cálido encanto, y sus ojos, sorprendentemente azules, brillaron en su rostro aceitunado.


Probablemente debería haberse acercado al extremo de la mesa en el que estaba sentada su anfitriona, pero, por un impulso, se encontró de pronto junto a la silla que ocupaba él. Pedro Alfonso se puso de pie para saludarla. De cerca parecía muchísimo más alto y más fornido.


Paula se forzó a girarse hacia Isabella Valeri. Al fin y al cabo, si no fuera por ella, no estaría allí en aquel momento. «He venido aquí por negocios, solo por negocios», se repitió la joven mentalmente sin conseguir dejar de sentirse turbada por la presencia del hombre.


–Este es mi nieto Pedro –lo presentó la anciana con una sonrisa benevolente.


Paula se sintió aliviada por que no la hubiera juzgado maleducada, pero solo pudo mirar un instante aquellos fascinantes ojos azules mientras le estrechaba la mano.


–Y su prometida Marcela Banks –prosiguió Isabella.


La mujer no se había levantado de su asiento y se limitó a dedicarle una sonrisa forzada, a lo que ella contestó con una ligera inclinación de cabeza. La deprimió comprobar que era más atractiva en carne y hueso que en aquella foto del periódico: labios carnosos, cabello dorado en un elegante recogido, facciones armoniosas, grandes ojos verdes, una nariz clásica y una figura esbelta, casi de modelo.


Llevaba puesto un pareo a modo de top con dibujos en tonos ocres. «La clase de prenda que solo les queda bien a las mujeres con poco pecho», se dijo Paula con algo de envidia. 


A juego con el top, vestía unos pantalones ajustados de un color arena; no había ni un gramo de grasa en aquella percha de ropa de diseño.


De pronto Paula se sintió gorda, lo cual era estúpido, porque no lo estaba. Simplemente tenía una constitución diferente. 


Sin embargo, el sentido común no hizo nada por consolarla.


Aquella era la clase de mujer que gustaba a hombre como Pedro Alfonso, la clase de mujer con la que los hombres como él se casaban.


–Paula Chaves y su hijo Marcos –concluyó Isabella.


–Estamos encantados de conocerla, Paula. Y a ti también, Marcos –dijo Pedro. Su profundo pero cálido timbre de voz hizo que la joven se estremeciera por dentro–. Buena gente los Chaves. ¿Todavía se dedican a la pesca?


–Sí, la mayoría de los hombres de la familia sí –acertó a contestar sin poder ocultar el asombro de que supiera aquello. Muchos años atrás, Robert Alfonso había financiado la incursión de la familia Chaves en la pesca. De hecho, había sido su bisabuelo, Federico Stefano Valeri, quien había iniciado la tradición de ayudar a los inmigrantes italianos a establecer sus negocios cuando los bancos australianos se negaban a hacerles un préstamo. Cuando se decidía a apoyar a una u otra familia, no basaba su criterio en cuánto dinero le solicitaban, sino en las capacidades de éxito de sus prestatarios. Y, hasta la fecha, tal vez por la fe que depositaban en la gente, nadie había dejado de devolver el dinero a los Alfonso.


–Y es usted la… viuda de Angelo, ¿no es así? –prosiguió Pedro Alfonso con una nota de condolencia en su voz. Paula asintió con la cabeza, todavía más sorprendida de que supiera el nombre de su marido–. Recuerdo haber leído en algún periódico cómo se hizo a la mar para auxiliar a un marinero solitario cuya embarcación se había quedado encallada en los arrecifes.


–Sí –musitó Paula con la voz quebrada al recordar aquel fatídico día–, la tormenta los venció… y ambos se ahogaron.


–Lo siento profundamente. Un hombre tan valiente… Ha debido de ser una gran pérdida para usted y para su hijo –su tono era sincero, y también la lástima en su mirada–. Espero que su familia los ayudara.


–Oh, sí, se han portado muy bien con nosotros.


Pedro Alfonso asintió y, suspirando, decidió cambiar de tema:
–Bueno, mi abuela me ha dicho que la ha hecho venir para una audición –dijo. Paula asintió con la cabeza–. ¿Quiere tomar algo antes? –dijo señalando con la palma de la mano las sillas vacías frente a su prometida–, ¿vino, un zumo, agua mineral…?


–Solo un vaso de agua para mí, gracias.


–¿Y tú, Marcos?


–Zumo, por favor.


–Sírvale solo medio vaso –pidió Paula mientras tomaban asientos–, si no suele derramarlo.


–Ningún problema –respondió él con una sonrisa.


–Así que es usted una… ¿cantante profesional? –inquirió Marcela Banks con voz cansina.


–Bueno, trabajo bastante en bodas, bautizos…, pero no me da para vivir –contestó Paula con sinceridad. ¿Por qué fingir o inventar mentiras? Lo cierto era que la mayoría de las veces eran familiares o amigos quienes le pedían que cantara en algún evento sin pagarle un céntimo.


–Pero tendrá usted alguna educación musical –insistió la mujer con un cierto matiz de crítica que molestó a Paula. 


¿Qué importancia podría tener aquello?


–Si se refiere usted a si he tomado lecciones de solfeo, sí, las he tomado. Y también he participado en algunos certámenes locales.


–¿Y cómo es que no se ha dedicado usted a ello?


–No todas las mujeres anteponen sus ambiciones profesionales a su familia –tercio Isabella secamente


–Pues si realmente tiene buena voz, me parece un desperdicio –contestó Marcela tras encogerse de hombros. 


Y enarcó las cejas hacia Paula como esperando una explicación. Paula sintió que la ira se apoderaba de ella.


 ¿Por qué tenía que tratar de rebajarla por todos los medios cuando parecía tenerlo todo, cuando cualquier mujer la envidiaría, incluso por el hombre cuyo anillo de compromiso lucía en el dedo?


–No era la clase de vida que quería –contestó Paula con sencillez–. En cuanto a la calidad de mi voz –dijo volviéndose hacia Isabella–, estoy aquí para que sea la señora Alfonso quien juzgue si es de su agrado.


–Y estoy deseando escucharla –respondió la anciana con una sonrisa de ánimo–. Si se parece en algo a lo que escuché en aquella cinta –dijo mirando a su nieto–, creo que querrás que cante en tu boda, Pedro.


Durante un buen rato el nieto de Isabella Valeri no contestó, y Paula pudo notar una cierta tensión en el aire, una tensión que no tenía nada que ver con ella. Con mucha suavidad, tomó su vaso de agua y bebió un poco, agradecida por haber salido de la línea de fuego.


Marcela Banks le había dirigido una mirada furibunda a su prometido, en una muda exigencia de que la apoyara. Pedro Alfonso se removió incómodo en su asiento y habló así a su abuela armándose de paciencia:
–Abuela, ya hemos hablado de esto. Marcela quiere un arpista, no una cantante.


–Sí, ya me enteré de lo que Marcela quería, Pedro, pero, ¿qué quieres tú? –replicó su abuela con rigidez.


–Oh, vamos, nonna, el día de la boda es el día de la novia –apuntó él torciendo el gesto ante la beligerancia de su abuela.


Isabella lanzó una mirada irónica a la prometida de su nieto. 


No parecía que le cayera muy bien, observó Paula.


–¿Es eso lo que piensas tú, Marcela?, ¿que la preparación de una boda solo concierne a la novia, y que el novio tiene que acceder a todo lo que ella desea?


Marcela sonrió de forma engreída.


–A Pedro no le importa que toque un arpista en la ceremonia.


–Pues a mí nunca me ha parecido que un arpa…, ni ningún otro instrumento, pueda desplegar la calidez y emociones que rezuma una voz humana.


–Es solo una cuestión de gusto –objetó Marcela–, un arpa es muy elegante.


–Oh, sin duda, sin duda… –respondió la anciana con ironía–. Sin embargo, en mi opinión, en medio de toda esa elegancia que proyectas, aún podría hacerse un poco de sitio para el amor en vuestra boda, ¿no crees? –la anciana se giró hacia Paula con una sonrisa–. ¿Estás descansada para cantar, querida?


–Sí, gracias –contestó Paula dejando el vaso sobre la mesa y tomando su bolso–, he traído una cinta con música de fondo, ¿tendrían ustedes algún radiocasete para ponerla en la sala de baile?


–Por supuesto –asintió la mujer mirando a su nieto–. Pedro lo traerá y le dará un mando a distancia para que puedas hacer una pausa entre canción y canción.


El corazón le dio un vuelco a Paula. ¿Él iba a oírla cantar también? Le pareció ver que Marcela fruncía el entrecejo con fastidio, pero la ignoró y, mirando a Pedro Alfonso, le dio las gracias.


–Será un placer –fue la cortés respuesta. Sin embargo, Paula no pudo evitar preguntarse si él también estaría molesto por aquella manipulación por parte de su abuela. No parecía que fuera a tener un público muy dispuesto, la prometida, al menos, sería sin duda muy crítica con ella.


Isabella se puso en pie y los demás hicieron lo propio. Paula se apresuró a quitarle el vaso de zumo a Marcos y bajarlo de la silla.


–¿Vamos a ver las bolas con espejitos, mamá? –le preguntó el niño.


Paula se sonrojó profusamente.


–Sí, cariño, anda vamos.


–Ven conmigo, Marcos, dame la mano –ordenó Isabella–, yo te lo enseñaré todo mientras tu madre se prepara para cantarnos.


El pequeño no pareció dudarlo siquiera, fue con la anciana asiendo alegremente la mano que le ofrecía. Era gracioso que fuera tan confiado con aquella mujer cuando solía volverse retraído y vergonzoso con los extraños. Isabella Valeri parecía emanar una fuerza especial. No en vano era la matriarca del clan Alfonso.


En cambio, seguramente no habría ido con Marcela, se dijo Paula. La joven la miró con marcada hostilidad mientras se dirigían al salón de baile. ¿Por qué tenía la sensación de que Isabella estaba usándola como a un peón en medio de esa batalla que parecía estar librando con su futura nieta política?


Esperaba que no la hubiera llevado allí solo para fastidiar a la prometida de su nieto, necesitaba aquella oportunidad, aquello podría mejorar sustancialmente su situación y la de Marcos. Sin embargo, con semejante tensión en el aire, se le antojaba muy difícil que pudiera tener éxito.


Tenía que concentrarse, dejar todos aquellos pensamientos a un lado. Y, aparte de todo aquello, más que ninguna otra cosa, se sentiría fatal si hiciera un mal papel delante de Pedro Alfonso. No quería que le tuviera compasión, y, desde luego, no quería dar motivos a su prometida para burlarse de su actuación.


Tenía que cantar bien, tenía que hacerlo o se moriría de vergüenza.









UNA NOVIA EN UN MILLÓN: CAPITULO 1




Mientras hablaban, Isabella Valeri Alfonso observaba con aprobación a su sobrina política, Elizabeth, satisfecha de ver firmeza en su rostro. Isabella, considerada como la matriarca de los Alfonso de la región de Kimberley, tenía muy claro cuál era la finalidad de la familia: los bienes, la herencia, pasando de un miembro a otro, generación tras generación. 


Y, para ello, tenía que haber matrimonios y tenía que haber hijos.


Elizabeth tenía tres hijos, los tres habían contraído matrimonio el año anterior, y dos de ellos estaban a punto de ser padres. Podía dormía tranquila por las noches, pero no así Isabella.


De sus tres nietos, solo Pedro planeaba casarse, y la joven que había escogido no era de su agrado. Aquella mujer no era la adecuada para él, pero no sabía cómo hacérselo ver, cómo hacerlo cambiar de opinión.


Estaban en el mes de mayo, y la boda se había fijado para el mes de diciembre, tras la recolección de la cosecha de caña de azúcar. Seis meses, tenía seis meses para convencerlo de que Marcela Banks nunca encajaría en su vida. Era una joven egoísta, vaya si lo era, egoísta y egocéntrica, pero muy astuta sin duda cuando se trataba de conseguir lo que quería. Seguramente estaba empleando el sexo como arma para seducir a su nieto, pero Isabella estaba segura de que ni siquiera eso duraría una vez fueran marido y mujer. Una persona tan preocupada por mantener su figura como Marcela… ¿Pasar por un embarazo? Ni hablar. ¿Accedería siquiera a darle un heredero, o esgrimiría excusas, lo pospondría eternamente o incluso rechazaría de plano la idea?


–¡Qué lugar tan hermoso es este, Isabella! –comentó Elizabeth con admiración, la mirada perdida en las plantaciones de caña de azúcar al otro lado de la ensenada Dickinson. No podía ser más distinto del interior, donde ella habitaba.


Estaban sentadas desayunando bajo el pórtico de la casa, frente a una hermosa fuente. Aquel lugar poseía el verdor intenso de Far North Queensland, y la selva tropical, que rodeaba aquella región de Australia reclamada por el hombre para sí, era tan antigua y única como las vastas tierras rojizas del corazón del continente.


Isabella no podría olvidar jamás lo duramente que había tenido que trabajar su familia para domar aquella tierra, las arduas tareas de limpiado de la maleza, las persistentes enredaderas que constantemente habían de arrancar, las plantas venenosas, el calor, la humedad, las enfermedades endémicas y las mortíferas serpientes. Y es que ella había nacido allí, setenta y ocho años atrás, en aquellas plantaciones de caña, hija de inmigrantes italianos.


Aparte de una corta estancia en Brisbane, durante la cual había conocido y se había casado con Eduardo Alfonso, antes de que su hermano Enrico y él se marcharan al frente en Europa, su hogar había estado siempre allí, en aquella colina que dominaba todo Port Douglas. Convertida ya en una viuda de guerra había regresado para que aquel lugar viera nacer a su hijo Roberto, a quien quería con verdadera pasión de madre.


–Mi padre escogió este sitio por mi madre. Ella procedía de Nápoles –explicó a su visitante–, y quería vivir junto al mar. Por eso mi padre le construyó esta enorme casa, al modo de las antiguas villas romanas.


–Es una historia muy romántica –concedió Elizabeth con una sonrisa.


–Mi padre la bautizó como Villa Valeri, pero, al no volver mi hermano de la guerra, pasó a ser de mi propiedad, y mi hijo y mis nietos llevan el apellido de mi esposo, por lo que, tras morir mi padre, la gente de los alrededores comenzó a llamarla Alfonso’s Castle y se quedó con ese nombre.


–¿Te apena que lo que tu padre logró con su esfuerzo haya acabado bajo el apellido Alfonso? –inquirió Elizabeth con suavidad. Isabella sacudió la cabeza.


–Mi hijo y mis nietos, aun llamándose Alfonso, son descendientes de mi padre, y eso era lo único que a él le habría importado, que lo que él creó siga perteneciendo a la familia, y que las generaciones venideras lo mantengan y lo engrandezcan. Creo que comprendes a qué me refiero –dijo girando la cabeza para mirarla. Elizabeth asintió–. Y creo que sabes que no es algo sencillo de conseguir. Aquí, en esta región tropical, también sufrimos desastres. Vosotros padecéis sequías, mientras que a nosotros nos asolan los ciclones. Como sabes, perdí a mi hijo Roberto por culpa de uno, y aquella fue una época muy difícil para mí. Sin él, la producción de las plantaciones cayó en picado.


–Supongo –musitó Elizabeth– que verdaderamente los desastres forjan el carácter de las personas, que hacen que se superen a sí mismas al afrontarlos.


–Así es, en esas situaciones tienes que luchar, luchar para no perder lo que tienes –afirmó Isabella con vehemencia.


¿Era tal vez aquella convicción en su voz lo que hacía que Elizabeth la tratara con tanto respeto? Desde luego no era una deferencia hacia ella por su edad, ya que, aunque esta la superaba en casi dos décadas, ambas tenían ya el cabello cano.


Isabella, muy erguida en su asiento, no se sentía vieja. Su rostro estaba surcado por arrugas más abundantes y profundas que el de la otra mujer, y probablemente tenía muchos más achaques que ella, pero en su interior la llama de la vida ardía aún con sorprendente intensidad.


–Tu padre estaría muy orgulloso, Isabella, si viera cómo has mantenido el lugar para dejar el testigo a tus nietos. Y ahora ellos se han convertido en hombres y te han devuelto tu sacrificio con creces… Rafael y yo recorrimos ayer las plantaciones y quedamos muy impresionados.


–¡Ay, pero tanto trabajo puede verse destruido en tan poco tiempo, Elizabeth! –se quejó la anciana–, igual que aquel ciclón segó las vidas de Roberto y su esposa… –meneó la cabeza y dirigió una mirada penetrante a su sobrina–. Quisiera ver a mis nietos casados, con hijos, para asegurar la continuidad del sueño de mi padre, pero ninguno parece dispuesto a complacerme.


–Pero Pedro sí…


–Oh, es verdad, ya conociste a su prometida en la cena de anoche –la interrumpió Isabella–, ¿qué te pareció?


Elizabeth se quedó dudando un instante y contestó muy despacio:
–Bueno, es… atractiva, muy refinada.


Isabella torció el gesto ante aquel comentario escogido con tanto cuidado, y sus ojos centellearon burlones.


–Sí, relumbra como un diamante, pero su corazón es tan frío y duro como ellos. No es capaz de entregarse a nadie de verdad.


–La elección de Pedro no te hace feliz –adivinó Elizabeth.


–No será una buena esposa para él.


Elizabeth comprendió al instante el dilema de su tía política y la compadeció de veras.


–En ese caso –dijo arriesgándose a darle un consejo–, deberías buscarle otra mujer, Isabella, antes de que sea demasiado tarde.


–¿Yo? –replicó asombrada la anciana–, ¿cómo podría hacer eso? Pedro jamás aceptaría un matrimonio concertado, tiene un orgullo de todos los demonios…


–Mi hijo mayor, Nicolas, se pasó años mariposeando entre mujeres que no encajaban en la vida de campo a la que él está atado.


–Es el mismo caso de Pedro –convino Isabella en tono de fastidio–. Marcela jamás sentirá ningún apego por la tierra, para ella solo es una fuente de riqueza.


–Entonces –continuó Elizabeth–, yo misma me embarqué en la búsqueda de una mujer que respondiera a las necesidades de Nicolas. Y la encontré.


–¿Quieres decir que a Miranda, la mujer de Nicolas… la elegiste tú? –inquirió Isabella incrédula.


–Sí, claro que por suerte ella también encontró lo que necesitaba en él. En fin, yo solo los puse al uno en el camino del otro y recé para que funcionara… Y funcionó –dijo riéndose y encogiéndose de hombros.


–¡Ah, ya veo…! ¿Seguro que no pusiste también alguna indicación para que no se desviaran?


–Nada que resultara muy obvio –respondió Elizabeth con una sonrisa pícara–, solo un pequeño empujoncito para acercarlos. No puedes controlarlo todo. Si no hay química de por medio…


–Oh, por eso no hay problema. ¿Qué mujer no querría a Pedro?


–Sí, pero, el problema es que a él también tendría que atraerle la mujer que tú eligieses. Porque, después de todo, Marcela es…


–Lo sé, lo sé… Una arpía de cuidado.


–Yo iba a decir muy atractiva –dijo Elizabeth riéndose.


–¡Bah, un saco de huesos y poca carne! Pedro necesita a una mujer, no a una muñeca. Necesita a una mujer con unas buenas caderas para tener hijos y senos que no sean de silicona para poder amamantarlos, una mujer que sepa hacerle comidas nutritivas, no una que se alimente a base de lechuga.


Elizabeth se rio.


–Bueno, pero Pedro tiene que encontrarla atractiva. Y tomando a Marcela de guía no creo que le gusten las gorditas… –dijo sonriendo. Y, entonces, se puso seria–. Tú lo conoces mejor que nadie, Isabella. Creo que lo que le conviene a Pedro es una mujer con la cabeza sobre los hombros, una mujer que pueda ser su compañera en todos los sentidos.


–Una compañera de verdad, eso es lo que necesita –convino su tía política–. Una mujer que quiera darle descendencia.


Isabella estaba plenamente satisfecha de aquella conversación. Como había esperado, Elizabeth no la había defraudado. Era una suerte que hubiera ido a visitarlos con su nuevo capataz, Rafael Santiso, de origen argentino, según tenía entendido, y, a lo que parecía, muy eficaz en su trabajo. Le recordaba a su padre, un hombre con visión de futuro.


Pedro también tenía las cualidades necesarias para ser así. 


¡Si tan solo abriera los ojos y se diera cuenta de que no estaba haciendo lo correcto! ¡Ah, pero ella se lo haría ver!, ella encontraría a la mujer que lo llevara por el buen camino.














UNA NOVIA EN UN MILLÓN: SINOPSIS




Como primogénito de su importante familia, Pedro Alfonso era el heredero de una enorme plantación de la región tropical australiana. Ahora su obligación era tratar de ampliar el imperio familiar, pero también debía encontrar una esposa y tener un hijo.Paula Chaves ya era madre y no tenía la menor intención de buscar marido; y, por mucha química que hubiera entre ellos, Pedro estaba totalmente fuera de su alcance. Además, solo era su huésped para asistir a una boda...


¿O acaso iba a ser ella la novia?